CAPÍTULO 2

Era una hermosa universidad: viejos edificios por cuyos muros trepaba la yedra, caminos de graciosa sinuosidad flanqueados de setos y rosales cuyas flores, bajo el sol de verano, adquirían matices deslumbrantes. En torno a los árboles crecían las madreselvas, y el aroma de las magnolias blancas se esparcía en el aire estremecido por el zumbar de las abejas. Aquí, en mi hoyo, he recordado muchas veces la universidad. He recordado cómo el césped verdeaba en primavera, cómo los arrendajos volaban libremente, sacudían la cola y cantaban, cómo la campana de la capilla señalaba el paso fugaz de las horas felices y las muchachas en claros vestidos de verano cruzaban sobre el césped. Muchas veces, aquí, por la noche, he cerrado los ojos para caminar a lo largo del camino prohibido que pasa ante los dormitorios de las muchachas, ante el edificio con el reloj en la torre, con sus ventanas cálidamente iluminadas, y que luego desciende y pasa frente al diminuto barracón blanco de Prácticas de Economía, que a la luz de la luna parecía más blanco aún, y siguiendo su descenso suavizado por las curvas conduce a la negra caseta del grupo electrógeno cuyos motores murmuran en la oscuridad ritmos monótonamente trepidantes, y al través de las ventanas se ve el rojo fulgor del horno, y luego el camino se transforma en un puente sobre un cauce seco poblado de enmarañada maleza y parras entrelazadas. Es un puente de troncos que parecen hechos para citas de amor, pero que permanecen vírgenes, jamás utilizados por los enamorados para grabar en ellos sus nombres. Y he proseguido mi camino, hacia arriba, más allá de los edificios con pórticos sureños, largos como media manzana ciudadana, he seguido hasta allí donde nace bruscamente una bifurcación que avanza por un paisaje sin edificios, ni pájaros, ni hierba siquiera, para terminar ante las puertas del manicomio.

Siempre llego hasta allí, y, entonces, abro los ojos. El momento mágico ha terminado, e intento volver a ver en mi mente los conejos que, no habiendo sido jamás perseguidos, jugueteaban plácidamente entre los arbustos y en pleno camino. Y veo los cardos de púrpura y plata que crecían entre las piedras recalentadas por el sol, y las hormigas avanzando y retrocediendo nerviosamente en fila india, y entonces doy media vuelta, vuelvo al camino sinuoso, y sigo hasta más allá del hospital en que, por las noches, en algunas salas, las alegres chicas que se preparan para obtener el diploma de enfermeras dan algo mejor que píldoras a muchachos afortunados, conocedores del secreto. Me detengo al llegar a la capilla. Y en este instante llega repentinamente el invierno. La luna está muy alta, oigo el tañido de las campanas y un coro de trombones que interpreta una canción navideña; pero, sobre estos sonidos, reina el silencio y el dolor, como si el mundo fuera todo soledad. En pie, bajo la alta luna, escucho el cántico "Nuestro Señor es una poderosa fortaleza", en las voces majestuosamente dulces de los cuatro trombones y, después, del órgano. El sonido se eleva sobre todas las cosas, claro como la noche, líquido, sereno y solitario. Me quedo allí intrigado, y en mi mente surgen las imágenes de las cabañas en los campos yermos, más allá de los rojos caminos de arcilla. Y más allá de cierto camino hay un río perezoso cubierto de algas inmóviles, como estancadas, de las que el color verde ha casi desaparecido para ceder paso al amarillo. Tras cruzar más campos muertos, llego a los barracones requemados por el sol, en el paso a nivel, en que mutilados excombatientes pasaban vacilantes los raíles, apoyándose en muletas y bastones, para acudir a la cita de las meretrices; y, a veces, empujaban una roja silla de ruedas en la que iba un hombre con las piernas amputadas poco más abajo de las ingles. En ocasiones aguzo el oído para saber si la música llega hasta allí, pero sólo puedo recordar las carcajadas de tristes, tristísimas rameras embriagadas. Permanezco allí, en el círculo al que convergen las tres carreteras, cerca de la estatua, donde los domingos desfilábamos en formación de cuatro de a fondo, sobre el suave asfalto, girábamos bruscamente sobre nosotros mismos y entrábamos en la capilla, con los uniformes recién planchados, los zapatos lustrados, las mentes cuidadosamente ordenadas, y ciegos los ojos, como robots, ante las autoridades y los visitantes situados en la baja tribuna pintada de blanco.

Todo eso es tan lejano que ahora, en mi invisibilidad, me pregunto si alguna vez ha existido. Y en mi mente aparece la estatua en bronce del Fundador de aquella institución, como un frío símbolo de paternidad, con las manos adelantadas, en el emocionante ademán de alzar un velo cuyos duros y metálicos vuelos revelan el rostro de un esclavo arrodillado. Y me quedo perplejo, incapaz de decidir si el hombre de bronce alza en realidad el velo, o se esfuerza en colocarlo más firmemente en su lugar; dudo si tengo frente a mí una imagen de ilustración o de mayor oscurantismo. Mientras miro, oigo un batir de alas. Alzo la vista y veo una bandada de estorninos cruzando el cielo. Cuando bajo la vista, advierto que el rostro de bronce cuyos ojos vacíos contemplan un mundo que yo nunca he visto, chorrea yeso líquido, con lo cual en mi mente se forma otra pregunta sin respuesta: ¿por qué las estatuas manchadas por los pájaros imponen más que las estatuas limpias?

¡Oh, ancho y verde terreno universitario! ¡Oh, canciones murmuradas al atardecer! ¡Oh, luna que besaba el campanario, iluminaba y perfumaba las noches! ¡Oh, cornetín que nos despertaba por las mañanas! ¡Oh, tambor a cuyo son desfilábamos militarmente al mediodía! De todo ello, ¿había algo que fuera real, que fuera sólido, que no fuera más que un placentero sueño para matar el tiempo? ¿Cómo pudo ser real si ahora soy invisible? Si fue real, ¿cómo explicar que en aquella isla de verdor no pudiera ver otra fuente que aquella seca y cegada? ¿Y cómo es posible que en mis recuerdos no caiga una lluvia benefactora, que no oiga el sonido en mi memoria, que no penetre la seca y dura costra de un pasado todavía muy reciente? ¿Por qué razón en vez de recordar el olor de las semillas al abrirse en primavera, recuerdo tan sólo el amarillento contenido del pozo negro esparcido sobre la hierba muerta? ¿Por qué? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo y por qué?

Todas las primaveras, con tanta puntualidad como la visita de los millonarios que venían desde el Norte el Día del Fundador, la hierba crecía, y aparecían hojas verdes en los árboles, que daban sombra y poblaban de sombras las avenidas. Recuerdo la llegada de los millonarios. ¡Cómo llegaban! Sonreían, inspeccionaban, daban ánimos, conversaban en murmullos y pronunciaban discursos dirigidos a los oídos abiertos de par en par en nuestras negras y achocolatadas cabezas. Y cada uno, al irse, dejaba un cheque con una hermosa cantidad. Estoy seguro de que todo fue producto de magia, o un espejismo lunar; la universidad era un erial en el que se habían colocado flores, soterrado las rocas, escondido los vientos ardientes, mientras los grillos perdidos eran transformados en amarillas mariposas.

¡Oh, los millonarios!

Todos ellos formaban parte de aquella otra vida que ya está muerta, por lo cual tan sólo puedo recordar a unos cuantos. (Aquel tiempo existía cuando yo existía, pero aquel tiempo y aquel "yo" han dejado de existir.) Sin embargo recuerdo muy bien a uno. Cercano el fin de mi tercer curso en la universidad, fui el conductor de su automóvil durante la semana que estuvo con nosotros. Tenía el rostro rosáceo como el de Papá Noel, y coronada la cabeza de sedoso cabello blanco. Sus modales eran, incluso conmigo, fáciles y llanos. Bostoniano, fumador de cigarros, sabía contar halagadoras historietas de negros. Era un astuto banquero, científico consumado, promotor de empresas y filántropo. Durante cuarenta años había llevado en sus hombros la pesada carga de responsabilidades del hombre blanco, y a los sesenta constituía un símbolo de las Grandes Tradiciones Norteamericanas.

Yo iba al volante. El ronroneo del poderoso motor me producía una sensación de orgullo y ansiedad. El interior del automóvil olía a menta, a banco y a humo de buen cigarro. Cuando pasábamos, los estudiantes nos miraban y, al reconocernos, se dibujaba en sus rostros una sonrisa de agradecimiento. Yo había cenado hacía poco. De pronto sentí venir un regüeldo, y para reprimirlo me incliné hacia delante, de manera que, sin querer, oprimí con el pecho el botón del claxon en el volante, y el regüeldo se tradujo en un fuerte bocinazo. Los que andaban por la carretera se volvieron hacia nosotros y nos miraron.

Temeroso de que mi pasajero se quejara al Dr. Bledsoe, presidente de la universidad, y éste me prohibiese conducir, me excusé:

—Lo siento, señor.

—Nada, no te preocupes. Carece de importancia.

—¿A dónde desea ir, señor?

—Veamos, veamos...

Por el espejo retrovisor vi que consultaba un reloj plano como una oblea y lo devolvía al bolsillo del chaleco cruzado. Llevaba camisa de seda y un corbatín azul y blanco, a lunares. Sus ademanes eran aristocráticos, suaves y seguros.

—Todavía falta algún tiempo para la próxima sesión. Ve adonde quieras, adonde más te guste.

—¿Conoce todo el recinto de la universidad, señor?

—Diría que sí. Fui uno de sus fundadores.

—¡Caray! No lo sabía, señor. Entonces seguiré por la carretera, hacia las afueras.

