FUE SATANÁS (1920)

I

Yo salía todas las tardes con la escopeta y los perros, y llegaba hasta la casa de campo donde veraneaba mi prima Isabel, porque aquel año sentía por ella una pasión profunda. Isabel me recibía siempre y me contaba sus tristezas. Yo al oírla me conmovía tanto, que, con la voz temblorosa, más de una vez me ofrecí a consolarla; pero ella sólo daba a mis palabras el valor de una broma. Aparte de ser mi prima, Isabel era una santa. ¡Cuántas veces la he visto temblar bajo los ojos despóticos de su marido, un viejo huraño y avaro, que la trataba con aquella crueldad que trataban los impíos centuriones a sus esposas, cuando eran cristianas!...

II

¡Qué dolorosa y qué triste fue nuestra despedida! Isabel estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla. Cuando yo entré quedóse un momento indecisa; sus ojos miraron miedosos hacia la puerta, y después se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces le dije, sonriendo:

—¡Hasta las rosas se mueren por besar tus manos!

Ella también sonrió, contemplando las hojas que había en sus manos, y luego, con leve soplo, las hizo volar. Quedamos silenciosos; era la caída de la tarde, y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos; los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la ventana iluminada. Dentro, apenas si se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente, igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de Isabel con el empeño de aprisionarlos en la sombra.

Ella suspiró angustiada, como si el aire le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:

—¿No me darás una rosa?

Volvióse lentamente, y repuso con voz tenue:

—Si la quieres...

Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo:

—Te daré la mejor.

Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré, romántico:

—La mejor está en tus labios.

Me miró, apartándose pálida y angustiada.

—No eres bueno... ¿Por qué me dices esas cosas?

—Por verte enojada.

—¡Algunas veces me pareces el demonio!

—El demonio no sabe querer.

Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué, queriendo consolarla.

—¡Oh!... Perdóname, Isabel.

Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran ventura. Isabel cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca, descolorida, parecía sentir una voluptuosidad angustiosa. Yo le cogí las manos, que estaban yertas: ella me las abandonó con un frenesí doloroso.

—¿Por qué te gozas en hacerme sufrir?... ¡Si sabes que todo es imposible!...

—¡Imposible!... Yo nunca esperé conseguir tu amor... ¡Ya sé que no lo merezco!... Solamente quiero pedirte perdón y oír de tus labios que no me aborreces.

—¡Calla!... ¡Calla!...

—Te contemplo tan en alto, tan lejos de mí, tan ideal...

—¡Calla!... ¡Calla!...

—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidarte, pero ten seguro que este amor ha sido para mí un fuego purificador.

—¡Calla!... ¡Calla!...

Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces. Isabel quedóse pálida como una muerta, y creí que iba a desmayarse en mis brazos. Era una santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos y gemía agobiada:

—¡Déjame!... ¡Déjame!...

Yo murmuré:

—¿Por qué me aborreces tanto?

Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana, que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor que evocaba en la sombra azul de la tarde un recuerdo ingenuo de santidad.

III

—¡Entra! ¡Entra!

Isabel llamaba a su hija, una niña de cinco años, que asomaba en la puerta del salón.

—¡Entra!... ¡Entra!...

La llamaba afanosa, tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana. La niña, sin moverse, le mostró una muñeca:

—Me la hizo la doncella.

—Ven a enseñármela.

—¿No la ves así?

—No; no la veo.

La niña acabó por decidirse, y entró corriendo. Los cabellos flotaban sobre su espalda como una nube de oro. Iba llena de gentileza, con movimientos de pájaro, alegres y ligeros. Su madre, viéndola llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor. Inclinóse para besarla, y la niña se le colgó del cuello, hablándole al oído.

—¡Si le hicieses un vestido a mi muñeca!

—¿Cómo lo quieres?

—Azul.

La madre le acariciaba los cabellos, reteniéndola a su lado. Yo veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa crencha. En voz baja le dije:

—¿Qué temías de mí?

Sus mejillas llamearon.

—¡Nada!...

Y aquellos ojos, como no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos, y la niña empezó a referirme la historia de su muñeca.

Se llamaba Fifina, y era una Princesa. Cuando le hiciesen aquel vestido azul, le pondría también una corona. La niña hablaba sin descanso: sonaba su voz con murmullo alegre, continuo, como el borboteo de una fuente. Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de todas. Unas habían sido princesas, y otras pastoras. Eran largas historias confusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro las tres niñas hermanas, Andará, Isabela y Aladina... De pronto huyó de nuestro lado. Su madre la llamó, sobresaltada:

—¡Ven! ¡No te vayas!

