PAÚL Y ANGULO Y LOS ASESINOS DEL GENERAL PRIM (1935)

I. La Gloriosa en Cádiz

Paúl y Angulo, por la resolución y entereza de su ánimo, por su liberalidad, por lo exaltado de su credo democrático, tenía mucho partido entre la gente del bronce que carga el retaco y afila la chaira en los barrios populares de Cádiz. En aquellas vísperas revolucionarias aumentaba el prestigio del terne jerezano la confianza que le dispensaba el general Prim. Don Juán había procurado atraerle, receloso de que el movimiento revolucionario se le fuese de las manos por el extremismo demagógico de las Juntas democráticas de Andalucía. El general Prim, a estas prudentes alarmas, unía el cuidado de los espadones unionistas, siempre dispuestos a madrugar para ganarle la baza. Conocedor de los hombres, vio en el mozo jerezano, resuelto y esparcido, pronto a jugarse vida y fortuna por la causa revolucionaria, a un exaltado; pero en ningún caso le puso en el capítulo de los traidores, como a sus compadres los espadones de la Unión.

Yerran los que dicen y escriben que Paúl y Angulo tuvo la protección del general Prim. Estrictamente, la verdad es todo lo contrario. Paúl y Angulo fue, como ocurre tantas veces, elemento de mucha cuenta en aquellas vísperas y un estorbo en la hora del triunfo por la firmeza de sus convicciones y sus escasas aptitudes para el brujuleo, que los castizos de «tasca» llaman «alternancia»; los ingenuos provincianos compadrazgo, y los espíritus superiores, convivencia. El general Prim le pagó encarcelándole. Ya no recordaba que era el terne jerezano quien había fletado el barco que con las luces apagadas le había llevado a bordo de la fragata Zaragoza. Paúl y Angulo, quizá en aquella noche de 1868, sintió brotar en su alma apasionada los primeros despechos contra el general Prim.

La escuadra surta en las aguas gaditanas es indudable que no inició aquel gran movimiento revolucionario que luego sus corifeos llamaron la Gloriosa. Fue ésta una de tantas versiones alucinadas y tan sin fundamento como la copla popular:

—¡En la puente de Alcolea,

la batalla ganó Prim.

Paúl y Angulo, en el folleto que publicó en 1869, siendo diputado en las Cortes constituyentes, refiere pormenores muy significativos, que ponen en luz la cautela con que colaboró la Marina. El terne gaditano recuerda cómo acompañando al general don Juan Prim pasó con sus amigos a bordo de la fragata Zaragoza.

En tan memorable ocasión, los compañeros de Paúl y Angulo eran Caba, La Rosa y Fermín Salvochea. Los tres de exaltadas virtudes revolucionarias y singularmente valerosos. Las pláticas que a bordo de la fragata Zaragoza sostuvieron con el brigadier Topete duraron hasta cerca del alba. Por el relato que hace Paúl y Angulo se las advierte erizadas de recriminaciones y suspicacias. El brigadier Topere era sin duda de cortas luces diplomáticas y polémicas. Aquel lobo de mar se oponía con la rudeza propia de su role lupario a todo cuanto significase iniciar la revolución en la plaza de Cádiz sin esperar la llegada del general Serrano. Paúl y Angulo, Caba, La Rosa y Salvochea se mostraban de opinión contraria. Puede presumirse por la lectura del raro y curioso folleto que la discusión fue muy apasionada. Sin duda, aquellos patriotas gaditanos, tan comprometidos en la conjura revolucionaria, no excusaron el acíbar de las pullas ni el veneno de mordaces insinuaciones. Paúl y Angulo, en aquella ocasión, quizá llevó a los últimos extremos su ingénita jactancia asegurando que ellos, los demócratas gaditanos, estaban dispuestos a sublevarse aquella misma noche con los batallones de Cantabria. Para justificar este propósito recordó el riesgo en que se hallaban, vigilados como sospechosos, huidos de sus casas y expuestos a dar en la cárcel. Para colmo de insolencia, ponía irónicamente como testigo al propio jefe del apostadero, Don Juán Bautista Topete. Era lo cierto que el glorioso lobo de mar había dejado su partida de golfo en el casino, y con la mosca en la oreja, temeroso de permanecer en tierra, llevaba dos días refugiado a bordo de la Zaragoza.