Sabía sobradamente que aquel hombre era uno de los fundadores, pero también sabía que siempre es bueno halagar a los blancos y ricos. Quizás aquel hombre me diera una buena propina, o un traje, o una beca para el curso siguiente.

—Sí, ve a cualquier sitio que te guste, fuera de aquí. La universidad forma parte de mi vida, y creo conocer mi vida bastante bien.

—Sí, señor.

El hombre aún sonreía.

Segundos después, el verde terreno de la universidad, con sus viejos edificios de muros cubiertos por las parras, quedaba a nuestras espaldas. El automóvil iba rodando por la carretera. ¿Cómo era posible que la universidad formase parte de su vida? ¿Y cómo había logrado conocer ésta "bastante bien"?

—Muchacho, has de saber que formas parte de una maravillosa institución, de un sueño convertido en realidad.

—Sí, señor.

—Me siento tan orgulloso de mi vinculación a ella como sin duda te sientes tú también. Vine aquí hace muchos años, y entonces este hermoso terreno era un erial. No había árboles, ni flores, ni fértil terreno de cultivo. Así era, años atrás, antes de que tú nacieras.

Le escuchaba, fascinado, con la vista fija en la blanca raya que dividía la carretera, mientras mi pensamiento intentaba remontarse a los tiempos de que el hombre me hablaba.

—Incluso tus padres eran jóvenes. La esclavitud pertenecía a un pasado todavía reciente. Las gentes de tu pueblo no sabían qué dirección seguir, y debo confesar que muchos entre los de mi pueblo también dudaban. Pero aquel gran hombre, el Fundador, sí lo sabía. Era amigo mío, y yo tenía fe en su doctrina; tal era mi fe e identificación que, en algunos momentos, yo no podía distinguir su pensamiento del mío.

Rió silenciosamente, y arrugó el cejo.

—No, la doctrina y el pensamiento eran suyos, no míos. Yo me limitaba a estar a su servicio. Vine con él a ver este erial, e hice cuanto pude para ayudarle. Mi feliz sino ha sido venir aquí todas las primaveras para observar los cambios ocurridos, año tras año. Esto me ha proporcionado más felicidad que mi propio trabajo. En verdad, ha sido un feliz sino el mío.

Hablaba con voz meliflua, cargada de un significado a cuyas profundidades yo no podía llegar. Mientras conducía, acudían a mi mente las amarillas, marchitas, fotografías de la universidad en sus primeros tiempos, colgadas en las paredes de la biblioteca. Y procuraba animar las escenas de una vida parcialmente representada en aquellas fotos de hombres y mujeres en carromatos arrastrados por mulas o bueyes, de gentes vestidas con polvorientas ropas negras, gentes que carecían de individualidad, una muchedumbre negra, a la espera, con rostros carentes de expresión, y, mezclándose con ella, estaban los inevitables grupos de mujeres y hombres blancos, sonrientes, elegantes, seguros de sí mismos, con facciones claramente diferenciadas. Hasta el presente momento, y pese a que en los grupos fotografiados podía distinguir al Fundador y al Dr. Bledsoe, nunca había considerado que quienes los formaban tuvieran vida real; siempre me habían parecido signos o símbolos como los que se encuentran en las últimas páginas de los diccionarios. Sin embargo, mientras conducía el automóvil de aquel hombre, me creía partícipe en una gran obra; y mientras el automóvil avanzaba con suavidad, obediente a la presión de mi pie en el pedal, me identifiqué con el hombre rico, evocador del pasado, que iba en los asientos traseros.

—Un feliz sino —repitió—. Confío en que el tuyo también lo sea.

Complacido por aquella manifestación de buenos deseos, se la agradecí:

—Sí, señor. Muchas gracias, señor.

Y, al mismo tiempo, me sentía intrigado. ¿Cómo era posible que alguien tuviera un feliz sino? Siempre había creído que los sinos eran tristes: "el triste sino". A nadie había oído hablar de felices sinos, ni tan siquiera a Woodridge, que nos obligaba a leer teatro clásico griego.

Habíamos rebasado los límites de la universidad, y repentinamente decidí apartarme de la carretera principal para seguir un ramal que me pareció desconocido. Allí no había árboles, y el aire era muy claro. Al fondo del paisaje, el sol hacía destellar crudamente una placa de aluminio clavada en un pajar a lo lejos. En la colina, una solitaria figura inclinada hacia delante manejaba un azadón. Se enderezó y agitó un brazo; no era un hombre, sino únicamente una silueta recortada contra el cielo.

—¿Cuánto hemos recorrido? —oí que decía mí pasajero.

—Cerca de una milla, señor.

—No recuerdo esta zona.

No hice comentario alguno. Estaba ocupado en recordar a la primera persona que se había referido, en mi presencia, a algo parecido al sino, es decir, mi abuelo. No, en aquella ocasión, el sino no tuvo nada que ver con la felicidad. Procuré olvidarlo. En aquellos instantes, al volante del poderoso automóvil, con el hombre blanco tan satisfecho de lo que él llamaba su sino, sentí miedo. Mi abuelo habría calificado de traición mi actitud, y yo no podía comprender en qué consistía tal traición. De repente, me sentí culpable al pensar que quizás el hombre blanco sentado atrás había pensado que mi comportamiento equivalía a una traición. ¿Qué pensaba de mí? ¿Sabía que los negros como mi abuelo habían sido liberados muy poco tiempo antes de que se fundara la universidad?

Al cruzar una carretera lateral, vi una pareja de bueyes uncidos a una vieja carreta; arriba, en la banqueta, bajo la sombra de los árboles, el boyero dormitaba.

—¿Ha visto, señor? —pregunté, volviendo la cabeza.

—¿Qué?

—La pareja de bueyes.

—¡Ah! No, no puedo verla, los árboles me lo impiden —dijo, mirando hacia atrás—. Buena madera la de estos árboles.

—¿Quiere que vuelva atrás?

—No, no creo que valga la pena. Sigue.

Conducía pensando en el seco y hambriento rostro del hombre dormido en la carreta. Era el tipo de hombre blanco a quien yo temía. Los pardos campos se extendían hasta el horizonte. Una bandada de pájaros descendió desde lo alto, trazó un círculo en el aire, se elevó y se alejó; parecía que los pájaros estuvieran ligados unos a otros con hilos invisibles. Oleadas de aire caliente vibraban sobre el capó del automóvil. Por fin, pude vencer mi timidez y pregunté:

—Señor, ¿a qué se debe su interés por la universidad?

Meditativamente, alzando la voz, repuso:

—Pienso que se debió a que siempre creí, incluso cuando era joven, que tu pueblo estaba de un modo u otro relacionado con mi sino, ¿comprendes?

—No del todo, señor —contesté un tanto avergonzado.

—¿Has estudiado a Emerson, supongo?

—¿Emerson?

—Ralph Waldo Emerson.

Me sentí intimidado por mi ignorancia.

—Todavía no. Todavía no hemos llegado a Emerson.

—¿No? —exclamó sorprendido—. Bueno, igual da. Yo soy de Nueva Inglaterra, como Emerson. Debes estudiar a Emerson, porque fue un hombre que tuvo gran importancia para tu pueblo. Influyó en vuestro destino. Sí, quizá fuera eso lo que antes quería decirte. Yo tenía la sensación de que tu pueblo estaba íntimamente relacionado con mi destino, de que cuanto os ocurriera estaría relacionado con lo que a mí me ocurriera.

Aminoré la velocidad del automóvil y me esforcé en comprender las palabras de mi pasajero. Por el espejo vi que contemplaba la larga porción de ceniza del cigarro que sostenía delicadamente con sus largos dedos de cuidadas uñas.

—Sí, muchacho. Vosotros sois mi destino. Sólo vosotros podéis revelarme cuál es mi destino, ¿comprendes?

—Me parece que sí, señor.

—Quiero decir que de vosotros dependen los resultados de la ayuda que durante años he prestado a esta universidad. Esta ha sido la principal tarea de mi vida. La directa organización de la vida humana ha sido, para mí, más importante que mis negocios bancarios y mis investigaciones científicas.

Le vi, inclinado hacia delante, hablando con una pasión que antes estaba ausente de su voz. Tuve que hacer un esfuerzo para no apartar la vista de la carretera y fijarla en él.

—Hay otra razón, una razón más fuerte, más apasionante, más sagrada, sí, incluso más sagrada que las otras —añadió, como si hubiera olvidado mi presencia, y hablara para sí—. Sí, ciertamente más sagrada. Una niña, mi hija. Era un ser más hermoso, más puro, más excepcional, más perfecto y más delicado que el más exaltado sueño de un poeta. Me resulta difícil creer que fuese sangre de mi sangre; en realidad, nunca llegué a creerlo. Su belleza era la más pura fuente de vida, y mirarla era beber y beber y beber aquella pureza. Era una rara creación perfecta, una obra del más puro arte. Una delicada flor nacida en la líquida luz de la luna. Una naturaleza extraterrena, una virgen bíblica graciosa y mayestática. No podía creer que fuese hija mía.

En un impulso, se llevó la mano al bolsillo del chaleco. Y pasando el brazo sobre el respaldo de los asientos delanteros, me entregó algo, con brusquedad, sobresaltándome.

—Mira, mira, muchacho. Gran parte de la suerte de poder estudiar en esta universidad se la debes a ella.

Miré la miniatura polícroma, en el marco de platino repujado. Una mujer joven, de delicadas y ensoñadas facciones me contemplaba desde allí. En aquellos instantes me pareció muy hermosa, tanto que dudé si expresar la admiración que había despertado en mí o limitarme a un comportamiento cortés. No sé por qué creía haberla visto o haber visto a alguien parecido a ella, tiempo atrás. Ahora sé que parte de su encanto se debía al vestido vaporoso, de sutil tejido, que llevaba. En nuestros días, vestida con uno de esos elegantes atuendos ajustados, angulosos, esterilizados, eficaces, hechos a máquina y climatizados, que se ven en las revistas de moda, parecería tan vulgar y anodina como una costosa joya fabricada a máquina. Sin embargo, en aquel momento, yo participaba del entusiasmo de mi pasajero.

