CAPÍTULO 16

A las siete y media, el hermano Jack, acompañado de otros hermanos, vino a buscarme, y, en taxi, nos dirigimos hacia Harlem. Tal como había ocurrido en el anterior viaje, todos guardaron silencio. Sólo se oía el sonido que producía un hombre sentado en uno de los ángulos, al chupar ruidosamente una pipa cargada con tabaco cuyo humo difundía un aroma dulzón. A cada chupada, brillaba y se apagaba el disco rojo de la cazoleta, en la oscuridad del taxi. Sentí que mi nerviosismo se acentuaba más y más; el interior del automóvil me parecía excesivamente cálido. Nos apeamos en una calle lateral, y por una calleja oscura nos dirigimos a la parte trasera de un edificio bajo, grande y destartalado. Allí encontramos a otros hermanos que habían llegado antes que nosotros.

—Ya hemos llegado —dijo el hermano Jack.

Y empujó una oscura puerta, entrando en un vestuario iluminado con bombillas desnudas que colgaban de largos cordones. El cuarto era pequeño. Había bancos de madera, y filas de armarios de acero, en cuyas puertas se leían infinidad de nombres escritos rascando la pintura. Olía a sudor frío y pasado, a yodo, a sangre y a embrocación. No pude evitar una oleada de vagos recuerdos.

—Nos quedaremos aquí hasta que la sala se llene —dijo el hermano Jack—. Saldremos al escenario en el momento en que la impaciencia del público haya llegado al máximo. —Me dirigió una sonrisa—. Entretanto piensa en lo que vas a decir. ¿Has leído los textos que te hemos dejado en el piso?

—He pasado el día haciéndolo.

—Bien, Sin embargo, te aconsejo que escuches atentamente nuestros discursos. Serás el último en hablar, de modo que podrás basarte en muchos de nuestros comentarios y observaciones.

Asentí con la cabeza. El hermano Jack cogió del brazo a dos de los concurrentes, y se fue con ellos a un rincón del vestuario. Quedé solo. Los otros releían sus apuntes y hablaban entre sí. Crucé el vestuario y me detuve ante una fotografía rota y vieja, pegada a la sucia pared. Se trataba de un retrato de un antiguo campeón de boxeo, un héroe popular que se había quedado ciego a consecuencia de un combate. Estaba en actitud de boxear, ante la cámara. Pensé que probablemente se quedó ciego en el edificio en que me encontraba en aquel momento. Había ocurrido hacía bastantes años. El rostro del hombre fotografiado era tan oscuro y estaba tan deformado por los golpes recibidos, que podía ser de cualquier nacionalidad. Parecía un buen hombre, grandote y musculoso. Recordé lo que mi padre me había contado del campeón cuya foto tenía ante mí. Perdió la vista en un combate fraudulento, gentes influyentes lograron evitar el escándalo y el boxeador murió en un asilo para ciegos. ¿Quién hubiera dicho que yo iba a encontrarme algún día en aquel lugar? El mundo era un complicado laberinto. Sentí una extraña tristeza, y fui a sentarme en uno de los bancos. Los demás hablaban en voz baja. Les contemplé dominado por un súbito e inexplicable resentimiento. ¿Por qué debía ser yo el último en hablar ante el público? ¿Acaso no podía ocurrir que los anteriores oradores aburrieran mortalmente a los oyentes? Si así era, probablemente los gritos de protesta ni siquiera me permitirían comenzar mi discurso. Apartando de mí las sospechas, me dije que quizás estuviera equivocado. Quizás el contraste entre mi modo de hablar y el de los otros constituyera la clave de mi éxito. Quizás éste era plan previsto. De todos modos, no me quedaba más remedio que depositar mi confianza en ellos.

Todavía me sentía nervioso. Tenía una rara sensación de estar desplazado. De detrás la puerta llegaba hasta nosotros el distante sonido de sillas al ser arrastradas sobre el suelo, y un murmullo de voces. Pequeñas dudas me atormentaban. Pensaba que a lo mejor olvidaba mi nuevo nombre, o que alguien del público podía reconocerme. Repentinamente consciente de la imagen de mis piernas enfundadas en los nuevos pantalones azules, me incliné hacia delante. ¿Cómo podía saber si aquellas piernas eran verdaderamente las mías? ¿Cuál era mi nombre? Estas preguntas me parecieron ridículas, como si intentara mofarme de mí mismo, pero aliviaron mi nerviosismo. Tuve la impresión de contemplar mis piernas por primera vez en mi vida, cual si fueran independientes de mi voluntad y pudieran llevarme, por sí mismas, a situaciones de peligro o seguridad. Miré el suelo polvoriento. Entonces, tuve la sensación de estar en trance de recuperar la conciencia de mí mismo, tras un largo período de olvido de ella, como si me hallara simultáneamente en los extremos opuestos de un túnel. Tenía conciencia de mí mismo, tal como era en la lejana universidad, y, al mismo tiempo, tal como era en aquel momento, en el vestuario de la sala de deportes, vestido con un nuevo traje azul, sentado en un banco ante un grupo de hombres ávidos que hablaban entre sí en murmullos, oyendo a lo lejos el ruido de sillas, más voces, una tos. El conocimiento de cuanto tenía a mi alrededor parecía centrarse en un núcleo situado en lo más hondo de mi mente, sin embargo veía la realidad de un modo inquietantemente vago, como si ésta se hallara en período de formación, tal como uno se ve a sí mismo en las fotografías tomadas durante la adolescencia, es decir, con el rostro carente de expresión, la sonrisa sin carácter, las orejas excesivamente grandes y los granos en el rostro, demasiados granos, y demasiado patentes. Comprendía que me encontraba en una nueva fase de mi vida, en un nuevo comienzo, y por ello debía procurar que aquella parte de mí mismo que miraba con despego de extranjero cuanto tenía alrededor, se mantuviera siempre en un alejado segundo término en mi vivir, que quedara confinada al mundo de la universidad, del aparato en el hospital, de la Lucha Real. Quizá la parte de mí mismo que observaba distraídamente la realidad, aunque viéndola hasta en sus menores detalles, representase mi faceta crítica y contradictoria, la voz de protesta, el eco de las palabras de mi abuelo, el aspecto cínico y descreído de mi personalidad, el traidor que suscitaba las disensiones en mi fuero interno. Fuese lo que fuere, me constaba que debía reprimir sus voces. No me quedaba otro remedio, ya que si aquella noche lograba un éxito, penetraría en el camino que podía conducirme hacia las grandes realizaciones. No debía permitir que mi personalidad se cuarteara, no debía tolerar el recuerdo de las viejas heridas. Me agité en el asiento, y pensé: "No, estas piernas son mis piernas, son las mismas piernas que me han transportado desde mi lejano pueblo hasta aquí". Sin embargo, había en mí algo nuevo. El traje nuevo me otorgaba ciertas características nuevas. Sí, las ropas nuevas, mi nuevo nombre, las circunstancias en que me hallaba, me habían investido de una nueva personalidad. Lo nuevo en mí era algo tan sutil que no permitía formularlo en pensamientos. Me estaba convirtiendo en otro ser.

