¡CARITATIVA! (1892)

(NOVELA corta)

Había anochecido, y por la calle de Segovia, una de las más pintorescas del Madrid antiguo y de las que conservan más carácter moruno, subía un muchacho estudiante en la Universidad de Brumosa, donde sus extravagancias, con vistas al manicomio, acarreáranle reputación nada envidiable. Era el tal de carácter romántico, de agudo ingenio, mucha labia, mas con tan menguada inclinación por la ciencia justinianea, que los bancos del aula no le veían durante meses enteros; llamábase Pedro Pondal, pero allí todos le decían Pedro Madruga, sin duda en recuerdo del terrible bastardo de Sotomayor, con el cual tenía semejanza en la condición exaltada y turbulenta.

De pronto el estudiante hízose a un lado. Una mujer pasó. El airoso contoneo de la silueta femenina, con su perfil apenas entrevisto, recordó al mancebo una imagen amiga, quizá desvanecida para siempre, y hubo de volverse sorprendido y curioso. Fue lo extraño del caso, que la dama hizo igual movimiento y parecido gesto.

—¡Oh! ¡Madruga!...

—¡Diablo! ¡La Santino!...

Era ella; la célebre cantante de quien se dijo que había gustado las dulzuras del amor de un rey; ¡pero cuan mudada!; conservaba el mismo perfil de camafeo helénico; mas la boca contraíase en melancólico pliegue, y el rostro había adquirido tonos de cera que hacían otra mujer de la «Alondra de la Basilicata», como la llamara Federico Mistral en una linda endereza.

Con aquel aire teatral, de que nunca, o rara vez, se despojaba, exclamó juntando las manos:

—¡Dios mío! ¿Vd. aquí? ¿Qué ha hecho Vd. en Brumosa?

Sin apasionamientos ni arrebatos; con esa tristeza de enfermo desahuciado, que encubre una desesperación sombría y muda, contó él una historia de amores que había tenido el fin triste de tantas otras de igual jaez, y desavenencias con sus deudos, antipatías y rencores que dejaba tras sí, su cariño, su gran cariño a Brumosa, los últimos días amargos que pasó en ella y el alejamiento de... de todos...

La emoción le ahogaba; tuvo que callarse y luego:

—Sin Andrés Hidalgo, a quien Vd. debe conocer, me hubiera muerto de hambre muchas veces. Ya no tengo ni una almena que pueda decir que es mía. He ahí por qué me resolví a venir a Madrid. La miseria con traje de etiqueta es horrible; aquí, en cambio, nadie me conoce; seré uno de tantos locos con melena que viven y mueren olvidados de todos, sin dejar tras sí más que un nombre: el de ellos, o el de su novia, escrito con carbón en las paredes de una guardilla.

Le han sucedido tantas y tan extrañas cosas a este pobre Madruga, que su vida parece una novela; luego él las cuenta tan descosidamente, que la italiana, con todo de conocerle de antiguo, duda si aquel muchacho estrafalario es un embustero o un loco, pues de ambas cosas tiene traza. Al fin, con esa impresionabilidad que caracteriza a la gente de teatro, y más bien es signo de percepción artística, que de amor al prójimo, la actriz concluye por condolerse del héroe y se entusiasma con su historia, sobre la cual flota un algo vago y romancesco como luz de luna. A cada rato inclinaba la cabeza con mímica teatral:

—¡Oh, povero! ¡poverino!

Era noche cerrada y caminaban por las calles que parecían alargarse como sierpes. En la Cava de San Miguel se detuvieron ante un gran caserón, viejo y desguarnido, cuyo alero prolongado servía de asilo a gorriones y vencejos.

—Suba Vd. ¡Vamos!

El estudiante, que aún tiene muchas cosas que contar, se inclina cortésmente:

—Bueno; subiré un momento.

El zaguán es medroso, la oscuridad mucha, la escalera larga; a Pedro Pondal el cansancio hácesela interminable.

La voz de la italiana entonó en la sombra con suave ironía:

—No son más que ochenta y nueve escalones. ¿Se cansa ya?