—No me voy.

Corrió por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los hombros. Como cautivos la seguían a todas partes los ojos de su madre. Volvió a suplicarle:

—¡No te vayas!...

—Si no me voy...

La niña hablaba desde el fondo del salón. Isabel, aprovechando el instante, murmuró con apagado acento:

—¡Vete!... ¡Déjame!...

—¡No puedo!

—¡Te lo suplico!

—¡Qué cruel eres!...

—¡Debo serlo!

Isabel me clavó los ojos tristes, guarnecidos de lágrimas, como de oraciones purísimas. Entonces ya pareció olvidada de la niña, que, sentada en un canapé, adormecía su muñeca con viejas tonadillas del tiempo de las abuelas. En la sombra de aquel vasto salón, donde las rosas esparcían su aroma, la canción de la niña tenía el encanto de esas rancias galanterías que parece se hayan desvanecido con los últimos sones de un minué.

IV

Isabel temblaba bajo mis ojos como una flor de sensitiva. Yo adivinaba en sus labios el anhelo y el temor de hablarme. De pronto me miró ansiosa, parpadeando como si saliese de un sueño. Con los brazos tendidos hacia mí, murmuró arrebatada, casi violenta:

—¡Xavier, sé caballero!...

—Ya lo soy, Isabel.

—No vuelvas a esta casa.

—Sería renunciar a verte.

—Si vuelves, hallarás la puerta cerrada.

Isabel había dejado de temblar. Erguíase inmaculada y heroica, como las santas entre las fieras del circo. Yo insistí con triste acento, gustando el placer doloroso y supremo del verdugo:

—Vendré para sentarme en el umbral y sentir todo tu desprecio. ¡Tal vez así pueda dejar de quererte!

Isabel retrocedió hacia el fondo de la ventana:

—¡Si yo no te desprecio!... ¡Si yo no te desprecio!...

Luego, rehaciéndose, quiso huir, pero yo la detuve:

—¡Escúchame!

Ella me contemplaba con los ojos extraviados. Desfallecida y resignada, miró hacia el fondo del salón, llamando a la niña:

—¡Ven, hija, ven!...

Y le tendía los brazos. La niña acudió corriendo. Isabel la estrechó contra su pecho, alzándola del suelo; pero estaba tan desfallecida de fuerzas, que apenas podía sostenerla, y suspirando con fatiga, tuvo que sentarla sobre el alféizar de la ventana. Los rayos del sol poniente circundaron como una aureola la cabeza infantil, y la crencha sedeña y olorosa fue como onda de luz sobre los hombros de la niña. Yo busqué en la sombra la mano de Isabel.

—¡Cúrame!

Ella murmuró, retirándose:

—¿Y cómo?

—Jura que me aborreces.

—Eso no.

—¿Y amarme?

—Tampoco. Mi amor es de mi hija.

Y su voz era tan triste al pronunciar estas palabras, que yo sentí una emoción voluptuosa, como si cayese sobre mi corazón rocío de lágrimas purísimas. Inclinándome para beber su aliento y su perfume, murmuré en voz baja y apasionada:

—Tú me perteneces. A todas partes te seguirá mi culto mundano. Solamente por vivir en tu recuerdo y en tus oraciones, moriría gustoso.

—¡Calla!... ¡Calla!...

Isabel, con el rostro intensamente pálido, tendía sus manos temblorosas hacia la niña, que estaba sobre el alféizar, circundada por el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una antigua vidriera. El recuerdo de aquel momento aún pone en mis mejillas un frío de muerte. Ante nuestros ojos espantados se abrió la ventana con ese silencio de las cosas inexorables que están determinadas en lo invisible y han de suceder por un destino fatal y cruel. La figura de la niña, inmóvil sobre el alféizar, se destacó un momento en el azul del cielo, donde palidecían las primeras estrellas, y cayó al jardín cuando llegaban a tocar los brazos de la madre.

V

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Aún resuenan en mi oído los gritos angustiados de Isabel:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

La niña estaba inerte sobre la escalinata. El rostro aparecía, entre el velo de los cabellos, blanco como un lirio, y de la rota sien manaba el hilo de sangre que los iba empapando. La madre, como una poseída, gritaba:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Levanté a la niña en brazos, y sus ojos se abrieron un momento, llenos de tristeza. La cabeza, ensangrentada y blanca, rodó yerta sobre mi hombro, y los ojos se cerraron de nuevo, lentos, como dos agonías. Los gritos locos de la madre resonaban en el silencio del jardín:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

La cabellera de oro, aquella cabellera fluida como la luz, olorosa como un huerto, estaba llena de sangre. Yo la sentí pesar sobre mi hombro, semejante a la fatalidad de un destino trágico.

