Libro Segundo: Luces de ánimas

I

EN borrico de justicia le sacan con un pregón, hizo mamola al verdugo al revestirle el jopón, y al Cristo que le presentan, una seña de masón.

En la Recámara Verde, iluminada con altarete de luces aceiteras y cerillos, atendía, apagando una cuchicheo, la pareja encuerada del pecado. Llegaba el romance prendido al son de la guitarra. En el altarete, las mariposas de aceite cuchicheaban y los amantes en el cabezal.

La daifa:

—¡Era bien ruin!

El coime:

—¡Ateo!

—En la noche de hoy, ese canto de verdugos y ajusticiados, parece más negro que un catafalco.

—¡Vida alegre, muerte triste!

—¡Abrenuncio! ¡Qué voz de corneja sacaste! Veguillas, tú, vista la hora final, ¿confesarías como cristiano?

—¡Yo no niego la vida del alma!

—¡Nachito, somos espíritu y materia! ¡Donde me ves con estas carnes, pues una romántica! De no haber estado tan bruja, hubiera guardado este día. ¡Pero es mucho el empeño con el ama! Nachito, ¿tú sabes de persona viviente que no tenga sus muertos? Los hospicianos, y aun ésos porque no les conocen. Este aniversario merecía ser de los más guardados: ¡Trae muchos recuerdos! Tú, si fueses propiamente romántico, ahora tenías un escrúpulo: Me pagabas el estipendio y te caminabas.

—¿Y caminarme sin aflojar la plata?

—También. ¡Yo soy muy romántica! Yo te digo que de no hallarme tan en deuda con la Madrota...

—¿Quieres que yo te cancele el crédito?

—Pon eso claro.

—¿Si quieres que yo te pague la deuda?

—No me veas chuela, Nachito.

—¿Debes mucho?

—¡Treinta Manfredos! ¡Me niega quince que le entregué por las Flores de Mayo! ¡Como tú te hicieses cargo de la deuda y me pusieses en un pupilaje, ibas a ver una fiel esclava!

—¡Siento no ser negrero!

La daifa quedóse abstraída mirando las luces de sus falsos anillos. Hacía memoria. Por la boca pintada corría un rezo:

—Esta conversación pasó otra vez de la misma manera: ¿Te acuerdas, Veguillas? Pasó con iguales palabras y prosopopeyas.

La moza del pecado, entrándose en sí misma, quedó abismada, siempre los ojos en las piedras de sus anillos.

II

Percibíase embullangado el guitarro, el canto y la zarabanda de risas, chapines y palmas con que jaleaban las del trato. Gritos, carrerillas y cierre de puertas. Acezo y pisadas en el corredor. Los artejos y la voz de la Taracena:

—¡El cerrojo! Horita vos va con una copla Domiciano. El cerrojo, si no lo tenéis corrido, que ya le entró la tema de escandalizar por las recámaras.

Siempre abismada en la fábula de sus manos, suspiró la romántica:

—¡Domiciano toma la vida como la vida se merece!

—¿Y el despertar?

—¡Ave María! ¿Esta misma plática no la tuvimos hace un instante? Veguillas, ¿cuándo fueron aquellos pronósticos tuyos, del mal fin que tendría el Coronelito de la Gándara?

Gritó Veguillas:

—¡Ese secreto jamás ha salido de mis labios!

—¡Ya me haces dudar! ¡Patillas tomó tu figura en aquel momento, Nachito!

—Lupita, no seas visionaria.

Venía por el corredor, acreciéndose, la bulla de copla y guitarra, soflamas y palmas. Cantaba el valedor un aire de los llaneros:

—Licenciadito Veguillas, saca del brazo a tu dama para beber una copa a la salud de las Ánimas.

—¡Santísimo Dios! ¡Esta misma letra se ha cantado otra vez estando como ahora, acostados en la cama!

Nacho Veguillas, entre humorístico y asustadizo, azotó las nalgas de la moza, con gran estallo:

—¡Lupita, que te pasas de romántica!

—¡No me pongas en confusión, Veguillas!