—Era demasiado pura para seguir viviendo, demasiado pura, demasiado hermosa, demasiado buena. Ella y yo, solos, estábamos haciendo un viaje alrededor del mundo. Cuando llegamos a Italia, cayó enferma. No me preocupé demasiado, y continuamos el viaje cruzando los Alpes. Al llegar a Munich, estaba mucho peor. Durante una recepción en una embajada, padeció un colapso. Ni los mejores médicos del mundo pudieron salvarla. Mi viaje de regreso fue solitario, y muy amargo. Todavía no he podido recuperarme de aquel golpe. Y nunca me he perdonado. Cuanto he realizado después de su muerte, lo he hecho en su memoria.

Quedó silencioso, con los ojos azules fijos en un punto más allá de los campos que se extendían ante nosotros bajo el sol. Le devolví la miniatura, mientras me preguntaba qué fuerza le había impulsado a hacerme aquella confesión. Yo jamás me hubiese comportado como él, porque lo consideraba peligroso. Era peligroso albergar aquellos sentimientos hacia algo o alguien debido a que, entonces, resulta imposible alcanzar lo que se busca, o bien otra realidad u otro ser humano pueden arrebatárnoslo. Además, resultaba también peligroso debido a que nadie puede comprender nuestros sentimientos, y si los expresamos, los demás pensarán que estamos locos, y se reirán de nosotros.

—Ahora, muchacho, ya puedes comprender por qué formas parte de mi vida, de un modo muy íntimo. Y así sería, incluso si jamás me hubieras visto. Perteneces a un gran sueño, a un hermoso monumento. Si llegas a ser un buen agricultor, cocinero, predicador, médico, cantante o mecánico, sea lo que fuere aquello a que te dediques, tú serás mi destino. Y deberás escribirme para decirme cuál es mi destino.

Me sentí aliviado al ver, en el espejo, que el hombre sonreía. Yo experimentaba emociones contradictorias. ¿Se burlaba de mí? ¿Me había hablado cual si leyera un capítulo de un libro, para saber cómo reaccionaba? ¿O quizá —y casi me daba miedo pensarlo— aquel hombre rico estaba ligeramente enajenado? ¿Cómo podía yo decirle su destino? Alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron en el espejo. Bajé inmediatamente la vista a la blanca raya que dividía la carretera.

Los árboles a lo largo de las cunetas eran altos y copudos. Tomamos una curva. Bandadas de codornices alzaron el vuelo, elevándose sobre los pardos campos, y descendieron entremezclándose las bandadas unas con otras.

—¿Prometes decirme mi destino?

—¿Perdón, señor?

—¿Me lo dirás?

—¿Ahora mismo, señor? —pregunté, cohibido.

—Eso depende de ti. Si quieres decírmelo ahora, hazlo.

Guardé silencio. Su voz había tenido un tono grave, imperioso.

No se me ocurría respuesta alguna. El motor zumbaba. Un insecto vino a aplastarse contra el parabrisas, dejando una mancha amarillenta y viscosa.

—No lo sé, señor. Tan sólo estoy en tercer curso.

—¿Cuando lo sepas me lo dirás?

—Procuraré hacerlo, señor.

—Así está bien.

Dirigí una rápida ojeada al retrovisor, y vi que el hombre volvía a sonreír. Me hubiera gustado preguntarle si no le bastaba con ser rico y famoso, con haber contribuido a que la universidad fuese lo que era.

—¿Qué opinas de mi idea? —dijo.

—No sé, señor. Sólo se me ocurre que usted ya tiene lo que buscaba. Creo que si yo fracaso en la universidad o si dejo los estudios, esto no será culpa suya. Usted ya contribuyó a que la universidad fuera lo que es.

—¿Y crees que eso basta?

—Sí, señor. Esto es lo que el presidente nos dice. Usted ya consiguió lo suyo, y lo consiguió con su esfuerzo. Nosotros, ahora, debemos hacer lo mismo.

—Pero eso es tan sólo una parte del todo, muchacho. Tengo fortuna, reputación profesional y prestigio personal, es cierto. Pero vuestro gran Fundador tenía más que eso; miles de vidas estaban sometidas al influjo de sus ideas y de sus actos. Lo que hizo causó efectos en todos los de tu raza. En cierto modo, tenía el poder de un rey o, según como lo miremos, de un dios. Y eso, creo yo, es más importante que el trabajo que yo pueda hacer, debido a que depende de vosotros, de ti. Tú eres más importante porque si tú fallas, yo habré fracasado por culpa de un individuo, por culpa de una ruedecita defectuosa en el engranaje de la máquina. Antes no me importaba demasiado, pero ahora que comienzo a ser viejo, ha adquirido importancia, una gran importancia para mí.

Yo pensé: "Pero ni siquiera sabes mi nombre". Y me preguntaba en qué acabaría aquello. El hombre hablaba.

—Supongo que te será difícil comprender cuánto me importa. Pero a medida que progreses en el camino de tu vivir, debes recordar que en ti confío para alcanzar el conocimiento de mi destino. Merced a ti y a tus compañeros de la universidad, yo me convierto en, digamos, trescientos profesores, setecientos mecánicos especializados, ochocientos agricultores, etc. De este modo, puedo saber, expresado en seres vivientes, hasta qué punto ha sido fructífera mi inversión de tiempo, dinero y esperanzas. También estoy construyendo un monumento vivo en memoria de mi hija. ¿Comprendes? Así puedo ver los frutos de la árida tierra que vuestro gran Fundador transformó en fértil terreno.

Calló, y vi las volutas de humo azul pálido ascender ante el espejo retrovisor. Y oí el sonido del encendedor eléctrico al ser devuelto a su soporte, detrás de mi asiento.

—Creo que ahora comprendo mejor sus ideas, señor —dije.

—Así me gusta, muchacho.

—¿Sigo en esta dirección, señor?

—Desde luego —contestó, mientras dirigía la vista a los campos a nuestro alrededor—. Nunca había visto esta zona. Es territorio nuevo para mí.

De un modo semiinconsciente conducía siguiendo la línea blanca de la carretera, y pensaba en lo que el hombre había dicho. Al iniciar una cuesta, la carretera fue barrida por un largo soplo de aire ardiente, causándome la impresión de que fuésemos a penetrar en un desierto. El calor era sofocante. Me incliné y puse en marcha el ventilador. Oí su súbito zumbido.

—Gracias —dijo él, cuando una suave brisa invadió el interior

del automóvil.

Pasamos ante un conjunto de cobertizos y cabañas de troncos, pintadas de blanco, que mostraban las huellas del clima inclemente. En las techumbres se veían las tejas recocidas por el sol, formando una composición que traía a la mente la imagen de una baraja mojada cuyas cartas se hubieran puesto a secar. Las casas estaban formadas por dos habitaciones cuadradas, separadas por un porche, y con techo corrido que las unía. Al pasar podíamos ver los campos más allá de las cabañas y de los cobertizos. Obedeciendo las órdenes de mi pasajero, que parecía muy excitado, detuve el automóvil ante una cabaña separada del resto.

—¿Es esto una cabaña de troncos?

Era, efectivamente, un vieja cabaña, en la que las rendijas entre los troncos habían sido tapadas con blanco yeso, y en cuya techumbre brillaban tejas nuevas. En aquel momento me arrepentí de haber penetrado en aquella carretera. Comprendí de quién era la cabaña tan pronto vi el grupo de chiquillos vestidos con rígidas batas recién estrenadas, jugando junto a la destartalada valla.

—Sí, señor, es una cabaña de troncos.

Allí vivía Jim Trueblood, un aparcero que era la vergüenza de aquella comunidad de negros. Algunos meses antes, su actitud había causado escándalo en la universidad, y desde entonces su nombre se debía pronunciar en voz baja. Ni siquiera antes del escándalo solía acudir al recinto universitario, pero se le apreciaba por considerársele un buen trabajador entregado a su familia, y por su habilidad en contar viejas historias, con un sentido del humor y un encanto que les daban extraordinaria vividez. Tenía una bonita voz de tenor, por lo que, cuando nos visitaban blancos destacados en algún aspecto u otro, le llamábamos para que cantase, acompañado de un cuarteto de la localidad, los domingos por la tarde, en la capilla, lo que las autoridades universitarias denominaban "sus primitivos espirituales". Sus cantos profanos nos avergonzaban un poco, pero como sea que los visitantes se mostraban maravillados ante ellos, no nos atrevíamos a burlarnos de los lamentos agudos, primarios, bestiales, que Jim Trueblood emitía, acompañado por el cuarteto. Ahora, después de que Jim Trueblood hubiera caído en desgracia, eso ya no ocurría. Aquella actitud de menosprecio suavizado por la tolerancia que las autoridades académicas habían adoptado para con Jim Trueblood se transformó en desprecio y odio. En aquellos tiempos de preinvisibilidad, yo no podía comprender que aquel odio, al igual que el que yo sentía, era también miedo. En aquellos años, nosotros, las gentes de la universidad, odiábamos intensamente a la población negra de los alrededores, a los "campesinos". Intentábamos elevar su nivel moral y material, pero ellos, como Trueblood, procuraban por todos los medios frustrar nuestros intentos.

—Parece muy vieja —dijo Mr. Norton contemplando la cabaña, más allá del cercado en el que dos mujeres vestidas con batas de guinga, azules y blancas, nuevas, hacían la colada en un barreño de metal puesto al fuego. El humo había ennegrecido el barreño; las débiles llamas que lamían el metal eran de pálido color de rosa, y parecían bordeadas de negro, como llamas enlutadas. Las dos mujeres se movían con la lentitud y cansancio propios de su avanzado estado de preñez.