Don Juan Prim, que, solapado, asistía a la disputa, la vio tan agria, que no pudo excusarse de mediar para poner paces. Ya en pie, y a punto de separarse peleados, vinieron todos a un acuerdo bajo la sugestión del soldado de África. Puesto que el Gobierno se hallaba advertido, era de temer un cambio en las tropas de guarnición, y todo amenazaba malograrse si se retardaba el movimiento. El brigadier Topete, aun cuando de mal talante, no pudo menos de convenir en ello. Hubo consejo de lobos marinos, y acordaron sumarse al movimiento revolucionario si las tropas y el paisanaje aseguraban antes el triunfo en la plaza de Cádiz.

Refiere Paúl y Angulo que desembarcaron con las luces del alba, avizorados por el temor de caer en manos de la Policía, pero animosos y resueltos a sacar las tropas de los cuarteles aquella misma madrugada. Como estaban rencorosos y agraviados, los afirmaba en su bravucona resolución, a modo de contraste, la reiterada cautela con que había rehusado hacerse cabeza del pronunciamiento el valiente general Prim. Son palabras textuales del folleto, y ayudan a la sospecha de que los primeros resentimientos del terne jerezano tuviesen su origen en los sucesos de aquella noche.

Paúl y sus amigos, puestos de acuerdo con el coronel Merelo, acudieron a los cuarteles y aseguraron a los oficiales comprometidos en la conjura que cumplían órdenes del general Prim. Salieron las tropas dando vivas y mueras. Echóse a la calle el paisanaje de trabuco y retaco, veterano en las lides del contrabando. Abrieron sus despachos los taberneros patriotas, y con la corazonada del triunfo, todos se apresuraron a serlo. El gobernador civil apresuróse a resignar el mando en la Junta revolucionaria si ésta se comprometía a mantener el orden y garantizar las vidas e intereses de todos los ciudadanos. El gobernador, con el agua al cuello, encarecía que no hubiese represalias. Mostráronse generosos los revolucionarios, prometiendo cuanto se les pedía en encendidos discursos, profusos de todas las candideces del credo liberal. Hubo salvas y colgaduras por miradores y balcones. Los barcos surtos en la marina se empavesaron de luminosas banderas. Los barcos de la Marina de guerra habían levado anclas, y apenas los catalejos podían divisarlos en la bruma del horizonte. Luego, cuando, mediada la tarde, regresaron y saludaron a la plaza sublevada con las bocas de sus cañones, explicaron que su desaparición había sido una maniobra obligada por el levante y las previsiones de los semáforos.

II. Paco Serrano

El capitán general de los Ejércitos nacionales, excelentísimo señor don Francisco Serrano Domínguez, llegó de su confinamiento a las revolucionarias ondas gaditanas con los calores del 19 de septiembre de 1868 —ya llevaba dos días de abortada o nacida la Gloriosa—. Con las bascas del mareo venía hecho una lástima el antiguo cortejo de la reina. ¡Aquel general bonito, héroe de tantas intrigas de antecámara! La Zaragoza, fragata almirante, le recibe con músicas de jubilosos metales. En el botalón forma una gaitera comparsa de plumeros, galones, entorchados y bandas. Don Juan Prim, puesto en cabeza, revienta las costuras de un uniforme prestado —sus maletas no habían podido ser retiradas de la Aduana de Gibraltar—. Luces de banderas, víctores de la marinería por cofas y gavias. Teatral abrazo para una doble página de La Ilustración Española y Americana. Cádiz saca todos sus catalejos por azoteas y verdes miradores. Los catalejos tienen un efusivo y patriótico empañamiento de lágrimas ante el abrazo de los dos invictos espadones. Pasan a conferenciar secretamente. El averiado general bonito atisba de reojo el arbitrario uniforme del general Prim —bordada casaca de Marina y pantalón rojo de infantería, quepis francés y fajín—. El duque de la Torre, como venía receloso y al mismo tiempo no alcanza la razón de aquella mascarada, concibe absurdas sospechas que le hacen fruncir el entrecejo. ¿Acaso aquel soldado de fortuna intenta erigirse jefe de las fuerzas de mar y tierra? Sus primeras palabras fueron para esclarecer la intención maquiavélica, oculta entre la casaca de marino y el pantalón colorado. Tranquilo el ánimo, celebró el suceso, desarrugó la frente y encendió un veguero.

El general Serrano fue uno de aquellos afortunados espadones isabelinos, ingrato, cortesano, tornadizo, de cortas luces y pocos escrúpulos, pero con mucha simpatía personal para el navajeo de las zaragatas políticas. Un vergonzoso aire de servilismo le valió los galones de capitán cuando apenas contaba veinte años, y era un oscuro alférez de Carabineros en Málaga. Torrijos y sus compañeros, puestos en fila, doblaban, fusilados, frente al mar azul. Aún quedaba en el aire el humo de las descargas, y el imberbe alférez, futuro general bonito, acudía a ofrecerse voluntario para ser portador de la feliz nueva ante la majestad de Fernando VII ¡Aquella galopada de cien leguas reventando caballos fue el origen de los grandes adelantamientos que luego obtuvo en la milicia el alférez de Carabineros Paco Serrano! Cuentan que al tiempo de poner la rodilla en tierra para entregar al narigudo soberano el despacho de la feliz nueva, su servil diligencia merecía estas palabras de la zaina boca borbónica:

—Álzate, capitán.

