Alta Mar
I
LA Antorcha de Gades, logia del rito escocés, famosa en los anales setembrinos, acordó enviar parlamentarios al Desterrado de Londres. Los Hermanos Tiberio Graco y Claudio Nerón, una noche de aquellos idus julianos, salieron de escondite para embarcarse en Gibraltar. Esperando pasaje hicieron conocimiento con dos tenientes, capitanes graduados por la Campaña de África: Otro día se les juntó un clérigo sin licencias, que mediaba en los tratos para sublevar al Fijo de Ceuta : Reunidos en camarada, tomaron pasaje a bordo de un viejo vapor perteneciente a la casa armadora Lewinson y Calvo —el Omega, abanderado en Cádiz—. Embarcaron una tarde de bochorno, aburrida en la lectura de la Biblia. Tarde dominical, con la quietud y el cromatismo de una estampa litográfica —azoteas, mástiles y banderas, gorretes colorados, reductos y cañones, geometría castrense—.
II
Asomaban por la borda jipis y gorras a cuadros, cofias y pañuelos: El pasaje de cámara balconeaba, contemplando los reductos y oyendo las cornetas militares: Se aburrían al filo de la obra muerta, rubicundas carátulas con salacot y monóculo, barbas judaicas, desgarbadas misses, cabezas morenas de levantinos, un mundo abigarrado de aventureros y turistas burgueses, embarcados en los puertos del Mediterráneo —Alejandría, Malta, Nápoles—. En el sollado el pasaje de tercera permanecía indiferente, acomodado al sol entre maletas, fardeles y canastos. Lloraba un crío en el regazo de la madre, algunos hombres jugaban a los naipes, una rubia se desenredaba la mata del pelo con un peine sin púas. A la sombra del foque, un gigante barbudo, imprecador, enorme la boca desdentada, los ojos azules arrebatados de alocada inocencia, reunía un grupo de franceses e italianos: Hablaba gesticulante, con grandes ademanes: Le oían, cambiando guiños burlones, dos prójimos que fumaban recostados en la amura de babor: Habían embarcado por la mañana, y se mantenían aislados del pasaje, con un secreto y agresivo resentimiento de españoles fuera de España. El capitán, con uniforme azul, paseaba en el puente. La marinería patuleaba descalza, subiendo y bajando las escaleras de lucientes bronces. En el corro de oyentes, a la sombra del foque sobre el azul luminoso de la tarde abría los brazos el barbudo gigante, y los dos compadres españoles, recostados en la amura tirando de la colilla, entornaban displicentes la pestaña.
III
La rubiales del peine sin púas, luego de hacerse el moño, sacó de la faltriquera un espejillo redondo, con marco de latón, limpió la luna frotándole en la falda y se miró ajustándose las horquillas: Era una mujer joven, pálida y marchita, los ojos verdes, la boca pintada: Quedó suspensa, fija en el gigante barbudo, que abría los brazos con patéticas voces de un significado oculto: Llenóse de dudas al advertir el gesto con que le oían los dos compadres recostados en la amura, y se juntó con ellos:
—¿Entendéis alguna cosa?
El más joven lanzó una salivilla al mar:
—¡Mochales perdido!
—¡Pues ésos bien atentos le oyen!
—Porque son unos papanatas.
—Pero ¿tú sacas alguna cosa de lo que hablan?
—Bastante.
La rubia le miró de reojo:
—¡Lo que menda!
El otro compadre, un vejete cargado de espaldas, gorra de seda, corbatín negro, y el aire ambiguo de falsedad y petulancia que suelen tener algunos sacristanes, enseñaba un diente verdinegro:
—La oratoria de ese punto no vale un pimiento.
La rubiales torció la boca con popular desgaire:
—¡También usted chamulla ese latín, Don Teo!
Don Teo jorobó los hombros, arqueó las cejas, ladeó el cuello, se frotó las palmas:
—¡Alguna cosa!
La rubiales engalló el moño:
—¡Miau!
El otro compadre, que asestaba salivillas al mar, se despegó de la amura con petulante parsimonia:
—¡A ver si te la ganas!
Era alto, flaco, verdino, rizoso, con zamarra de pana, pantalón abotonado y quepis. La prójima fulguró sobre el chulapón el veneno de sus ojos verdes:
—¡Me estoy cansando de ser tu esclava!
—Pues toma asiento, que va para rato.
—¡Habría que verlo!
El verdino la atenazó por el brazo:
—¡Repítelo!
—¡Escárbate la oreja!
Terció Don Teo:
—Sé más filósofo, Indalecio.
La prójima se desprendió con un remangue. Indalecio la traspasó con una larga mirada de reproches sentimentales: Tenía el romanticismo menestral de los chulos que viven a costa de las mujeres, las azotan, las aman y las celan:
—¡Sofi, no busques que te encienda el pelo!
Formuló la amenaza socarrando la voz, con los dientes apretados: El gigante barbudo había cruzado los brazos con teatral silencio: Sus ojos azules fulminaban un anatema sobre la desavenida pareja, y el círculo de oyentes, las cabezas vueltas, levantaba marea de airadas reconvenciones. El verdino los encaró con reto, pero el vejete le puso la mano en la boca hablándole a la oreja:
—Repara a quien tenemos aquí. ¡Prudencia!
IV
Agarrándose al pasamanos, con el credo en la boca, bajaba la pina escalera del sollado un pasajero de la primera cámara, señorón obeso, bamboleante, jipi y terno de piqué blanco, muchos dijes y cadenas. Los dos compadres se desviaron de la rubiales para acantonarse más lejos, recostadas las espaldas en la obra muerta. Siguió Don Teo:
—Aquí no media conocimiento. Hay que esperar cómo opera el jefe.
El obeso pasajero traía el cigarro apagado, y se detuvo solicitando lumbre: Solapaban una ambigua advertencia sus ojos sin pestañas, saltones y redondos, que tenían el iris amarillento de las ranas. Don Teo, con falsa premura, acudió a cachearse los bolsillos del paletó: Arqueaba las cejas, y hacía grandes aspavientos, enseñando el diente limoso:
—¡Pues servidor poseía un yesquero!
Indalecio, a lo tunante, encendió una cerilla en la nalga. Don Teo le dio un codazo, y la mató de un soplo. Al fin el taimado vejete extrajo el yesquero, y comenzó a batir el eslabón: La piedra daba chispa, pero sus lumbres no prendían en la mecha. El orondo pasajero, con el cigarro apagado en la boca, observaba de reojo:
—Pudiera ser que la salitre del mar hubiese humedecido el artefacto
Don Teo jorobó los hombros con servil asentimiento:
—Así será.
Se apresuró a liar el yesquero, guardándoselo en el paletó: Enseñaba el diente limoso, y ponía hocico de ratón. El abotijado pasajero silabeó capcioso:
—¿Habrá dónde comprar cerillas?....
Saltó Don Teo:
—En la cantina.
—¿Adónde cae?
—Un poco complicado... Servidor puede guiarle.
Indalecio se alzó picajoso:
—¡A menda se le da esquinazo!
El orondo pasajero echó sobre el tuno los ojos saltones :
—Yo hago lo que me sale de los redaños.
Aquel soplado del jipi, los dijes, las cadenas y el terno habanero, matón jubilado de los garitos madrileños, no era otro que el Pollo de los Brillantes, Don Joselito Cartagena.