—Sí, es vieja. Esta y la otra igual fueron construidas en la época de la esclavitud.

—¡Es increíble! Jamás hubiera imaginado que todavía pudieran estar en pie. ¡Desde los tiempos de la esclavitud!

—Pues así es, señor. Y los descendientes de la familia blanca propietaria de esta tierra, cuando era una gran plantación, viven en la ciudad.

—Sí, ya sé que todavía quedan muchos individuos del viejo estilo. E incluso familias. Los linajes perviven, aunque degeneren. ¡Esas cabañas! ¡Resulta incomprensible! —Parecía sorprendido, anonadado—. ¿Crees que esas mujeres sabrán algo de la historia del lugar? La más vieja quizá pueda contárnosla.

—Lo dudo, señor. No parecen muy comunicativas.

—¿Comunicativas? —dijo, quitándose el cigarro de la boca, y, en tono de sospecha, preguntó—: ¿Quieres decir que a lo mejor no quieren hablar conmigo?

—Eso es, señor.

—¿Por qué no?

No quería decírselo. Me avergonzaba hacerlo, pero Mr. Norton advirtió que yo sabía algo, e insistió. Le dije:

—No es agradable, señor. Pero, sinceramente, creo que estas mujeres no querrán hablar con nosotros.

—Les diremos que somos de la universidad. Entonces, probablemente hablarán. Puedes decirles quién soy.

—Como quiera, señor. Pero esa gente nos odia, odia a la universidad. Nunca van allá...

—¡Es posible!

—Sí, señor.

—¿Y esos niños de la valla?

—Tampoco nos tienen simpatía.

—Pero, ¿por qué?

—Verdaderamente, no podría decírselo. Hay bastante gente así. Creo que se debe a su ignorancia. La universidad no les interesa.

—Apenas puedo creerlo.

Los chiquillos habían abandonado su juego y, en silencio, contemplaban el automóvil. Estaban quietos, con los brazos a la espalda. Sus barrigas, echadas hacia delante, abultaban las batas nuevas, demasiado grandes para ellos, de modo que parecían también preñados.

—¿Los maridos de estas mujeres también nos odian?

Dudé. ¿Por qué le sorprendía aquella realidad?

—El marido también nos odia, señor.

—¿El marido, en singular? ¿No están las dos mujeres casadas?

Lancé un respingo. Sin duda había cometido un error. Con desgana, dije:

—La mayor sí tiene marido.

—¿Qué le ocurrió al marido de la otra, de la más joven?

—No tiene marido. Quiero decir que...

—Explícate, muchacho. ¿Conoces a esa gente?

—Sólo un poco, señor. Hace algún tiempo se habló de ella en la universidad.

—¿Qué? ¿Qué se decía de ellos?

—Bueno, la mujer joven es hija de la mayor...

—Sí...

—Bueno, pues dicen... Se decía... Bueno, quiero decir que se dice que la hija no tiene marido.

—Ya, ya comprendo. No es tan raro como eso. Ya sé que tu gente... Bueno, dejémoslo ya. ¿Y eso es todo?

—Pues...

—¿Qué?

—Dicen que fue el padre.

—¡Qué!

—Sí, señor. El padre le hizo el niño a la hija.

Oí el sonido de la violenta inhalación, al pasar el aire entre los dientes; un sonido como el de un balón deshinchándose rápidamente. Su rostro se puso púrpura. Yo no sabía qué hacer ni qué decir, sentía vergüenza por las dos mujeres, y miedo de haber hablado demasiado, de haber herido la sensibilidad de Mr. Norton.

—¿Y en la universidad no hubo quien efectuara una investigación? —preguntó al fin.

—Sí, se hizo una investigación.

—¿Y qué se averiguó?

—Que sí, que era verdad. Al menos eso dicen.

—¿Y qué explicación dio el hombre, cómo pudo explicar semejante monstruosidad?

Se reclinó en el asiento. Sus manos, sobre las rodillas, tenían los nudillos blancos. Desvié la vista, fijándola en el asfalto ardiente y deslumbrante de la carretera, a lo lejos. Deseaba hallarme ya al otro lado de la línea blanca que dividía la carretera, camino de vuelta a los verdes y tranquilos campos de la universidad.

—¿Se llegó a la conclusión de que este hombre poseyó a su mujer y a su propia hija? —Sí, señor.

—¿Y que es el padre de los hijos de las dos? —Sí, señor.

—¡No! ¡No puede ser! No, no...

Parecía embargado por un profundo dolor. Yo le miraba angustiado. ¿Qué estaba ocurriendo en su mente? ¿Qué le había dicho yo? —¡No, eso no! No... —dijo, con algo parecido al horror. Bajo la cruda luz del sol vi brillar el mono azul, nuevo, que vestía el hombre surgido de tras la cabaña. Calzaba zapatos nuevos, caminaba con soltura sobre la tierra caliente y desigual. Era bajo. Cruzó el cercado con aire de rutinaria familiaridad, con una familiaridad que le hubiera permitido moverse allí totalmente a oscuras, con la misma seguridad que a plena luz. Se acercó a las dos mujeres y les dijo algo, mientras con un pañuelo azul se abanicaba el rostro. Ante él, las mujeres adoptaron una actitud hosca, sin apenas hablarle, ni siquiera mirarle.

—¿Será éste el hombre? —preguntó Mr. Norton.

—Sí, creo que sí.

—¡Baja! —gritó—. ¡Voy a hablarle! ¡Debo hablarle! Por un instante quedé paralizado. Estaba sorprendido, y tenía miedo y pena de lo que Mr. Norton iba a decir a Trueblood y sus mujeres, de las preguntas que les haría. ¿Por qué no les dejaba en paz?

—¡Vamos, de prisa!

Salí del automóvil y abrí la puerta trasera. Saltó del coche y, casi corriendo, cruzó la carretera, camino del cercado, impulsado por un ansia que yo no podía comprender. Entonces vi que las dos mujeres echaban a correr para ocultarse tras la casa; corrieron pesadamente, como si tuvieran los pies planos. Seguí a Mr. Norton. Cuando llegó ante el hombre y los niños, se detuvo. Estos le miraron en silencio, mientras una expresión de impasibilidad les cubría el rostro, y sus facciones devenían laxas y negativas, y sus ojos obedientes y engañosos. Era como si estuvieran agazapados tras sus ojos, en espera de que el hombre les hablara. Y advertí que yo estaba temblando, tras mis ojos. De cerca pude ver algo que desde el automóvil no había podido percibir. El hombre tenía una herida en la mejilla derecha, como si alguien le hubiera cruzado la cara de un latigazo. La herida estaba fresca y húmeda. Trueblood, de vez en cuando, apartaba con el pañuelo las moscas de ella.

—¡Quiero hablar contigo! —tartamudeó Mr. Norton.

—Está bien, señor —dijo Jim Trueblood, tranquilamente. Y esperó.

—¿Es verdad que...? ¿Quiero decir, es cierto que tú...?

Yo desvié la vista. Y Trueblood preguntó:

—¿Perdón...?

—¡Y a pesar de todo has sobrevivido! —farfulló Mr. Norton—. ¿Pero es verdaderamente cierto que...?

El campesino negro frunció el ceño en gesto de incomprensión:

—¿Perdón, señor...?

—Lo siento, señor —dije yo—, pero este hombre no puede comprenderle.

Mr. Norton no hizo caso de mis palabras. Miraba fijamente el rostro de Trueblood, como si leyera en él un mensaje que yo no podía ver. Después, fija en el rostro negro la mirada llameante de sus ojos azules, cargada de una expresión que parecía mezcla de envidia e indignación, gritó:

—¡Lo hiciste, y sin embargo no sufriste ningún daño!

Trueblood me miró, pidiéndome ayuda. Yo desvié la vista porque tampoco comprendía el significado de las palabras de Mr. Norton.

—¡Has penetrado en el caos y no has sido destruido!

—No, señor. Me encuentro bastante bien.

—¿Sí? ¿Te encuentras bien? ¿No arden tus entrañas? ¿No sientes la necesidad de arrancar y arrojar lejos de ti el ojo que ha pecado?

—¿Perdón, señor?

—¡Contéstame!

—Me siento bastante bien, señor —contestó Trueblood, dubitativo—. No me pasa nada en los ojos. A veces me duelen las tripas, señor. Pero tomo un purgante, y se me pasa enseguida.

Mr. Norton miró alrededor, y exclamó:

—¡No, no, no! ¡No puede ser! Vayamos a la sombra.

Y se dirigió hacia el porche. Nosotros fuimos tras él. El campesino puso su mano en mi hombro, pero yo me la quité de encima, porque sabía que nada podía aclararle. Nos sentamos en sillas plegables, bajo el porche, formando un semicírculo, quedando yo entre el aparcero y el millonario. El agua de la colada arrojada allí durante años, había blanqueado y endurecido la tierra alrededor del porche.

—¿Cómo te van las cosas, ahora? —preguntó Mr. Norton—. Quizá pueda ayudarte en algo.