Con la niña en brazos subí la escalinata. En lo alto salió a mi encuentro el coro angustiado de los criados. Yo sentí la muda interrogación de aquellos rostros pálidos, que tenían el espanto en los ojos. Sus brazos se tendían hacia mí desesperados, y ellos recogieron el cuerpo de la niña y lo entraron en la casa. Yo quedé inmóvil, sin valor para ir detrás, contemplando la sangre que tenía en las manos. Desde el fondo de las estancias, donde el viento andaba a batir las puertas, venía hasta mí el lloro de los criados y las voces, ya roncas, de aquella que clamaba enloquecida:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Sentí miedo. Bajé la escalinata y, presuroso, atravesé el jardín para salir al camino. Al desaparecer bajo el arco de la puerta, volví atrás los ojos, llenos de lágrimas. En la ventana, siempre abierta, me pareció distinguir una sombra trágica y desolada. ¡Pobre sombra, envejecida, arrugada, miedosa, que vaga todavía por aquellas vastas estancias, y todavía cree verme acechándola en la oscuridad! Me contaron que ahora, al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una vieja que reza:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Obra completa
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml
sec_0128.xhtml
sec_0129.xhtml
sec_0130.xhtml
sec_0131.xhtml
sec_0132.xhtml
sec_0133.xhtml
sec_0134.xhtml
sec_0135.xhtml
sec_0136.xhtml
sec_0137.xhtml
sec_0138.xhtml
sec_0139.xhtml
sec_0140.xhtml
sec_0141.xhtml
sec_0142.xhtml
sec_0143.xhtml
sec_0144.xhtml
sec_0145.xhtml
sec_0146.xhtml
sec_0147.xhtml
sec_0148.xhtml
sec_0149.xhtml
sec_0150.xhtml
sec_0151.xhtml
sec_0152.xhtml
sec_0153.xhtml
sec_0154.xhtml
sec_0155.xhtml
sec_0156.xhtml
sec_0157.xhtml
sec_0158.xhtml
sec_0159.xhtml
sec_0160.xhtml
sec_0161.xhtml
sec_0162.xhtml
sec_0163.xhtml
sec_0164.xhtml
sec_0165.xhtml
sec_0166.xhtml
sec_0167.xhtml
sec_0168.xhtml
sec_0169.xhtml
sec_0170.xhtml
sec_0171.xhtml
sec_0172.xhtml
sec_0173.xhtml
sec_0174.xhtml
sec_0175.xhtml
sec_0176.xhtml
sec_0177.xhtml
sec_0178.xhtml
sec_0179.xhtml
sec_0180.xhtml
sec_0181.xhtml
sec_0182.xhtml
sec_0183.xhtml
sec_0184.xhtml
sec_0185.xhtml
sec_0186.xhtml
sec_0187.xhtml
sec_0188.xhtml
sec_0189.xhtml
sec_0190.xhtml
sec_0191.xhtml
sec_0192.xhtml
sec_0193.xhtml
sec_0194.xhtml
sec_0195.xhtml
sec_0196.xhtml
sec_0197.xhtml
sec_0198.xhtml
sec_0199.xhtml
sec_0200.xhtml
sec_0201.xhtml
sec_0202.xhtml
sec_0203.xhtml
sec_0204.xhtml
sec_0205.xhtml
sec_0206.xhtml
sec_0207.xhtml
sec_0208.xhtml
sec_0209.xhtml
sec_0210.xhtml
sec_0211.xhtml
sec_0212.xhtml
sec_0213.xhtml
sec_0214.xhtml
sec_0215.xhtml
sec_0216.xhtml
sec_0217.xhtml
sec_0218.xhtml
sec_0219.xhtml
sec_0220.xhtml
sec_0221.xhtml
sec_0222.xhtml
sec_0223.xhtml
sec_0224.xhtml
sec_0225.xhtml
sec_0226.xhtml
sec_0227.xhtml
sec_0228.xhtml
sec_0229.xhtml
sec_0230.xhtml
sec_0231.xhtml
sec_0232.xhtml
sec_0233.xhtml
sec_0234.xhtml
sec_0235.xhtml
sec_0236.xhtml