UN LIBRO SUGERIDOR (Amadeo de Saboya) (1935)
I
Recluido en un sanatorio, y más enfermo acaso de lo que sospecho, distraigo mi mal y mis pesadumbres con amables lecturas. Y fue, sin duda, de las más regaladas la que me deparó un libro reciente del señor conde de Romanones. Me refiero a la vida del rey efímero, don Amadeo de Saboya. Esta gracia en el calificar le pertenece por entero al autor, que con clásica dignidad divierte sus ocios de político en receso. El señor conde de Romanones es veterano en el arte de contar vidas ajenas, y nunca faltan en su gramática ni el guiño ni la sonrisa que disculpan pecados y flaquezas. Las biografías que ha publicado son libros de muy amena lectura, sagaces atisbos y garbosa disposición, prendas literarias que no suelen acompañar a esas 'Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX' (Espasa-Calpe, S. A.).
El conde de Romanones abre esta vida de Don Amadeo de Saboya, el rey efímero con un capítulo preliminar, donde apunta la bibliografía alusiva a la candidatura del Hohenzollern al trono de España. Me ha sorprendido que persona tan enterada como muestra serlo el autor de la vida del rey efímero no haga cuenta de un documento de tanto precio como el artículo que publicó Castelar en El Monitor de México. Castelar se hace eco de los primeros rumores que apuntaron en los círculos políticos madrileños y escribe su artículo para condenar la candidatura del príncipe Leopoldo. Con notable clarividencia denuncia el riesgo de que la gestión española promueva una guerra francoprusiana. El Monitor de México, publicaba el artículo del gran demócrata muchos meses antes de que fuese oficial la candidatura del Hohenzollern. El tono y la oportunidad de la amonestación castelarina inducen a la sospecha de que acaso no haya pecado de inadvertido el general Prim. En aquel ambicioso tan sagaz y de tan pocos escrúpulos, cualquier pecado puede presumirse, antes que adornarle con la palma de los Santos Inocentes. Su alma teatral y mediterránea estaba llena de rencores contra Napoleón. Primero, antipatía profundísima, acaso anterior a la campaña de México. Después, como consecuencia de los tiempos en que era emigrado y conspirador, enemistad, menosprecio y resentimiento por su expulsión del territorio francés, por el mezquino espionaje con que había sido vejado, por las denuncias que de los trabajos revolucionarios recibía constantemente la Policía española, por instigación expresa de la emperatriz. El conde de Romanones alude a estas causas menores con singular perspicacia. A este propósito escribe: «El psicoanálisis, hoy tan en boga, es el camino más seguro para llegar a conocer la génesis de las determinaciones de los grandes personajes de la Historia.»
El conde de Romanones no excusa pormenor referente a los cabildeos, conjuras, afanes, humillaciones, sobornos y torpezas que suscitaba la elección del rey. Refiere el fracaso de una y otra candidatura; pero en ningún momento pone en entredicho los buenos propósitos del general Prim. Y, sin embargo, hay tantas cosas que inducen a la sospecha de que estuviese representando una comedia y que su secreto designio fuese el fracaso de todas aquellas negociaciones en busca de rey. Acaso Prim reservaba en lo íntimo de su conciencia la astuta intención de que los revolucionarios de sentimiento monárquico, aleccionados por aquellos fracasos, volviesen los ojos, como única esperanza, al hijo de doña Isabel. No parece dudoso que, ya en los albores septembrinos, hubiese esperado que la proclamación se hiciese en Alcolea. Al general Prim entonces no le convenía romper su pacto con los demócratas antidinásticos y, conocedor de los hombres, se prometía que los traicionase el duque de la Torre. Faltó poco para que pudiese sacarse de la manga, hecha a medida del deseo, aquella página de la historia de España. Sin duda a este fin, jugó para no hallarse en Alcolea...
«El abrazo del puente» parece que haya estado concertado. Las tropas isabelinas vivaqueaban con los revolucionarios; iban y venían parlamentos entre uno y otro cuartel, los ilustres caudillos se ponían de acuerdo cambiando listines de ascensos; únicamente promovía un rumor de protesta la Junta revolucionaria de Córdoba. Y en lo mejor de estas vísperas cae asesinado en el campamento isabelino uno de los plenipotenciarios del duque de la Torre (el diputado cubano Fernández Vallín). Este crimen, realizado por un jefe militar, que, según propalaron los revolucionarios, vengaba añejos resentimientos, puso término a las negociaciones y dejó en ciernes la proclamación del príncipe Alfonso. Esto parece lo más probable, aun cuando no faltaron entonces comentaristas de los sucesos septembrinos que envidasen la culpa del fracaso a la camarilla palaciega opuesta a la abdicación de la reina. El marqués de Novaliches se aseguraba que había puesto término a las negociaciones y arriesgado la batalla, por escrúpulos de lealtad, bajo el apremio de una orden con la estampilla real, transmitida por el conde de Girgenti.