—No van mal del todo, señor. Antes de que se enteraran de lo que nos había ocurrido, nadie nos ayudaba. Pero ahora mucha gente tiene curiosidad, y vienen y hacen lo que pueden para ayudarnos. Hasta la gente de la universidad, en la colina, quería ayudarnos, sólo que nos pusieron una mala condición. Me ofrecieron cien dólares para que pudiera asentarme fuera de aquí, y los gastos del viaje y todo, pero querían que saliese del condado. A nosotros nos gusta este sitio, y por eso dijimos que no. Después mandaron a un hombre, se veía que era también un hombre importante, y me dijo que si no me iba, me echaría a los blancos encima. Bueno, yo me asusté, y también me dio rabia, ¿sabe? Esa gente de la escuela es amiga de los blancos, y por eso me asusté. Cuando vinieron aquí me di cuenta de que esa gente era diferente de lo que yo pensaba que era cuando iba allí, a la colina, para que me enseñaran cosas y para saber maneras de sacar una buena cosecha. Cuando yo iba allí, antes, entonces sí, entonces se portaban bien. Y yo pensé que procurarían ayudarme cuando supieran que yo tenía dos mujeres que iban a parir al mismo tiempo, poco más o menos. Pero me dio rabia cuando vi que querían echarnos de aquí porque decían que yo era una vergüenza. Sí, señor, me dio rabia de veras. Entonces me fui a ver a Mr. Buchanan, mi amo, y le dije lo que pasaba, y el me dio una nota para el sheriff, y me dijo que yo le diera la nota al sheriff. Lo hice tal como me dijo. Fui a la cárcel, y di la nota al sheriff Barbour. Y él me preguntó que qué pasaba, y yo se lo dije. Entonces, el sheriff llamó a más gente, y estando allí la gente me dijo que volviera a decir lo que había pasado. Siempre querían que les volviese a explicar lo que pasó con la niña, y me dieron de comer, y vino, y tabaco. Yo estaba sorprendido porque tenía miedo de que se portaran de una manera distinta, ¿sabe? Yo creo que en todo el condado no hay otro hombre de color al que los blancos hayan dedicado tanto tiempo como a mí. Al fin me dijeron que no me preocupara, porque iban a decir a los de la escuela que yo debía quedarme en mi tierra. Desde entonces, los negros de la escuela no me molestaron más. Y eso le demuestra que por muy importante que sea un negro, los blancos siempre pueden más que él. Los blancos se pusieron de mi parte. Y los blancos comenzaron a venir a vernos, y a hablar con nosotros. Algunos eran blancos importantes, que también venían de una escuela, la escuela más grande, la que está al otro extremo del Estado. Me hicieron muchas preguntas sobre lo que yo pensaba, y sobre muchas cosas, sobre mi gente, y sobre los chicos, y lo escribían en un libro. Pero lo mejor, señor, es que ahora tengo más trabajo... En aquellos momentos, Trueblood hablaba espontáneamente, con satisfacción, sin rastros de dudas o de vergüenza. El hombre blanco escuchaba, con expresión intrigada en su rostro, mientras sostenía con sus delicados dedos un cigarro sin encender.

—Ahora las cosas marchan mucho mejor —decía el campesino—. Cuando me acuerdo de los malos tiempos que hemos pasado, me entran sudores.

Se echó a la boca un pedazo de tabaco para mascar. Oí el sonido de un ligero objeto metálico rodando por el suelo del porche; lo recogí y conservé en la mano. De vez en cuando, le echaba una ojeada. Era una dura manzana roja, de hojalata. Jim Trueblood seguía hablando:

—Pues señor, hacía frío y no teníamos fuego. No había carbón en casa, sólo había madera. Yo procuraba buscar ayuda, pero nadie nos quería ayudar, y yo no podía encontrar trabajo. Hacía tanto frío que dormíamos juntos, mi mujer, la niña y yo. Y así empezó.

Carraspeó para aclarar la garganta, en sus ojos apareció un destello, y al reanudar el relato su voz había adquirido profundidad, y las palabras tenían cierto ritmo, cual si hubiera contado muchas veces la misma historia. Sobre la herida en la mejilla se posaban las moscas y unos mosquitos blanquecinos y delicados.

—Ocurrió de la siguiente manera. Yo dormía a un lado, mi esposa al otro, y la chica en medio. Estaba oscuro, el cuarto estaba oscuro como el alquitrán. Los pequeños dormían juntos, en su cama, en un rincón del cuarto. Creo que yo fui el último en acostarme, Estaba pensando en cómo conseguir la comida del día siguiente, y también pensaba en mi hija y en el muchacho que comenzaba a ir con ella. El chico no me gustaba, y yo no hacía más que pensar y pensar en él. Y decidí decirle que dejara en paz a mi hija. El cuarto estaba muy oscuro, mucho. Oí a uno de los niños gemir dormido, y el ruido de las últimas ramas en la estufa al quebrarse y caer derrumbadas, y el olor a manteca de vaca pareció enfriarse y quedarse allí, en el aire, frío, igual que se enfría y se cuaja la grasa en un plato frío. Yo pensaba en mi hija y en el muchacho que iba con ella, y sentía el roce del cuerpo de mi hija, y oía a mi mujer que roncaba como quejándose y gimiendo, al otro lado de la cama. Estaba preocupado, y pensaba cómo podría dar de comer a los míos, mañana. Me acordé de cuando mi hija era pequeña, de la edad de los chicos que dormían en el rincón, y recordé que yo era su favorito, que cuando ella era pequeña me quería a mí más que a su madre. Así estábamos, todos juntos en la oscuridad, pero yo podía verlos sin verles, porque los llevaba a todos dentro de la cabeza. Y les miré uno a uno. La chica se parece mucho a su madre cuando era joven, cuando la conocí, pero la chica es más guapa. Nuestra raza va mejorando, nuestros hijos son más guapos. Bueno, oía las respiraciones de mi mujer y de mis hijos, y comencé a quedar medio dormido. Entonces, la niña dijo "papá", muy bajito y suave, en sueños, y yo la miré para saber si todavía estaba despierta. Pero tan sólo pude oler su cuerpo y sentir su aliento en la mano, cuando la acerqué para tocarla. Había dicho "papá" en voz tan baja que yo no sabía si lo había dicho o no. Por eso me quedé quieto, escuchando. Después, oí las campanadas del reloj de la escuela, fueron cuatro campanadas; sonaron lejanas y solitarias. Y comencé a recordar cuando, años atrás, dejé la granja y me fui a vivir a Mobile, con una muchacha. Yo entonces era joven, como los chicos de la universidad. Vivíamos en una casa de dos pisos, junto al río. Las noches de verano, hablábamos en cama; y cuando ella se dormía, yo me quedaba despierto, mirando las luces del río y escuchando los ruidos de los barcos que pasaban. Muchas veces, en los barcos, tocaban música, y yo despertaba a la muchacha para que escuchara la música que venía del río. Yo me estaba quieto y sin hablar, y oía como la música se iba acercando desde muy lejos. Era igual que cuando se cazan codornices, al oscurecer, y se oye al macho llamando a la bandada para reunirla, y el macho se acerca al cazador, y sigue llamando a la bandada, pero más bajo, porque sabe que el cazador le espera escondido. Pero el macho debe reunir la bandada, y por eso se acerca al cazador. Estos machos son como los hombres honrados, porque hacen lo que deben hacer. Bueno, el sonido de los barcos se parecía al de la codorniz macho. Se acercaba y llegaba, viniendo desde muy lejos. Al principio, comenzaba a llegar cuando uno estaba casi dormido, y parecía como si alguien con un pico grande y brillante quisiera darme un golpe, muy despacio. Uno ve la punta del pico acercándose derechamente, acercándose muy despacio, y uno no puede esquivarlo, pero ocurre que cuando el pico llega, resulta que no hay pico; y en vez del pico, hay un hombre, muy lejos, rompiendo botellas de cristal, pequeñitas, de todos los colores. Pero el pico todavía está acercándose, acercándose. Entonces lo oigo muy cerca, igual que cuando desde la ventana de un segundo piso se ve uno de esos carros cargados de sandías, y uno ve que una sandía tierna y jugosa está abierta, rajada, está allí, despanzurrada, fresca y dulce, sobre las demás, que son verdes, como si estuviera allí a propósito para que uno viera lo colorada, madura y jugosa que es, y viera todas sus pepitas negras y brillantes. Y yo podía oír las palas de las ruedas a los costados de los barcos, hundiéndose en el agua, y hacían un ruido que parecía que no quisieran despertar a nadie. Nosotros, la muchacha y yo, nos quedábamos tumbados como si fuéramos gente rica, y como si los hombres en los barcos se portaran como ángeles, para con nosotros. Los barcos pasaban y se iban, y las luces y la música también se iban de la ventana. Era igual que cuando miras pasar a una muchacha vestida de rojo, con un gran sombrero de paja, por una calle con árboles a los dos lados, y la muchacha es regordeta y sabrosa, y parece que menee la cola porque sabe que uno la está mirando, y uno sabe que ella lo sabe, y uno no hace nada sino que se la queda mirando hasta que sólo ve el sombrero de paja roja, y uno sabe que la muchacha ha desaparecido detrás de una colina. Una vez, vi a una chica así. Entonces, yo sólo podía oír a aquella chica de Mobile, que se llamaba Margaret, respirando a mi lado, y quizá recordar cuando me dijo "¿papá, estás todavía despierto?" —Margaret me llamaba siempre "papá"— y yo entonces lanzaba un gruñido y volvía a dormir. Jim Trueblood se detuvo un instante, y observó: —Caballeros, me gusta recordar mis tiempos en Mobile. Yo estaba así —siguió—, cuando oí a Matty Lou decir "papá", y yo sabía, por el modo en que lo había dicho, que Matty Lou soñaba con alguien, y me enfureció pensar que quizá fuera aquel muchacho. Preste atención a los murmullos de Matty Lou, esperando que pronunciara su nombre, pero no lo hizo. Y recordé que dicen que si se pone en agua caliente la mano de alguien cuando está soñando en voz alta, lo dice todo. Pero yo sólo tenía agua fría, y, de todos modos, tampoco lo hubiera hecho. Entonces, pensé que mi hija era ya una mujer, y sentí que se daba la vuelta, se ponía muy cerca de mí y me colocaba su brazo sobre el cuello, allí donde la manta no me tapaba, allí donde yo sentía frío. Dijo algo que no pude comprender, lo dijo del modo en que las mujeres hablan cuando quieren excitar y complacer a un hombre. Sabía que mi hija ya era mayor, y me pregunté cuántas veces habría estado con un hombre, y me pregunté si el hombre habría sido aquel maldito muchacho. Me quité del cuello el brazo de mi hija, que estaba como dormido, y al tocarla no la desperté; y la llamé por su nombre, y tampoco se despertó. Entonces, me di la vuelta y procuré apartarme, pero en la cama apenas quedaba sitio, y todavía sentía el roce de la niña, que se acercaba más, otra vez. Y tuve un sueño. Quiero contarles el sueño que tuve.