V
La cantina, bajo el escotillón de proa, estaba penetrada de olor de tabaco: Las candilejas de petróleo apenas alumbraban en la niebla de humo. El cantinero era gaditano, fugado por un proceso a Gibraltar. Residía allí de muchos años, amancebado con una inglesa sargentona, que le ayudaba en los negocios de contrabando. Con el apaño de la cantina sacaba también muy buenos patacones: Vendía tabaco, naipes, velas, arenques, café y bebidas. Hallábase encorvado sobra el anafre, donde tenía una gran cafetera. El vapor llevaba anclas. En la niebla de humo, la candileja del mostrador tenía una luz triste y remota de faro en niebla de naufragio. Percibíase el retemblar de las cuadernas, y el ferroneo de las cadenas al ser arrolladas. La parroquia era escasa: Tres jugadores de cartera y un marinero silencioso, que esperaba al pie del mostrador: Como corría el tiempo y el cantinero no se daba prisa por servirle, repitió la demanda con reposada urbanidad :
—Un arenque.
El gaditano colgó el soplillo con que avivaba la lumbre del anafre, y se limpió las manos en la faldeta del mandil:
—¿Bebida?
—Agua clara.
Con desabrida chunga, el gaditano alcanzó un botijo y lo asentó de golpe en el mostrador:
—¡Toma, y jártate!
—Gracias.
—¡Pero que vas a estropearte la salud, esgraciado! ¡Arenques con agua! ¿Estás en tus cabales?
El marinero, un mozo de barbujas rubias y ojos claros, tenía la expresión serenada de firmeza:
—El agua es mi bebida.
—¿Roña, o penitencia?
—Gusto.
El cantinero ceceó con desdeñosa sentencia:
—¡Pues has nacido para rana!
VI
El Pollo de los Brillantes y Don Teo ocuparon una mesilla de rinconada. El Pollo, con mucho guiño y soflama, lució una fosforera de oro y puso lumbre al cigarro: Luego, por hábil juego de manos, extrajo un papel hecho menudos dobleces:
—Son las señas: Están escritas con tinta química... Guárdeselas usted en la badana de la gorra, y hasta Londres... Hay que operar con mucho quinqué, y no es conveniente que volvamos a vernos.
Don Teo hacía frunces al hocico con husma arratada:
—Comencemos por justificar nuestra presencia en este santuario pidiendo unos chatos.
—Pídalos usted.
—¿De ginebra?
—De ginebra.
—Patrón, unos chatos de ginebra. ¡Este punto la tiene de buten!
El Pollo de los Brillantes encarnizó los ojos de rana sobre el hiperbólico vejete:
—Es usted un borrachín impenitente y sus exploraciones son peligrosas cuando media un negocio tan serio. Como llegue a sospechar que usted puede irse de la lengua, antes se queda sin ella.
Don Teodolindo Soto sacó el diente verdino, corcovó los hombros, ladeó el cuello, se acarició las manos:
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! No ignoro con quién trato... Conozco mis autores... Por eso, si este servidor alguna vez experimentase la tentación de berrearse, tocado en el corazón por lo que sea, no por intemperancia alcohólica, antes vería de darle a usted mulé. Este servidor también es un hombrecito.
—¡Todavía nadie me ha madrugado, Don Teo!
El vejete tenía una expresión de rata regocijada:
—Indudablemente. Pero mientras tomamos el sol en este valle, todos podemos argumentar lo mismo. ¿Cree usted que a mí me han madrugado, o al patrón, o al marinerito aquel que chupa la raspa? Por cierto que ése no es lo que aparenta... Repárele usted a las manos. ¡Son manos muy señoritas!
El Pollo, recalmado, paraba los ojos sobre el marinero: Hecha la comprobación, dio algunas chupadas al cigarro y lo tiro, apagándolo con el pie:
—¡Esta puta tagarnina no arde!
Apuntó metafórico Don Teo:
—El traidor no es menester siendo la traición pasada.
Con un docto entorne de párpados acentuaba la cita del clásico: Don Teodolindo Soto, entre sus varios oficios, había sido traspunte de comedia cuando el mecenazgo del Conde de San Luis.
VII
Asomó un mozalbete huraño, desmedrado, greñudo, los ojos suspicaces bajo el entrecejo de un rojo almagreño, la máscara de calmuco. Desde la puerta, con brusca obstinación, hizo señas al marinero apostado al pie del mostrador: Esperó a que pagase el gasto, y salieron juntos. El mozalbete inició la conversación en mal francés:
—¿Lo creerás, hermano? No resta ni un copec del fondo recaudado en Cádiz. ¡Ni un copec! El Maestro lo ha repartido entre los parias del pasaje... Tiene agujereadas las palmas.
El marinero alzó los ojos sin mostrar la menor extrañeza:
—Ha dado lo que era suyo.
—¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora? ¡Ni un copec! ¡Nada! ¡Ni para fumar!
—¡Ejemplo admirable!
—Lo sería si luego no renegase como un energúmeno. Se ha echado en la litera, y ruge que esta noche abrirá un barreno al barco.
Al marinero le salían lumbres a la cara:
—¡Es el caso que yo tampoco tengo plata!
El mozalbete le clavó los ojos:
—¿No has reservado nada de la colecta hecha en Cádiz?
—¡Nada!
—Conociendo al Maestro, has debido hacerlo.
El marinero se detuvo, con la expresión encalmada del hombre prudente que domina su enojo:
—No lo hice, ni lo haré en ninguna ocasión.
El mozalbete torció la boca con una sonrisa de cínica superioridad:
—Acabo de convencerme de que eres un sentimental.
—Acaso.
—No debes enojarte conmigo, hermano.
La máscara calmuca del mozalbete tenía una expresión de astucia burlona que contrastaba con el tono de sus palabras. Al marinero no le pasó inadvertida esta duplicidad y permaneció silencioso, esforzándose por ocultar el sentimiento que experimentaba, la antipatía ahora casi dolorosa, pero adormecida y vergonzante en las oscuridades de su conciencia, desde el momento en que se habían encontrado sobre la cubierta del vapor.
VIII
La luz penetraba por el escotillón. Se habían detenido al pie de la escalera. El barco navegaba con grandes bandazos: Soplaba duro el viento de Levante. El marinero permanecía silencioso, cohibido por aquel sentimiento de repulsión que surgía en su alma y al cual se entregaba pasivamente, con un oscuro disgusto de sí mismo. No era hombre de rencores, y hubiera querido mostrarse amistoso; pero incapaz de simulaciones, sentía los ojos cobardes, irresolutos. Aquella máscara calmuca, aquellas greñas color de buey, aquellos ojos oblicuos, brillantes de astucia, se le hacían insoportables. Era suplicio la voz, que repetía obstinada:
—Ha sido un error lo que has hecho, y debes reconocerlo. ¡Un error, hermano! No has debido poner la suma íntegra en manos del Maestro. Te enojas, y no tienes razón, hermano. Lealmente te manifiesto mi opinión, y todas las opiniones tienen opción a ser oídas.