Con terror, comprendí de un modo inconcreto y vago que en el instante en que pisara el escenario y abriera la boca para hablar, yo me convertiría en una persona distinta. Esto no significaba que me convertiría en un ser cualquiera con un nombre inventado que podía pertenecer a cualquier otro, e incluso no pertenecer a nadie, sino que yo tendría otra personalidad. Pocas eran las personas que me conocían, pero tras esta noche... ¿Cuál era la causa de esta transformación? Quizá consistía en ser conocido y contemplado por mucha gente, en convertirme en el blanco de muchas miradas. Quizá sólo esto bastaba para convertirme en un ser diferente, del mismo modo que el constante aumento del tamaño de un muchacho le va convirtiendo en un hombre, un hombre con voz gruesa; mi voz fue varonil desde los doce años de edad. Pero, ¿qué ocurriría, qué efectos tendría el que alguien de la universidad estuviera en la sala? ¿O alguno de los pensionistas de Mary? ¿O la propia Mary? Oí mi voz que musitaba: "No tendría ningún efecto, porque esa gente pertenece al pasado". Mi nombre era otro, y actuaba en cumplimiento de órdenes superiores. Incluso si me cruzaba con Mary en la calle, pasaría a su lado sin que me reconociera. Tras este deprimente pensamiento, me puse en pie bruscamente y salí del vestuario para dirigirme a la callejuela.

Allí, sin el sobretodo, tuve frío. Sobre la puerta de entrada al vestuario brillaba una débil bombilla, cuya luz se reflejaba en la nieve. Crucé la calleja, para alejarme de la luz de la bombilla, y me detuve cerca de una reja desde la que llegaba hasta mi olfato un olor de fenol que trajo a mi memoria —mientras miraba hacia el otro lado de la calle— un gran hoyo abandonado que en otros tiempos fue un palacio de deportes destruido por un incendio antes de que yo viniera al mundo. Era un hoyo de unos doce metros de profundidad al pie de un muro ennegrecido por las llamas. Del viejo palacio de deportes tan sólo quedaba la llanura de cemento que había sido la base del edificio, de la que sobresalían hierros macabramente retorcidos. En el hoyo, los vecinos arrojaban desperdicios, por lo que, tras las lluvias, el agua estancada en él desprendía un hedor insoportable. Mientras desde un lado de la calleja contemplaba el hoyo al otro lado, aparecieron, más allá del hoyo, por gracia de mi imaginación, las barracas construidas con cajas de embalaje y latas, que, agrupadas, formaban una villamiseria, y tras ellas un muelle de carga de ferrocarril. El agua oscura se estaba quieta en el hoyo, y tras las barracas, una locomotora auxiliar permanecía inmóvil sobre los brillantes raíles, despidiendo por la chimenea una columna de humo blanco que se elevaba y retorcía en el aire. Y entonces vi que un hombre salía de una de las barracas y avanzaba camino de la calleja en que yo me encontraba. Oscuro y encorvado, arrastrando los harapos que le envolvían los pies, con sombrero y en mangas de camisa, el hombre avanzó lentamente, a pasos inseguros, envuelto en el amenazante hedor del fenol. Era un sifilítico que vivía solo en la barraca, entre el hoyo y el muelle del ferrocarril, y que únicamente iba a la calle para pedir limosna con la que comprar comida y desinfectante con el que empapar sus harapos. En mi imaginación le vi tendiendo hacia mí una mano mutilada, con los dedos devorados por la enfermedad. Y eché a correr, huí de aquella imagen, para volver a la oscuridad, al frío, al momento presente.

Temblaba de frío. Miré hacia la calle, al final del túnel de oscuridad de la calleja en que me encontraba, y en ella vi las altas siluetas de tres policías a caballo, recortadas contra el círculo luminoso y con destellos de nieve, de un farol. Avanzaban sosteniendo firmemente los caballos por las bridas. Las cabezas de los hombres y los animales se juntaban como si conspirasen, y en la noche destacaba el brillo del cuero de sillas y botas. Tres hombres blancos y tres caballos negros. Entonces pasó un automóvil, y la luz de sus faros dio pleno relieve a caballos y hombres, y proyectó sus sombras, en un vuelo de mundo de sueños, contra la nieve blanca y destellante, y contra la oscuridad. En el momento en que me disponía a regresar al palacio de deportes, uno de los caballos alzó violentamente la cabeza, y vi la mano enguantada dar un firme tirón hacia abajo. Oí el salvaje relincho, y el caballo se hundió en la oscuridad. Y hasta que llegué a la puerta y entré en el edificio, no dejé de oír el seco y frenético golpeteo de metal, y el rítmico sonido de las herraduras. Pensé que debía informar al hermano Jack de la presencia de los policías en los alrededores.

En el vestuario, vi que mis compañeros seguían reunidos en grupos. Me senté en un banco.

Mientras les contemplaba no podía evitar sentirme muy joven e inexperto, y al mismo tiempo muy viejo, con una vejez interior que miraba y callaba y esperaba. De la sala llegaba un murmullo de voces, un sonido lejano e hirviente que me trajo a la memoria la triste escena del desahucio. Y de nuevo, mi imaginación se echó a volar. Vi a un niño en pie junto a una tela metálica, que contemplaba a un perro blanco y negro atado con una larga cadena a un manzano. Era el bulldog Master, Y yo era el niño que temía tocar a Master, pese a que éste, jadeante, ahogándose de calor, con hilos de plateada saliva colgando de sus fauces, parecía sonreírme como un hombre gordinflón y bondadoso. Cuando el rugido de la multitud aumentó y se convirtió en palmas de impaciencia, recordé los graves gruñidos de Master. Cuando Master se enojaba gruñía produciendo el mismo sonido que ahora sonaba en la sala. Igual gruñía Master cuando le traían la comida, cuando lanzaba dentelladas a su propio cuerpo para espantarse las moscas, o cuando se disponía a abalanzarse sobre un desconocido. Master me gustaba, pero no confiaba en él. Del mismo modo, también quería complacer a la multitud, pero tampoco confiaba en ella. Miré al hermano Jack y sonreí. Acababa de descubrir que, en cierto modo, el hermano Jack era como un bulldog de juguete.