Si la camarilla ultramontana de monjas y frailes fue opuesta a la abdicación, en cambio la aconsejaron con vivas instancias señalados personajes del moderantismo, como el conde de San Luis y don Alejandro de Castro. Es indudable que el hecho de la abdicación, para estos viejos políticos, significaba la continuidad de la dinastía. La reina tuvo momentos de vacilación, y aun llegó a expresar el deseo de poner al príncipe de Asturias bajo la salvaguardia del general Espartero. El general Prim, si pudo ser ajeno a estos propósitos, parece poco verosímil que los ignorase y no hiciese cuenta sobre ellos. Un año después, en el verano de 1869, con ocasión de hallarse haciendo cura de aguas en un balneario francés, visita secretamente en París a sus majestades doña Isabel y doña María Cristina, la reina gobernadora. Don Salustiano Olózaga, que de aquélla era embajador, ocultando la mano, lanzó la piedra del escándalo en el corro de la Prensa madrileña. El soldado de África, acosado y acusado, aseguró con su estilo de sargento batatero que habían sido dos visitas de cortesía. Poco después, desde el banco azul, lanzaba los tres famosos jamases.
Quédese para un próximo mañana cuál pudo ser el resultado de estas visitas y otras cosas a propósito del libro tan sugeridor del conde de Romanones.
II
«Aquellos revolucionarios, confiando alegremente en que para siempre habían hecho desaparecer la dinastía borbónica, se quedaron perplejos y no acertaban a decidir si mantendrían la forma monárquica...».
Con estas palabras enjuicia el señor conde de Romanones, en la “Vida de Amadeo de Saboya”, el pensamiento político de los revolucionarios septembrinos, espadones y tribunos, plutócratas de la trata de negros y de la Banca, juristas de romanas virtudes y áticos maestros del periodismo.
El conde de Romanones, que en otros pasajes de este libro se muestra muy agudo psicólogo, me parece que yerra el juicio si de veras supone a los septembrinos alegres y confiados por la fuga de la reina. Lo más seguro es que la alegría fuese expresión del sentimiento popular y que los caudillos disimulasen el estupor y la sorpresa, pues aquel suceso anulaba sus cuentas galanas. Doña Isabel puso pies en polvorosa, tirando los trastos de reinar, porque el cristo revolucionario la sorprendió en lugar vecino a la frontera, donde tomaba los baños de mar, tan saludables para el humor herpético. Este regio alifafe se proyecta sobre aquellos sucesos con la fatalidad de un influjo adverso sellado en las estrellas, y no hay duda que otro hubiera sido el horóscopo, de hallarse en el Palacio de Oriente su majestad católica. Era doña Isabel muy entera de ánimo, y en su decisión de pasar la frontera pudo más que el miedo la conjura de la camarilla ultramontana, tenazmente opuesta al dictamen de algunos prohombres del moderantismo, que aconsejaban la abdicación, a la cual habría de seguir el acto solemne de confiar la tutela del príncipe de Asturias al general Espartero.
Bien puede suponerse que aquellos sesudos políticos moderados, carcamales de la más docta veteranía en conjuras, trapisondas y cabildeos, no aventuraban un dictamen tan espinoso de responsabilidades y tan contrario a la adulación cortesana sin haberse previamente entendido con el duque de la Victoria. Duraron estas conversaciones trece días mortales, desde el pronunciamiento de la Escuadra en la marina gaditana hasta el simulacro de Alcolea. Doña Isabel, a lo largo de este plazo, tuvo intervalos de mostrarse propicia a seguir el consejo de los viejos lagartones del moderantismo, y al favor de tales veleidades se corrieron las órdenes oportunas entre la servidumbre que debía acompañarla, y estuvo dispuesto un tren con la locomotora encendida para conducirla a Logroño. El padre Claret pudo estorbarlo acudiendo a sus artes catequizantes, y su augusta hija de confesión, en vez de ponerse al camino, se puso dos parches en las sienes, pechona de lloros y suspiros. Su majestad había querido confortarse en el tribunal de la Penitencia, y el fraile no desaprovechó la ocasión de recordarle las infernales calderas, que no menos podía prometerse de confiar a un viejo jacobino, masón impenitente, el alma tiernísima del príncipe de Asturias. Fallidos sus propósitos, se alarmaron los viejos lagartones de la Iglesia moderada y, pasando de leñadores a profetas, auguraron negros días de discordias civiles, todo ello a cuenta del fanatismo ultramontano, que comprometía la causa de la sucesión dinástica. Don Alejandro de Castro, que estaba recién sacramentado, llegó a la regia cámara sostenido en muletas para cantar allí las verdades del barquero. Con esta retórica democrática troqueló la camarilla aquel desacato, que luego, en las gacetas transpirenaicas, se llamó el canto del cisne —es la retórica lo que más separa a los pueblos—. Como entre la alta servidumbre palaciega contaba el moderantismo muchos parciales, a tapacandiles movieron una intriga de alcoba para recobrar la perdida influencia sobre el ánimo veleidoso de la señora. Todo lo hacían mirando a salvar del cataclismo revolucionario la institución dinástica. Les ganó la vez el camarillón ultramontano, no menos encendido de volcánico patriotismo, aun cuando más atento a las sugestiones de monjas y frailes, que hacían consubstanciales trono y altar.