—Si me estás viendo chuela toda la noche.

Tornaba la copla y el rasgueo, a la puerta de la recámara. Oscilaba el altarete de luces y cruces. Susurró la del trato:

—Nacho Veguillas, ¿llevas buena relación con el Coronel Gandarita?

—¡Amigos entrañables!

—¿Por qué no le das aviso para que se ponga en salvo?

—¿Pues qué sabes tú?

—¿No hablamos antes?

—¡No!

—¿Lo juras, Nachito?

—¡Jurado!

—¿Que nada hablamos? ¡Pues lo habrás tenido en el pensamiento!

Nacho Veguillas, sacando los ojos a flor de la cara, saltó en el alfombrín con las dos manos sobre las vergüenzas:

—¡Lupita, tú tienes comercio con los espíritus!

—¡Calla!

—¡Responde!

—¡Me confundes! ¿Dices que nada hemos hablado del fin que le espera al Coronel de la Gándara?

Batían en la puerta, y otra vez renovábase la bulla, con el tema de copla y guitarro:

—Levántate, valedor, y vístete los calzones, para jugarnos la plata en los albures pelones.

Abrióse la puerta de un puntapié, y rascando el guitarrillo que apoya en el vientre rotundo, apareció el Coronelito. Nacho Veguillas, con alegre transporte de botarate, saltó de cucas, remedando el cantar de la rana:

—¡Cuá! ¡Cuá!

III

El Congal, con luminarias de verbena, juntaba en el patio mitote de naipe, aguardiente y buñuelo. Tenía el naipe al salir un interés fatigado: Menguaban las puestas, se encogían sobre el tapete, bajo el reflejo amarillo del candil, al aire contrario del naipe. Viendo el dinero tan receloso, para darle ánimo, trajo aguardiente de caña y chicha la Taracena. Nacho Veguillas, muy festejado, a medio vestir, suelto el chaleco, un tirante por rabo, saltaba mimando el dúo del sapo y la rana. La música clásica, que, cuando esparcía su ánimo sombrío, gustaba de oír Tirano Banderas. Nachito, con una lágrima de artista ambulante, recibía las felicitaciones, estrechaba las manos, se tambaleaba en épicos abrazos. El Doctor Polaco, celoso de aquellos triunfos, en un corro de niñas, disertaba, accionando con el libro de los naipes abierto en abanico. Atentas las manflotas, cerraban un círculo de ojeras y lazos, con meloso cuchicheo tropical. La chamaca fúnebre pasaba la bandejilla del petitorio, estirando el triste descote, mustia y resignada, horrible en su corpiño de muselinas azules, lívidos lujos de hambre. Nachito la perseguía en cuclillas con gran algazara:

—¡Cuá! ¡Cuá!

IV

Con las luces del alba la mustia pareja del ciego lechuzo y la chica amortajada, escurríase por el Arquillo de las Madres Portuguesas. Se apagaban las luminarias. En los Portalitos quedaba un rezago de ferias: El tiovivo daba su última vuelta en una gran boqueada de candilejas. El ciego lechuzo y la chica amortajada llevan fosco rosmar, claveteado entre las cuatro pisadas:

—¡Tiempos más fregados no los he conocido!

Habló la chica sin mudar el gesto de ultratumba:

—¡Donde otras ferias!

Sacudió la cabeza el lechuzo:

—Cucarachita no renueva el mujerío, y así no se sostiene un negocio. ¿Qué tal mujer la Panameña? ¿Tiene partido?

—Poco partido tiene para ser nueva. ¡Está mochales!

—¿Qué viene a ser eso?

—¡Modo que tiene una chica que llaman la Malagueña! Con ello significa los trastornos.

—No tomes el hablar de esas mujeres.

La amortajada puso los tristes ojos en una estrella:

—¿Se me notaba que estuviese ronca?

—No más que al atacar las primeras notas. La pasión de esta noche es de una verdadera artista. Sin cariño de padre, creo que hubieses tenido un triunfo en una sala de conciertos: No me mates, traidora ilusión. ¡Ahí has rayado muy alto! Hija mía, es preciso que cantes pronto en un teatro, y me redimas de esta situación precaria. Yo puedo dirigir una orquesta.