Este episodio, que tanto ilustra la vida y milagrosa fortuna del glorioso caudillo, está narrado con muy interesantes pormenores en las Memorias de Julio Nombela. Yo ahora lo traigo a cuento precisamente porque es normativo de la conducta que informa toda la larga hoja de méritos y lauros, honras y servicios a la Patria española de aquel afortunado príncipe de la milicia.

Solamente por conjeturas puede sacarse el hilo de las pláticas secretas que los dos espadones tuvieron a bordo de la fragata Zaragoza. Conocido el fullero temple moral de aquellos soldados de fortuna, bien puede presumirse que para ninguno eran nudos gordianos las palabras anteriormente comprometidas. Su escuela, apicarada de guiños y mamolas, tampoco era como para que fiasen el logro de sus propósitos revolucionarios al mito de la voluntad nacional —¡aquella candorosa bernardina con que tantos años acompañó sus cuaresmas el viejo progresismo de morrión y solfa de Riego!—. Y, conforme suele ocurrir entre compadres que mutuamente se conocen las mañas, no sería extraño que jugasen a cartas vistas, advertidos de que no podían engañarse.

La reina madre no parece dudoso que hubiese conducido una intriga de gran estilo para aunar la acción revolucionaria de los dos generales. Que don Juan Prim estuvo siempre de acuerdo con la astuta napolitana es hecho probado. Y lógicamente, supuestas las artes diplomáticas de la reina madre, bien puede presumirse el envío de parlamentarios al general bonito, que tantas deudas de gratitud tenía con la ofuscada Isabelita. A doña María Cristina, tras el enigma revolucionario, que podía aparejar el destronamiento de su hija, se le ofrecían enojosos pleitos de familia por la sucesión a la Corona. Ya eran las intrigas y ambiciones de su yerno el duque de Montpensier, ya las de la camarilla apostólica, con la regencia mancomunada de los condes de Girgenti y la proclamación del príncipe de Asturias. Parece indudable que doña María Cristina, puesta secretamente de acuerdo con los generales Prim y Serrano, patrocinase una tercera solución, más hábil y que respondía mejor a sus sentimientos familiares: la proclamación de su nieto el príncipe Alfonso y la regencia mancomunada de sus hijos los duques de Montpensier. Y en último extremo, una regencia votada por las Cortes constituyentes. Este fue probablemente el pacto sellado a bordo de la fragata Zaragoza por los generales Prim y Serrano.

Que los duques de Montpensier estuviesen de acuerdo tampoco parece dudoso, aun cuando ello fuese con un sordo despecho y acauteladas reservas mentales. Las cartas publicadas no hace mucho por el marqués de Grijalba, si no confirman esta presunción, ayudan a darle crédito. El pacto, que solamente aparece como probable, en los albores septembrinos tiene en alguna de estas cartas plena confirmación después del asesinato del general Prim. El duque de la Torre y los orleanistas, según estos textos, conspiran y compadrean con los primeros alfonsinos para el destronamiento de don Amadeo. Ya entonces estaba descartada la regencia de los serenísimos condes de Girgenti. El matrimonio, que andaba a la greña desde la luna de miel, sostenía un pleito civil por reclamación de alimentos y otro canónico para separación de cuerpos.

El acuerdo de los generales Prim y Serrano a bordo de la Zaragoza para la proclamación del príncipe Alfonso con la regencia del duque de Montpensier es indudable que el conde de Reus no podía declararlo, por sus compromisos con los demócratas, y a este fin puso la suerte de la revolución en manos de los generales unionistas y emprendió aquella fuga disimulada, sublevando guarniciones, ya sublevadas, por los puertos de Levante. El duque de la Torre debía consumar la traición al partido democrático en el puente de Alcolea. El asesinato de Fernández Vallín, el puritanismo apostólico del marqués de Novaliches, obediente a las intrigas de la camarilla, y la presencia del conde de Girgenti hicieron fracasar la intriga de aquellos dos ilustres generales. Don Juan Prim veía fallidos sus propósitos de hallarse ante el hecho consumado de la proclamación del príncipe de Asturias.

