CAPÍTULO 4

Mantenía la mirada fija en la blanca línea divisoria de la carretera; el volante en mis manos me parecía un extraño objeto. Del gris asfalto recalentado por el sol del atardecer, se elevaban ondas de calor, vibrantes como el fatigado sonido de un distante cornetín de órdenes, viajando en el aire quieto de medianoche. Por el espejo retrovisor podía ver a Mr. Norton, que, con mirada vacía, contemplaba los desiertos campos. En su boca había un gesto amargo, y su blanca frente mostraba una mancha amoratada, en el lugar en que habla chocado con la persiana. Su imagen hizo que el miedo fríamente concentrado, como una pelota, dentro de mí, se esponjara y creciera. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué dirían las autoridades de la universidad? Imaginaba la expresión del Dr. Bledsoe cuando viera el rostro de Mr. Norton. Y pensaba en la malévola alegría que cierta gente de mi ciudad experimentaría si yo fuera expulsado de la universidad. En mi imaginación aparecía y desaparecía el rostro de Tatlock, sonriendo con sarcasmo. ¿Qué dirían aquellos blancos que me habían enviado a la universidad? ¿Era conmigo con quien mister Norton estaba enojado? En el Golden Day mostró curiosidad, antes que cualquier otro sentimiento, hasta el momento en que el veterano comenzó a decir insensateces. ¡Maldito Trueblood! ¡El tenía la culpa de todo! Si no hubiéramos permanecido sentados al sol durante tanto tiempo, Mr. Norton no hubiera necesitado la copa de whisky, y yo no le hubiera llevado al Golden Day. ¿Y por qué los Veteranos se portaron de aquel modo, habiendo un blanco en el establecimiento?

Dominado por helados temores, pasé con el automóvil por entre las dos columnas de ladrillos rojos que formaban la entrada a la universidad. En aquellos instantes, incluso las rectas hileras de los edificios destinados a residencia me parecían amenazadoras y los ondulados campos de grama tenían un aspecto tan hostil como la carretera de cemento gris, con su blanca raya divisoria. Como si actuara por propia voluntad, el automóvil rodó más lentamente al pasar ante la capilla con aleros bajos y salientes. Los rayos del sol se colaban por entre las copas de los árboles que flanqueaban la avenida, iluminando el sinuoso camino. Grupos de estudiantes cruzaban bajo la sombra de los árboles y descendían la pendiente cubierta de tierno césped, dirigiéndose hacia los rojizos rectángulos de las pistas de tenis. A lo lejos, en una alegre perspectiva iluminada por la luz del sol, los jugadores vestidos de blanco destacaban contra el rojo de las pistas rodeadas de hierba verde. Oí un grito de victoria, en los campos de tenis. Y como si recibiera una cuchillada, tuve conciencia de la situación en que me hallaba. Noté que perdía el dominio del automóvil, y frené bruscamente. Pedí disculpas, y seguí adelante. Aquí, en estos verdes campos silenciosos, me había identificado por primera vez conmigo mismo; y, ahora, perdía esta identificación. En el brevísimo instante de cruzar aquellos parajes, me di cuenta de la vinculación existente entre prados y edificios, por una parte, y mis sueños y esperanzas, por otra. Hubiese querido detener el automóvil y hablar con Mr. Norton, para pedirle perdón por lo que él había visto. Defenderme y llorar ante él, llorar sin rebozo tal como llora el hijo ante sus padres. Condenar cuanto había visto y oído. Asegurarle que no había ninguna similitud entre las gentes que habíamos visto y yo, y que yo las odiaba, que yo creía con toda mi alma los principios que animaron al Fundador, y que yo creía en el amor y la bondad que impulsaban a Mr. Norton a ofrecernos su mano benefactora para ayudarnos a nosotros, los pobres e ignorantes, a salir del reino de las tinieblas. Estaba dispuesto a cumplir sus exhortaciones, y a enseñar a todos los demás a desarrollarse tal como él deseaba, a enseñarles a ser ciudadanos honestos, diligentes y cumplidores que contribuyeran al bienestar común, preocupados tan sólo en seguir el recto y estrecho sendero que el Fundador y él nos habían mostrado. Deseaba de todo corazón que no estuviera enojado conmigo, que me diera una oportunidad para rehabilitarme.