Nunca la diplomacia vaticana ha sido conciliadora; acaso lo impide el dogmatismo ideológico; pero pocas veces se mostró de tan categórica intransigencia como durante el pontificado del Papa Mastai. Monseñor Antonelli, secretario de Estado, bajo su rasgada sonrisa de careta napolitana, disimulaba un fanatismo de cura lugareño, apasionado por las purificaciones inquisitoriales, propenso a las ampulosas fórmulas conminatorias de excomuniones y anatemas. Condenaba, por heréticas, las escuelas liberales, y para combatirlas acudía al fanatismo de numerosas Congregaciones eclesiásticas y civiles, que movía con tenebrosa cautela en todas las Cortes extranjeras. Sus artes diplomáticas se mantenían en un fiel de violencia sectaria y de reserva jesuítica. Los agentes secretos actuaban bajo uno de estos signos, como en mundos diferentes y eran libelistas provocadores o truchimanes catequistas.
«L'Antonelli del resto saperva mantenere le sue posizione ni ricorrendo a metodi spesso discutibili.» De esta suerte alude un escritor eclesiástico, muy considerado en los medios vaticanistas, a las artes diplomáticas del famoso secretario de Estado. (SAC. Ernesto Vercesi: Pío IX. Edizione Corbaccio. Milano, MCMXXX. No estará de más advertir que el libro del Vercesi ha sido publicado con la oportuna censura.)
El cardenal Antonelli parece indudable que se prometía mejores frutos de excomulgar a las demagogias españolas y provocarlas que ayudando a los monárquicos, para quienes la abdicación aún era la esperanza de salvar la dinastía borbónica y liberalizarla, como se había intentado a la muerte de Fernando VII.
El cardenal Antonelli mantuvo frente a la revolución española el mismo juego diplomático que años atrás había mantenido frente a la República romana de Mazzini. A esta política maquiavélica alude largamente uno de los más nobles escritores del catolicismo, el abate Antonio Rosmini, en la segunda parte de su obra Missione a Roma: «L'Antonelli aveva di lunga mano premeditato questo disegno: Far che, le cose arrivassero all'estremo. L'anarchia che ne sarebbe seguita avrebbero neso necessario l'inrervento. Dovevano cadere le instituzioni liberali, e si doveva incominciari libro nuovo. L'Antonnelli stesso qualche volta si tradi.»
El señor conde de Romanones tan sagaz y tan honestamente patriota, habrá, sin duda, advertido que aún anda por el mundo la sombra del cardenal Antonelli. De su política no faltan recientes ejemplos en España. Política inmutable, del más duro egoísmo dogmático, que impone la sumisión de todos los sentimientos y aun de los intereses nacionales a los fines de la Sede Apostólica.
III
El conde de Romanones conoce, acaso como nadie, todo el misterio que oculta el asesinato del general Prim. Sabe tantas cosas que se asusta sólo de pensar en ellas, y le tiemblan las carnes con el temor de que algún día no pueda vencer la tentación de poner paño al púlpito. El conde de Romanones, como todo buen narrador, conoce la deliciosa fruición de desvelar secretos. ¡Y el diablo es tan enredador, y tan enlabiador, y tan buen compadre del conde de Romanones!...
Escribe el autor de Amadeo de Saboya, refiriéndose al asesinato del general Prim: «En la noche del 27, al salir del Congreso, en la calle del Turco, se consumó el vil atentado; acribillado a balazos, su férrea naturaleza se resistió hasta el 30». En estas líneas, el conde de Romanones procura atenerse a la ortodoxia de la versión oficial. La realidad es otra. El general Prim no fue acribillado a balazos. Ninguna de sus heridas era grave. Las más importantes estaban situadas en la muñeca y en el codo. Subió por su pie la escalera del palacio de Buena Vista. Y tan escasa importancia aparentaban sus heridas que como su mujer intentase abrazarle, hubo de advertirla:
—No te acerques, que vengo herido.
El conde de Romanones tampoco quiere recordar hecho tan significativo como la negligencia judicial para tomarle declaración al presidente del Consejo. No declararon ni la víctima del atentado ni el dueño de la tasca donde estuvieron reunidos los asesinos, en acecho del momento oportuno. ¡Y el populacho, con expectación melodramática, hacía «cola» para ver, impresa en la puerta, la huella sangrienta de una mano! El general Prim murió sin haber prestado declaración, y así pudo más tarde divulgarse que había reconocido la voz de Paúl y Angulo. Esta versión aparece en un libro de don Ricardo Muñiz. El libro —bueno será tenerlo en cuenta—se publicó después de muerto su autor. El manuscrito ha desaparecido, y en la publicación intervinieron gentes interesadas y de pocos escrúpulos. Por muchas razones puede creerse en una interpolación.
Nada, en verdad, tan absurdo como esa imprudente orden de fuego, dada por Paúl y Angulo. Parece no haber tenido otro propósito que hacerse reconocer por don Juan Prim. Precisamente los muñidores del atentado se mueven procurando el mayor sonsoniche. Por excusar las clásicas contraseñas de voces y silbidos, acuden a un telégrafo de luces y encienden a lo largo de la calle, en la neblina crepuscular, las acreditadas cetillas de Cascante.
