Libro Cuarto: El honrado gachupín

I

SIN demorarse, el honrado gachupín acudió a la Delegación de Policía: Guiado por el sesudo dictamen del sobrino, testimonió la denuncia con un anillo de oro bajo y falsa pedrería, que, apurando su tasa, no valía diez soles. El Coronel-Licenciado López de Salamanca le felicitó por su civismo:

—Don Quintín, la colaboración tan espontánea que usted presta a la investigación policial merece todos mis plácemes. Le felicito por su meritoria conducta, no relajándose de venir a deponer en esta oficina, aportando indicios muy interesantes. Va usted a tomarse la molestia de puntualizar algunos extremos. ¿Conocía usted a la pueblera que se le presentó con el anillo? Cualquier indicación referente a los rumbos por donde mora podría ayudar mucho a la captura de la interfecta. Parece indudable que el fugado se avistó con esa mujer cuando ya conocía la orden de arresto. ¿Sospecha usted que haya ido derechamente en su busca?

—¡Posiblemente!

—¿Desecha usted la conjetura de un encuentro fortuito?

—¡Pues y quién sabe!

—¿El rumbo por donde mora la chinita, usted lo conoce?

El honrado gachupín quedó en falsa actitud de hacer memoria:

—Me declaro ignorante.

II

El honrado gachupín cavilaba ladino, si podía sobrevenirle algún daño: Temía enredar la madeja y descubrir el trueque de la prenda. El Coronel-Licenciado le miraba muy atento, la sonrisa suspicaz y burlona, el gesto infalible de zahorí policial. El empeñista acobardóse y, entre sí, maldijo de Melquíades:

—En el libro comercial se pone siempre alguna indicación. Lo consultaré. No respondo de que mi dependiente haya cumplido esa diligencia: Es un cabroncito poco práctico, recién arribado de la Madre Patria.

El Jefe de Policía se apoyó en la mesa, inclinando el busto hacia el honrado gachupín:

—Lamentaría que se le originase un multazo por la negligencia del dependiente.

Disimuló su enojo el empeñista:

—Señor Coronelito, supuesta la omisión, no faltarán medios de operar con buen resultado a sus gentes. La chinita vive con un roto que alguna vez visitó mi establecimiento, y por seguro que usted tiene su filiación, pues no actuó siempre como ciudadano pacífico. Es uno de los plateados que se acogieron a indulto tiempos atrás, cuando se pactó con los jefes, reconociéndoles grados en el Ejército. Recién disimula trabajando en su oficio de alfarero.

—El nombre del sujeto ¿no lo sabe usted?

—Acaso lo recuerde más tarde.

—¿Las señas personales?

—Una cicatriz en la cara.

—¿No será Zacarías el Cruzado?

—Temo dar un falso reseñamiento, pero me inclino sobre esa sospecha.

—Señor Peredita, son muy valorizables sus aportaciones, y le felicito nuevamente. Creo que estamos sobre los hilos. Puede usted retirarse, Señor Pereda.

Insinuó el gachupín:

—¿La tumbaguita?

Hay que unirla al atestado.

—¿Perderé los nueve soles?

—¡Qué chance! Usted entabla recurso a la Corte de Justicia. Es el trámite, pero indudablemente le será reconocido el derecho a ser indemnizado. Entable usted recurso. ¡Señor Peredita, nos vemos!

El Inspector de Policía tocó el timbre. Acudió un escribiente deslucido, sudoso, arrugado el almidón del cuello, la chalina suelta, la pluma en la oreja, salpicada de tinta la guayabera de dril con manguitos negros. El Coronel-Licenciado garrapateó un volante, le puso sello y alargó el papel al escribiente:

—Procédase violento a la captura de esa pareja, y que los agentes vayan muy sobre cautela. Elíjalos usted de moral suficiente para fajarse a balazos, e ilústrelos usted en cuanto al mal rejo de Zacarías el Cruzado. Si hay disponible alguno que le conozca, déle usted la preferencia. En el casillero de sospechosos busque la ficha del pájaro. Señor Peredita, nos vemos. ¡Muy meritoria su aportación!

Le despidió con ribeteo de soflama. El honrado gachupín se retiró cabizbajo, y su última mirada de can lastimero fue para la mesa donde la sortija naufragaba irremisiblemente bajo una ola de legajos. El Inspector, puntualizadas sus instrucciones al escribiente, se asomaba a una ventana rejona que caía sobre el patio. A poco, en formación y con paso acelerado, salía una escuadra de gendarmes. El caporal, mestizo de barba horquillada, era veterano de una partida bandoleresca años atrás capitaneada por el Coronel Irineo Castañón, Pata de Palo.

III

El caporal distribuyó su gente en parejas, sobre los aledaños del chozo, en el Campo del Perulero: Con el pistolón montado, se asomó a la puerta:

—¡Zacarías, date preso!

Repuso del adentro la voz azorada de la chinita:

—¡Me ha dejado para siempre el raído! ¡Aquí no lo busqués! ¡Tiene horita otra querencia ese ganado!

La sombra, amilanada tras la piedra del metate, arrastra el plañida y disimula el bulto. La tropa de gendarmes se juntaba sobre la puerta, con los pistolones apuntados al adentro. Ordenó el caporal:

—Sal tú para fuera.

—¿Qué me querés?

—Ponerte una flor en el pelo.

El caporal choteaba baladrón, por divertir y asegurar a su gente. Vino del fondo la comadre, con el crío sobre el anca, la greña tendida por el hombro, sumisa y descalza:

—Podés catear todos los rincones. Se ha mudado ese atorrante, y no más dejó que unos guaraches para que los herede el chamaco.

—Comadrita, somos baqueanos y entendemos esa soflama. Usted, niña, ha empeñado un tumbaguita perteneciente al Coronel de la Gándara.

—Por purita casualidad se ha visto en mi mano. ¡Un hallazgo!

—Va usted a comparecer en presencia de mi superior jerárquico, Coronel López de Salamanca. Deposite usted esa criatura en tierra y marque el paso.

—¿La criatura ya podré llevármela?

—La Dirección de Policía no es una inclusa.

—¿Y al cargo de quién voy a dejar el chamaco?

—Se hará expediente para mandarlo a la Beneficencia.

El crío, metiéndose a gatas por entre los gendarmes, huyó al cenagal. Le gritó afanosa la madre:

—¡Ruin, ven a mi lado!

El caporal cruzó la puerta del chozo, encañonando la oscuridad:

—¡Precaución! Si hay voluntarios para el registro, salgan al frente. ¡Precaución! Ese roto es capaz de tiroteamos. ¿Quién nos garanta que no está oculto? ¡Date preso, Cruzado! No la chingues, que empeoras tu situación.

Rodeado de gendarmes, se metía en el chozo, siempre apuntando a los rincones oscuros.

IV

Practicado el registro, el caporal tornóse afuera y puso esposas a la chinita, que suspiraba en la puerta, recogida en burujo, con el fustán echado por la cabeza. La levantó a empellones. El crío, en el pecinal, lloraba rodeado del gruñido de los cerdos. La madre, empujada por los gendarmes, volvía la cabeza con desgarradoras voces:

—¡Ven! ¡No te asustes! ¡Ven! ¡Corre!

El niño corría un momento, y tornaba a detenerse sobre el camino, llamando a la madre. Un gendarme se volvió, haciéndole miedo, y quedó suspenso, llorando y azotándose la cara. La madre le gritaba, ronca:

—¡Ven! ¡Corre!

Pero el niño no se movía. Detenido sobre la orilla de la acequia sollozaba, mirando crecer la distancia que le separaba de la madre.

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