Era aquella mujer una de las pocas personas a quien Pedro Pondal tenía algún afecto. Conociéranse años atrás, ya retirada ella del teatro, y desde luego fueron grandes amigos. Esto de la simpatía, es cosa tan arcana y poco razonada que no ha menester que el conocimiento date de antaño. «Es mi misionero» solía decir el estudiante, aludiendo a las predicaciones que ella le hacía, cuando vivió en Brumosa, con objeto de traerle a mejor vida; pero era un misionero de manga tan ancha, tan dispuesto a dejarse enternecer, y con preferencias maternales tan grandes por todo linaje de extravíos, sentimentales o novelescos, que las tales pláticas no dieron resultado alguno y Pedro Pondal, continuó siendo a despecho de todo Pedro Madruga.

Pero era lo cierto, que la actriz mostraba interés muy verdadero por las penas de su amigo, y él, que con nadie más que con ella hablaba de sus enredos amorosos, que eran muchos, y siempre le trajeron a mal traer —pues nunca puso papeles en el corazón, como en casa desalquilada—, la buscaba con afectuoso egoísmo. Hay ciertas delicadezas pasionales, que el hombre no confía nunca al hombre, requiérese una amiga del alma, envejecida en el flirt, que las escuche conmovida, con ese delicioso temblorcillo nervioso, que es ya un principio de consuelo para el que lo hace sentir.

Llamó Octavia, y una niña como de nueve a diez años, de aspecto enfermizo y con una venda de tafetán sobre los ojos, salió a abrir alumbrándose con un reverbero de petróleo, cuya llama turbia a duras penas iluminaba el antro tenebroso del corredor. Guió la niña a una sala angosta, sin otro ajuar que un piano desvencijado, dos sillones de terciopelo verde, ante los cuales había sendas alfombrillas descoloridas y rotas y un velador muy antiguo lleno de papeles de música. El piso, de ladrillos colorados, los más de ellos rotos y danzarines, helaba los pies. Algunas fotografías de gente de teatro había esparcidas aquí y allí, sin orden ni concierto, destacándose entre ellas, un retrato de buena mano que representaba a Octavia Santino con blanquísimo hábito monjil, tal como se vestía en el último acto de La Favorita.

Pondal en nada reparaba, si no era en la niña, que como un huroncillo se pegaba a la pared y escondía en el pecho la enorme cabezota de criatura raquítica. Octavia notó la curiosidad del estudiante y cambió con él una mirada.

—Vete a cama Adelina que ya es hora; después mañana no hay fuerzas humanas que te levanten; despídete de este caballero, dame a mí un beso.

Salió la niña, y dijo la italiana mirando recelosa a la puerta y bajando la voz:

—Ahí tiene Vd. una criatura que ha nacido bajo los mejores auspicios, y ahora la pobrecita, no tiene a nadie en el mundo. Su padre, fue un barítono notable, su madre, una tiple ligera que pasaba muy bien. Vd. quizá los haya conocido, en Brumosa, estuvieron cuando la Rímini; marido y mujer trabajaban siempre juntos; lo que sucede, él la imponía... De Brumosa se fueron a América, allí estuvieron poco tiempo, el empresario les jugó una mala pasada, y creo que lo pasaron muy mal; al cabo, decidiéronse a dar un concierto, con lo cual reunieron algunos fondos y se embarcaron. Poco después, cantaban, no recuerdo si Lucia o Traviata, en el teatro de Oporto, cuando sucedió la gran catástrofe, en la cual perecieron. No sé lo que haya de verdad, pero me han dicho que, entre los escombros, los hallaron estrechamente abrazados. Al principio se creyó que la Patti recogería a la pequeña; es la madrina, y parecía natural, pero ¡quia! ni siquiera contestó a una sola de las cartas que se le han escrito. Se avisó también a la abuela paterna, que vive en Boloña, contestó llorándose, diciendo que sus hijos la habían tenido siempre olvidada, que trabajo tenía con poder vivir ella sola, y que si la niña era grandecita, y sabía hacer esto, y lo de más allá; en fin, una carta impía. ¡Oh! a los viejos se les arruga el corazón como los pellejos...