La muerte del general Prim no provino de la gravedad de las heridas, sino de la gangrena. Don Melchor Sánchez de Toca, el más afamado de los cirujanos madrileños, solamente fue requerido pocas horas antes del fallecimiento del general. Don Ricardo Muñiz refiere que la misma noche del atentado propuso la conveniencia de llamar al célebre cirujano; pero una interesada y solapada resistencia logró estorbarlo hasta el último momento, cuando ya no quedaba ninguna esperanza.
El conde de Romanones, que conoce todos estos pormenores y muchos más, rehúye la tentación de conjeturar por cuenta propia y prefiere atenerse a la versión que carga la culpa sobre Paúl y Angulo.
«Miles de pliegos necesitó la Curia para que, después de largo tiempo, se declarase vencida y reconociera su impotencia para descubrir a los culpables, señalados por la opinión desde el primer momento, pues ellos mismos se habían descubierto, anunciando con reiteración que se preparaba el asesinato. El Combate, periódico de Paúl y Angulo, una y otra vez había predicho que Prim sería asesinado.
Juró (Paúl y Angulo) al general un odio implacable, que le llevó no sólo a preparar, sino a ser uno de los autores materiales del crimen. Su alegato, publicado años después en París para defenderse de las inculpaciones que con unanimidad se le dirigían, no convenció a nadie. Quiso defenderse poniendo en la cuenta del duque de Montpensier y de sus secuaces la preparación del crimen; insinuó también que éste pudo tener su origen en aquellos a quienes la desaparición de Prim pudiera aprovechar. ¿Y a quién podía aprovechar más que al general Serrano, regente del reino? La especie insidiosa tuvo creyentes, y más cuando se supo que entre los autores materiales del crimen había dos que habían venido a Madrid desde Andújar, protegidos por un pariente del regente. Al poco tiempo de retornar a su pueblo los tales sujetos, de oficio cazadores furtivos, acabaron sus días de modo misterioso y violento.»
El conde de Romanones tiene fama muy bien ganada de discreción y agudeza. Dueño de su pluma, nunca dice más de lo que quiere, y, sin agraviarle, puede suponerse que cuando se contradice lo hace deliberadamente. ¡Y qué significativas contradicciones las que se advierten a lo largo de este libro! El alegato de Paúl y Angulo «no convenció a nadie». Pero la especie insidiosa con que cargaba la culpa al duque de la Torre «tuvo creyentes». Por lo demás, mucho antes de que Paúl y Angulo escribiese su alegato estaban en entredicho el duque de Montpensier y el general Serrano. A raíz del atentado, en el jardín del palacio que habitaba en Madrid el duque de Montpensier, la Policía descubrió un enterramiento de trabucos y pistolones. Y empapelado en el proceso, por indicios, estuvo una temporada en el Saladero el secretario-ayudante del duque. Del general Serrano escribe el conde de Romanones: «No puede pasar inadvertido que el regente del reino se mantuviera apartado de cuantas negociaciones se realizaban para encontrar rey, sin duda por pensar que no podía hallarse otro mejor que él mismo.
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La acritud de Serrano ante el trágico asesinato de Prim dio lugar a comentarios —que ni rechazamos ni recogemos—que las pasiones humanas, sobre todo en la política, llevan a las más extremas resoluciones.
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(Prim.) En el pleito dinástico se jugaba la vida, no sólo su vida ministerial, sino su vida real; tal era el encono de aquellos que a toda costa y por todos los caminos querían impedir que las Cortes eligieran rey.
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Sagasta, ministro de la Gobernación el 27 de diciembre, guardó toda su vida un impenetrable silencio sobre el asesinato de Prim. Cuando alguien se arriesgaba a interrogarle, no ocultaba su contrariedad en términos que al interlocutor no le quedaban ánimos para insistir.»
El conde de Romanones, aun cuando ahora no quiera comentarlo, no habrá dejado alguna vez de hilvanar conjeturas que pudiesen explicar el taciturno mal gesto de Sagasta. Bien puede presumirse que el viejo pastor se callaba en servicio de Paúl y Angulo. ¿En servicio de quién callaba don Práxedes? Pero de esto, otro día...
IV
Una difusa y confusa intriga ultramontana ondula el serpentón de sus anillos a lo largo del reinado isabelino. El regio confesor, la monja milagrera y otros acólitos de la diplomacia vaticanista cabildearon, con diversa fortuna, para conseguir la abdicación de la reina. El augusto consorte no era ajeno a estos propósitos, y, ante los fraudes del tálamo, soploneaba para restituir el trono a su amado primo el conde de Montemolín. El Espadón de Loja, para el gran camarillón ecuménico de frailes, monjas y sacristanes, era un jacobino disfrazado, y solamente la ortodoxia apostólica pondría remate a las abominaciones del liberalismo masónico, opuesto al lema de Dios, Patria, Rey. La Constitución, solía decir el regio confesor, es la Carta de Satanás. El reverendo padre, como tenía luces celestiales, anunciaba la doctrina canónica que a su hora tuvo esplendorosa definición en el Syllabus. La gran conjura apostólica, entre sobresaltos y novenas de las camarillas palaciegas, duró muchos años, y sus tenebrosas maquinaciones trajeron aquella intentona de San Carlos de la Rápita.