III. La viruela providencial de las cárceles

¡En Alcolea fracasó el abrazo de Paco y Manolo! ¡Aquel abrazo del último apuro, tan suspirado por la camarilla de la reina! ¡Fracasó la conjura que espadones, frailes y monjas conducían para proclamar rey al príncipe de Asturias! ¡Fracasó aquella generosa y patriótica intentona de oponer a las subversivas aspiraciones populares la lógica brillante de clarines y cornetas, las salvas de pólvora, los vivas, las banderas, toda la pompa castrense que con tanto alborozo hubiera jaleado el abrazo de los dos invictos generales, levantados sobre los estribos de sus corceles de batalla, las canas teñidas, las personas con más cintajos, brillos y lilailas que corderos de rifa! ¡Fracasó uno de los más bellos cromos de la historia de España!

¡Y todo por el caprichoso desacuerdo que entonces hubo entre aquellos gloriosos generales de misa y olla, don Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, y don Manuel de Pavía y Lacy, marqués de Novaliches. Fue la desavenencia por la persona del regente, y, fallido el patriótico propósito de la proclamación, reverdecieron todas las intrigas de la víspera, y aún se hizo más enconada la discordia entre la familia borbónica.

El moderantismo, de tradición apostólica, siempre atento a las inspiraciones vaticanas, volvió a intrigar por la regencia de sus altezas los condes de Girgenti. Parva intriga que apenas apuntaba fuera de las sombras sacristanescas, unas veces contaminada de veleidades favorables a la restauración isabelina y siempre con nostalgias y fervores carcundas. Volvieron los compadres orleanistas al soborno de gacetas y truchimanes políticos. Y los alfonsinos volvieron a esperanzarse con las promesas de la reina abuela, doña María Cristina. Don Juan Prim, siempre en tratos secretos con la augusta señora, le reiteraba solapadamente sus promesas. El fracaso sucesivo de todas las candidaturas para el trono español confirmaban los clandestinos mensajes que le transmitían sus agentes, puestos al habla con el general Prim.

La reina gobernadora, desde los días de su primer destierro, tuvo estrecha amistad con el general. En su archivo, que legó a la Academia de la Historia, no es dudoso que hubiese interesantes papeles con referencias a estas largas amistades; pero antes de darse cumplimiento a la disposición testamentaria fue sometido a un expurgo, ordenado por el infausto «Trece». La Academia de la Historia, al recibir el legado, solicitó informe de dos sabios cofrades. Don Marcelino Menéndez y Pelayo fue, por suerte, uno de ellos. Su prosa apasionada y docta ilustra el caso. Al que pudo ser valioso legado le llama con encendido desdén archivo blanco, aludiendo al criminal expurgo ordenado por la interesada y vituperable ignorancia de la real persona.

Don Juán Prim llevó siempre con el mayor sigilo sus tratos con la reina gobernadora. Hombre de corazonadas, acaso fiaba en un azar de fortuna para proclamar rey al príncipe Alfonso y alzarse con la regencia. La visita que hizo en París a las dos reinas desterradas, allá por el agosto de 1869, le desengañó de tan ambicioso propósito. Isabel II, más que nunca obediente a las sugestiones vaticanas, no entregaría jamás el alma tiernísima del príncipe a las logias masónicas. El despecho de don Juan fue luego patente en los tres famosos «jamases». A todas éstas, llegaba también la hora del desengaño para los ilusos demócratas gaditanos, que habían puesto en la cucaña septembrina vidas y dineros. Los compadres de la víspera les hacían la cruz por su extremismo demagógico. Don Nicolás María Rivero les predicaba con el ejemplo, y desde lejos, con su bronco ceceo, les aconsejaba la conveniencia de hacerse monárquicos para alcanzar algún hueso de la Gloriosa. Fue ejemplar la conducta y la renuncia de aquellos revolucionarios. Don Juan Prim, desde que se viera dueño de los destinos nacionales, había puesto un cauteloso propósito en desoír y menospreciar las quejas y reclamaciones de las Juntas y Comités revolucionarios. Paúl y Angulo acaso fue de los más reacios para convencerse de la conducta falaz que, frente a las aspiraciones populares, mantenía el general Prim. Le admiraba con tan apasionado impulso que cerraba los ojos ante la evidencia. Extraño y poco conocido es el proceso de cómo llegó a la enconada enemistad, virulenta de injurias y amenazas, que se refleja en las páginas de El Combate. Desde luego, es falso cuanto se ha propalado respecto a resentimientos por no haber alcanzado la prebenda de un alto cargo. Otra fue la causa y bien notoria. Paúl y sus amigos hacían propaganda electoral revolucionaria y mitinesca por las claras y luminosas villas de la provincia de Cádiz. El gobernador civil, cumpliendo órdenes superiores, un buen día puso en la cárcel al antiguo amigo de don Juan Prim. Las cárceles andaluzas eran, por feliz ocurrencia, focos de viruela. Paúl y Angulo enfermó de aquella peste. Estuvo muchos días entre la vida y la muerte. Quedó horriblemente desfigurado, repeladas las barbas, la cara cribada y los ojos llorosos por la rotura de los lagrimales. La furia del famoso revolucionario cuando, todavía convaleciente, se vio en un espejo fue en sus estragos comparable a la enajenada furia de Orlando. Dio voces, golpeó a celadores y enfermeros, quiso estrangular al médico de la cárcel, rompió cuanto halló a mano y acabó escribiendo una carta violenta, pero todavía dentro de obligadas normas de respeto, al general Prim. La carta no tuvo respuesta, y este silencio acabó con la poca paciencia de aquel hombre leal y violento, que tan apasionadamente había admirado al caudillo revolucionario desde su primer encuentro en Londres. Paúl y Angulo, en el folleto que publicó en 1869, siendo diputado en las Cortes constituyentes, reprocha a Don Juan Prim con vivas expresiones el injusto encarcelamiento y la asquerosa peste que contrajo en aquella zahúrda. La epidemia de viruela por aquellos años era amorosamente cultivada en las cárceles andaluzas, y ello explica que desde el Tempranillo a el Maruxo, todos niños ternes del bandolerismo, tuviesen velido un ojo o cribada la jeta.