Las palmas de impaciencia y el rugido habían sido sustituidos por una canción. El hermano Jack se apartó de los que le rodeaban, y avanzó hacia la puerta, diciendo:

—Vamos, hermanos. Ha sonado la señal de salir. Juntos salimos del vestuario, y descendimos por un pasadizo en el que resonaba el ruido de la sala. Entonces, pasamos por una zona más iluminada y vi el haz de luz de un foco atravesando el denso aire azulado. Avanzábamos en silencio. Delante iban dos negros de piel muy oscura, y dos blancos, y tras ellos el hermano Jack. El rugido de la multitud se hizo más fuerte y parecía sonar sobre nuestras cabezas. Advertí que mis compañeros avanzaban en formación de cuatro de a fondo, y que yo iba solo en último lugar, como el banderín de una unidad militar. Frente a nosotros, la raya de luz inclinada de una puerta entreabierta, indicaba la entrada a uno de los pisos de la sala. Cuando pasamos ante ella, la multitud lanzó un rugido. Un segundo después, estábamos de nuevo en la oscuridad y avanzábamos en sentido ascendente, en tanto que el rugido parecía hundirse a un nivel inferior al nuestro. Pasamos por una zona de brillante luz azul y descendimos por una rampa. Más allá, donde la rampa formaba una curva, vi filas de rostros borrosos, a uno y otro lado de la rampa. Repentinamente quedé cegado, y tropecé con el hombre que me precedía. Este se detuvo, y gritó con voz que el rugido hizo casi inaudible:

—¡La primera vez siempre ocurre! ¡Son los focos!

Ahora, la luz de un foco se proyectaba ante nosotros, señalándonos el camino, y otros focos envolvían el grupo. La multitud rompió en una atronadora ovación. Y la canción se elevó hacia lo alto con fuerza incontenible, mientras las rítmicas palmas de la gente en la sala marcaban el tempo de la marcha:

El cuerpo de John Brown se descompone

en la tumba.

El cuerpo de John Brown se descompone

en la tumba.

El cuerpo de John Brown se descompone

en la tumba.

¡Pero su alma sigue adelante!

Pensé cuán curioso era que la vieja canción me pareciera nueva. Al principio, permanecí tan insolidario y ajeno al ambiente de la sala cual si contemplara el espectáculo desde el más alto palco. Después, las vibraciones de las voces envolvieron mi cuerpo, y sentí un eléctrico cosquilleo en la espina dorsal. Avanzábamos hacia un tablado adornado con banderas, situado cerca de la puerta correspondiente a la escena. Pasamos a lo largo de un pasillo, entre filas de espectadores sentados en sillas plegables, y subimos al tablado, cruzando ante un grupo de mujeres que se pusieron en pie. Con un movimiento de la cabeza, el hermano Jack nos indicó las sillas en que debíamos sentarnos, y allí fuimos, quedándonos en pie mientras nos aplaudían.

El público se encontraba alrededor del tablado, a niveles inferiores, iguales y superiores. El auditorio constituía un conglomerado humano, en forma de cazuela, distribuido en filas y más filas de rostros. Cuando vi a los policías me sobresalté. ¿Qué ocurriría si me reconocían? Estaban en pie, junto a la pared del fondo. Toqué el brazo del hombre que estaba ante mí, quien volvió la cabeza, interrumpiendo el movimiento de los labios que pronunciaban una frase de la canción. Me incliné sobre el respaldo de su silla y le pregunté:

—¿Por qué hay tanta policía?

—¿Policía? No te preocupes. Esta noche han venido para protegernos. ¡La reunión tiene una enorme transcendencia política!

Y me dio la espalda.

¿Quién había dado a la policía la orden de protegernos? La canción acababa de terminar, y los aplausos y gritos hacían vibrar el edificio. Y así fue hasta que en las últimas filas nacieron los gritos incesantemente repetidos, que pronto fueron coreados por todos:

¡No expoliarán al desheredado!

¡No expoliarán al desheredado!

El público vibraba al unísono, cual si tuviera un solo aliento y una sola voz. Me fijé en el hermano Jack. Se encontraba en pie, en la parte frontal del tablado, junto al micrófono, con los pies firmemente asentados en la sucia estera, y mirando despacio al público circundante. Su figura, de expresión pletórica de dignidad y benevolencia, recordaba la de un padre que escucha complacido una canción interpretada por sus amantes hijitos. Cuando alzó la mano y saludó, los aplausos del público atronaron la sala. Tuve la sensación de acercarme al público, tal como las cámaras cinematográficas se acercan, a veces, a los actores, y sentí en mi diafragma el calor, la emoción y las vibraciones de voces y aplausos. Rápida, nerviosamente, fui contemplando rostro tras rostro, en busca de personas conocidas, de alguien a quien hubiera tratado en mi vida anterior, ya acabada. Los rostros se hacían vagos e imprecisos, a medida que se alejaban del tablado.

Comenzaron los discursos. En primer lugar, un predicador negro pronunció unas palabras invocando la ayuda divina. Después, una mujer habló de los problemas de la infancia. Siguieron otros discursos sobre diversos aspectos económicos y políticos de la presente situación. Yo escuché atentamente procurando retener alguna que otra palabra, giros y frases, entre el enorme caudal de términos precisos e impecables utilizado por los oradores. En la sala no tardó en imperar el entusiasmo. Entre discurso y discurso, el público cantaba de un modo espontáneo y vibrante; las canciones nacían igual que en el Sur surgen los gritos de adhesión entre el público durante las bulliciosas reuniones religiosas organizadas por misioneros y pastores. Y yo me sentía identificado con el público, percibía físicamente su entusiasmo. Sentado en la silla, con los pies en la estera, me parecía hallarme en la sección de los instrumentos de percusión de una orquesta sinfónica. Tan entregado estaba, que no tardé en abandonar mis intentos de grabar en la memoria las frases felices de los oradores, y me dejé llevar por la emoción.

Alguien me tiró de la manga de la chaqueta. Había llegado el momento de hablar. Me acerqué al micrófono, junto al cual me esperaba el hermano Jack. Entré en la mancha luminosa del proyector, y quedé rodeado de luz, preso en ella, como si me hallara en el interior de una jaula de acero impalpable. La luz era tan fuerte que me impedía ver al público que formaba la inmensa cazuela de rostros. Parecía que una cortina semitransparente me hubiera separado del público, pero esta cortina permitía que el público me viera —así era, ya que me estaban aplaudiendo—, mientras impedía que yo viera al público. Volví a sentir el aislamiento mecánico e insoluble de la máquina en la clínica de la fábrica, y me resultó desagradable. Esperé, mientras el hermano Jack pronunciaba unas palabras de presentación que llegaron confusamente a mis oídos. Cuando terminó, sonaron unos aplausos de estímulo, a mí dirigidos. Y pensé que seguramente me recordaban, que algunos de los allí presentes estuvieron también en el desahucio.