El conde de Montemolín pasó a gozar de mejor vida a poco de su fracasada aventura en la costa levantina, y le sucedió como pretendiente legitimista su hermano, el infante don Juan. Este príncipe alegre, ligero, incrédulo, burlón y tarambana, siempre mal avenido con el resto de la familia borbónica, ostentaba un liberalismo de opereta, que le ponía al margen de todas las cábalas para restaurar la pureza del dogma monárquico contenido en la cifra de Dios, Patria, Rey. Con este contratiempo quedóse adormecida la conjura apostólica, y de las antesalas camarilleras saltó al corro gacetillero una nueva intriga, financiada por el duque de Montpensier. El espejuelo de la abdicación pasó entonces a los alegres compadres de la Unión Liberal. Don Leopoldo troqueló con austero juramento aquella generosa disposición de los ánimos para otra vicalvarada. —«¡¡¡La señora se ha hecho imposible, y con ella no volveré a ser ministro!!!»—Con tan señalado ejemplo encendióse de noble emulación la jaula canora del progresismo, y los morriones milicianos, alcanforados contra la polilla, volvieron a saludar el aire, esperando de aquellos albures una nueva regencia de don Baldomero. Con este tablero de azares renació la vieja conjura de las camarillas ultramontanas, que, atentas a las veleidades del regio ánimo, sospecharon otra recaída en las abominaciones del bienio, venida, como la primera, por la compadrada entre los espadones de Unión y Progreso. Y como los derechos de la rama sálica habían ido a parar en un príncipe sin fundamento, un verdadero réprobo, un hijo de las logias, contaminado del más vitando jacobinismo, hubo acuerdo camarillero para acudir en consulta a Roma. Movieron los hilos para este fin el infante don Sebastián y monseñor Barilli, nuncio apostólico. De Roma acaso habían anteriormente iniciado, con suave soplo jesuítico, la conveniencia de aquella consulta. La Santidad de Pío IX, guiada por luces celestiales, aconsejó la boda de su amada hija en Cristo la serenísima infanta Isabel Francisca. Esta señora infanta, por su clara inteligencia, entereza de ánimo y acendrada piedad, era, en caso de abdicación, quien debía ejercer la regencia en nombre de su hermano, el tierno príncipe Alfonso. La belleza y juventud de la señora infanta aconsejaban darle marido, que con ella tuviera mancomunadamente la regencia del reino. El Santo Padre, como no podía menos de suceder, acreditó celestiales artes de casamentero. Pío IX sentía particular predilección por un último retoño de la destronada Casa Real de Nápoles. Era caro a su corazón, como huérfano del llorado rey Fernando. ¡Aquel fiel amigo, ejemplo de monarcas cristianos, azote de masones y constitucionales! Gaetanino —conde de Girgenti—mostraba en todo las mismas felices disposiciones y virtudes que el difunto rey. El Santo Padre, enternecido, y siempre alumbrado de luces proféticas, no excusó empeño para ayudarle en el camino de gobernar la piadosa nación española. Mirando a tan apostólicos fines, se celebraron las lucidas bodas del conde Gaetano de Girgenti y doña Isabel Francisca.—Fueron las bodas en junio de 1868, y en septiembre, el 19, alumbraba en la Marina gaditana la Gloriosa.—El infante don Sebastián, que tenía vínculos muy estrechos de parentesco con el príncipe napolitano, había recibido instrucciones pontificias para conseguir la conformidad de la serenísima infanta. La doña Isabel Francisca no era bien dispuesta a la matrimonial coyunda, y declaraba haber formulado votos secretos de perpetua doncellez. Para salvar estos escrúpulos y decidirla a matrimoniar con el pretendiente napolitano fue necesario que viniese de la Corte pontificia una carta autógrafa del Santo Padre. Documento de la más acendrada doctrina apostólica, que melificaba sus admoniciones en un castellano dengoso y monjil, aprendido en las tierras del Plata y del Perú. Esta carta fue descubierta por aquellos avinados patriotas que allanaron las palaciegas estancias, encendidos con el triunfo de las tropas revolucionarias en el puente de Alcolea. Estaba, dentro de un libro de oraciones, en la cámara de la serenísima señora infanta. El teniente coronel don Amable Escalante la recogió y regaló a don Juan Prim. Con las amelcochadas letras pontificias, en la misma gaveta, era una olorosa trenza de cabellos rubios, y en otra página del horario se ocultaba cierta enigmática esquela, que signaba el infante don Sebastián. La carta del Santo Padre, como presente de don Juan Prim, fue a manos de don Antonio Romero Ortiz. Formó parte de una famosa colección de autógrafos que guardaba este viejo político de la cáscara jacobina, estuvo expuesta en una vitrina de su pequeño museo y desapareció después de la saguntada.