Las lágrimas llenaban mis ojos. Por un instante, los senderos y los edificios ante mi vista quedaron envueltos en neblina, vacilantes; y en ellos brillaban destellos, como ocurre en invierno, cuando las gotas de lluvia se hielan sobre el césped y sobre las hojas y transforman los terrenos de la universidad en un mundo de blancor, y cuando con su peso inclinan los árboles y los arbustos cargados de frutos de cristal. En un par de parpadeos, la visión desapareció y fue sustituida por el calor y las verdes tonalidades de la realidad presente. Sólo deseaba que Mr. Norton pudiera comprender cuánto significaba para mí la universidad.

—¿Le llevo a su aposento, señor? ¿O al edificio de la administración? El Dr. Bledsoe seguramente estará preocupado por su ausencia.

—A mi aposento —contestó secamente—. Y después, traes al Dr. Bledsoe allá.

—Sí, señor.

Al través del espejo, vi que con un pañuelo doblado se daba naves toques en la frente.

—Mándame también al médico —dijo.

Detuve el automóvil ante un pequeño edificio con columnas blancas como las que adornan las señoriales casas de las plantaciones. Salí y abrí la puerta del automóvil.

—Mr. Norton, le ruego que... Lo siento infinito, pero yo...

Me miró con severidad, se achicaron sus pupilas y no dijo palabra.

—Yo ignoraba que... Le ruego...

—Mándame al doctor Bledsoe.

Dio media vuelta, y, a lo largo del sendero de grava, emprendió el camino de la casa.

Regresé al automóvil, y lo conduje despaciosamente hasta el edificio de la administración. Una muchacha que llevaba un ramillete de violetas en la mano, me saludó alegremente con un ademán. Dos profesores con ropas oscuras hablaban serenamente junto a una fuente.

En el edificio reinaba el silencio. Mientras subía las escaleras apareció en mi mente el rostro del Dr. Bledsoe, aquel rostro esférico que parecía deber su forma a la presión que ejercía la grasa desde dentro hacia afuera, como la presión del aire en la goma da al balón su volumen y orondez. Algunos compañeros le llamaban "Cabeza de globo". Yo jamás le había llamado así. Desde mi entrada en la universidad se había mostrado muy amable conmigo, quizá debido a las cartas que el administrador de mi escuela le había remitido, en ocasión de mi ingreso. Pero, ante todo, el Dr. Bledsoe constituía un ejemplo de cuanto yo deseaba llegar a ser. Tenía influencia en las gentes ricas de todo el país, se le consultaba en materias concernientes a nuestra raza, era para nosotros un jefe. Poseía, no uno, sino dos Cadillacs, percibía un buen sueldo, y era el marido de una mujer atractiva, dulce, de piel casi blanca. Y lo que importaba todavía más, pese a ser negro y calvo, y a estar en posesión de todas las características de que los blancos suelen burlarse, había logrado adquirir poder y autoridad. Pese a su negra y rugosa faz tenía en el mundo una importancia superior a la de la mayoría de los blancos del Sur. Quizá se rieran de él, pero no podían ignorar su existencia.

La muchacha del antedespacho me dijo:

—Te ha estado buscando por todas partes.

Cuando entré, hablaba por teléfono. Alzó la vista y dijo:

—Déjelo, ya está aquí.

Colgó el aparato, y me preguntó con inquietud:

—¿Dónde está Mr. Norton? ¿Está bien?

—Sí, señor. Le dejé en sus habitaciones, y vine aquí para llevarle a usted allí. Desea verle.