La Santino habíase levantado; vapor de lágrimas hacía brillar sus hermosos ojos, tenía el rostro como iluminado, y el pañolón portugués, de colores vivos, caíale suavemente por la espalda, a modo de manto regio. Cruzó los brazos sobre el bíblico seno, y con inflexiones de voz, y continente teatrales, realzados por el meloso dejo de habla toscana añadió:

—Le juro a Vd. que en aquel momento, ante tanta ruindad y miseria, lo olvidé todo. No vi que hacía a esa pobre niña esclava de mi desgracia, que la unía para siempre a ella; llorando la pregunté si quería ser mi hijita y ella, también llorando, me contestó que sí.

Él volvióse con soberano ademán, y volvió a sentarse.

—¿Vd. me perdonará este modo de hablar así, tan... tan extraño? Y ahora dígame, pero sin engañarme, ¿ha comido?

Fue una extraña sonrisa la que se dibujó en los labios de aquel hombre, se le vio dudar un momento, luego, alardeando de naturalidad y franqueza murmuró:

—No señora, ni hoy... ni ayer...

Y dulcísimamente, sin la menor afectación, confesó que no tenía con qué hacer cantar a un ciego. Fue aquella la única vez en su vida que no temió mostrar a la vista ajena la miseria y desnudez en que estaba. Con cierta voluptuosidad dolorosa, deseaba la compasión, y la buscaba con ansia de hambriento. Atravesaba una de esas crisis en que el carácter se cambia momentáneamente, y otra nueva personalidad se desarrolla. Harto de disimular y sufrir, se arrancaba la máscara y aparecía tal cual era. El misterio con que siempre había vivido en Brumosa ahora le agobiaba; era una cadena que deseaba romper.

—¿Y adónde iba Vd. sin conocer a nadie... y sin un cuarto?...

—Ni yo mismo lo sé. Caminaba sin rumbo, a la ventura.

—¡Oh! lo dice así, con esa calma. ¡Y yo que no tengo nada!... ni pan hay en casa. ¡Todos estamos igual, mio povero!

Entonces tocóle a ella referir sus cuitas; la vida que llevaba en Madrid; la pérdida total de la voz; las esperanzas de recobrarla, aquella noche que cantara en el concierto que los estudiantes de Brumosa habían organizado para socorrer a los inundados de Almería. Después, su estancia en París —tres meses en la clínica del Dr. Flaubert—, todos sus ahorros gastados, las alhajas empeñadas, los vestidos vendidos, y por fin de fiesta, una irritación crónica de la garganta, y el desengaño más atroz...

Tuvo también un recuerdo para Brumosa, su segunda patria, que decía ella, y preguntaba por éste, y por el otro, confundiendo alguna vez los nombres, y equivocando las personas, pero siempre con interés muy bien fingido.

En cambio el estudiante no quería acordarse de nada.

—¡Ah si algún día puedo, he de pisotearlos, escupirles!... Decía que Brumosa no era una ciudad, sino una gran iglesia en donde se reverenciaba el culto de lo Razonable, que tenía por Pontífices unos cuantos sabios idiotizados, con el alma seca, como las polvorientas hojas de un infolio, y momio y amojamado el cerebro, atiborrado de latines bárbaros y de sentencias hueras; hombres incapaces de concebir nada que no fuese a su imagen y semejanza, metódico y vulgar como ellos mismos: producto híbrido de las capas sociales intermediarias, de esa burguesía glotona, tacaña y sensual; vulgo con títulos académicos, gentes que por no ser nada, ni eran pícaros redomados, ni hombres de bien a carta cabal.

—¡Ah el día que pueda vengarme!...

—¿Pero por qué? ¿de quién?

—¡De todos!

—¿Pues qué le han hecho? Vd. imposible que no padezca delirio de la persecución. Yo sufro tanto, o más que Vd., y sin embargo, no me vuelvo contra la sociedad, al contrario. Y si fuese a contarle tristezas... Todo a mi lado se derrumba, todo me falta; mis ideas son negras, como si me hubiesen pasado por el cerebro grandes brochazos de tinta. Me hallo sola, en medio de tanta gente. Esa niña a quien recogí para tener alguien a quien querer, es tan desligada, tan poco cariñosa.

—¡Alguien a quien querer! ¿para qué? ¿qué falta hace eso?

