¡DIOS NOS ASISTA! (1908)
HE sido requerido para condensar en algunas cuartillas los pensamientos y los sentimientos que haya podido sugerirme la lectura de ese discurso que jalean tanto algunos periódicos. Dícenme que no hace muchos días manó como suave raudal de leche y miel de los labios femeniles del Sr. Moret. Les llamo femeniles, porque son como los de las mozas de partido, engañadores y perjuros. Antes del requerimiento para que dijese mis impresiones sobre esa prosa sin gramática, sin retórica, sin literatura y sin pudor, solamente había leído el primer párrafo en el extracto que publicó El Imparcial. Allí dio fin mi paciencia y doblé la hoja. ¡Me hace tanto daño leer tonterías! Hoy me impuse la obligación de leer ese hacinamiento de vulgaridades. Dios me lo tome en cuenta para descargo de mis pecados. Es un discurso parecido a los besos volados que las bailarinas mandan al público desde los escenarios.
Necesito ser franco. Yo empiezo por creer que no hay nada tan ridículo como un discurso, cuando se tiene la pretensión de ser oído y atendido por los intelectuales de España. Si el aplaudido orador del trust de las izquierdas escribiese unas cuantas páginas bien meditadas y las lanzase a la publicidad marcaría un rumbo nuevo y merecería un poco de consideración por parte de la juventud esquiva a la política. Pero mientras siga haciendo de sacamuelas progresista, hemos de mirarle como a un payaso sentimental. ¿Qué razón tuvo el discurso, si luego se divulgó por gracia de la letra impresa? El gesto, la voz, el ademán, sólo pudo llegar a unos pocos. Yo lamento que la punta de ex ministros amigos y devotos del activo e infatigable orador del trust de las izquierdas, no haya pensado en el cinematógrafo combinado con el fonógrafo. Eso sería mucho más cabal que publicar la tal perorata en un folleto. Y también podría ser un negocio explotándolo en las ferias y mercados. El señor conde de Romanones debe meditarlo.
Ahora, poniéndome muy serio, quiero indagar la razón que guía a los políticos españoles para exponer siempre su doctrina en discursos y rara vez en libros y folletos. Comienzo sentando el supuesto, un poco absurdo, de que toda esa gente sabe escribir, y entonces me pregunto: ¿Por qué no escriben? ¿Por qué en vez de aspirar a ser entendidos por todo un pueblo hacen solamente gorgoritos para cuarenta orejas? ¿Acaso no reconocen ellos mismos la escasa difusión del medio oral al requerir el auxilio de los taquígrafos y al publicar el discurso en los periódicos? Pensando un poco, creo haber hallado la explicación de esta anomalía en la modestia y silenciosa colaboración de los taquígrafos, que aligeran el discurso de tantas incongruencias y tantas tonterías. Además, tiene apariencia de algo espontáneo e irreflexivo que muy bien puede ser rectificado si así conviene. Hay un mutuo acuerdo para no darle sino importancia pasajera y puramente ocasional. Un libro, un folleto, son cosa más seria. Este mismo discurso del Sr. Moret, si alcanzó alguna resonancia, ha sido por la greguería y jaleo de farándula que acompañó al orador. Extinguido ese bateo, no quedará ni memoria. Todos los hombres de buena voluntad estamos de acuerdo al juzgar esa prosa sin gramática. Y si hay alguno tan zahorí que descubra en ella un adarme de doctrina, no podrá menos de interrogarse: ¿Por qué este señor político ha callado tanto tiempo? ¿Qué causa le mantenía mudo? ¿Qué estímulo le mueve ahora? Y sacará de tales preguntas la tristeza de que en la política española todo hiede. Si el Sr. Moret, en vez de las alharacas de un liberalismo pueril nos dijese con palabras candentes, cordiales y concretas, que aspiraba al Poder para desbaratar el desafuero de la escuadra, seguramente aquella juventud española que ya tiene conquistada una honrosa notoriedad estaría de su parte como un solo espíritu y una sola conciencia. Pero el Sr. Moret no hará esa promesa de patriota y de hombre, y tampoco le instarán a ello los periódicos que ahora le jalean. La Nación entera siente, con un soplo profético, que si ese hombre calamitoso reclama con tales premuras el mando es tan sólo porque apetece ser el mayor autor de todos en ese Crimen Nacional. A los pronunciamientos militares, a las camarillas palaciegas, ha sucedido el Trust de Panza al Trote.