Se levantó apresuradamente, y vino hacia mí, siguiendo el contorno de la mesa escritorio:

—¿Ha ocurrido algo malo?

Yo dudé. El Dr. Bledsoe preguntó:

—¿Está bien?

El aterrorizado latir de mi corazón me nublaba la vista:

—Ahora, sí.

—¿Ahora? ¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, Mr. Norton tuvo algo así como un desvanecimiento.

—¡Dios mío! Ya imaginaba que algo había ocurrido. ¿Por qué no te pusiste al habla conmigo?

Cogió su sombrero negro, y se dirigió a la puerta:

—¡Vamos!

Yo le seguí, intentando explicarle lo ocurrido:

—Ahora ya está bien, y cuando se encontró mal estábamos demasiado lejos para poder telefonearle.

Mientras caminaba apresuradamente, rebosante de energía, me dijo:

—¿Y a santo de qué le llevaste tan lejos?

—Le llevé a donde él me dijo, señor.

—¿Y dónde era eso?

—A la vieja zona de los esclavos —contesté, atemorizado.

—¡Allí! Muchacho, ¿estás loco? ¿No se te ocurrió otra cosa que llevar allá a un miembro del patronato?

—Me lo pidió, señor.

Cuando dije esto, íbamos por el sendero, y respirábamos el aire primaveral. El Dr. Bledsoe se detuvo y me dirigió una mirada de exasperación, como si yo hubiera dicho una inconcebible barbaridad.

—¡Qué importa lo que él quisiera! —Y se sentó en el asiento delantero, junto al mío—. Parece que Dios Nuestro Señor puso en tu cabeza menos sentido común que en la de un chorlito. ¡A esos blancos les enseñamos lo que nosotros queremos que vean, y les llevamos a donde nosotros queremos que vayan! ¿No sabías eso? Te creía más inteligente.

Al llegar frente al Rabb Hall detuve el automóvil, sintiéndome aún paralizado por la sorpresa y las dudas que en mí habían provocado las palabras del Dr. Bledsoe.

—No te quedes ahí. Ven conmigo.

Apenas hubimos penetrado en el edificio, tuve ocasión de pasmarme otra vez. El Dr. Bledsoe se detuvo ante un gran espejo, y allí borró la airada expresión de su rostro, compuso su faz tal como lo haría un escultor, convirtiéndola en una amable máscara, en la que, como único rastro de la emoción que antes había visto yo en ella, quedó el brillo de las pupilas. Durante un instante contempló fijamente su reflejo en el espejo, después cruzamos rápidamente el silencioso vestíbulo y emprendimos el ascenso de las escaleras.

Una compañera de estudios estaba sentada ante una graciosa mesilla cubierta de semanarios gráficos. Junto al ventanal había una pecera con peces de colores y la reproducción de un castillo medieval, alrededor del cual las carpas doradas permanecían inmóviles, salvo por el suave abaniqueo de sus aletas de tul, causando la impresión de una móvil y pasajera suspensión en el transcurrir del tiempo.

El Dr. Bledsoe preguntó a la chica:

—¿Está Mr. Norton en sus habitaciones?

—Sí, señor, Dr. Bledsoe. Dijo que tan pronto llegase usted pasara a verle.

El Dr. Bledsoe se detuvo un instante ante la puerta, carraspeó, y luego golpeó la madera, suavemente, con los nudillos.

—¿Mr. Norton? —dijo, con una sonrisa en los labios.

Cuando le invitaron a entrar, yo le seguí. Era una habitación grande, con amplios ventanales. Mr. Norton estaba sentado en un sillón de orejas, y en mangas de camisa. En el fresco cubrecama, se veía una muda recién dispuesta. Sobre el ancho hogar, un retrato al óleo del Fundador me miraba desde lo alto, lejano, benévolo, triste, y, en aquel instante crucial, profundamente desilusionado. Vagamente, me pareció tener una revelación; fue como si un velo hubiera caído de mi vista.