Bien puede asegurarse que la enconada enemistad de Paúl y Angulo por don Juan Prim no tuvo su origen en un odio político. Fue, a todas luces, el resentimiento del compadre terne y buen mozo, afortunado en lances de faldas, que mira perdidas las prendas de su buena fortuna. Y un resentimiento de este linaje sí puede mover a la venganza personal; no puede engendrar el crimen político que fue el asesinato del general Prim. Contrariamente a lo que fue Paúl y Angulo, imaginémosle astuto, reconcentrado, simulador, taciturno, maestro en el arte de ocultar sus intenciones y autor de la muerte del general Prim. ¿Qué pruebas hubiera habido para acusar a este Paúl y Angulo? Ninguna. Ni la más leve sospecha. Su hiperbólica bravuconería de jaque andaluz le llevaba a proferir las más fieras amenazas, igual contra el fabuloso caudillo de la septembrina que contra el pinche de colmado que no andaba diligente para servirle unos chatos. Para toda contrariedad, por fútil que fuese, tenía pronto voto y el reniego con aquello del «te dejo seco» o «te arranco el redaño». Paúl y Angulo, puesto en el trance de cumplir todas sus amenazas de muerte, hubiera necesitado un cementerio para sus víctimas como don Juan Tenorio. Pero esta publicidad jactanciosa de odios, de amenazas, de arrestos para jugarse la vida, está en íntima contradicción con el alevoso sigilo que acompañó al asesinato del general Prim. Si todas las jactancias de Paúl y Angulo se contraen a su verdadera significación, no queda el menor indicio por donde acusarle. Para caminar con alguna luz en el oscuro proceso del asesinato del general Prim es preciso descartar la culpabilidad de Paúl y Angulo.

IV. Los encartados

El excelentísimo señor ministro de Gracia y Justicia, con algunos días —muy pocos—de anterioridad al asesinato del general don Juan Prim, había hecho un oportuno desmoche y amaño de jueces en los distritos de Madrid. La filiación de los agraciados promovió satíricos comentarios, enconadas censuras y acusaciones muy graves al ocurrir el criminal atentado de la calle del Turco. El uno era recalcitrante moderado. El otro, rabioso orleanista. Aquél se inclinaba a la facción alfonsina. Entre todos no había uno solo que fuese afecto al credo liberal, que representaba la elección de don Amadeo de Saboya.

Solapadamente, ya por entonces, se entendían alfonsinos, montpensieristas y partidarios del general Serrano. Para estos tres cotarros intrigantes era de interés capital que no llegase a ocupar el trono de España don Amadeo de Saboya. Luego, durante su efímero reinado, se les vio coaligados para derribarle y gozar los frutos del Poder —proclamación del príncipe Alfonso, regencia del duque de Montpensier, Gobierno del general Serrano—. Ésta fue la primera conjura de alto estilo que amenazó el reinado de don Amadeo. Afloraban en ella los mismos intereses que se habían concertado para el asesinato del general Prim. También entonces pudo decirse:

—El matador fue Bellido,

y el impulso, soberano.