¿Cuáles son nuestras obligaciones respecto al Maestro? ¿Las obligaciones de los que seguimos la luz de su doctrina? Hermano, si te enojas, lo sentiré, pero no conseguirás que silencie mis reproches. El Maestro es un niño gigante, y cuantos le amamos hacemos poco ensangrentándonos las manos por apartarle las zarzas del camino. ¿Qué hubieras hecho con un niño? El Maestro es un niño y necesita tutores. El marinero objetó con austera timidez:
—El Maestro, al repartir sus bienes entre unas pobres gentes necesitadas de amor, de pan y de justicia, nos da ejemplo... Y nosotros, sus discípulos, no podemos incurrir en la culpa de impedirlo solamente porque nos falta la virtud para imitarlo.
La máscara calmuca adquirió una expresión de dureza colérica, la boca se contraía con rictus sarcástico, las greñas color de buey le oscurecían la frente y se le metían por los ojos, que adquirían un ligero estrabismo. De pronto estalló en una risa insolente:
—El Maestro distribuye su dinero entre los menesterosos, pero a condición de que los amigos no le cierren la bolsa. Se adelanta a la hora del reparto social con una bella sonrisa para todos los Cresos. Ahora ruge en su litera porque no tiene un copec. Vive en un mundo de fantasma, con una despreocupación de bohemio contrae deudas que no piensa en pagar, siempre rodeado de una corte de pícaros y de bufones que le comen los ojos. Esta inconsciencia en cuestiones de dinero, este epicureísmo odioso oscurece la claridad de su doctrina.
Hablaba con apasionamiento rencoroso y clarividente, era un cernícalo encarnizado sobre su presa. El marinero ahora le miraba con enérgica protesta, los ojos dolidos de reconvenciones:
—El Maestro tiene flaquezas como todos los hombres, pero bien compensadas están por sus virtudes.
El otro estranguló una carcajada rabiosa:
—¡Un santo con los pies en el lodo!
Arsenio Petrovich Gleboff, aquel mozalbete desmedrado, de ojos brillantes, de ademanes bruscos, tenía el alma envenenada y heroica. Maníaco de la destrucción universal, era de una singular rigidez de costumbres, cruel para sí mismo y para los demás: Intrigante por doctrina, díscolo por temperamento, capaz de soportar las mayores privaciones, de mantenerse con un mendrugo y de dormir sobre una piedra, de una sequedad calvinista, de un renunciamiento absoluto, amaba y odiaba al Maestro. Se apartó las greñas que se le metían por los ojos, hizo un gesto vago y comenzó a caminar de prisa por el mal alumbrado corredor que conducía al entrepuente donde se hacinaba el pasaje de tercera. Se volvió con una sonrisa capciosa:
—El Maestro desea hablarte.
IX
El vapor daba tumbos, y el respingo de las olas empaña de espumas el ojo de buey que clarea la luz del ocaso al extremo del corredor. Entre el marullo del oleaje desgranaba sus notas un acordeón de emigrante. Parpadeaban las candilejas: Abrían y cerraban desconcertados ángulos de sombra. Por un paso de tres escalones se bajaba al sollado: El ácido olor de las heces viciaba el aire: Las literas se repartían a babor y estribor. De raro en raro algún bulto doliente se incorporaba con las bascas del mareo: Las pálidas cabezas casi tocaban la viguería. Los más de los lechos estaban vacíos; otros, ocupados por maletines y atadijos de ropas. Indalecio, sentado en su litera, los pies colgando, cantaba con un acompañamiento de acordeón. Letra y música eran de un sentimentalismo menestral. La Sofi, con el moño deshecho y las horquillas sueltas, se quejaba en otra litera pareja:
—No me atormentes, Inda. Calla, por favor, que se me saltan las sienes.
El tuno remató un arpegio con muchas florituras, y alargando el zancajo, hizo rodar el balde que la desgreñada tenía a su cabecera.
—¡A ver, tú, si te enciendo el pelo para que dejes la monada!
—¡Y serás capaz, mala sangre!
El chulo volvió a teclear, con un postinero entorne de párpados:
—¡Parece que no me conoces!
La rubiales se incorporó, oprimiéndose las sienes, y salió del camastro, desatadas las faldas, un pecho fuera:
—¡Verdugo!
Arrimada a la tierra, se mecía los zapatos. Indalecio ponía en la coima un ojo atravesado:
—Cúbrete ese pecho, relajada.
—¡Vas a enseñarme tú decencia!
—¡Y tanto!
La prójima, sin cubrirse el pecho desnudo, se ataba las faldas:
—¡Pirante!
—¡Abotónate!
—¡Y que me quede con el fandango al aire!
—¡Abotónate, so pingo!
—Cuando me ataque las enaguas...
—¡Que vas a ganarte una solfa!
El chulo había soltado el acordeón y se rascaba tras de la oreja. La coima se descaró con un impulso de rabia:
—¡Luzco lo mío!
—¡Tirada!
Indalecio la tomó del moño, zarandeándola con requemada soflama:
—¡Lo tuyo!... Guárdate esa gaita... ¿Tienes tú algo, so pendón?... ¡Lo tuyo! ¡Esto es lo tuyo!
De un revés le llenó la cara de sangre.
X
—¡Salop!
La voz resonó en las profundidades del sollado: En un camastro vecino se erguía la barbuda cabeza del Maestro: Se arrancó de los labios la pipa apagada, levantándola como una maza. El chulo se volvió tanteándose la herramienta:
—¿Qué se ofrece?
El Maestro se incorporó: Su cabeza tocaba el techo: Siempre enarbolada la pipa, avanzó algunos pasos: Injuriaba al rufián con voces de sochantre: Repetía las mismas imprecaciones en ruso, en alemán, en italiano, en francés. Indalecio había sacado la herramienta y picaba una tagarnina con bravucona jactancia:
—Tío Papamoscas, hable usted en cristiano.
Echaban lumbre los azules ojos del gigante. Atropellado, se puso la pipa entre las mondas encías y se registró los bolsillos a la busca de una brizna de tabaco. La tagarnina que picaba el chulo le encendía el apetito de fumar. Tornó a retirar la pipa de la boca, y golpeando con ella en la palma, barboteó en francés:
—¡Oh! ¿Es que se puede así maltratar a una mujer? La pareja humana tiene los mismos derechos.
Indalecio presumió el sentido de aquellas palabras, y repuso contoneándose, arrastrando las palabras con dignidad marchosa:
—Míster, esta mujer se ha comportado como una mundana.
El Maestro insistía registrándose los bolsillos, la cachimba apretada entre los labios: Indalecio dobló la navaja y le brindó con el tabaco que tenía picado en la palma:
—Sírvase, míster.
Aquel gigante barbudo le contempló con sonrisa de ogro benévolo. Cargó la pipa, le puso lumbre y fue en busca de la coima, que se lavaba la sangre: Tomándola de la mano, la condujo a donde había quedado el chulo, ocupado en liar un cigarro, y amonestó en francés, con el barbolleo de un pope ruso:
—Yo os conjuro para que os deis un ósculo de perdón.
Los ojos de gigante tenían una claridad de azules infancias, una efusión toda echa de poder de olvido, de inconsciencia y de ilusiones. Como en aquel momento vio revolar las greñas color de buey, y más lejos aparecer una gorrilla de marinero, levantó los brazos con ademanes de triunfador, saludando con la pipa, dando al aire bocanadas de humo.
XI
El marinero de las manos pulidas se acercó con un gesto de reserva. El barbudo gigante le llevó aparte, hablándole en inglés.
—En Gibraltar han embarcado algunos revolucionarios españoles. ¿Los has visto?