Miré a Mr. Norton, y me puse en pie, creyendo que había llegado el momento de irnos, pero la atención de Mr. Norton estaba tan absorta en el relato de Jim Trueblood que ni siquiera me vio. Maldije en silencio al campesino, y volví a sentarme, para escuchar como contaba su maldito sueño.

—No lo recuerdo entero, pero sí recuerdo que estaba buscando manteca de vaca. Acudí a los blancos de la ciudad, y ellos me dijeron que Mr. Broadnax me daría manteca. Mr. Broadnax vive en lo alto de la colina. Y yo estaba subiendo la colina para verle y pedirle manteca. Me parecía la colina más alta y empinada del mundo. Cuanto más subía, más alta y más lejos quedaba la casa de Mr. Broadnax. Pero al fin llegué, sí señor. Y estaba tan cansado, y tenía tanta necesidad de ver al hombre, que entré por la puerta principal. Ya sé que eso está muy mal, pero no pude evitarlo. Entré y me encontré en un cuarto muy grande, iluminado con cirios, y con muebles muy brillantes, y cuadros en las paredes, y el suelo cubierto con alfombras muy suaves. Pero allí no había alma viviente. Por eso grité su nombre. Y nadie vino, y nadie contestó. Y entonces que veo una puerta y la abro. Y me encontré en un gran dormitorio blanco, como uno que vi cuando era niño y acompañé a mi mamá a la casa grande. Y me quedé allí, sabiendo que yo no podía estar allí, pero me quedé. Era un dormitorio de mujer. Y entonces intenté salir, pero no encontré la puerta. Y el aire olía a mujer, y olía a mujer más y más. Miré alrededor y vi un gran reloj, un reloj viejo, como el que había en las casas antiguas, y oía su tic-tac. Y entonces se abrió la puerta de cristal del reloj y de él salió una señora blanca. Iba con una bata blanca, de seda, muy suave, y debajo no llevaba nada, y me miró a los ojos. Yo no sabía qué hacer. Quería salir corriendo, pero únicamente veía una puerta, la puerta del reloj, en la que estaba la señora blanca cortándome el paso. Pero, además, no podía moverme, estaba clavado; y el reloj hacía mucho ruido con su tic-tac. Y cada vez iba más de prisa. Quise hablar, pero no pude. La señora blanca empezó a gritar, y yo pensé que me había vuelto sordo porque no oía sus gritos, pero sí veía como abría y cerraba la boca. No oía nada. Pero seguía oyendo el reloj, y entonces quise decir a la señora que yo había ido allá sólo para ver a Mr. Broadnax, pero ella no me oía. Corrió hacia mí, y me sujetó muy fuerte por el cuello para que no me metiera dentro del reloj. Yo no sabía qué hacer. Intenté hablarle y escaparme. Pero ella me sujetaba muy fuerte, y yo tenía miedo de tocarla porque era blanca. Y tuve tanto miedo que la empujé sobre la cama e intenté librarme de sus manos. La mujer se hundió y se hundió en la cama hasta casi perderse de vista, porque la cama era muy blanda. Y tanto nos hundimos que creía que nos ahogaríamos allí, en la cama. De repente, una bandada de patos blancos salió volando de la cama, tal como dicen que se ve volar a los patos blancos cuando se hace un hoyo en el suelo para buscar dinero enterrado. ¡Señor, Señor! Apenas se habían perdido los patos en el aire, cuando oí que la puerta se abría, y la voz de Mr. Broadnax dijo: "Los negros siempre hacen eso; más vale dejarles que sigan haciéndolo".

¿Cómo era posible que Jim Trueblood osara decir aquello a un hombre blanco, sabiendo que los blancos aseguran que los negros suelen cometer esta barbaridad? Bajé la vista, mientras una roja neblina de angustia me la nublaba.

—Y no podía parar, pese a que sabía que estaba haciendo algo malo. Al fin escapé de las manos de la mujer y corrí hacia el reloj. De primeras no podía abrir el reloj porque tenía en la cerradura como una especie de hilos de metal formando un amasijo. Pero al fin la abrí, y entré, y dentro estaba caliente y seguro. Y subí por un túnel oscuro, hacia arriba, hacia allí donde la maquinaria hacía ruido y daba calor. Era como la centralita eléctrica de la universidad. Aquello quemaba como si la casa estuviera en llamas, y eché a correr para salir. Corrí y corrí dispuesto a quedar agotado corriendo. Pero no me cansaba, sino que cuanto más corría, más descansado me sentía. Correr me parecía tan bueno como volar. Y yo volaba, navegaba y flotaba sobre la ciudad. Pero todavía estaba en el túnel. Al frente vi una luz brillante, como una linterna sobre una tumba. La linterna se hacía más y más brillante, y yo sabía que no tenía más remedio que ir hacia ella. Y muy de repente llegué a la luz, y entonces estalló como una gran bombilla, ante mis ojos, y me quemó todo el cuerpo. Pero no fue como si me quemaran llamas, sino como si me ahogara en un lago en que las aguas fueran ardientes en la superficie, y debajo hubiera corrientes heladas. De pronto salí de allí, y quedé aliviado al estar fuera, a la fría luz del día. Al despertar se me ocurrió contar a mi mujer el extraño sueño que había tenido. La mañana se estaba levantando y ya casi era claro. Y yo estaba allí, con la vista fija en el rostro de Matty Lou. Y Matty Lou me golpeaba y me arañaba, y la sacudía un temblor, y se agitaba y lloraba como si le hubiera dado un ataque. Yo estaba tan sorprendido que no podía moverme. La chica gritaba: "¡papá, papá, papá!". Gritaba exactamente así. Entonces me acordé de mi mujer. Estaba junto a nosotros, roncando, y yo no podía moverme porque pensaba que moverme era como cometer un pecado. Y pensaba que si no me movía, si me quedaba quieto, sería igual que no cometer pecado porque todo había ocurrido mientras dormía, aunque también es verdad que, a veces, un hombre mira a una niña pequeña, con trenzas, y le parece como una ramera, ¿saben? De todos modos, también pensé que si me quedaba quieto, mi mujer descubriría lo que había pasado. Y yo no quería que lo descubriera. Esto sería peor que pecar. En voz baja, decía a Matty Lou que se estuviera quieta, y la tenía cogida para que no se moviera, mientras pensaba cómo podía salirme de aquella situación sin pecar. Y casi ahogaba a Matty Lou con mis manos. Pero cuando uno se encuentra en situaciones tan comprometidas como aquella no puede hacer gran cosa. Ya no depende de él la situación. Y yo estaba allí, intentando salir del atolladero, y teniendo que hacer algo sin hacer nada. Hacía mucho tiempo que no había pensado en estos problemas, pero pensándolo bien comprendí que durante toda mi vida había estado en una situación parecida. Sólo se me ocurrió un modo de poder salir de aquel lío. Y el modo consistía en coger una navaja y usarla. Pero yo no tenía navaja y, además, si recuerdan ustedes la matanza del cerdo, en otoño, ya comprenderán que me parecía una cosa demasiado gorda utilizar la navaja para evitar el pecado. Y yo pensaba en todas esas cosas muy de prisa, con la cabeza hecha un torbellino. Y al recordar la situación en que me hallaba, la situación misma, me angustiaba todavía más. Y entonces, por si fuera poco, Matty Lou ya no pudo aguantar más tiempo sin respirar y comenzó a agitarse. Al principio, me empujaba, y yo procuraba contenerla para no tener que pecar. Después, quise apartarme mientras le pedía, en voz baja, que se callara para no despertar a su madre. Y al oírme, Matty Lou se agarró a mí, cogiéndose muy fuerte. No quería que me apartase de ella y, la verdad sea dicha, me di cuenta de que yo tampoco quería apartarme. Creo que entonces, y conste que me arrepiento, pensaba igual que aquel hombre de Birmingham. Aquél que se encerró en una casa y comenzó a disparar contra la policía, hasta que la policía prendió fuego a la casa y el hombre murió abrasado dentro. Me sentía perdido. Cuanto más quería escapar, más quería quedarme donde estaba. Así pues, igual que aquel hombre de Birmingham, me quedé donde estaba, porque sabía que debía luchar hasta el fin. Aquel hombre murió, pero me parece que hasta el momento de morir tuvo un buen montón de satisfacciones. Ya sé muy bien que lo que me pasó fue una cosa extraña, que no se puede comparar con otras, y que tampoco puedo explicar del todo. Fue algo parecido a lo que debe de ocurrir cuando un verdadero borracho se emborracha; o cuando una mujer muy religiosa, santa de veras, sé calienta tanto que sube por los aires como si volara; o cuando un jugador de veras sigue jugando, después de perderlo todo. Uno queda aprisionado, de modo que aunque quiera dejarlo, no puede.

—Mr. Norton —dije, con voz temblorosa—, ya es hora de regresar a la universidad. Va a llegar tarde a sus citas...

Ni siquiera me miró. En un ademán de desagrado, agitó la mano y dijo:

—¡Por favor!