El micrófono me parecía un objeto raro e inquietante. No me puse a la debida distancia, y mi voz sonó roncamente, deformada por mil burbujas. Tras pronunciar las primeras palabras, callé, sin saber qué hacer. Sin duda era un mal comienzo, y debía enmendarlo de un modo u otro. Me incliné hacia delante, y dirigiéndome al público cuya vaga presencia sentía junto al tablado, dije:

—Lo siento, amigos. Hasta el momento han hecho tantos esfuerzos para que no utilizara estos brillantes trastos eléctricos que no he podido aprender la técnica de hablar ante ellos. Y con sinceridad os diré que por su aspecto ese cacharro parece capaz de morder. Fijaos, parece una calavera de acero. A lo mejor pertenece a un hombre que murió de expoliación.

Mis palabras fueron bien acogidas. Algunos rieron. Entretanto, un hombre había ajustado el micrófono. Antes de irse me advirtió:

—No se acerque demasiado.

—¿Qué tal marcha ahora? —dije, ante el micro.

La voz resonó profunda, precisa y vibrante en la sala.

—¿Funciona mejor?

Hubo un tableteo de aplausos.

—Como habéis podido comprobar, sólo necesitaba una oportunidad para hacer oír mi voz. Vosotros me la habéis dado, y ahora el resto depende de mí.

Los aplausos arreciaron. La voz de un hombre en el público

gritó:

—¡Estamos a tu lado, hermano! ¡Habla, que te escuchamos! Eso era lo que yo quería. Había logrado establecer contacto con el público, y la voz del hombre representaba, para mí, la voz de todos los oyentes. Estaba nervioso y alterado. En aquellos instantes podía ser cualquier persona, e incluso era capaz de intentar hablar en un idioma desconocido. Había olvidado las frases y las palabras aprendidas en los folletos de la Hermandad. No me quedaba más remedio que emplear los recursos tradicionales. Y teniendo en cuenta que me encontraba en una reunión de carácter político, decidí adoptar una técnica de oratoria política de la que había sido testigo frecuentemente en mi tierra, es decir, la técnica del orador realista y llano, la técnica del "ya-estamos-todos-hartos-de-que-nos-traten-como-a-perros". Debido a que no veía al público, dirigí mis palabras al micrófono y a la voz que antes me había expresado su adhesión. —Muchos creen que los aquí reunidos somos un atajo de inútiles. ¿Tengo o no tengo razón?

—¡Has dado en el clavo, hermano! —gritó la voz.

—¡Sí, señor! ¡Nos creen inútiles! Y nos llaman "el vulgo", la "gente común". Mientras estaba sentado aquí, escuchando, me he esforzado en averiguar por qué razón somos "comunes", caso de que lo seamos. Y he llegado a la conclusión de que quienes así nos llaman cometen un gravísimo error en la apreciación de la realidad, porque nosotros somos todo lo contrario de la gente común, nosotros somos gente excepcional.

Se levantó un rugido entre el público, del que destacó la voz que antes había hablado:

—¡Buen golpe, hermano!

Levanté la mano en petición de silencio:

—Sí, somos gente excepcional, y os voy a decir por qué. Nos consideran inútiles, y nos tratan como si lo fuésemos. ¿Cuál es el trato que dan a los inútiles? ¡Mirad a vuestro alrededor y lo sabréis! Ellos tienen un lema y una norma de conducta, tienen lo que el hermano Jack llamaría "una teoría y una práctica". Dicen: "¡No demos jamás un trabajo justo y honrado a estos parásitos!". La actitud de quienes así hablan se traduce en la expoliación, el destierro, el lanzamiento del propio hogar. Sus deseos son utilizar nuestros cráneos vacíos como escupideras, y nuestra piel como alfombra. Y entre tanto, nos privan de nuestros justos salarios y nos expolian. Dan a nuestra protesta un falso eco, amplían y desvirtúan el sonido de nuestra voz para que, aterrorizados, volvamos al silencio. Utilizan nuestras quejas, nuestras ideas, nuestras esperanzas, nuestros deseos de felicidad en el hogar, para golpear un horrísono tambor, un tambor con el que armar ruido el Día de la Independencia. ¡Pero, cuidado! ¡Saben que es conveniente amortiguar el sonido del tambor! ¡A veces es preciso acallarlo! ¡Hay que dar, de vez en cuando, palmaditas en la espalda a los inútiles! ¡Es necesario otorgarles pequeñas concesiones que nada significan! —Me detuve un instante, y, en un ronco e intenso susurro, pregunté—: ¿Sabéis por qué somos tan lamentablemente excepcionales? ¡Porque permitimos que nos traten así!

Reinaba un profundo silencio. El humo, arremolinándose, cruzaba el haz de luz del foco.

La voz en el público gritó con tristeza:

—¡Otro buen golpe!

Irrazonablemente, dudé por un instante si aquel hombre estaba en favor o en contra de mí.

—¡Expolio! ¡Esta es la palabra justa! —continué—. ¡Pretenden privarnos de la virilidad y la feminidad! ¡De la infancia y la adolescencia! Ya habéis oído las estadísticas de mortalidad infantil que ha dado nuestra hermana. Y, además, ¿no sabéis que según ellos debéis consideraros afortunados de ser, desde vuestro nacimiento, gente excepcional? ¡Sí, incluso pretenden quitarnos nuestra aversión al expolio! Y os voy a decir que si no oponemos resistencia, pronto lo lograrán. Vivimos días de expolio, es éste tiempo de depredación, de familias sin hogar, de gentes expulsadas de sus propias casas. ¡Nos quitarán incluso la capacidad de pensar! ¡Nos extirparán el cerebro! Pero somos tan excepcionales que ni siquiera nos damos cuenta. Quizá seamos excesivamente corteses. Quizá temamos crear situaciones desagradables. Nos creen ciegos, excepcionalmente ciegos. Y en verdad que no me sorprende. Pensad un poco en lo que os he dicho. Nos arrancaron un ojo el día en que nacimos, y por esto podemos ver sólo una realidad sin relieve ni perspectiva, una realidad formada por rectas líneas blancas. Somos un pueblo de ratones con un solo ojo. ¿Imaginasteis alguna vez algo semejante? ¡Qué rara visión! ¡Qué excepcional visión!

Entre el sonido de amargas risas, se alzó de nuevo la voz del desconocido:

—No tratamos en granos, pero... ¡Buen golpe!