—No, Maestro.
—Haz por verlos... Es probable que alguno sea tu amigo...
—¿Y han embarcado en Gibraltar?
—Ciertamente.. El sobrecargo me ha confiado que son masones... Cuanto antes debes avistarte con esos hermanos...
—Veré de hacerlo.
El calmuco los observaba desde lejos, con expresión recelada y burlona. El Maestro parecía inquieto:
—Es cuestión de nosotros dos... El Boy debe permanecer ajeno... Procurará espiarte, sonsacarte... No te dejes aprisionar en sus redes. Engáñale sin escrúpulos... ¡Guárdate del Boy!
Con este nombre solía designar al calmuco cuando hablaba entre iniciados. El marinero asintió con serena sonrisa:
—Nunca seremos amigos.
El Maestro le estrechó la mano:
—Así evitarás que un día te traicione. Sin que lo advirtieses, procuraría apoderarse de toda tu persona. No es un canalla, pero cuando cree actuar en provecho de la causa, nada le detiene. Introducido en tu intimidad, te espiaría, te calumniaría, abriría todos tus cajones, leería toda tu correspondencia, y cuando una carta le pareciese interesante, es decir, comprometedora, no vacilaría en robártela. Si le presentases a un amigo, inmediatamente se propondría enemistaros. Su primer móvil es siempre sembrar el odio y la discordia. Si tienes una hija o una hermana, intentará seducirla, hacerle un chico para arrancarla a las leyes morales de la familia e inducirla a una protesta revolucionaria contra la sociedad. Su única excusa es su fanatismo: Ha identificado completamente su propia persona con la causa de la revolución. Es un gran ambicioso, pero no un egoísta atento al medro personal, porque lleva una vida de mártir, de privaciones, de trabajo. Cuando hay que servir a la causa, no vacila ni se detiene ante nada: Es un fanático abnegado, pero al mismo tiempo un fanático peligroso... Y ésta es, sin embargo, la cualidad que principalmente me atrajo y me ha hecho durante mucho tiempo buscar su alianza. Hoy nada me pesa tanto, pero estamos demasiado unidos, y ya no podemos romper. Mutuamente nos aborrecemos y nos queremos. Voy a llamarle; no es conveniente despertar sus recelos... Tú busca a esos revolucionarios españoles, entérate de quiénes son. Su ayuda en estos momentos nos sería muy provechosa... Si son hermanos, no podrían negarse... Acerquémonos al Boy. Luego ya te daré instrucciones..., ¡He administrado deplorablemente el fondo colectado en Cádiz!... ¡Una vez más he sido la cigarra de la fábula!
Volvieron a juntarse con el Boy. El Maestro, bromeando, le tiró de las greñas: Aquel gigante de ojos azules ni siquiera se daba cuenta de la comedia que representaba: Incapaz de rencores, voltario y lleno de contradicciones, sentía una vaga aprensión por la dureza con que acababa de juzgar al discípulo: Después de haber desahogado toda la hiel de su resentimiento, se persuadía de volver a quererle. El Maestro mixtificaba sus escrúpulos tirándole de la greña.
XII
El marinero de las manos pulidas subió a cubierta: Le urgía averiguar quiénes fuesen aquellos revolucionarios españoles que habían embarcado en Gibraltar. Pensó salir de dudas entrevistándose con el sobrecargo del vapor: Sabía que era masón y recordaba haberle visto alguna vez en las logias de Cádiz. La suerte se le deparó a la boca del escotillón: Bajaba muy acalorado, en disputa con el contramaestre, la pluma tras la oreja y un cuaderno de anotaciones en la mano. El marinero pensó que no era ocasión de interrogarle, y puesto de refilón, saludó a soslayo, con mímica masónica. El sobrecargo, casi sin verle, todo encendido de sanguíneas lumbres, se metió por la bodega, precedido del contramaestre, un hombretón con sueste y ropa de aguas. El marinero fue a sentarse en un banco del entrepuente: Permaneció mucho tiempo absorto en sus vagos sueños de revolucionario, los ojos dormidos sobre la lontananza marina, el ánimo suspenso en la visión apostólica de unir a los hombres con nuevos lazos de amor, abolidas todas las diferencias de razas, de pueblos y de jerarquías: Anhelaba una vasta revolución justiciera, las furias encendidas de un terrorismo redentor. Sobre las hogueras humeantes se alzaría el templo de fe comunista —destruir para crear—. Intuía la visión apocalíptica del mundo purificado por un gran bautismo de fuego: El soplo sagrado de un Dies Irae que volviese a las almas la gracia perdida, el sentimiento de la fraternidad universal Le distrajo de su sueño el llanto de una mujer acurrucada al extremo del banco: Lloraba monótonamente, la cabeza cubierta por un toquillón, el pañuelo enclavijado entre las manos dolorosas, bañadas de luna. El marino la contempló con tímida expresión: Hubiera querido dirigirle alguna palabra de consuelo, y permanecía mirándola indeciso, asaltado por el deseo de alejarse y retenido por el primer impulso de hablarla, de conocer el motivo de aquella pena. Esperaba que la llorosa mujer hiciese algún movimiento: Tal vez se enjugase los ojos, y si levantaba la cabeza, entonces sería ocasión de hablarle. Reparó que el pañolito bañado de luna entre las manos de la llorosa tenía salpicaduras de sangre: Se inclinó para cerciorarse: Compadecido, le retiró el pañuelo de las manos, murmurando una pregunta tímida y anovelada:
—¿Está usted enferma del pecho?
La mujer levantó la cabeza, sonriendo burlona a través de las lágrimas.
—¡Ojalá!
—¿Por qué dice usted eso?
—¡Porque acabaría pronto de penar! Mire usted cómo me ha puesto ese mal hombre.
Retirándose el toquillón que tenía caído sobre la frente, mostraba el rostro acardenalado. El marino la miraba con lástima:
—¿Y ha sido ese hombre que te acompaña?...
—¡Ese renegado!
—¿Por qué no le dejas?
—¿Y adónde voy? Ha jurado picarme el cuello. ¿Tú ves mi cara? Pues así está todo mi cuerpo.
—Debes dejarle.
—¿Y adónde voy? ¡Dejarle! Eso se dice pronto. ¿Dónde hallo otro que me acompañe los bailes? Ahora vamos los dos contratados a Londres. ¡Dejarle! ¿Creerás que no lo he pensado? Pero ¿adónde voy sola con mis bailes? No hacen número, necesito un guitarrista que me acompañe. Formamos pareja. No creas, es de los buenos tocadores: Por algo le dicen Manos de Plata. Él ha sido quien arregló este contrato de Londres. Parece ser que allí gustan ahora los bailes españoles. Si fuese verdad... Pero ya todo me da lo mismo. Un día le dejo. Y no sé qué te diga de este contrato... Por veces me parece mentira... Y malo es que a mí se me ponga una cosa en la frente... Temo que este viaje no es para cosa buena. Pero ¡ya todo me da lo mismo! ¡Quisiera morir! ¡Acabar de una vez! ¿No me crees?
—Sí, te creo.
—Tienes cara de infeliz. Lástima que tú no seas guitarrista. Nos contrataríamos juntos, y ganarías muy buenos cuartos.
Hablaba entre suspiros, voluble y alocada, riendo por veces y por veces llevándose el pañolito a los ojos. El marinero la contemplaba con una sonrisa de honesta reserva:
—Me das mucha pena.