Y volviendo a las lucidas bodas del conde de Girgenti y doña Isabel Francisca, es obligado recordar cómo, recaídas las bendiciones, emprendieron el viaje a Roma para besar la pantufla apostólica y asistir a las bodas de su hermano, el serenísimo señor conde de Caserta. Y el mismo día que los serenísimos condes de Girgenti ofrecían un banquete de contraboda a sus hermanos los serenísimos condes de Caserta llegaba el papelito azul con la infausta nueva de la sublevación de la escuadra en la marina de Cádiz. Los condes de Girgenti, pensando acaso que era llegada la hora de su regencia mancomunada, aleccionados por la diplomacia vaticana, emprendieron el viaje de retorno a España. Llegaron en las vísperas de Alcolea. El príncipe napolitano corrió a ponerse al frente de los escuadrones de húsares acampados entre Montoro y el Carpio. ¡Era su coronel honorario! El Gran Camarillón Ecuménico pensó llegada la hora del triunfo. Abdicaría la señora, y el marqués de Novaliches, triunfante, proclamaría al príncipe de Asturias por rey, con la regencia de los condes de Girgenti, ahijados de Su Santidad. Triunfaron las tropas revolucionarias. ¡Dios quería probar a su amada España! Un susurro de confesonario recordaba al mismo tiempo la doctrina del padre Mariana. Don Juan Prim estaba sentenciado.
V
Don Juan Prim y Prats era hombre teatral y autoritario, de mucha cautela y de cortas verdades. Su conducta política jamás estuvo alumbrada por la llama de una noble pasión ideológica ni sufrió el rigor de los escrúpulos. Protegido del general Espartero, se sublevó contra su regencia. Tránsfuga del moderantismo, sufrió cárcel y confinamiento, acusado de complicidad en una intentona para asesinar al general Narváez. Fue amigo y enemigo del general O'Donnell. Azuzó toda suerte de intrigas contra don Salustiano Olózaga. Fomentó pronunciamientos y cuarteladas, comprometió guarniciones, sobornó generales y sargentos. En estas trifulcas pecó, más que de temerario, de prudente, y no faltó entre los suyos quien le llamase capitán Araña (don Eugenio García Ruiz). Nunca excusó compromiso como le pintase favorable a sus fines, y así pudo ocurrir el hecho, inverosímilmente cínico, de negociar simultáneamente con carlistas y republicanos. Mientras Paúl y Angulo le representaba en las jacobinas logias gaditanas, otro emisario acreditado de plenos poderes visitaba en un romántico castillo alemán la timorata Corte del pretendiente. Tan lejos fueron las conversaciones que los notables del carlismo, a fin de discutirlas y darles estado, tuvieron una famosa junta en Londres. Y allí acabaron, por la airada repulsa del general Cabrera. Las incidencias de aquella asamblea están narradas en un libro raro y curioso, publicado por un antiguo secretario de don Carlos (Emilio Arjona).
El general Prim —cosa singular—, a través de provechos y mudanzas, mantuvo siempre amistades con la reina madre. Era doña María Cristina muy experimentada en toda suerte de conjuras políticas, y no se le ocultaba, en aquel año subversivo de 1868 la importancia de los trabajos revolucionarios que realizaba en Londres don Juan Prim. Desde París, donde tenía la covachuela de sus negocios, escribió por entonces muchas cartas declamatorias y proféticas a su obcecada hija para que prescindiese del funesto González Bravo. Vino a la Corte, y no es dudoso que encareciese los recelos y apremiase en los consejos, durante el tiempo que permaneció en ella, para madrinar las bodas de su nieta la infanta Isabel Francisca. Doña María Cristina juntaba a su astucia napolitana la pasión rencorosa; era tenaz en sus odios, y jamás pudo olvidar ni perdonar las befas de «El Guirigay». El Ibrain Clarete, que la había puesto en una picota de ludibrios; aquel que tantas veces tenía glosado el afrentoso mote de la napolitana ladra y prostituta, por mudanzas de los tiempos, desmemorias filiales, flaquezas cortesanas e ingratitudes de todos, regía, como un cabo de vara, los destinos de España. Si grandes rencores movían la conducta de la antigua reina gobernadora para procurar la caída de don Luis González Bravo, no era menos el venenoso despecho que escondía contra el general Espartero, por haberla depuesto y suplantado en la regencia del reino. En aquella ocasión enredó una conjura con la que pensaba herir de muerte a sus dos viejos enemigos y asegurar la paz del reino. Se guiaba no solamente de su astucia diplomática, sino de sus agravios y malquerencias, en los consejos políticos y en las amonestaciones a doña Isabel. La reina madre —ya puesta anteriormente de acuerdo con el general Prim—encarecía la urgencia de un Ministerio Cánovas-San Luis. Primer acto de este Gobierno debiera ser la concesión de una amplia amnistía. Acaso renunciasen a sus beneficios y perseverasen en el retraimiento los revolucionarios antidinásticos, que seguían las indicaciones de don Salustiano Olózaga, refugiado en París, y los llamados demócratas y los francamente titulados republicanos; pero en ningún caso los que atendían las órdenes del general Prim. Después de la amnistía era obligada la convocatoria de nuevas Cortes. Don Juan Prim y sus amigos recibirían el trato más favorable. El desterrado de Londres, por gracia de la taumaturgia electorera, sería el jefe de la fracción más importante del liberalismo en las futuras Cámaras. No salieron las cosas a medida del deseo, por las condiciones que impuso don Antonio Cánovas para colaborar en el Ministerio que aconsejaba la reina madre. Cánovas exige el previo extrañamiento de la Corte de don Carlos Marfori, intendente de Palacio; del apuesto don Miguel Tenorio, secretario de su católica majestad; del pollo Meneses, favorito del augusto consorte; de la seráfica sor Patrocinio y del bendito padre Claret, confesor de la señora. Intrigó Roma, no hubo acuerdo y continuó el Poder en manos del arrepentido libelista don Luis González Bravo.