Con secreta sonrisa en sus ojos, Trueblood miró al hombre blanco, y luego a mí. Prosiguió:

—Ni siquiera podía huir. Y oí, entonces, los chillidos de Kate. Eran unos gritos que helaban la sangre en las venas. Gritaba como una mujer que ve, sin poder moverse, como una manada de caballos salvajes pisotea a su hijo recién nacido. Tenía el cabello erizado, como si hubiera visto un fantasma, llevaba la bata abierta y parecía que las venas del cuello se le fueran a reventar. ¡Y sus ojos! ¡Señor, qué ojos! La miraba desde el colchón, tumbado junto a Matty Lou, y me sentía tan débil que no podía mover ni un dedo. Kate gritaba, y comenzó a coger cosas, cualquier cosa, lo primero que encontraban sus manos, y a tirármelas. A veces no me daba, y otras sí. Tiraba cosas pequeñas y cosas grandes. Me acertó en la cabeza con algo frío y que olía muy mal, y que me dejó mojado. Algo chocó contra la pared, haciendo un ruido como el de un cañonazo, un "buum"... Y yo me cubrí la cabeza con los brazos. Kate decía palabras extrañas y desconocidas, tal como hablan los locos. Yo grité: "¡Basta! ¡Para ya, para!". Por un instante, Kate se calló, miré y vi que cruzaba el cuarto. Volví la cabeza para ver a dónde iba, y vi, Dios mío, que había cogido mi escopeta de dos cañones. Kate tenía los labios cubiertos de espuma; me apuntó con la escopeta, y habló. Dijo: "¡Levántate! ¡Levántate de ahí!". Y yo dije: "¡Kate! ¡No hagas eso, Kate!". "¡Maldito seas! ¡Apártate de mi hija!" "Escucha, Kate, escucha un momento..." "¡Cállate! ¡Sal de ahí!" "¡Kate, deja la escopeta!" "¡No la dejo! ¡Sal de ahí!" "¡Déjala! ¡Está cargada con postas!" "¡Mejor!" "¡Te digo que la dejes!" "¡Te voy a mandar al infierno!" "¡Vas a matar a Matty Lou!" "¡No! ¡No a Matty! ¡A ti te voy a matar!" "¡Mira, Kate, que las postas se desparraman! ¡Matty Lou!" Y entonces vi que Kate se iba hacia un lado, apuntándome.

Y gritó: "¡Ya te he avisado, Jim!". "¡Kate, fue un sueño! Escúchame..." "Tú vas a ser quien me escuche. ¡Sal de ahí!" Se echó la escopeta a la cara, y yo cerré los ojos. Pero en lugar de oír el disparo, y sentir mi cuerpo acribillado por las postas, oí a Matty Lou gritando a mi lado: "¡Mamá! ¡Mamá!".

»Rodé en la cama hacia Matty Lou y casi me caí, y vi que Kate dudaba. Miró la escopeta y, luego, a nosotros, y durante unos instantes tembló como si tuviera fiebre. En un repente, arrojó la escopeta al suelo, dio media vuelta y, rápida como un gato, cogió algo que estaba junto a la estufa. Sentí un golpe que me dejó sin respiración, como si alguien me hubiera clavado un cuchillo al costado.

Y, después, Kate siguió arrojándome cosas. Cuando pude alzar la vista, vi, Dios mío, que Kate tenía una plancha en la mano, y supliqué: "¡Que no haya sangre, Kate! ¡No viertas sangre!". Y ella dijo: "¡Cerdo! ¡Más vale morir que envilecerse!". "No, Kate, a veces las cosas no son lo que parecen. ¡No viertas sangre por un pecado que fue sueño!" "¡Cállate, negro! ¡Has pecado y te has envilecido!" «Comprendí que era inútil razonar. Y decidí aceptar, sin protestas, cuanto quisiera hacerme. Me pareció que no tenía más remedio que aguantar mi castigo. Me decía a mí mismo: "Quizá será mejor que sufras las consecuencias de lo ocurrido; quizá debas agradecer a Kate que te apalee; tú no eres culpable, pero ella cree que lo eres; tú no quieres que te pegue, pero ella cree que debe pegarte; tú quisieras saltar de la cama y quedar en pie, pero eres demasiado débil para hacerlo". Y así era. Me sentía clavado a la cama, igual que si hubiera quedado helado allí por el viento del invierno. Estaba igual que el grajo al que las avispas han paralizado con sus picaduras, pero que, incluso paralizado, conserva en los ojos la vida y la vista, y vivo e inmóvil espera a que las avispas acaben con él. Me parecía estar muy lejos de allí; en mi cabeza, me parecía estar lejos, o bien como si desde un abrigo contemplara una tormenta. Miré y vi que Kate avanzaba hacia mí, arrastrando algo. Sentí curiosidad, e intenté ver qué era; la bata de Kate se había enganchado en la estufa, y la mano, que yo comenzaba a ver, sostenía algo. Me dije: "Será un atizador, ¿para qué habrá cogido el atizador?". Entonces la vi muy cerca, frente a mí. Levantó los brazos, igual que los levanta un hombre al manejar un pico muy pesado, y vi que Kate tenía los nudillos ensangrentados, y vi que la cosa que levantaba se enganchaba en su falda, y que la falda se alzaba, y vi sus muslos que el frío había puesto grises y con carne de gallina, y vi que volvía a inclinarse hacia delante, y que volvía a enderezarse. La oí lanzar un gruñido y olí el sudor frío de su cuerpo. Entonces, por la forma de la madera, lisa y brillante, supe qué era lo que Kate quería emplear para castigarme. ¡Dios mío, lo comprendí al momento! Y al instante siguiente, vi que aquello se enganchaba en la colcha, que levantaba la colcha y que, luego, la colcha caía al suelo. Y, entonces, vi la destral en el aire. La hoja brillaba porque yo la había afilado pocos días antes. Y desde lejos, desde aquel refugio en la tormenta, grité: "¡NO, KATE! ¡Dios mío, no hagas eso, KATE!"

La voz de Trueblood adquirió súbitamente tal estridencia, que alcé la vista, sobresaltado. Trueblood miraba rectamente a los ojos a Mr. Norton, y su mirada era vidriosa. Los niños, atemorizados, dejaron de jugar y fijaron la vista en su padre. Trueblood hablaba:

—Fue tan inútil como suplicar a una locomotora. Vi que la destral bajaba. Vi los reflejos de la luz en la hoja, y el rostro de Kate lleno de maldad. Entonces encogí los hombros y el cuello, y esperé, esperé diez millones de años terribles. Tanto tiempo esperé que pude recordar todas las cosas malas que he hecho en mi vida. Esperé tanto que abrí y cerré los ojos, y volví a abrirlos, mientras la destral bajaba hacia mí. Y esperando sentía que se formaba algo dentro de mí y se convertía en agua. Veía la destral, Dios mío, y entonces torcí el cuello y aparté la cabeza. No pude evitarlo. Kate sabe manejar la destral y sabe dar un buen golpe. Aparté la cabeza. Yo no quería moverme, pero me moví. Tan sólo Nuestro Señor Jesucristo no se hubiera movido. Sentí como si me cortaran media cara. Fue un golpe muy fuerte, y me parecía que hubiesen vertido plomo ardiente en mi cara, plomo tan ardiente que en vez de quemar dejaba insensible. Allí estaba yo, quieto en el suelo, pero, por dentro, daba vueltas y vueltas sobre mí mismo, igual que un perro con el espinazo roto; y estaba yo con el rabo recogido entre las piernas, y sentía aquel adormecimiento del golpe de la destral. Me parecía que me hubieran arrancado la carne de la cara, y que sólo quedara el hueso, al aire. Pero me ocurría algo que no podía comprender: sentía más alivio que dolor y adormecimiento. Sí, señor. Y para recibir más alivio, me salí de aquel refugio desde el que veía la tempestad, y me planté ante Kate, que todavía tenía el hacha, y esperé con los ojos abiertos. Así fue, de verdad. Y esperaba que volviera a herirme. Y vi que levantaba el hacha y me miraba, y vi el hacha en el aire, y contuve la respiración. Y de repente vi que el hacha se detenía, como si alguien en el techo se hubiera inclinado hacia abajo y la hubiera cogido. Vi un espasmo en el rostro de Kate, y el hacha cayó al suelo, a la espalda de Kate. Y entonces, Kate lanzó un sollozo, y yo cerré los ojos y esperé. La oí sollozar e irse camino del porche a pasos tambaleantes, y salir al cercado. Y entonces oí que sollozaba como si le arrancaran las tripas. Miré y vi que Matty Lou estaba cubierta de sangre. Era sangre mía, de la cara. Esto me puso en movimiento. Me levanté y, a tumbos, salí en busca de Kate. La encontré bajo el álamo, arrodillada y sollozando. Y decía: "¡Qué hice, Señor! ¡Qué hice!". Vomitó un líquido verdoso y volvió a sollozar. Y cuando me acerqué para tocarla, todavía sollozó más. Me quedé allí, con las manos en la cara, procurando contener la sangre, y preguntándome cómo acabaría aquello. Alcé la vista al cielo y al sol recién salido, y no sé por qué esperé que se nublara, que cayesen rayos y tronara. Pero el cielo seguía claro y brillante, y el sol iba subiendo, y los pájaros cantaban. Y eso me asustó más que si me hubiera caído un rayo encima. Entonces grité: "¡Piedad, Señor! ¡Piedad! ¡Ten piedad, Señor!". Y esperé un poco. Y no pasó nada, porque el cielo siguió claro y brillante y soleado. Y al no pasar nada, comprendí que me esperaba algo mucho peor que cualquier cosa que yo pudiera imaginar. Me quedé allí, quieto, como si fuera de piedra, durante media hora por lo menos. Yo estaba todavía inmóvil, cuando Kate se levantó y entró en la casa. La sangre me había empapado las ropas, las moscas zumbaban a mi alrededor. Entré en la casa para ver de detener la sangre. Vi a Matty Lou tumbada, allí, y pensé que estaba muerta. Tenía la cara pálida y apenas respiraba.