Al hablar así su voz parecía muy conmovida, y de sus ojos destellaba una pena muy grande trabajosamente contenida detrás de aquellas pupilas bayas. Estaba en pie y se acercó a la actriz con la mano extendida.

—Adiós, Octavia.

—¿Adónde va usted?

—Me voy; creo que es hora.

—¿Pero adónde? Usted se queda aquí. Por mala que sea la cama, ha de ser mejor que los bancos del Prado.

Quiso insistir Pondal, pero ella levantándose, echó la llave y se la guardó.

Octavia Santino, tenía el alma trágica, accesible al entusiasmo, y pronta a las expansiones del afecto. Era una naturaleza desequilibrada, y no son para dichas las vidas fantásticas y las tragedias pasionales que en los recónditos camarines de su cerebro se desarrollaban en un minuto.

Hundido en el sillón y más dormido que despierto, Pedro Pondal veíala preparar la cama en una esquina. La sombra de la italiana adquiría en la pared la traza de una vieja; se alargaba y encogía como visión de pesadilla aplastándose en el techo, dislocándose en los ángulos, con ritmo funambulesco que tenía algo de diabólico y recordaba los saltos caprichosos de las ideas en noches de insomnio y calentura. De pronto el estudiante incorporóse estremecido, vuelto a la realidad por el peso de una mano que se apoyaba blandamente en su espalda:

—Perdón si le asusté, ha sido sin querer. Ya puede acostarse.

Salió Octavia enviándole una sonrisa y un adiós con la mano, pero desde el corredor volvió sobre sus pasos. Dejó sobre una silla la luz que traía, y arrodillándose en el suelo, púsose a revolver los cachivaches de un cestillo de labor.

—¿Qué busca Vd.?

—Nada... una llave... está visto que no quiere parecer.

Tornó a irse. El la sintió andar un momento arreglando la alcoba antes de recogerse; luego percibió el roce voluptuoso de las faldas almidonadas que, una vez desprendidas, se deslizaban a lo largo del cuerpo, y la brega para desabrochar los herretes del corsé, y el largo suspiro de la cama al recibir el dulce peso... Como la suponía ya acostada, sorprendióle al poco rato el ruido de un mueble, al parecer muy pesado, que arrastrado trabajosamente hasta la puerta, hizo estremecer el tabique.

Entendió al pronto, y maquinalmente se contempló en un espejillo con marco de bronce repujado que había en la pared y era reliquia de los buenos tiempos de la «Alondra de la Basilicata»; ¿por qué ese miedo? pensó. Y buscaba, escudriñaba en su cara, el pliegue, el rasgo, la expresión oculta que pudiera hacerle sospechoso. Miró a la conciencia y no halló nada que echarse en cara; el terrible juez desarrugaba el ceño y le absolvía. Entonces con pena por ser tan mal juzgado, pronunció hablando a solas:

—¡A cualquiera, menos a esa mujer tan buena!...

Tardó mucho en dormirse, y no puede en rigor llamarse sueño, el sopor angustioso, lleno de pesadillas ardientes, febriles, borrosas, sin términos ni contornos, en que permaneció sumido parte de la noche. Durante las horas de desvelo, recapacitaba en las aventuras y desventuras que por todas partes le salían al paso. No voló su pensamiento a recrearse en la ideal contemplación de la novia de Brumosa, ni sintió los misticismos líricos, las ternuras tristes de otros días; ahora su ensueño era el de la venganza; subir tan alto, que todos sus enemigos hubiesen de besarle los pies; se veía ya látigo en mano y se embriagaba de cólera pensando injurias; sentía remordimientos de la conciencia criminal, por no haber hecho todo el mal que pudo.

...Lentamente fuéronsele embargando los sentidos y dejó de pensar. Vio como en sueños que la puerta se abría, y una sombra blanca avanzaba cautelosa y lenta, sin hacer ruido, como fantástica visión, y llegándose hasta él, sintió que le besaba, primero en la frente, luego en los ojos y en la boca, murmurando con apasionada ternura y en voz tan baja que apenas se oía:

—¡Qué tristeza tan grande es la vida, cuando una no tiene a quien querer!...

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