—No me hagas caso. Oye: ¿Dónde podré tomar una taza de café? ¡Se me parten las sienes!
—¿No sabes la cantina?
—No conozco el barco. Hemos embarcado esta tarde... ¿Hacia dónde cae?
El marinero vaciló un momento:
—Si no temiera causarte un disgusto, te acompañaría.
—¿Un disgusto? Ya veo por dónde apuntas... Puedes acompañarme.
El marinero murmuró confuso, con una sonrisa ingenua:
—¿Y tu hombre?
—¿Temes que nos mate?
—Por mí no temo nada.
La miraba muy fijo, con una expresión de severa tristeza. Ella desgarraba el pañolito con los dientes entre risas y lágrimas. Pasó el contramaestre balanceando un farol de mar. Recostado en la amura de babor, tomaba la luna el sobrecargo. El marinero pensó que podría hablarle más tarde, y bajó a la cantina acompañando a la rubiales.
XIII
Antes de entrar en la cantina percibieron cálido tumulto de voces: Delante del mostrador, una rueda de amigotes en francachela chocaba los vasos: Menudeaban las rondas. Pagaba el gasto un relojero marsellés, pequeño, ventrudo, fachendoso, con maneras de charlatán: Cumplía cuarenta años, y no cesaba de repetir:
—La edad en que el hombre comienza a darse cuenta de los grandes problemas vitales.
Gesticulaba enrojecido por el reflejo de la pipa, con gesticulación desorbitada y verbosa que preludiaba la borrachera. Las candilejas, adormiladas en la niebla de humo, tenían una luz remota de faros marinos. Los brindis, las risotadas, las efusiones sentimentales y babosas, giraban en círculo mortecino de las luces con soporífera insistencia. La Sofi se detuvo:
—¿Darán aquí café?
El marinero hizo un gesto asegurándola. Fueron a ocupar una mesa apartada: No acababan de sentarse cuando vieron aparecer al Maestro: Le seguían Indalecio y Don Teo. La Sofi alzó los hombros, arrebujándose en el toquillón, con un gesto de provocativa indiferencia. El marinero salió al encuentro del Maestro. La Sofi le detuvo agarrándole por la manga:
—¡Empálmate! Si te dice la menos, asegúrale un golpe, que es muy traidor.
El marinero la miró reposado, con sonrisa indulgente. La prójima fijó un codo en la mesa, y agarrándose la frente, muy pálida, le siguió con los ojos. El Maestro abría los brazos sobre sus acompañantes y explicaba en inglés:
—Hemos hecho conocimiento por señas. Se han puesto en que los acompañe y sellemos nuestra amistad chocando los vasos. No he podido excusarme.
La risa jovial y estruendosa le corría por la barba. El marinero murmuró con tímida reserva:
—Maestro, ¿sabe usted de qué gente se acompaña?
El Maestro guiñó los azules ojos con ingenua malicia y bajó la voz, aun sabiendo que ninguno de los dos acólitos podía entenderle:
—Nuestro conocimiento es reciente y por señas... Pero no creo engañarme. Con toda certeza estos nuevos amigos son dos brigantes, y precisamente me interesan por eso... Si los ganásemos para la causa, los haríamos volver a España... Allí necesitamos agentes que nos pongan en relación con los brigantes de la Andalucía. Maduro un proyecto del cual habré de hablarte. La primera idea ha sido del Boy. ¡Qué diablos, las revoluciones no se hacen con obispos!
El marinero de las manos pulidas sonrió con disgusto: Luego se disculpó:
—Todavía no he podido entrevistarme con el sobrecargo.
El gigante descubrió las mondas encías, con su ancha sonrisa de ogro benévolo:
—Lo comprendo. ¿Acaso te lo ha impedido esa Bella Samaritana?
Al marinero se le puso la cara hecha una lumbre, e instintivamente se volvió con rápida ojeada sobre Indalecio. El tuno, con las dos manos en la faja, apurando una colilla, reparaba de través a la coima. El barbudo gigante le tocó en el hombro con la pipa, y luego, vaciándola en la palma, le pidió tabaco con un gesto expresivo. Indalecio le alargó el petacón, adornándose postinero. El gigante observaba de soslayo la honesta contrariedad del marinero, cargó la pipa recreándose: Le apuntaba en el fondo de los ojos una expresión regocijada y maligna. Volvióse buscando al guripa, y no hallándole a su vera, puso a recaudo el petacón en las profundidades de la hopalanda que traía por los hombros y casi le arrastraba. Indalecio se había llegado a la rubiales y le atenazaba el brazo, sofocando la voz:
—¿Qué haces aquí?
—¡Ya lo ves!
—¿Y ese que te acompaña?
—Un amigo.
—¿Desde cuándo?
—¿Cuentas me pides?
—Y tanto.
—¡Vamos, aparta! ¿Cuentas de qué?
El tuno se enderezó, escupiendo una salivilla por el canto de la boca:
—¡Ya lo pondremos en claro!
El marinero los avistaba con secreta zozobra. Don Teo requería por señas al gigante para que se acercase: Corcovando los hombros, frotándose las palmas, hizo el elogio de la ginebra que expendía el gaditano, y rogó al marinero que se lo tradujese al Maestro:
—¡Va usted a decirle que de picho canela!
De reojo observaba las manos pulidas del marinero. Se acomodaron en torno de la mesa. Don Teo persistía en el elogio de la ginebra. Delante del mostrador, el relojero marsellés lucía su voz de barítono: Contoneándose con la copa en la mano, sacaba el vientre rotundo y ponía los ojos en alto. La romanza del relojero, sentimental y empalagosa, irritó al barbudo gigante: De pronto, arrancándose la pipa de la boca, comenzó a cantar la Internacional. El relojero guiñó un ojo a los amigos y se acercó a la mesa con la copa en alto. Declamó fanfarrón:
—¡Viva la fraternidad universal! Cumplo cuarenta años, lo cual quiere decir que nací bajo el signo de la Revolución de junio. Mi primer vagido, señores, se mezcló con la fusilería de las barricadas. Marsella, mi patria, ha sido el último baluarte que en aquellas memorables jornadas arrió la bandera roja.
El Maestro le tendió la mano con un gesto teatral:
—El 23 de junio de 1848 señala una fecha sangrienta en las luchas del proletariado. ¡He sido testigo de los combates librados en las calles de París! Mi primer disparo partió del cuartel de los Montañeses: Yo estaba allí entre los Amigos del Pueblo. Las masas proletarias, después de una lucha heroica, cayeron vencidas por la dictadura militar que más tarde había de prostituirse bailando el cancán en las orgías del Segundo Imperio.
El relojero se enternecía:
—Simpatizamos en ideas. ¿Una copa la aceptarán ustedes? Hoy cumplo cuarenta años, la edad en que el hombre comienza a comprender los grandes problemas vitales. En absoluto no lo afirmo. Me limitaré a decir que es mi caso. Sin duda no somos todos iguales. Nunca me había preocupado la construcción de los cronómetros náuticos, y de pronto, una mañana, me embarco para estudiar los progresos de la relojería en Londres. El hombre es hijo de ventoleras. Hoy celebro mi fiesta onomástica entre el mar y el aire. Ustedes me dispensarán el honor de aceptar una copa. Se la ofrezco de todo corazón. Soy hijo de Marsella. Podía no serlo. Reconozco que podía no serlo. Vamos a chocar los vasos. Si ustedes lo autorizan, llamaré para fraternizar a los camaradas que me acompañan. Gentes del mejor trato. Nos hemos conocido a bordo y ya somos como hermanos... Es lo que tienen los viajes... ¡Oh mis buenos amigos, no permanezcáis alejados! Propongo un brindis en honor del bello sexo.