—Estaba preocupado por su ausencia, señor. Esperábamos que asistiera a la sesión de la tarde —dijo el Dr. Bledsoe.

Pensé: ahora empieza, ahora...

Repentinamente, el Dr. Bledsoe se acercó sobresaltado a mister Norton:

—¡Qué veo, Mr. Norton! ¿Qué es eso de la frente? —En su voz había un extraño tono de alarma, una alarma parecida a la que expresa una abuela ante su nieto—. ¿Qué ha ocurrido, señor?

—No es nada. Sólo un chichón —contestó Mr. Norton con gesto inexpresivo.

El Dr. Bledsoe se volvió hacia mí, indignado.

—¡Rápido, trae al médico! ¿Por qué no me dijiste que Mr. Norton estaba herido?

Contesté en voz baja, mientras el Dr. Bledsoe daba velozmente media vuelta y quedaba de espaldas a mí:

—Ya me he ocupado de ello, señor.

El Dr. Bledsoe cloqueaba:

—¡Mr. Norton, Mr. Norton! Lo siento de veras. Yo pensé que había escogido un acompañante cuidadoso y despierto. Jamás se ha producido un accidente aquí; es la primera vez. Jamás en setenta y cinco años. Le aseguro, señor, que impondremos a este muchacho medidas disciplinarias, severas medidas disciplinarias.

Mr. Norton habló con voz amable:

—No, no hemos tenido accidente alguno, y el muchacho no tiene responsabilidad en lo ocurrido. Será mejor que le diga que se vaya, no vamos a necesitarle.

Las lágrimas acudieron a mis ojos. Sus palabras habían provocado en mí una oleada de gratitud.

—No sea tan benévolo, señor —dijo el Dr. Bledsoe—. Con gente así no se puede ser benévolo. Es preciso meterles en cintura. Si un huésped de la universidad sufre un accidente mientras está atendido por un estudiante, la culpa es, sin duda alguna, del estudiante. Este principio lo aplicamos con total rigidez. —Se dirigió a mí—: Vuelve a tu aposento, y permanece en él hasta nueva orden.

—Pero yo no pude evitarlo, señor. Como ha dicho Mr. Norton...

Mr. Norton, apenas una sonrisa en sus labios, dijo:

—Muchacho, ya se lo explicaré yo. Todo quedará aclarado.

El Dr. Bledsoe me miraba, sin que su severa expresión se hubiera alterado.

—Muchas gracias, señor —dije a Mr. Norton.

El Dr. Bledsoe me dijo:

—Pensándolo mejor, quiero que vayas a la capilla esta noche. ¿Me comprende, pollo?

—Sí, señor.

Al abrir la puerta con mano helada, tropecé con la muchacha que vimos sentada tras la mesa, al entrar.

—Lo siento —me dijo—. Parece que has logrado enfurecer a Cabeza de Globo.

En espera de información, se puso a andar a mi lado, mientras yo guardaba silencio. Al dirigirme a mi dormitorio, la luz rojiza del sol de la tarde iluminaba el recinto universitario.

La muchacha, a mi lado, me pidió:

—¿Puedes dar un recado a mi novio?

—¿Quién es tu novio? —pregunté, intentando ocultar la tensión de mis nervios.

—Jack Maston.

—Bueno, su cuarto está al lado del mío.

En su rostro apareció una ancha sonrisa:

—Buen chico. El decano me hizo entrar de servicio hoy, así es que esta tarde no he podido verle. Dile que el césped es verde, con esto basta.

—¿Qué?

—Que el césped es verde. Es nuestra contraseña. El ya sabrá lo que quiero decirle.

—El césped es verde —repetí.

—Eso es. Gracias, mi vida.