—¿Ciego?

—¡Operándome las cataratas!

—¡Ay mi viejo, cómo soñamos!

—¿No saldremos alguna vez de esta pesadumbre?

—¡Quién sabe!

—¿Dudas?

—No digo nada.

—Tú no conoces otra vida, y te conformas.

—¡Vos tampoco la conocés, taitita!

—La he visto en otros, y comprendo lo que sea.

—Yo, puesta a envidiar, no envidiaría riquezas.

—Pues ¿qué envidiarías?

—¡Ser pájaro! Cantar en una rama.

—No sabes lo que hablas.

—Ya hemos llegado.

En el portal dormía el indio con su india, cubiertos los dos por una frazada. La chica fúnebre y el ciego lechuzo pasaron perfilándose. El esquilón de las monjas doblaba por las Ánimas.

V

Nacho Veguillas también tenía el vino sentimental de boca babosa y ojos tiernos. Ahora, con la cabeza sobre el regazo de la daifa, canta su aria en la Recámara Verde:

—¡Dame tu amor, lirio caído en el fango!

Ensoñó la manflota:

—¡Canela! ¡Y decís vos que no sos romántico!

—¡Ángel puro de amor, que amor inspira! ¡Yo te sacaré del abismo y redimiré tu alma virginal! ¡Taracena! ¡Taracena!

—¡No armés escándalo, Nachito! Dejá vos al ama, que no está para tus fregados.

Y le ponía los anillos sobre la boca vinaria. Nachito se incorporó:

—¡Taracena! ¡Yo pago el débito de esta azucena, caída en el barro vil de tu comercio!

—¡Calla! ¡No faltés!

Nachito, llorona la alcuza de la nariz, se volvía a la niña del trato:

—¡Calma mi sed de ideal, ángel que tienes rotas las alas! ¡Posa tu mano en mi frente, que en un mar de lava ardiente mi cerebro siento arder!

—¿Cuándo fue que oí esas mismas músicas? ¡Nachito, aquí se dijeron esas mismas palabras!

Nachito se sintió celoso:

—¡Algún cabrón!

—O no se habrán dicho... Esta noche se me figura que ya pasó todo cuanto pasa. ¡Son las Benditas!... ¡Es ilusión ésta de que todo pasó antes de pasar!

—¡Yo te llamaba en mis solitarios sueños! ¡El imán de tu mirada penetra en mí! ¡Bésame, mujer!

—Nachito, no seás sonso y déjame rezar este toque de Ánimas.

—¡Bésame, Jarifa! ¡Bésame, impúdica, inocente! ¡Dame un ósculo casto y virginal! ¡Caminaba solo por el desierto de la vida, y se me aparece un oasis de amor, donde reposar la frente!

Nachito sollozaba, y la del trato, para consolarle, le dio un beso de folletín romántico, apretándole a la boa el corazón de su boca pintada:

—¡Eres sonso!

VI

Tembló el altarete de Ánimas: El aleteo de un reflejo desquició los muros de la Recámara Verde: Se abrió la puerta y entró sin ceremonia el Coronelito de la Gándara. Veguillas volvió la nariz de alcuza y puso el ojo de carnero:

—¡Domiciano, no profanes el idilio de dos almas!

—Licenciadito, te recomiendo el amoniaco. Mírame a mí, limpio de vapores. Guadalupe, ¿qué haces sin darle el agua bendita?

El Coronelito de la Gándara, al pisar, infundía un temblor en la luminaria de Animas: La fanfarria irreverente de sus espuelas plateras ponía al guiño del altarete un sinfónico fondo herético: Advertíase señalada mudanza en la persona y arreo del Coronelito: Traía el calzón recogido en botas jinetas, el cinto ajustado y el machete al flanco, viva aún la rasura de la barba, y el mechón endrino de la frente peinado y brillante:

—Veguillas, hermano, préstame veinte soles, que bien te pintó el juego. Mañana te serán reintegrados.