»Me doy cuenta de que no puedo hacer nada para aliviar a Matty Lou. Y Kate no me habla, ni siquiera me mira, Y entonces pienso que quizás intente matarme, otra vez; pero no lo hace. Estoy tan atontado que me siento, y no hago nada, sólo me estoy allí, sentado, mientras Kate viste a los pequeños y se los lleva por la carretera, camino de la casa de Will Níchols. Podía ver todo lo que ocurría alrededor, pero no podía moverme, ni hacer nada. Todavía estaba allí, sentado, cuando Kate volvió acompañada de unas mujeres que venían para ver qué le pasaba a Matty Lou. Ninguna de ellas me habló, pero todas me miraban como si yo fuera una especie de nueva máquina de cosechar algodón. Y esto me dolió mucho. Entonces dije a las mujeres que todo había ocurrido mientras soñaba, y ellas se rieron de mí. Salí de casa y fui a ver al predicador. Al principio, el predicador no podía creer lo que yo le decía. Después me dijo que saliera de su casa, que me fuera de allí, que yo era un malvado y que mejor sería que confesara mi pecado y pidiera perdón al Señor. Salí de allí con la intención de ponerme a rezar, pero no pude. Me quedé pensando y pensando, hasta que creí que la cabeza me iba a estallar; y pensaba por qué era yo culpable, y por qué no lo era. No volví a casa. No comí ni bebí en todo el día, y por la noche no pude dormir. Y así estuve varios días. Hasta que una noche, cuando se acercaba ya la amanecida, miré al cielo, vi las estrellas y comencé a cantar. No sabía qué canción cantaba, una canción de la iglesia, creo yo que era. Sólo sé que al fin, terminé cantando blues. Aquella noche, me canté unos blues que nunca me había cantado; y mientras cantaba aquellos blues nuevos, pensé que yo no era nadie más que yo mismo, y que no podía hacer otra cosa que dejar que ocurriera lo que debía ocurrir. Y decidí que debía volver a casa y enfrentarme con Kate, y enfrentarme con Matty Lou también. Sí, señor. Cuando llegué a casa, todos pensaban que yo me había escapado para no volver. Había muchas mujeres en casa. Y yo las eché a todas. Y cuando estuvieron fuera, mandé a los chiquillos a jugar fuera, y cerré la puerta, y expliqué a Kate y a Matty Lou el sueño que había tenido, y cuánto me pesaba lo ocurrido, pero que lo ocurrido ya no tenía remedio porque ya había ocurrido. Y las primeras palabras que Kate me dijo fueron: "¿Por qué no te vas, y nos dejas solas? ¿Todavía te parece poco lo que me has hecho, y lo que has hecho a esta criatura?". Y yo dije: "No puedo dejaros. Soy un hombre, y un hombre no puede abandonar a su familia". Y ella dijo: "No, tú no eres un hombre. No eres un hombre. No hay hombre que haga lo que tú hiciste". Y yo dije: "No. Yo soy un hombre. Todavía soy un hombre". Y Kate dijo: "¿Y qué harás cuando llegue?". Dije: "¿Cuando llegue qué?". "(Cuando tu negra abominación nazca para clamar ante Dios tu maldad!" (Seguramente el predicador le había enseñado estas palabras.) Y yo dije: "¿Cuando nazca? ¿Cuando nazca quién?". "Cuando nazcan nuestros hijos, los hijos de nosotras dos. El hijo de Matty Lou y el mío. Las dos estamos preñadas, cerdo inmundo". Aquello fue la muerte para mí. Y entonces comprendí por qué Matty Lou no me miraba, ni hablaba con nadie. Y Kate dijo: "Si te quedas llamaré a Aunt Cloe, la llamaré para mí y para Matty Lou. No quiero parir un hijo del pecado para que la gente lo señale durante el resto de mis días, y tampoco quiero que Matty Lou lo tenga".

»Bueno, Aunt Cloe es una abortadora, e incluso estando aniquilado por las noticias que acababa de saber no quería que aquella mujer cometiese sus crímenes con mis mujeres. Esto hubiera sido pecar sobre pecar, un pecado sobre otro pecado. Y por eso dije a Kate que si Aunt Cloe entraba en mi casa la mataría, pese a que era una vieja. Y de verdad lo hubiera hecho. Y con esto quedó zanjado el asunto. Salí de casa, dejándolas que lloraran y se consolaran una con otra. Otra vez quería estar solo, huir de aquello, pero es imposible huir de cosas así. Son cosas que le siguen a uno a cualquier sitio que uno vaya. Además, la verdad sea dicha, no podía ir a ningún sitio porque no tenía ni cinco. Y entonces comenzaron a ocurrir cosas. Los negros de la universidad vinieron a verme para echarme del condado, y esto me puso como loco. Fui a ver a los blancos y los blancos me ayudaron. Esto es lo que no acabo de comprender. Había hecho lo peor que un hombre puede hacer a su familia, y los blancos, en vez de echarme del condado, me ayudaron como nunca habían ayudado a un negro, por buen negro que fuese. Dejando aparte el que mi mujer y mi hija han dejado de hablarme, yo creo que ahora vivo mejor de lo que jamás había vivido. Y Kate, a pesar de que no me habla, aceptó los vestidos nuevos que le traje de la ciudad, y ahora va a tener las gafas que ha necesitado durante tanto tiempo. Pero lo que no comprendo es como, después de hacer lo peor que un hombre puede hacer a su familia, las cosas no han empeorado, sino que han mejorado. Los negros de la universidad me tratan mal, pero los blancos se portan muy bien.

Jim Trueblood era todo un tipo. Sus palabras me habían producido tan doloroso conflicto entre los sentimientos de humillación y fascinación, que para atenuar la vergüenza de que me sentía embargado había mantenido la vista fija en su rostro tenso. De este modo evitaba la visión del rostro de Mr. Norton. Pero, ahora, al callar la voz, miré los pies de Mr. Norton. Fuera, en el cercado, una áspera voz de contralto entonaba un himno religioso. Las voces de los chiquillos formaban una alegre algarabía. Estaba sentado, con el cuerpo inclinado hacia delante, y a mi olfato llegaba el seco olor de la madera ardiendo bajo la llameante luz del sol. Contemplé los dos pares de calzado ante mí. Mr. Norton llevaba unos zapatos blancos y negros, hechos a medida, que, comparados con las botas baratas del campesino, parecían guantes finos, elegantes y aristocráticos. Al fin, alguien carraspeó, alcé la cabeza y vi a Mr. Norton silencioso, con la vista fija en los ojos de Jim Trueblood. El rostro de Mr. Norton estaba pálido, y sus ojos llameantes, fijos en el negro rostro de Jim Trueblood, le daban aspecto de aparecido. Trueblood me dirigió una mirada interrogativa. Intimidado, dijo:

—Escuchen a los niños... Juegan. ¿Les oyen?

Estaba ocurriendo algo que yo no podía comprender. Pensé que debía sacar de allí a Mr. Norton.

—¿Se encuentra bien, señor? —le pregunté.

Me miró sin verme, y dijo:

—¿Si me encuentro bien?

—Quiero decir que ya es hora de acudir a la sesión de la tarde, en la universidad —me apresuré a recordar.

Me miraba sin expresión en su rostro. Me acerqué a él.

—¿De verdad no se encuentra mal, señor?

—Quizá sea el calor. Hace falta haber nacido aquí para aguantar este calor —dijo Trueblood.

—Sí, quizá sea el calor —dijo Mr. Norton—. Mejor será que nos vayamos.

Se puso en pie, algo tembloroso, y mirando todavía a Jim Trueblood. Entonces, vi que sacaba del bolsillo del chaleco un billetero de cuero rojo. Y junto con él sacó también la miniatura enmarcada en platino, que esta vez no miró.

Ofreció un billete a Jim Trueblood, y dijo:

—Toma. Compra juguetes a los niños.

Trueblood abrió la boca, desorbitó los ojos, que en aquel instante adquirieron húmeda brillantez, y con dedos temblorosos cogió el billete. Era un billete de cien dólares.

—Podemos irnos ya, muchacho —murmuró Mr. Norton, dirigiéndose a mí.

Me adelanté para abrir la puerta del automóvil. Mr. Norton dio un tropezón al disponerse a entrar, y yo le ofrecí el brazo. Su rostro estaba blanco como el yeso. Embargado por repentina prisa, me dijo:

—Llévame lejos de aquí. ¡Lejos!

—Sí, señor.

Al poner la primera, vi que Jim Trueblood agitaba la mano a modo de despedida. Y por lo bajo, musité: "¡Hijo de mala madre! ¡Inútil hijo-puta! ¡Es a tipos como tú a quien dan cien dólares!". Después de haber orientado el automóvil hacia la universidad, y cuando iniciábamos el camino, vi a Jim Trueblood en pie, en el mismo sitio, inmóvil.

Mr. Norton me golpeó suavemente el hombro, y dijo:

—Amigo mío, necesito un estimulante. Creo que necesito un whisky.

—Sí, señor. ¿Cómo se encuentra, señor?

—Algo mareado. Pero creo que con un estimulante se me pasará.

Habló arrastrando las palabras. Y yo sentí que se me formaba un nudo helado en la garganta. Si a Mr. Norton le ocurría algo, el Dr. Bledsoe me echaría la culpa a mí. Aceleré, mientras pensaba dónde podría conseguir un whisky. La ciudad se encontraba demasiado lejos. Tan sólo se me ocurrió un lugar, el "Golden Day".

—Será cosa de un par de minutos, señor —dije.

—Cuanto antes mejor.