Mientras la veía dirigirse corriendo al edificio y escuchaba el sonido de sus zapatos sin tacón aplastando la grava del camino, tuve tentaciones de maldecirla. En el mismo instante en que el destino de mis restantes días, de toda mi vida, iba a ser decidido, allí estaba ella jugando con sus secretas y estúpidas contraseñas. El césped era verde, la pareja se reuniría, y la muchacha sería enviada a casa, preñada. Pero, incluso en este caso, no sería tan mal vista como yo. Hubiese querido saber qué estaban diciendo de mí. De repente, se me ocurrió una idea y corrí tras la muchacha.

En el vestíbulo, un polvillo muy fino que el apresurado paso de la muchacha había levantado, flotaba iluminado por el sol, formando una inmóvil barra de luz. Pero la muchacha no estaba allí. Pensaba decirle que escuchara tras la puerta y que después me dijera lo que de mí hablaran dentro. Renuncié. Al fin y al cabo, si la descubrían escuchando, la culpa también sería mía. Además, me daba vergüenza que alguien se enterara de lo que me había ocurrido, era algo tan estúpido que nadie lo creería. Oí, al fondo del vestíbulo, los pasos de alguien que bajaba corriendo las escaleras, y una voz que cantaba. Era una voz de muchacha, dulce y esperanzada. Despacio salí de allí, y corrí a mi dormitorio.

Tumbado en la cama, cerrados los ojos, intentaba pensar. La tensión estremecía mis nervios. Oí que alguien se acercaba, y me quedé rígido, a la espera. ¿Me venían a buscar ya? Una puerta cercana se abrió y cerró. Y yo quedé con la tensión inalterada. ¿A quién podía pedir ayuda? No se me ocurría ningún nombre. No había nadie a quien pudiera explicar lo ocurrido en el Golden Day. Estaba hecho un lío. Y lo más sorprendente e incomprensible era la actitud adoptada por el Dr. Bledsoe con respecto a Mr. Norton. No me atrevía a repetir mentalmente las palabras del Dr. Bledsoe, porque tenía miedo de que, al hacerlo, pusiera en peligro mis posibilidades de permanecer en la universidad. No, no podía ser verdad; seguramente había comprendido mal. No era posible que el Dr. Bledsoe hubiese dicho lo que yo creía haber oído. ¿Acaso no le había visto, en infinidad de ocasiones, recibir sombrero en mano a los visitantes blancos, e inclinarse humilde y respetuosamente ante ellos? ¿Acaso no se negaba a comer, en el comedor principal, con los huéspedes de la universidad, limitándose a entrar al terminar éstos la comida, y declinando la invitación a tomar asiento entre ellos, les dirigía, en pie, sombrero en mano, un elocuente discurso, y se iba tras hacer una humilde reverencia? ¿Era o no era eso lo que hacía? Yo, yo mismo, mirando por el ojo de la cerradura de la puerta que separaba la cocina de los comedores, le había visto mil veces hacerlo. ¿Y acaso su canto espiritual favorito no era "Vive con humildad"? ¿Y acaso en la capilla, los domingos por la tarde, no nos había enseñado desde el púlpito, en largas parrafadas de terminante significado, que debíamos vivir contentos en el lugar que nos había correspondido? Así era, y yo siempre le había creído. Y siempre había creído sus ejemplos de la dicha que seguir el camino señalado por el Fundador proporcionaba. Esta era mi norma de comportamiento en la vida, y no tenían derecho a expulsarme de la universidad por unos hechos que yo no había cometido. No, señor, no podía. ¡Aquel maldito veterano! Estaba tan loco que contagiaba a los cuerdos. ¡Había intentado poner el mundo cabeza abajo! Había irritado a Mr. Norton. No tenía derecho a hablar a un blanco, tal como lo había hecho, ni tampoco era justo que yo fuese castigado por ello.

Alguien me sacudió, y yo me encogí. Tenía las piernas húmedas y temblorosas. Era mi compañero de cuarto.

—¡Arriba, muchacho, es hora de cenar! —me dijo. Contemplé aquel rostro resplandeciente de confianza y tranquilidad; ese muchacho iba a ser granjero. Lancé un suspiro.

—No tengo apetito.