Los medios empleados para el atentado de la calle del Turco y el escandaloso favor de que luego gozaron algunos encartados denuncian el poder y el encumbramiento de quienes habían sido autores morales del asesinato. Pero la previa censura amordazaba a los papeles públicos que acogían tales romances, y con el favor oficial se inventó la falsa pista de Paúl y Angulo. Algún bien pagado zurupeto de la Policía tuvo a su cargo la busca de testigos que le acusasen. Intentóse el soborno de dos obreros albañiles que, muertos de hambre, habían hallado trabajo en una chapuza del Saladero. Como quiera que se negasen, fueron despedidos. Para hacer público el hecho acudieron al diputado republicano Luis Blanc. La censura tachó la denuncia del apasionado y truculento revolucionario, director por aquellos días de un semanario titulado La Palabra. Luis Blanc, hombre de exaltados sentimientos de justicia, lanzó una hoja que fue celosamente recogida por la Policía, y requirió a un notario para que diese fe de cuanto manifestaban aquellos dos ciudadanos mal comidos respecto al intento de soborno para que declarasen en contra de Paúl y Angulo. Al acta notarial se unió un pliego seboso, contrahecho de letra, con las oportunas instrucciones de cómo debía hacerse la acusación contra el director de El Combate, don José Paúl y Angulo. El Juzgado del Congreso, que tuvo copia legalizada de esta acta notarial, no creyó conveniente esclarecer el hecho denunciado. Otras copias fueron enviadas a los periódicos; pero la censura actuó con toda diligencia para estorbar su publicación, que, por esta causa, hubo de ser clandestina como la primera denuncia de Luis Blanc. Todavía el exaltado diputado republicano quiso formular su acusación en las Cortes. Vano empeño. Se lo impidió una hábil exégesis del reglamento. Aquello del «no ha lugar a deliberar» no es, ciertamente, invención moderna. El acta notarial circuló en hojas clandestinas por la redondez del ruedo ibérico y aun salió fuera de las bardas fronterizas, con gran escándalo de los patriotas. Toda España tuvo conocimiento de aquella denuncia, menos el Juzgado del Congreso y las Cortes del reino. Las gentes se preguntaban qué omnipotentes influencias amparaban a los asesinos del general Prim. Sólo era libre la acusación contra Paúl y Angulo. El Gobierno la favorecía, y los periódicos alfonsinos, y los montpensieristas, y los afectos al regente la jaleaban con pérfidas y falsas noticias. Pero en los autos no aparecía ningún cargo. Lo ocurrido entonces puede presumirse por lo ocurrido con alguna villana y calumniosa acusación de estas horas nuestras. A España, en todos sus intentos de regeneración, le sale siempre la misma sarna de perros patriotas.

La parcialidad de los jueces y los dieciocho mil folios que se escribieron de laberínticas diligencias no fueron parte suficiente para poner a cubierto de sospechas las altas influencias que decretaron el asesinato de don Juan Prim. Aparecen como encartados un Francisco Campos, afecto a la baja servidumbre de la reina destronada, y en las vísperas del crimen, recién llegado de París; tres policías «de la secreta», enrolados en la guardia personal del regente; dos cazadores furtivos que un familiar de tan encumbrado personaje había sacado de sus pagos andujareños para hacerlos cortesanos, ¡y el secretario ayudante del duque de Montpensier, don Felipe Solís y Campuzano!

En el domicilio del Francisco Campos halló la Policía un escondite de trabucos, pistolones y bastones-revólveres, flamante invención, por aquellos días muy anunciada en los periódicos de París. De los tres policías afectos a la guardia personal del regente, dos hallaron la muerte en un oportuno motín que sobrevino en el Saladero. El superviviente recobró la libertad, y a poco dobló asesinado en la calle de Toledo. A propósito de los dos cazadores furtivos, escribe el conde de Romanones: «A poco de retornar a su pueblo acabaron sus días de modo misterioso y violento. Sagasta, ministro de la Gobernación el 27 de diciembre, guardó toda su vida impenetrable silencio sobre el asesinato de Prim. Cuando alguien se arriesgaba a interrogarle no ocultaba su contrariedad, en términos que al interlocutor no le quedaban ánimos para insistir.» Por lo que hace al coronel Solís y Campuzano, secretario-ayudante de su alteza real el duque de Montpensier, solamente estuvo encarcelado una quincena. Se le hacía responsable de un enterramiento de armas cortas en el jardín del palacio que habitaba en la calle de Hortaleza el serenísimo señor infante. En este pequeño arsenal tampoco faltaban aquellos bastones-revólveres, última moda en París de Francia.