Arrastró una banqueta, acomodó el vientre rotundo delante de la mesa, puso los ojos tiernos a la rubiales y con grandes palmadas reclamó al cantinero.
XIV
Después de beber subió toda la trinca a refrescarse sobre cubierta. Una farola encendía su ojo escarlata en el palo de mesana. Fosforecían las olas. Cabeceaba el vapor en la noche de bruma y marejada. La arboladura mecía sus cruces en mundos de estrellas. La luna tenía un halo verde. Algunos pasajeros envueltos en mantas dormitaban en sillas de lona. El piloto de guardia paseaba sobre la toldilla: Su sombra difusa marcaba los vaivenes del barco. Resplandecía de luces la cámara de primera, en una lejanía que la noche llenaba de prestigio, inaccesible para el pasaje del sollado. Cantaban las olas. La sombra encumbrada del piloto se vestía de luna. Lloraba a popa un acordeón de emigrante. El relojero se quitó la gorra, saludando al mar y al cielo:
—¡Vendaval duro! Me agrada este tiempo.
Murmuró una voz burlona:
—¡Valiente lobo marino!
—Hijo de Marsella. Lobo marino de toda la vida. Desde tiempo de los griegos.
—Pero ¿no cumples cuarenta
—¡Y cuarenta mil! Vengan tempestades.!Volvemos en alas de la tormenta! ¡Avante! ¡Hurra!
El barbudo gigante, con los ojos arrebatados, cargaba su pipa: Había hecho suyo el petacón del chulapo, que le miraba socarrón y maligno:
—¡Buen petacón! Permite que lo vea.
Como alargaba el brazo, el gigante presumió el sentido de las palabras, y sin el menor embarazo le alargó el petacón: Se puso la pipa en la boca, y con un alzamiento de hombros bostezó en inglés:
—No recuerdo quién me lo ha prestado. Acaso...
Miró al chulapo y se echó a reír con su gran risa jovial, que le estremecía la barba. Indalecio, con guiño maleante, deslizó en la faja el casi vacío petacón:
—¡Vaya un tío frescales!
Al marinero de las manos pulidas se le enrojeció la cara. El Maestro, humeante la pipa, le llevó aparte:
—Sería ocasión de ver si tus amigos los revolucionarios españoles pueden abrirnos un crédito hasta llegar a Londres.
El marinero insinuó confuso, con una vacilación de tímida reserva:
—Todavía no sé sí son mis amigos.
—Son revolucionarios, sacerdotes de un mismo ideal... Los hermanos nos debemos protección... ¡Mi nombre les será conocido!
Se habían detenido al pie de la escalera que subía a los entrepuentes. El discípulo se mostraba indeciso:
—Los revolucionarios españoles no comparten nuestros ideales... En su mayoría son militares monárquicos: Generales desechados... Algunos, muy pocos, profesan ideas republicanas. Los demás...
El Maestro le interrumpió con un balbuceo apasionado :
—¡Te falta resolución, te falta audacia, te falta carácter! ¡Prefiero al Boy con su falta de escrúpulos! ¡Lo prefiero! No basta ser capaz de morir en una barricada. La lucha es de todos los días, de todas las horas. ¡No basta tener vocación de mártir! ¡No basta! ¡No basta! Admito tus excusas. Seré yo quien se aviste con esos hermanos. Admite tú mis referencias. ¡Son exactas! ¡He sido bien informado! ¡Seré yo quien afronte la situación!
Jadeando había subido al entrepuente, y su figura gigante parecía tocar las estrellas. Caminó algunos pasos seguido del discípulo, que se disculpaba con honesta entereza:
—No he formulado una negativa...
—Creí entenderlo.
—No la he formulado, aun reconociendo mi incapacidad para ciertas gestiones.
—Tus escrúpulos son orgullo de burgués.
—Dejé de serlo para servir a la causa.
—No basta. Es preciso saber triunfar de los prejuicios sociales. Todo es de todos.
—Me avistaré con esos supuestos hermanos.
—¡Nada de supuestos! Uno de ellos tiene órdenes sagradas.
—¿Sacerdote y masón?
—Aunque te asombre.
—Les hablaré. No respondo del resultado...
El Maestro, humeando la pipa, clavaba los ojos en la iluminada cámara de primera, donde un piano desafinado acompañaba el baile de algunas parejas: Rugió reconcentrado:
—Sobre la cubierta de un barco, la injusticia de las diferencias sociales se hace más cruel y depresiva para la dignidad humana. La reducción de espacio actúa como un alambique. ¡Con gusto arrojaría una bomba en medio de esa saturnal!
El marinero sonrió perplejo ante aquella inesperada violencia. La saturnal era el dulzarrón acompañamiento de danza que una miss puritana tecleaba al piano y el pausado girar de dos parejas cumplimenteras.
Rodearon la luminosa cámara, y por otra escalera se sumieron bajo el alcázar. El sobrecargo trabajaba en una cabina estrecha, inclinado sobre los libros de contabilidad: Al verlos, se alzó los anteojos a la frente. El Maestro se había detenido en la puerta y trazaba sobre el pecho un lento signo masónico. Respondió el sobrecargo con parecida mímica: Se estrecharon las manos, y el barbudo gigante presentó al discípulo, que saludó con iguales ceremonias. Luego explicó que deseaba ver las listas del pasaje y poner en claro quiénes eran aquellos hermanos embarcados en Gibraltar. El sobrecargo buscó entre los papeles de su mesa y le alargó una hoja. El Maestro se la pasó al discípulo, que a mitad de lectura levantó los ojos cegatones y con recatada sonrisa miró al Maestro:
—Hemos tenido suerte...
El barbudo gigante hizo un gesto fanfarrón:
—Lo esperaba.
—Amistad sólo tengo con uno...
—Es bastante. ¿Cuándo piensas verle? Creo que debe ser ahora mismo.
El discípulo vaciló:
—Ahora acaso sea tarde... Ya se habrá recogido.
—Se le despierta. Vas a escribirle dos letras.
El Maestro le puso en las manos una pluma, y el sobrecargo le alargó un pliego. Aseguró flemático:
—Hay partida de juego.
XV
Con el primer bandazo había surgido la partida de monte. Llevaba la banca el Pollo de los Brillantes: Eran puntos los hermanos del triángulo, los militares, el clérigo sin licencias y varios desconocidos del pasaje que hacían la oreja. El Hermano Claudio Nerón —Paúl y Angulo—sobresalía por sus puestas. Apuntaba contra los reyes y jugaba en las sotas: No cobraba ni perdía sin darse un latigazo del néctar jerezano. Estaba pendiente en el descarte de un entres, cuando el camarero le entregó un papel misterioso. En pie, dando lumbre a la tagarnina, cobró su puesta y salió a la noche multiplicada de estrellas en el salsero de las ondas. Caía la luna sobre la obra muerta y destacaba el bulto de un hombre recostado en la amura de babor. Paúl y Angulo se acercó con desconfianza cegatona:
—¿Eres Fermín?