Me incliné al frente:

—Si no andamos con tiento, se colocarán junto a nosotros, en el lado en que no tenemos ojo, y... ¡plop! nos saltarán el único ojo, el del otro lado, y quedaremos ciegos. Más de uno teme que veamos la realidad, más de uno quisiera que fuésemos ciegos. Quizás ésta sea la razón de que estén aquí presentes tantos buenos amigos, esos amigos del uniforme azul, la pistola azul y todo lo demás. Pero creo, y creo que vosotros creéis como yo, que un ojo merece ser defendido. Por esto os digo: ¡unámonos! ¿Habéis observado, mis queridos inútiles y tuertos hermanos, que si dos ciegos se unen pueden ayudarse mutuamente? Cierto es que caminan vacilantes, que tropiezan con mil objetos, pero también es verdad que soslayan algunos peligros. Y uno con otro, van avanzando a lo largo de su camino, a lo largo de su vivir. Pueblo excepcional: ¡unámonos! Si llegamos a gozar de la visión que dos ojos proporcionan, podremos descubrir qué es lo que nos convierte en seres excepcionales, quiénes son los que nos transforman en excepcionales. Hasta el momento, nuestra situación ha sido igual a la de dos hombres, cada uno de ellos con un solo ojo, que avanzan en direcciones opuestas a lo largo de una calle, mientras un tercer hombre les arroja ladrillos, y, entonces, nos acusamos recíprocamente y luchamos uno con otro. ¡Nos acusamos y luchamos sin motivo! El culpable es el tercer hombre, es este ser taimado y rastrero que, en mitad de la ancha calle gris, arroja piedras a uno y otro extremo. ¡Este es el culpable! ¡Este es quien causa el daño! Dice que necesita espacio, un espacio que constituye lo que él llama su libertad. Sabe que se encuentra en la zona que no podemos ver porque carecemos del ojo correspondiente, y nos ataca impune y constantemente hasta el punto de enloquecernos. De hecho, su libertad nos ha dejado ciegos.

Alce la mano y grité:

—¡Calma! ¡No le insultéis, no le maldigáis! Pero yo os digo: ¡Liberémonos de semejante ser! Acerquémonos el uno al otro, recorramos el trecho que nos separa. ¡Aliémonos! ¡Yo protegeré tu lado derecho, y tú mi lado izquierdo! ¡Lo que no puedas hacer tú, lo haré yo, y lo que yo no pueda hacer, lo harás tú!

—No fallas ni un golpe, hermano. ¡Ni uno solo!

—Hagamos un milagro: ¡recuperemos los ojos que nos han arrancado! Reclamemos nuestro derecho a ver. Combinemos la visión de cada uno, y ampliemos su alcance. Si miráis a lo alto, veréis que se acerca una tormenta. Si contempláis la calle, veréis que sólo hay un enemigo. ¿No reconocéis su rostro?

Hice una pausa natural, impuesta por el ritmo del discurso, y estalló una ovación. Pero mientras la escuchaba, me di cuenta de que en mi mente ya no fluían palabras. ¿Qué haría cuando dejaran de aplaudir y se dispusieran a escucharme de nuevo? Inclinándome hacia delante, me esforcé en ver al público tras la barrera de luz. Los oyentes se me habían entregado, y yo no podía permitir que, ahora, escaparan de mi dominio. Inesperadamente, me sentí desnudo e inerme, consciente de que las palabras volvían a fluir, y, también, de que con ellas iba a revelar algo que debía callar.

Con voz que parecía tener su origen en el pecho, grité:

—¡Miradme! Hace poco tiempo que vivo aquí. Los tiempos son difíciles, conozco la miseria y la desesperación. Procedo del Sur, y aquí he tenido ocasión de experimentar en mí mismo el despojo. Por ello, he aprendido a desconfiar del mundo... Pero, miradme: algo muy raro está ocurriendo. Aquí estoy, ante vosotros, y debo confesar...

Vi al hermano Jack a mi lado, fingiendo que ajustaba el micrófono. Me susurró: "Ten cuidado, no vayas a perder toda tu eficacia antes de lograr el menor resultado". Me incliné ante el micrófono y contesté:

—No te preocupes, no pasa nada. —Y grité—: ¿Puedo hacer una confesión? ¿Sois amigos? Todos somos víctimas del expolio, partícipes del mismo desheredamiento. Y dicen que confesar es bueno para el alma. ¿Me dais vuestro permiso?

—¡Estás embalado, hermano, embalado! —gritó la voz. Percibí a mis espaldas susurros y un nervioso rebullir. Esperé a que se hiciera de nuevo el silencio, y proseguí:

—Quien calla otorga. Así es que considero que me habéis dado permiso. ¡Haré mi confesión!

Abombé el pecho, adelanté la mandíbula, y con la mirada fija al frente, más allá de la luz, dije:

—Algo extraño, milagroso y transformador tiene lugar en mí, en estos instantes, aquí, ante vosotros.

Sentía como las palabras se formaban por sí solas, y viajaban en el aire, y caían en el vacío ante mí, sobre el público. La luz opalina burbujeaba lentamente como el jabón líquido tras agitar suavemente la botella.

—Quiero describíroslo. Es algo muy extraño. Es algo que en ningún momento anterior de mi vida había experimentado. Oigo el ritmo de vuestras respiraciones, y siento vuestras miradas puestas en mí. Y, ahora, en estos instantes en que vuestros ojos blancos y negros están orientados hacia mí, siento... siento...

El silencio era tan profundo que pude oír el sonido de la maquinaria del gran reloj fuera, en la fachada, desmenuzando el tiempo. —¿Qué sientes, hijo? ¡Dilo! —chilló una voz aguda. Hablé en un ronco susurro:

—Siento, siento que de repente me he convertido en un ser más humano. ¿Comprendéis? Más humano. No quiero decir con ello que me haya convertido en un ser humano, puesto que al nacer ya lo era, sino que soy más humano, ahora. Me siento fuerte. Me siento capaz de logros. Siento que puedo contemplar con mirada clara, penetrante y de largo alcance, el oscuro corredor de la historia, y en él oigo los firmes pasos de la fraternidad militante. Esperad, dejadme proseguir mi confesión. Siento la necesidad de expresar mis sentimientos. Y siento que tras un largo viaje de desesperación y ceguera, he llegado al fin al hogar. ¡Al hogar! Y vuestras miradas fijas en mí me dicen que he encontrado a mi gente, mis verdaderos hermanos... ¡Mi verdadero pueblo! ¡Mi verdadera patria! Soy un nuevo ciudadano en la patria de vuestra visión, un hijo de vuestra tierra fraternal. Siento que esta noche, aquí, en esta vieja sala de deportes, nace en mí un nuevo ser, y revive la mejor parte de mi viejo ser. Esto ocurre ahora en mí, en cada uno de vosotros, en todos. —Hice una breve pausa y añadí—: ¡HERMANAS Y HERMANOS! ¡NOSOTROS SOMOS LOS VERDADEROS PATRIOTAS! ¡SOMOS LOS CIUDADANOS DEL MUNDO FUTURO! ¡NUNCA JAMAS VOLVERÁN A EXPOLIARNOS!