Una cautelosa y poderosa influencia velaba para embrollar el esclarecimiento del asesinato del general Prim. Y como no bastasen los dieciocho mil folios, hubo en todo este tiempo de trapaceras diligencias once jueces, entre propietarios y suplentes, en el distrito del Congreso de Madrid.

Sobrevenida la restauración borbónica, fue uno de los primeros actos del providencial conservadurismo alfonsista ordenar el sobreseimiento de la causa, que aún seguía abierta, y mantener secreto todo lo actuado. Las mismas poderosas razones que durante tantos años pusieron un sello de silencio en los labios de don Práxedes Mateo Sagasta aconsejaban mantener el secreto de aquellos autos procesales al primer ministro de Alfonso XII.

¡Pero es difícil guardar un secreto, y no todos callaron igualmente!... Y de esto, otro día.

V. Recuerdos

El asesinato del general Prim está narrado en uno de los últimos Episodios Nacionales que publicó don Benito Pérez Galdós. El maestro, en esta ocasión, como en tantas otras, recoge la versión oficial, que hace culpable a Paúl y Angulo. Don Benito solía estar enterado; pero apenas presumía que pudiera ocasionarle la menor molestia el relato de la verdad, lo esquinaba, y si había una versión con el prestigio oficial, se abrazaba con ella. Los episodios referentes a la guerra de África y a la empresa del Callao son vergonzosas acusaciones.

Por aquellos días en que acababa de ver la luz aquel episodio donde el maestro refiere la muerte de Prim entramos en la librería de Fernando Fe —ya por entonces en la calle de Alcalá—Ricardo Fuente, Antonio Palomero y yo. Era nuestro ánimo charlar un rato con aquel buen amigo Paco Beltrán, con quien siempre tenía cuentas pendientes Ricardo Fuente, que, gran aficionado a los libros, solía comprar más de los que le permitía su bolsa, harto exigua en aquellos días. Ricardo Fuente ha sido uno de los hombres más finos, más sagaces y más cultos que he conocido. En el trato privado era de una gran sinceridad y de un notable espíritu de justicia. Despreciaba profundamente la popularidad y la gloria. Palomero —el querido Palomerín—solía decir que era vago estoico por principios. Nos hallábamos en conversación con Paco Beltrán cuando entró en la librería un caballero canoso, no muy alto ni de gran porte. Paco Beltrán nos dejó, presuroso:

—¡Señor duque!

El caballero le saludó sin empaque:

—¿Esa cuenta?

—No la he sacado. Ya la pagará usted.

—Es que me voy a la finca, a Toledo.

—Pues la paga usted a la vuelta. ¿Ha visto usted el último episodio de Galdós?

—Sí, lo he visto. Ustedes me lo han enviado.

—¿Qué le ha parecido a usted?

El caballero entrecano tuvo un gesto adusto:

—Pérez Galdós podía y debía enterarse mejor. Yo no hubiera tenido reparo en suministrarle datos muy interesantes.

Paco Beltrán formuló en voz baja quizá una pregunta, quizá alguna observación. El caballero respondió en el mismo tono, y así continuaron hablando todavía un buen rato. Acompañó al caballero a la puerta y volvió a nuestro lado:

—¡El hijo de Prim! Está un poco tocado. Ahora sale con que el asesino de su padre no ha sido Paúl y Angulo.

Era ya entonces mi creencia, y vivamente interrogué a Beltrán:

—¿Se lo ha dicho a usted?

Paco Beltrán se acauteló:

—No, no me lo ha dicho. No arme usted enredos... Ni siquiera lo ha insinuado con palabras... Me ha parecido extraña su actitud al decir que no estaba enterado don Benito.

Cortó, burlón, Ricardo Fuente:

—La interpretación de gestos y retintines es absolutamente libre, querido amigo. Y ahora, a mi vez, le diré a usted que don Eduardo Benot, ex ministro de la República y paisano de Paúl y Angulo, no cree que haya sido éste el asesino del general Prim.

Por aquellos días, Antonio Palomero y Ricardo Fuente redactaban un Diccionario de ideas afines, que dirigía don Eduardo. Respecto a la opinión de este hombre sabio y justo a lo que hace a la culpabilidad de Paúl y Angulo, tuve luego cabal confirmación por el testimonio de su más entrañable discípulo, mi grande y admirado amigo Antonio Machado.