—Haz lo que quieras, pero luego no vengas diciendo que no te he despertado.

—No.

—¿A quién esperas? ¿A una muchacha con cojinetes de bolas en las caderas?

—No.

—Mejor será que dejes de hacer esas cosas, ¿sabes? Hacen perder la salud y te convierten en un cretino. Lo que debes hacer es echarte novia y enseñarle como la luna se levanta y brilla en el verde césped de la tumba del Fundador. Mira...

—¡Vete al cuerno! —le grité.

Se fue, riendo a carcajadas. Cuando abrió la puerta, me llegó desde el vestíbulo, el sonido de múltiples pasos y de voces que se alejaban. Era la hora de la cena. Una parte de mi vida parecía irse con ellos, alejarse hacia una zona grisácea. Sonó un golpe en la puerta, y me puse en pie de un salto, con el corazón alborotado.

Un estudiante pequeño, con gorro de novato, asomó la cabeza y gritó:

—Dice el Dr. Bledsoe que vayas al Rabb Hall.

Se fue antes de que pudiera preguntarle nada. Oí sus pasos al cruzar corriendo el vestíbulo para llegar al comedor antes de que sonara el segundo aviso de la cena.

Al llegar a la puerta de Mr. Norton, puse la mano en la manecilla de la cerradura y me detuve un instante para murmurar una oración.

Tras el golpe de mis nudillos, oí su voz:

—Entra, muchacho.

Vestía ropa limpia y, bajo la luz, su cabello blanco brillaba como la seda. En la frente llevaba un esparadrapo sujetando una gasa a la piel. Estaba solo.

Le pedí disculpas.

—Lo siento mucho, señor, pero me dijeron que el Dr. Bledsoe quería que viniese aquí

—Así es, pero el Dr. Bledsoe tuvo que irse. Le encontrarás en su despacho, después de la capilla.

—Muchas gracias, señor.

Y di media vuelta, dispuesto a irme. Oí el carraspeo, a mis espaldas, y, después:

—Muchacho...

Esperanzado, me volví hacia él.

—Muchacho, ya he explicado al Dr. Bledsoe que tú no tienes culpa de lo ocurrido. Y creo que lo ha comprendido.

Sentí tal alivio que, al principio, únicamente pude mirarle fijamente, y, al través de mi mirada húmeda, le veía como un pequeño Papá Noel, vestido de blanco, con sedoso cabello.

—Gracias, muchas gracias, señor —pude decir al fin—. Muchísimas gracias...— Me contemplaba en silencio, con las cejas ligeramente fruncidas. Le pregunté—: ¿Me necesitará esta noche, señor?

—No, no voy a utilizar el automóvil. Los negocios me obligan a irme antes de lo que esperaba. Me voy esta noche.

—Puedo llevarle a la estación —ofrecí, esperanzado.

—Gracias, pero el Dr. Bledsoe ya ha tomado las medidas necesarias.

Solté un "oh" de desencanto. Tenía esperanzas de recobrar su aprecio sirviéndole durante el resto de la semana. Ahora, ya no tendría esta oportunidad.

—Deseo que tenga un buen viaje, señor.

—Muchas gracias —dijo, con una repentina sonrisa.

—Y quizá la próxima vez que usted nos visite podré contestar algunas de las preguntas que me ha hecho esta tarde.

Contrajo la pupilas.

—¿Qué preguntas?

—Sí, señor... Las preguntas sobre... Sobre su destino...

—Ah, sí, sí.

—Y también me he propuesto leer a Emerson, señor.

—Muy bien, muy bien. La confianza en uno mismo es una gran virtud. Esperaré con el mayor interés enterarme de tu contribución a mi destino. —Dijo mientras con la mano me encaminaba hacia la puerta. Añadió—: Y no olvides ir a ver al Dr. Bledsoe.

Salí de allí un tanto tranquilizado, pero no del todo. Todavía tenía que ver al Dr. Bledsoe y, antes, asistir a la capilla.