Fallaron los cuerdos consejos de la reina madre; pero no fue tanto el secreto de la conjura que no tuviesen conocimiento de aquellos propósitos los notables de los otros partidos que conspiraban de acuerdo con el general Prim. Estas nuevas aparejaron agrias discusiones en el sigilo de las logias y en el alborotado cotarro de los Comités. Era unánime el recelo de que alguno de los jefes revolucionarios fuese traidor a lo pactado y madrugase por su cuenta para ser solo en dar el golpe y cosechar el fruto. En un cabildo que unionistas, progresistas y demócratas tuvieron en Cádiz, don Adelardo López de Ayala levantó, a par de los brazos, engoladas voces para acusar concretamente al general Prim. Inflado de vanilocuencia, llegó a titularle de pillo y felón. Paúl y Angulo, con su mejor estilo baratero, defendió al ilustre desterrado de Londres, y fueron tan castizas sus expresiones contra el pomposo poeta unionista que solamente la olímpica prudencia del amado de las musas pudo excusar un lance de honor. Con todo esto crecía la desavenencia entre los diferentes bandos revolucionarios. Sin embargo, el continuo tarifar y el recelo de nuevos engaños logró acelerar los trabajos para la acción conjunta de aquellos gloriosos espadones cachicuernos, que debían sus entorchados al favor de la señora. ¡Pero la señora se había hecho imposible, como tenía sentenciado en ocasión memorable el difunto don Leopoldo!
Medió, al fin, acuerdo entre los generales Serrano y Dulce, confinados en la isla de Tenerife, y el general Prim, emigrado en Londres, para acudir a la marina gaditana, adonde los llamaba el comandante del apostadero, don Juan Bautista Topete, que prometía el concurso de la Escuadra. El general Prim embarcó con rumbo a Gibraltar el 12 de septiembre de 1868, a bordo del “Delta”, vapor de la “Mala Real Inglesa”. Se imponía el sigilo, y tomó el disfraz, no muy romántico, de lacayo de sus amigos los condes de Bark y pasaje de segunda cámara. Como sufría las angustias del mareo, la condesa obtuvo del capitán del buque que su fiel Casimiro, para respirar la brisa marinera, pudiese dejar el sollado y subir al entrepuente de la primera cámara. Era la noche de la última singladura, clara noche de estrellas. El general Prim, en aquellas vísperas revolucionarias, habló largamente de sus propósitos. En las Memorias de la condesa de Bark, publicadas en París algunos años después, se hallan recogidas las palabras del general Prim. Refiere textualmente la condesa: «El pensamiento del conde de Reus no era otro que alcanzar la abdicación de Isabel II y proclamar rey al príncipe de Asturias. Y así nos lo dijo entonces, respondiendo a una pregunta de mi marido». Que fuese éste el oculto designio del general Prim no parece dudoso, y toda su conducta anterior lo confirma. En febrero de 1866, cuando en las Cámaras le acusan de antimonárquico —después del fracasado pronunciamiento que se llamó de Villarejo—lanza un manifiesto desde Lisboa para declarar su lealtad al trono de Isabel II. En junio y julio de 1868 presta su asentimiento a las gestiones de la reina madre. Dos meses después, a bordo del Delta, frente a las luces de los faros españoles, en las vísperas septembrinas, todo su revolucionarismo se cifra en el deseo de proclamar rey al príncipe Alfonso. Pero el general Prim no era solo. Los unionistas y sus periódicos estaban a sueldo del duque de Montpensier. Los demócratas sacaban el pecho y enronquecían por la República. El gran camarillón ecuménico, supuesto el caso de la abdicación, la condicionaba a la regencia del conde de Girgenti, ahijado de Su Santidad Pío IX.
VI
Un cierto folleto que Paúl y Angulo publicó en 1869 es raro de encontrar, y son pocos aquellos comentadores de la revolución septembrina que muestran haberlo leído. Desde la primera hora circularon falsas, contradictorias e interesadas versiones del histórico suceso, y a ponerles categórica rectificación tiende el folleto del terne revolucionario, ya por entonces enemistado con el soldado de África. Paúl y Angulo refiere en mala prosa periodística, pero con muy expresivos detalles el acuerdo de los demócratas gaditanos con una parte de las tropas que montaban la guarnición de la plaza. Hacían cuenta aquellos patriotas para una cuartelada sobre las fuerzas de Carabineros y los sargentos y cucharas de Cantabria. Eran muy vivos los resquemores entre estos infantes, salidos del estado llano, y la oficialidad de Artillería, pedantuela y reaccionaria, que desde los sucesos de San Gil mantenía una rencorosa prevención contra el soldado de África.