A poco de ocurrir la escena en la librería de Fe tuve ocasión de verme con don Benito Pérez Galdós. Hablamos del episodio recién publicado y le conté la conversación con Paco Beltrán. Don Benito movió la cabeza:

—Es posible que no haya sido Paúl y Angulo... Es posible... Pero esas cosas no pueden decirse... En este episodio me hubiera gustado hablar de los negreros que financiaron la revolución... Luego Cánovas los hizo senadores vitalicios y títulos del reino... Tenía muchos datos, pero está todo tan reciente. Cuando publiqué Narváez recibí una carta llena de majaderías y ridículas rectificaciones del duque de Valencia. A Paúl y Angulo yo le conocí... Poco, pero le conocí. Don Nicolás Estévanez me ha escrito. Tampoco cree que haya sido el autor del asesinato. Para don Nicolás han sido los alfonsinos... Pero todo está tan reciente que no puede decirse...

Una larga charla en torno de este tema sostuve en cierta ocasión con dos excelentes amigos, periodistas y literatos de mucha agudeza: José Pérez Bances, muerto prematuramente, y Vicente Sánchez-Ocaña. Por aquellos días Sánchez-Ocaña iniciaba un reportaje en El Heraldo: «Los hijos de los grandes hombres». Alguno de los artículos que entonces escribió son pequeñas obras maestras, donde se juntan el interés dramático, las gracias del estilo y la ironía. A poco de nuestra charla ocurriósele entrevistar al hijo de Prim. Y aun creo que nuestra charla se motivó porque ya tenía formado el propósito de visitar en su finca toledana al duque de los Castillejos. Y allá fue en compañía del malogrado Pérez Bances. A su regreso me buscaron en el Ateneo. Habían hablado largamente con el hijo de Prim. El duque de los Castillejos estaba achacoso y misántropo. Acaso algo lelo. Les había preguntado por los sucesos de la Corte. Corrían aquellos tiempos ramplones de la Dictadura. Don José Sánchez-Guerra, con un vivo sentimiento del decoro político, se hacía desterrado voluntario y tomaba el tren para París. Circulaba en hojas clandestinas el manifiesto que el honrado político dirigía a los españoles. El duque de los Castillejos se animó con aquellas noticias:

—¿Tienen ustedes ese manifiesto?

Tenían algunos ejemplares y le entregaron una hoja. El hijo de Prim la tomó en sus manos temblonas y, sin leerla, murmuró reconcentrado:

—Que Sánchez-Guerra se ande con tino. A los Borbones, si les estorba, no les importará mucho sacarlo de en medio... Puede correr la suerte de mi padre.

Las palabras del hijo de Prim explicaban el silencio de don Práxedes Mateo Sagasta, primer ministro de Alfonso XIII. Ese silencio que el conde de Romanones refiere con tan sencillo y dramático estilo. Arte de narrador que bien puede llamarse magistral. Escribe el autor de Amadeo de Saboya:

«El silencio de Sagasta, ministro de la Gobernación cuando el crimen de la calle del Turco, podía ser tenido como significativo: pero le quita este carácter su conocida idiosincrasia y su norma de no volver nunca la vista hacia atrás y perder el tiempo en preocuparse de lo que ya no tiene remedio.

Sin embargo, una tarde del verano del 89, en San Sebastián, siendo huésped de don Manuel Alonso Martínez, ministro de Jornada a la sazón, con quien me unieran lazos de los más estrechos, en una pequeña tertulia que a su alrededor se formó, alguien recordó la muerte de Prim. Sagasta, que parecía abstraído y muy lejano de la conversación que se mantenía, como si despertara de un sueño, dijo: "Si ustedes supieran...". Y sin transición cerró los labios. Vanos fueron los requerimientos con que se le acució para que hablara: se negó en absoluto, mostrándose contrariado y arrepentido, quizá por vez primera en su vida, de haber dicho más de lo que quería.»

El conde de Romanones y sus amigos, que allá por el año 1888 discurren sobre el asesinato del general Prim y atribuyen el hecho a Paúl y Angulo, son interrumpidos por el presidente del Consejo:

—¡Si ustedes supiesen!...

La frase tiene la misma equivalencia que esta otra:

—¡Ustedes no saben!...

Don Práxedes, que guarda luego el más absoluto y arrepentido mutismo, es quien lo sabe, pero le interesa callar. Sin embargo, ha dicho mas de lo que era su propósito al advertir de su engaño a los que discurrían amenamente sobre la culpabilidad de Paúl y Angulo El ministro de la Gobernación, el día del asesinato de don Juan Prim, bajo la regencia del capitán general don Francisco Serrano es a la sazón el primer ministro de Alfonso XIII. Le interesa callar pero el duque de los Castillejos, achacoso y misántropo, desvela el secreto.

—¡Si ustedes supiesen!...

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