—El mismo.
—¿Dónde embarcaste?
—En Málaga. Salí de Cádiz disfrazado de marinero, como me ves, y a bordo de un laúd contrabandista pude arribar a Gibralfaro.
—¿Vas a Londres?
—Voy a Londres.
—¿Sin dinero?
—Con muy poco. Pero va un amigo con menos dinero que yo, y para ése necesito que me haga un préstamo. En el sollado, pareja conmigo, duerme el gran revolucionario Miguel Bakunin. Digo, no duerme, que sus grandes pensamientos le tienen en vela. En Cádiz reunimos un socorro: ¡Poca cosa! La Logia de Málaga contribuyó también con algo. Allí, disimuladamente, pasamos a bordo tres compañeros: A mí me conmovió verle tan desvalido, y tomé de mi cuenta acompañarle, El apóstol del pueblo ni un jergón tenía, ni una almohada donde reclinar la cabeza. Así va ese justo al destierro de Londres.
—¡Me has conmovido, Fermín! El gran revolucionario tiene toda mi simpatía.
—¿Qué puedes hacer por él?
—Lo que tú harías.
—¿Tanto?
—Más.
—Yo le tomaría pasaje en la segunda cámara.
—Yo, en la primera.
—No vamos a pujas.
—No vamos. En este bolso hay trescientas esterlinas destinadas al Comité Revolucionario de Londres. Tómalas. La única revolución decente es la rusa. Cuando pierda la última peseta, me haré anarquista. Toma la bolsa, Fermín.
—Échame el aliento.
—¿Sospechas que estoy borracho?
—Borracho, no... Pero has bebido.
—Yo bebo siempre.
—¡Y siempre estás exaltado!
—¿Tú no bebes nunca?
—¡Jamás!
—¡Pues no sabes lo que es bueno! Sin vino, sin tabaco y sin fornique, el mundo sería como para pegarse un tiro.
—Sin esos tres anzuelos, la vida nos retiene.
—¡A los santos!
—Y a los revolucionarios.
—Toma la bolsa, Fermín.
—Retiraré el préstamo, y si durante el viaje piensas otra cosa, me lo dices y recobras la suma sin otra merma.
—¡Voy a tirarte por la borda!
—Te hablo en conciencia.
—Tú pasas a cámara con el apóstol.
—Los lujos acostumbran mal el cuerpo. El Maestro aceptará porque su salud no le consiente otra cosa.
—Voy a entenderme con el sobrecargo.
—No te precipites. Déjalo siquiera hasta mañana.
—Lo que puedo hacer hoy, nunca lo dejo para mañana.
Los dos revolucionarios se estrecharon las manos. El Compañero Salvochea pasó por el mundo austero y candoroso como los pescadores que escucharon la sagrada palabra, a la sombra roja de las velas, en el lago Tiberíades. Con la bolsa oculta en el pecho se alejó en busca del Maestro. Un bulto que salió de la sombra le siguió los pasos a recato. Se oía el tumulto de las jugadores que zurrados abandonaban la partida y en alborotada cuerda salían por el postigo del fumador. Lumbres de cigarros en fila lucieron sobre la amura, y las entreabiertas braguetas vertieron aguas en el mar de estrellas.
XVI
El Maestro iluminaba el nuevo alojamiento con su ancha sonrisa barbuda de apóstol eslavo. Los ojos claros, de una jovialidad campesina, no mostraban asombro, y su expresión podía ser de amorosa confianza en la caridad de los hombres. Ordenaba libros y papeles en el fondo de un maletín de cuero:
—En caso de naufragio, procuraré salvar mis manuscritos, como el poeta Camoens.
El Compañero Salvochea, con fantasía andaluza, en un rápido y emotivo lostregar, tuvo la imagen del apóstol saliendo con sus manuscritos a una costa de nieblas y faros ingleses:
—No ocurrirá esa desgracia.
El Maestro abrió el cajón de una mesilla y sacó dos velas de esperma.
—No falta detalle. La burguesía occidental vive con refinamientos desconocidos en Rusia.
La ancha y barbuda sonrisa, la frente calva, los claros ojos, inocentes como dos berzas, producían una emoción religiosa en el Compañero Salvochea.
—Maestro, usted está necesitado de descanso.
—Sin duda, esta noche no podré trabajar mucho tiempo.
—Vive usted sin dormir.
—Llamo al sueño, pero no acude.
—Esta noche no será lo mismo. La litera es más blanda que el sollado. ¡Maestro, hasta mañana!
—Compañero, escúchame. No quisiera disfrutar esta litera sin agradecérselo primero a tus amigos.
—Maestro, eso queda para otro momento.
—¡Una brava gente tus amigos! Siempre los españoles seréis nietos de Don Quijote.
—Amistad solamente tengo con uno, amistad fraternal, desde la escuela... A los otros cuatro no los conozco.
—Tu amigo, ¿es de los nuestros?
—Muy cercano.
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Paúl y Angulo.
—¡Paúl y Angulo' ¡Buen nombre de revolucionario! Vamos a saludarle. ¡Paúl y Angulo! ¡Nombre de convencional!
El apóstol de la religión anarquista se alzó de la litera donde había permanecido sentado. Era, en aquel momento, un dulce gigante, con la sonrisa barbuda, campesina y jovial de los santos románticos. El Compañero Salvochea abrió la puerta del camarote: Al extremo del corredor resonaba la perenne, disputa de los cinco españoles:
—Prim no ha hecho declaraciones republicanas.
—Aún puede hacerlas.
—No las hará.
—Don Juan Prim es un patriota.
—Y un monárquico rabioso que está en tratos con la Reina Madre.
—¡Baba de envidiosos!
—Si busca una solución monárquica, es natural que se entienda con las Personas Reales.
Paúl y Angulo enronquecía asegurando el triunfo del ideal republicano en España y Portugal.
—Don Juan dará un manifiesto.
El Capitán Estévanez pone acotaciones al margen:
—¡El ideal republicano! ¿Qué ideal republicano? Son muchos y contrapuestos los ideales republicanos. ¿República unitaria? Pues este cura no está conforme.
Y sacando un juego de bufas concordancias, saludó con una genuflexión al clérigo sin licencias. Saltó el aludido:
—El cura está conforme. Quien no parece estarlo es el simpático hijo de Marte.
—Mis ideales no son, no pueden ser, una República unitaria.
Vociferaba Tiberio Graco:
—Usted es un pimargaliano.
—Creo que soy un socialista federal. No estoy muy seguro.
El clérigo, entornando la puerta del camarote, se colaba por el rendijón:
—Es usted un hombre sano de espíritu y de cuerno, y con ese simpático optimismo se pueden profesar todas las utopías libertarias, sin contaminarse. Caballeros, la conversación es muy agradable, pero aún tengo que rezar el breviario.
Se desgañitaba Claudio Nerón:
—Una vez por todas reniego y maldigo de la revolución hecha por espadas. Temen al pueblo y quieren tenerlo en la puerta de las tabernas jaleando el paso de los soldados. Un pronunciamiento más, para que dirija una proclama a los españoles el hijo de Luis Felipe. ¡Que no acabe con toda esa canalla un cólera morbo asiático! ¡Una viruela negra! ¡Un rayo del infierno!