El coronel Merelo, furibundo republicano, andaba disfrazado por Cádiz. Hombre de poco juicio, temerario, optimista y amigo de correrla, apenas apuraba cuatro chatos, ya estaba apostillando remos contra la incalificable tardanza de los generales. Le jaleaban los impacientes, y el milite glorioso reiteraba entre libaciones el propósito de sacar una noche las tropas de los cuarteles y proclamar la República. Paúl y Angulo, que solía acompañarle en la crepuscular visita de colmados, procuraba contenerle en límites de prudencia, por las obligaciones que tenía con el general Prim. Ya por entonces se hallaba todo dispuesto para el desembarco del emigrado de Londres en Gibraltar. Secretamente advertido, el terne jerezano, por su cuenta y rumbo, había mercado un vapor para prevenir azares y tener en todo momento asegurado el arribo a la plaza de Cádiz. Anochecía el 17 de septiembre de 1868 cuando, acompañado de algunos patriotas del credo republicano, tan notorios como Caba, La Rosa y Salvochea, recibía al mágico de las cuarteladas a bordo del remolcador Adelia: Sagasta y Ruiz Zorrilla le apostillaban los flancos con sonrisa de acólitos. Paúl y Angulo, en su folleto, hace difusas y profusas alusiones a las pláticas que entonces tuvieron. Hasta aquel momento los ilusionados patriotas del credo democrático habían supuesto que el invicto soldado no rehusaría, por escrúpulos, desembarcar en las arenas gaditanas para ponerse al frente de Carabineros y Cantabria. Fue grande su desengaño. El general Prim sacaba el pecho, se ponía sobre el corazón la mano con anillos brasileros, llenaba el camarote de crasas vocales catalanas. El mágico de las cuarteladas no podía olvidar su compromiso de honor con el ilustre general Serrano. Aseguraba que decir españoles, gaditanos y demócratas vale tanto como decir caballeros, y con elocuentes palmadas sobre el heroico pecho exigía que aquellos turulatos patriotas aprobasen su ladina cautela. Entre caballeros es obligada la lealtad a los pactos. El general Prim, por esta obligación rehusaba ponerse al frente de las tropas comprometidas en la plaza de Cádiz. Su deber en aquellos históricos momentos no podía ser otro que esperar la llegada del ilustre general Serrano. El Peñón no era, sin duda, lugar oportuno, por el riesgo que representaba la vigilante Policía inglesa, y el mágico de las cuarteladas, mirando a que sus decisiones proyectasen los más vivos resplandores sobre la lealtad de sus propósitos, declaró que su honor le aconsejaba esperar a bordo de la fragata Zaragoza.
Don Juan Prim, a pesar de sus jactancias revolucionarias, era cínicamente reaccionario, y esta inclinación congénita se había fortalecido, a lo largo de sus glorias y servicios, en las rufas briscadas de los cuartos de banderas. En aquella ocasión, su sagacidad y experiencia trapacera le pusieron sobre aviso en cuanto al riesgo que para sus propósitos ofrecía confiarse a los demócratas gaditanos. Don Juan Prim miraba con instintivo recelo la intervención popular en el movimiento revolucionario, y hubiera querido que fuese únicamente baza de espadas y milagro de los cuarteles. No alcanzaba que el pretorianismo de los pronunciamientos militares jamás puede asumir la dignidad histórica de las explosiones populares, cuando las demagogias, en sus grandes horas, abren los brazos y sacan el pecho frente a las bocas de los fusiles. Don Juan Prim temía que, aventurándose hasta desembarcar en las arenas gaditanas, había de verse fatalmente convertido en caudillo de la facción republicana y comprometido a tomar por suya una bandera que sólo le merecía cautelosas prevenciones y repulsas de sargento autoritario.
El mágico de las cuarteladas seguía la línea tortuosa de su política ambidiestra. En las aguas calpenses, al reiterado apremio de los demócratas gaditanos respondía con el compromiso de honor que le ligaba con los generales unionistas. A bordo de la Zaragoza, en las aguas gaditanas, oponía las obligaciones y pactos con el partido demócrata a la parcialidad orleanista del brigadier Topete. Falso y teatral, volvía a sacar el pecho y a poner sobre el corazón las luces de las tumbagas brasileras. Fue su política en aquella hora avivar y recordar las diferencias entre unionistas y demócratas, a fin de situarse entre uno y otro bando como mediador y garantía. Era pródigo de grandes gestos. Orquestaba con sus crasas vocales catalanas las más huecas y retumbantes frases del almanaque revolucionario. Ocultaba, ladino, sus sentimientos e intenciones, y a la clara significación de las otras banderías sumadas a la conjura revolucionaria oponía el futuro enigmático de la voluntad nacional. Descubría una genial astucia para ocultar sus propósitos en la vaciedad metafórica y truculenta de una retórica sin ideas. El general Prim, después de correr la pólvora, fiaba la última decisión revolucionaria a la taumaturgia de las urnas electoreras. Como se sabía falto de la asistencia de unionistas y demócratas, no descubría su inclinación por el príncipe Alfonso.