Como un poderoso trueno estalló la ovación. Quedé inmóvil, traspuesto, con la vista nublada, y el cuerpo temblando al impulso de las vibraciones del rugido multitudinario. Hice un movimiento vago, indeciso. ¿Debía agitar los brazos ante la multitud? La luz me había irritado los ojos. Escuchaba inmóvil los vítores, gritos, silbidos y aplausos. Un par de lágrimas rodaron por mis mejillas y las enjugué en un ademán torpe. Me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué no se me acercaba alguien, y me sacaba de allí antes de que con mi comportamiento estropeara los efectos del discurso? Pero las lágrimas tuvieron la virtud de aumentar la intensidad de la ovación. Sorprendido, levanté la cabeza, mientras seguía llorando. El sonido de la ovación avanzaba en la sala, hacia mí, a grandes oleadas. El público había comenzado a patear el suelo, y yo reía e inclinaba la cabeza a derecha e izquierda sin vergüenza alguna. El volumen de los aplausos creció todavía más, y oía el ruido de madera rompiéndose, al fondo de la sala. Me sentía cansado, pero los vítores y aplausos no cesaban. Al fin retrocedí hacia las sillas. Alguien me cogió la mano, y acercando su cabeza a la mía gritó:

—¡Lo lograste, maldita sea! ¡Lo lograste!

La mezcla de odio y admiración que embargaba aquellas palabras me sorprendió. Retiré mi mano de las suyas, y le di las gracias:

—Gracias, pero los otros oradores han caldeado el ambiente, y por esto me han escuchado.

Estaba temblando. Aquel hombre había hablado como si quisiera estrangularme. Apenas podía ver lo que ocurría a mi alrededor. Se había formado un gran barullo. Alguien me hizo girar sobre mí mismo, casi perdí el equilibrio e instantes después sentí en mi cuerpo la cálida suavidad de un cuerpo femenino que quedó junto al mío. Y una voz de mujer me dijo al oído:

—¡Oh, hermano! ¡Hermano!

Y sentí la húmeda y ardiente presión de sus labios sobre mi mejilla.

Vagas figuras se movían a mi alrededor. Y me empujaban de un lado para otro, como a un cuerpo inerte. Me golpeaban la espalda, me estrechaban las manos. Tenía el rostro húmedo de la saliva del entusiasmo. Decidí que la próxima vez que tuviera que ponerme bajo la luz de los focos usaría gafas de cristales oscuros. Las demostraciones de entusiasmo del público eran ensordecedoras. Cuando nosotros nos disponíamos a abandonar la sala, el público aullaba, pateaba el suelo, rompía sillas. El hermano Jack, mientras me conducía por la plataforma camino de la salida, gritó:

—Debemos irnos. Parece que al fin hemos logrado poner la máquina en marcha. Hay que organizar esta formidable energía.

El hermano Jack me guió a través de la vociferante multitud. Mil manos me obstruían el paso, me golpeaban, y yo avanzaba tambaleante, al lado del hermano Jack. Penetramos en el oscuro pasadizo, y cuando llegamos al final dejé de estar deslumbrado, y volví a ver normalmente. El hermano Jack se detuvo junto a la puerta, y dijo:

—Escúchales. Tan sólo esperan que les digamos lo que deben hacer.

Como un lejano trueno llegaba hasta nosotros el sonido de la interminable ovación. Al cerrarse la puerta a nuestras espaldas, se extinguió el sonido. Y algunos de nuestros compañeros, que esperaban fuera, interrumpieron su conversación y nos contemplaron. El hermano Jack les preguntó con acento de entusiasmo:

—Bueno, ¿qué os ha parecido? ¿Qué os ha parecido el debut del muchacho?

Se produjo un tenso silencio. Miré los rostros uno a uno, blancos y negros, todos ellos con expresión grave. Y sentí terror.

El hermano Jack preguntó con súbita severidad:

—¿Bien? ¿Qué?

Oí el gemido de los zapatos de uno de los hombres ante mí.

—¿Qué? —repitió el hermano Jack.

Contestó el hombre que fumaba en pipa. Habló lentamente, en palabras de creciente vehemencia:

—Creo que ha sido un comienzo muy poco satisfactorio.

Y subrayó la palabra "satisfactorio" con un ademán de la mano que sostenía la pipa. Me miraba rectamente a los ojos. Quedé desconcertado. Miré a los otros. Sus rostros eran inexpresivos, neutros.

El hermano Jack explotó:

—¡Poco satisfactorio! ¿Y se puede saber cuál es el pretendido proceso mental que conduce a tan brillante conclusión?

—Dejemos la ironía barata para otra ocasión, hermano —contestó el hermano de la pipa.

—¿Ironía? Tú has sido quien ha hablado irónicamente. No, no es éste el momento de ironías, ni tampoco de estupideces. Y menos aún de tomaduras de pelo. Estamos en un momento crítico de nuestra lucha, las cosas comienzan a funcionar, y ahora resulta que de repente te sientes descontento. ¿Acaso te asusta el triunfo? ¿Qué es lo que te desagrada? ¿No hemos logrado hoy aquello por lo que tanto hemos trabajado?

—Una vez más, pregúntate a ti mismo y respóndete. Tú eres el Gran Jefe. Consulta tu bola de cristal.

El hermano Jack soltó una sarta de maldiciones.

—¡Por favor, hermanos! —dijo alguien.

El hermano Jack soltó un último juramento, y se dirigió a un hermano alto y fornido:

—Tú, ¿tienes el valor suficiente para decirme qué os ocurre? ¿Nos hemos convertido en un grupo de gamberros callejeros, quizá?

Nadie contestó. En el silencio oí el sonido del roce de unos zapatos contra el suelo. El hombre de la pipa tenía la vista fija en mí.

—¿Hice algo que no debía hacer? —pregunté.

—Hiciste lo peor —contestó con frialdad.

Estupefacto, incapaz de pronunciar palabra, le miré fijamente. Y el hermano Jack, recuperada la calma, dijo:

—No te preocupes. Y ahora, hermano, dinos en qué consiste el error. Mejor será que lo aclaremos aquí mismo. ¿Cuál es tu queja?

El hermano de la pipa contestó:

—No se trata de una queja, sino de una opinión. Si es que todavía podemos sustentar opiniones.

—Bien, pues cuál es tu opinión.

—En mi opinión, el discurso ha sido selvático, histérico, y políticamente irresponsable y peligroso. Pero todavía más, ha sido incorrecto.