—¡Mañana!

Nachito, tras la palabra que se desvanece en la verdosa penumbra, queda suspenso sin cerrar la boca. Oíase el doble de una remota campana. Las luces del altarete tenían un escalofrío aterrorizado. La manflora en camisa rosa —morena prieta—se santiguaba entre las cortinas. Y era siempre sobre su tema el Coronelito de la Gándara:

—Mañana. ¡Y si no, cuando me entierren!

Nachito estalló en un sollozo:

—Siempre va con nosotros la muerte. Domiciano, recobra el juicio; la plata, de nada te remedia.

Por entre cortinas salía la daifa, abrochándose el corsé, los dos pechos fuera, tirantes las medias, altas las ligas rosadas:

—¡Domiciano, ponte en salvo! Este pendejo no te lo dice, pero él sabe que estás en las listas de Tirano Banderas.

El Coronelito aseguró los ojos sobre Veguillas. Y Veguillas, con los brazos abiertos, gritó consternado:

—¡Ángel funesto! ¡Sierpe biomagnética! Con tus besos embriagadores me sorbiste el pensamiento.

El Coronelito, de un salto estaba en la puerta, atento a mirar y escuchar: Cerró, y corrida la aldaba, abierto el compás de las piernas, tiró de machete:

—Trae la palangana, Lupita. Vamos a ponerle una sangría a este doctorcito de guagua.

Se interpuso la daifa en corsé:

—Ten juicio, Domiciano. Antes que con él toques, a mí me traspasas. ¿Qué pretendes? ¿Qué haces ya aquí sofregado? ¿Corres peligro? ¡Pues ponte en salvo!

Se tiró de los bigotes con sorna el Coronelito de la Gándara:

—¿Quién me vende, Veguillas? ¿Qué me amenaza? Si horita mismo no lo declaras, te doy pasaporte con las Benditas. ¡Luego, luego, ponlo todo de manifiesto!

Veguillas, arrimado a la pared, se metía los calzones, torcido y compungido. Le temblaban las manos. Gimió turulato:

—Hermano, te delata la vieja rabona que tiene su mesilla en el jueguecito de la rana. ¡Ésa te delata!

—¡Puta madre!

—Te ha perdido la mala costumbre de hacer cachizas, apenas te pones trompeto.

—¡Me ha de servir para un tambor esa cuera vieja!

—Niño Santos le ha dado la mano con promesa de chicotearte.

Apremiaba la daifa:

—¡No pierdas tiempo, Domiciano!

—¡Calla, Lupita! Este amigo entrañable, luego, luego, me va a decir por qué tribunal estoy sentenciado.

Gimió Veguillas:

—¡Domiciano, no la chingues, que no eres súbdito extranjero!

VII

El Coronelito relampagueaba el machete sobre las cabezas: La daifa, en camisa rosa, apretaba los ojos y aspaba los brazos: Veguillas era todo un temblor arrimado a la pared, en faldetas y con los calzones en la mano: El Coronelito se los arrancó:

—¡Me chingo en las bragas! ¿Cuál es mi sentencia?

Nachito se encogía con la nariz de alcuza en el ombligo:

—¡Hermano, no más me preguntes! Cada palabra es una bala... ¡Me estoy suicidando! La sentencia que tú no cumplas vendrá sobre mi cabeza.

—¿Cuál es mi sentencia? ¿Quién la ha dictado?

Desesperábase la manflota, de rodillas ante las luces de Ánimas:

—¡Ponte en salvo! ¡Si no lo haces, aquí mismo te prende el Mayorcito del Valle!

Nachito acabó de empavorizarse:

—¡Mujer infausta!

Se ovillaba cubriéndose hasta los pies con las faldas de la camisa. El Coronelito le suspendió por los pelos: Veguillas, con la camisa sobre el ombligo, agitaba los brazos. Rugía el Coronelito:

—¿El Mayor del Valle tiene la orden de arrestarme? Responde.

Veguillas sacó la lengua:

—¡Me he suicidado!

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