Pronunció "incorrecto" como si este término describiera el más horrible crimen imaginable. Le miraba boquiabierto, sintiendo nacer en mí una vaga conciencia de culpabilidad.

El hermano Jack paseó la mirada por los rostros que tenía ante él.

—Ya comprendo... Habéis celebrado un conciliábulo en el que habéis llegado a ciertas conclusiones. ¿Levantaste acta, hermano presidente? ¿Hicisteis constar vuestras sabias disquisiciones?

El hermano de la pipa contestó:

—No ha habido conciliábulo alguno. Y mantengo íntegramente mi opinión.

—No se ha celebrado una reunión, pero de todos modos ha habido conciliábulo y habéis llegado a conclusiones incluso antes de que el discurso en la sala terminara.

—Pero, hermano... —intentó mediar un tercero.

Con una sonrisa en los labios, el hermano Jack prosiguió:

—Una brillante operación. Un magnífico ejemplo de hábiles teóricos saltando como nuevos Nijinskys las etapas del desarrollo histórico. Pero bajad de las nubes, hermanos, bajad u os vais a estrellar contra vuestras propias doctrinas. La historia no ha avanzado tanto todavía. Quizá dentro de un par de meses habrá llegado el momento oportuno, pero ahora no. ¿Cuál es tu opinión, hermano Wrestrum? Y con la cabeza señaló a un hombre del tamaño y figura de Supercargo, quien contestó:

—Creo que el discurso de nuestro hermano ha sido reaccionario y retrógrado.

Hubiera querido contestarle, pero no podía. No era de extrañar que su voz, al felicitarme, expresara tan contradictorias emociones. Ahora tan sólo podía mirar su ancho rostro, en cuyos ojos brillaba el odio.

—¿Y tú? —preguntó el hermano Jack.

—El discurso me ha gustado. Considero que ha sido muy eficaz —contestó el interrogado.

El hermano Jack preguntó a otro, que dijo:

—Opino que ha constituido un error.

—¿Por qué?

—Porque debemos esforzarnos en dirigirnos a la inteligencia de las gentes...

El hermano de la pipa dijo:

—Exactamente. El discurso fue la antítesis del método científico. Nosotros mantenemos un punto de vista racional. Somos los campeones de la comunicación científica con la sociedad. Y este discurso, con el que esta noche nos hemos identificado, destruye cuanto dijimos e hicimos anteriormente. El público no ha tenido ocasión de pensar, sino tan sólo de aullar:

El gigantesco hermano negro, comentó:

—Esto es lo que ha ocurrido. La muchedumbre se ha convertido en una horda.

El hermano Jack rio:

—¿Y esta horda está con nosotros o contra nosotros? ¿Qué contestación dan a esta pregunta vuestros poderosos cerebros? —Pero sin darles ocasión a contestar, prosiguió—: Quizá tengáis razón. Quizá se trate de una horda. Pero esta horda arde en deseos de unirse a nosotros. Y, por otra parte, no creo necesario recordaros, mis queridos científicos, que la ciencia se basa en la experiencia. Estáis llegando a conclusiones antes de que el experimento haya concluido. En realidad, lo ocurrido aquí, esta noche, constituye tan sólo la fase inicial del experimento. La fase inicial: la creación de energía. Comprendo que adoptéis una actitud timorata. Tenéis miedo de pasar a la fase siguiente, porque en ella deberéis organizar esta energía. ¡Pues la organizaremos! ¡Y no será mediante las teorías de un grupo de científicos marginales, sino saliendo a la calle y poniéndonos al frente de la multitud!

Luchaba con entusiasmo, ferozmente. Su vista saltaba de uno a otro rostro. Tenía el rostro congestionado. Pero nadie contestó sus palabras. Señalándome, dijo:

—Da asco. Nuestro nuevo hermano ha triunfado gracias a su instinto, mientras que vuestra ciencia ha fracasado durante más de dos años. Y, ahora, tan sólo se os ocurre hacer crítica destructiva.

El de la pipa dijo:

—Permíteme que disienta. Señalar la naturaleza peligrosa del discurso no constituye crítica destructiva, ni mucho menos. Al igual que todos nosotros, el nuevo hermano debe aprender a hablar científicamente. Es preciso que reciba una formación completa en este aspecto.

El hermano Jack sonrió sarcásticamente:

—¡Al fin! ¡Hay que formarle! No todo está perdido, al parecer. Los científicos perciben una posibilidad de salvación. Hay esperanzas de poder domesticar a nuestro salvaje y eficaz orador. De acuerdo, hemos llegado a una solución que quizá no sea científica, pero que no deja de ser una solución. Durante los próximos meses, nuestro nuevo hermano seguirá unos cursos de intenso estudio y adoctrinamiento, bajo la dirección del hermano Hambro. —Se dirigió a mí—: Así estaba previsto ya. Iba a decírtelo más tarde.

—Pero esto significa un largo período sin ganar dinero —protesté— ¿De qué voy a vivir?

—Seguirás percibiendo el sueldo. Mientras, no se te podrá acusar de hacer discursos anticientíficos que turben la tranquilidad de nuestros científicos hermanos. Vivirás sin tener contacto alguno con Harlem. Quizá cuando hayas terminado este curso podremos comprobar si nuestros hermanos saben organizar con tanta rapidez como saben criticar. Vosotros habéis sido quienes habéis tomado esta decisión, hermanos.

Un hombre pequeño y calvo dijo:

—Creo que el hermano Jack tiene razón. No me parece que seamos precisamente nosotros el tipo de gente que se asusta del entusiasmo popular. Nuestra tarea es canalizar este entusiasmo de modo que produzca los mejores frutos.

Los demás callaban. El hermano de la pipa seguía con la vista fija en mí. El hermano Jack dijo:

—Vayámonos ya. Si no olvidamos cuál es nuestra auténtica meta, ahora tenemos más oportunidades de alcanzarla que en cualquier otro momento. Recordemos que la ciencia no es como el juego del ajedrez, pese a que éste se puede jugar científicamente. Otra cosa que tampoco podemos olvidar es que si queremos organizar las masas, hace falta que antes nos organicemos nosotros. Gracias a nuestro nuevo hermano, la situación ha cambiado. No podemos desperdiciar esta oportunidad, y de vosotros depende.

El hermano de la pipa dijo:

—Veremos lo que hacemos. En cuanto hace referencia al nuevo hermano, creo que unas cuantas sesiones con el hermano Hambro no le pueden hacer ningún daño.

Al ponernos en marcha, pensé en quién podía ser el tal Hambro. Me consideraba afortunado de que no me hubieran despedido. Bien, sería cuestión de volver a los estudios.

Mientras caminábamos, el grupo fue disgregándose. El hermano Jack se puso a mi lado:

—No te preocupes. Las enseñanzas del hermano Hambro te resultarán interesantes, y de todos modos era inevitable que pasaras por un período de preparación. El discurso de esta noche ha sido un examen en el que has obtenido brillantísimas notas, y ahora debes prepararte para trabajar de firme. Toma, aquí tienes las señas del hermano Hambro, ve a verle a primera hora de la mañana. Ya le hemos avisado tu visita.

Al llegar a casa, me sentí súbitamente vencido por el cansancio. Incluso después de tomar una ducha caliente y de tumbarme en la cama tenía los nervios alterados. En mi desilusión, tan sólo deseaba dormir, pero no podía evitar el recuerdo de lo ocurrido en la sala de deportes. Sí, se trataba de una realidad, no de un sueño. Había tenido la buena fortuna de decir lo que debía decir en el momento oportuno, y mis palabras habían gustado al auditorio. O quizás había dicho lo que no debía, en el lugar en que debía decirlo. De todos modos, y prescindiendo de la opinión de los hermanos, tuve éxito, y a partir de aquel momento mi vida sería diferente. Y me daba cuenta de que yo creía en lo que había comunicado al público, incluso teniendo en consideración que ignoraba lo que iba a decirle. Al comenzar a hablar me animaba únicamente la intención de hacer un buen papel para que la Hermandad no me despidiera. Los resultados no habían sido previstos. Fue como si otro ser, en mi interior, hubiera dominado mi personalidad. Y en esto radicó mi buena suerte, ya que si así no hubiera ocurrido la Hermandad me hubiera despedido.

Incluso mi técnica oratoria había sido distinta. Nadie, entre los que habían escuchado mis discursos en la universidad, hubiera creído que el de esta noche fuese mío. Pero así debía ser, puesto que yo tenía una nueva personalidad, pese a haber hablado en un estilo muy antiguo. Me había transformado, y ahora, tumbado en la cama, en la oscuridad de mi dormitorio, sentí cierto afecto hacia aquel público vago e inconcreto, formado por gentes cuyos rostros sólo pude entrever. Estuvieron a mi lado desde el principio del discurso. Querían que triunfara, y, afortunadamente, hablé del modo adecuado y supieron comprender mis palabras. Yo era como ellos, pertenecía a su clase. Cuando se me ocurrió esta idea, me senté en la cama y crucé los brazos alrededor de las piernas. Quizás éste era el sentido que tenía la frase "ser un hombre entregado a una misión". Pues bien, si éste era el significado, yo aceptaba plenamente serlo. Repentinamente, mis posibilidades humanas habían aumentado. Como orador de la Hermandad, no sólo representaría a mi grupo, sino a otro mucho más amplio. En el público había gentes de muy distinto origen y color, cuyas reivindicaciones superaban las propias de una sola raza. Me dije que haría cuanto fuese necesario para servir los intereses de aquellas gentes. Si me aceptaban, pondría todas mis potencias a su servicio. ¿Había quizás algún otro modo de evitar la desintegración de mi personalidad?

Sentado en la oscuridad, intenté recordar la hilazón del discurso, que ya me parecía una pieza oratoria pronunciada por otra persona. Y pese a todo, me constaba que era mío, y sólo mío. Si lo habían reproducido taquigráficamente, mañana lo leería íntegro.

Palabras y frases cruzaban mi mente. Veía otra vez la azulada neblina que envolvía la sala. ¿Qué quise decir al afirmar que me había convertido en un ser más humano? ¿Se trataba quizá de una frase oída a otro orador o de un gratuito producto de la capacidad de hablar, una especie de lapsus linguae? Por un instante pensé que quizá la frase tenía su origen en mi abuelo, pero inmediatamente rechacé tal posibilidad. ¿Qué relación podía existir entre la humanidad y un viejo esclavo? Quizá derivaba de alguna frase pronunciada por Woodridge, el profesor de literatura, en la universidad. Le recordé vividamente, embriagado de palabras, pletórico de exaltación y desprecio, paseando ante la pizarra cuajada de citas de Joyce, Yeats y Sean O'Casey. Delgado, nervioso, preciso, caminando como un funámbulo sobre la alta cuerda floja de unos significados trascendentes a los que nosotros jamás nos atrevíamos a ascender. Me pareció oírle: "El problema de Stephen, al igual que el nuestro, no consistía, en realidad, en crear la inexistente conciencia de su raza, sino en crear las inexistentes características de su raza. Nuestra tarea consiste en formar nuestra individualidad. La conciencia de la raza es una ofrenda gratuita que a ella hacen los individuos capaces de ver, valorar, registrar... Creemos la raza al crearnos a nosotros mismos, y entonces, ante nuestra sorpresa e incredulidad, resultará que habremos creado algo mucho más importante, es decir, habremos creado una cultura. Sí, una cultura. ¿Por qué hemos de perder el tiempo creando una conciencia de algo que no existe? Y es así por cuanto, como bien sabéis, la sangre y la piel no piensan".

Pero no, mi frase no tenía su origen en Woodridge. "Más humano..." ¿Pretendía decir, quizá, que había perdido parte de mi personalidad, que había devenido menos negro, menos segregado, menos exiliado de mis tierras del Sur? No, todo eso era negativo. ¿Cómo es posible devenir más deviniendo menos? Quizá sí, quizás era eso lo que intenté expresar. Pero, ¿de qué modo, en qué aspecto había llegado a ser "más humano"? Ni siquiera Woodridge decía frases de este estilo. Para mí, la frase constituía un misterio, semejante a lo que me ocurrió en el desahucio, cuando quedé poseído por las palabras.

Pensé en Bledsoe y en Norton, y en las consecuencias de sus actos. Al expulsarme de su mundo, habían dado ocasión a que tuviera la posibilidad de alcanzar algo de una grandeza e importancia como jamás había soñado. Ante mí se abría un camino que no conducía a la puerta de servicio y a los patios traseros, un camino en el que no existían las limitaciones de blancos y negros, sino un camino que, si trabajaba con ardor y si vivía el tiempo suficiente, conducía a la obtención de las máximas recompensas. Tenía ocasión de participar en las grandes decisiones, de penetrar en el misterio de la organización interna del país y del mundo. Por primera vez en mi vida, percibí, mientras yacía en la oscuridad, que podía llegar a ser más que un simple miembro de una raza. No soñaba. La posibilidad existía realmente. Para llegar a la cumbre debía trabajar, aprender y sobrevivir. Sí, estudiaría bajo la dirección de Hambro, aprendería lo que me enseñara y mucho más. Cuanto antes terminara el período de preparación con Hambro antes podría comenzar mi trabajo.