A lo largo del corredor alumbraban nebulosas candilejas de petróleo. La llama tenía un aire miope en el abombamiento de los tubos, gruesos como vidrios de linterna. El gigante eslavo aún permanecía en la puerta de su camarote. La figura, enorme, tocaba con la cabeza el dintel. El Compañero Salvochea, en el corredor, bajaba los ojos sobre el paso de hule. Le cohibían las interjecciones y sacrilegios con que los cuatro españoles apostillaban propósitos y discursos revolucionarios. El apóstol eslavo, en la puerta del camarote, asombraba los ojos alucinantes, bajo el ceño del evangelista:
—Ese violento, sin duda es tu amigo Paúl y Angulo...
—El mismo, Maestro.
—Presentí que lo era. ¿De qué maldice?
—Es el estilo nacional. La revolución española significa la protesta de todo un pueblo que exige buenos ejemplos en las alturas.
—Una revolución no es una bullanga romántica, ni un cadalso. ¿Qué fruto promete al pueblo español el castigo de su Reina? ¿Le concede libertades? ¿Establece el reinado de la justicia social? Vuestra Capeta, ajusticiada, es un episodio para figura de cera. Carlos Estuardo, Luis Capeto, María Antonieta, una cabeza más, las cabezas de todos los tiranos, no son un concepto revolucionario ni una filosofía política. Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentimiento de la dignidad humana.
Enrojeció Salvochea:
—¡Para que no grite vivan las cadenas!
Fermín Salvochea, encendido de probidad revolucionaria, asentía a las palabras del apóstol eslavo, y entre sí acendraba íntimos votos de llevar al pueblo la buena nueva y convertir al paria en ciudadano. El ingenuo gigante, sonrojándose a su vez, recordó ejemplos de Rusia:
—El mujik también ama el látigo de los Zares. Hace miles de años que lleva llagadas las espaldas. Compañero Salvochea, en nuestra peregrinación por el mundo, aún oiremos muchas veces el grito de ¡Vivan las cadenas!
Sentíase el barco alegre y marino, con el ruido del mar por el costado y el crujir de las cuadernas. El Maestro salió del umbral de la puerta y fue hacia los disputadores, seguido del Compañero Salvochea. Con honrada simplicidad expresó su reconocimiento a Paúl y Angulo. El marchoso andaluz, ganado por la barbuda sonrisa, mudó del improperio menestral a fórmulas corteses de andaluz señorío:
—Yo soy el deudor: La deuda yo la contraigo, Maestro soy un entusiasta de sus ideales, y con esa exigua suma se me admite a colaborar en los futuros destinos revolucionarios del mundo.
Los otros compañeros, con diversos estilos, también expresaron sus sentimientos cordiales al gran revolucionario. El Capitán Estévanez, emocionado y francote, finchándose, solicitó del Maestro autorización para abrazarle:
—Ya estoy compensado del viaje.
Luego, el gran revolucionario, abrazó a los otros, y finalmente todos se abrazaron, sellando obligaciones fraternales, con un entusiasmo candoroso por el ritual del Triangulo. El apóstol, con un giro oriental, indicó su deseo de retirarse:
—En el mar no cantan los gallos.
Acompañaron al Maestro hasta la puerta de su camarote, y ungidos por la apostólica y barbuda sonrisa, reanudaron en el extremo del corredor las letanías revolucionarias. Fermín Salvochea, muerto de sueño, después de escucharlos un momento, se fue a dormir al sollado.
XVII
El Compañero Salvochea, en el momento de tomar la escalera, se sintió detenido. La Sofi, en cabellos, toquillón y enaguas, crispaba los falsos anillos, tirándole de la blusa, llamándole a un lado: Lívida, con cara de susto, espantaba los ojos explorando las sombras del sollado:
—¡No pases! ¡La muerte te espera! ¡Por tu madre, no pases! Yo estoy aquí con la orden de camelarte y ponerte indefenso en sus manos. La intención es matarte y robarte la bolsa de oro que llevas sobre ti. No me desmientas, que acabo de palpártela.
El Compañero Salvochea, con risueño escrúpulo, advirtió los corales del descote, la mustia flor de trapo que llevaba en el pelo la prójima:
—¿Tu hombre quiere matarme y robarme?
—¡Así es!
—Pero ¿indefenso?...
—Indefenso en mis brazos...
—¿Sin esa condición?
—No te le enfrentes esta noche, que muy fácil acontece una desgracia. Déjale venir contra mí y que desahogue la rabia primero poniéndome negra.
—¿Te enamora su mal trato?
—Nada me enamora, que le aborrezco.
—¿Por qué le sigues?
—Será mi destino seguirle.
—¿Por qué esta noche le desobedeces?
—¡Antes que hacer contigo papeles de mujer mala, prefiero la muerte! Tú me has mirado tan compasivo, que con gusto te hubiera contado todas las amarguras de mi perra vida. ¡Tú eres muy otra cosa de lo que dice esa ropa de marinero! ¿A qué marinero le confían un capital como el que tú llevas contigo en la hora presente? Ya que la bolsa te suena, págate pasaje de cámara. ¡Por tu madre, no pases! ¡No más lo dudes! Antes de separarnos permitirás que te bese la mano.
El Compañero Salvochea la vio de rodillas, el toquillón de estambre cayéndole por las caderas, la garganta con sartales, la flor de trapo en el pelo, triste lupanaria. Le abrazaba trabándole las piernas, lívida, dramática: Con un escorzo epiléptico volvía la cara y espantaba los ojos en las sombras del sollado. El bulto de un hombre salió de improviso: El enorme facón que levanta lucía suspendido bajo la luna. La mujer, atrevida, convulsa, cortándose las palmas, se lo arrebata, y con remangue del brazo lo envía a las lunas del mar:
—¡Sin herramienta!
El Compañero Salvochea sucumbía en la lucha ronca y brutal con aquel hombre que le agarrota, que le hunde las rodillas en el pecho. Las manos de la mujer, tibias de sangre, corrían ligeras registrándole bajo la blusa. Dueña del bolso, escapa hacia la borda:
—Al mar lo tiro como no sueltes a ese hombre. Al mar se va conmigo como sigas apretando
Las voces estridentes de la lumia alarmaron al coime, que, vuelta la cabeza, seguía apretando con una mueca forzuda y patibularia. De repente intuyó que acababa su fuero sobre aquella mujer con las carnes llenas de golpes: Su instinto erótico aleteó asombrado en una sima de resplandores románticos:
—¡Mujer sin alma, husmas perderme!
La mujer se vencía tanto pobre la borda, que ya no tocaba la cubierta con los pies: Enseñaba las medias listadas y los broches de las ligas:
—¡Ladrón, asesino!
—¡No ladres, gran maula!
El Compañero Salvochea debatíase con las uñas clavadas en los pulsos del facineroso. Corría por la borda la luz de un farol, y la mujer, pugnando por tirarse al mar, en lucha con el sereno del barco, llenaba la noche de gritos. Enredado por los flecos flameaba el toquillón, y perseguido por los gritos de frenética, pegándose a la amura, escurríase el coime. El Compañero Salvochea, desconcertado, confuso, probó a incorporarse. Dolorido de la garganta, el pecho con angustias, la frente con fríos sudores, anublándosele los ojos, vio el mar en un plano oblicuo, y la obra muerta con la luna, y la blanca mujer en cabellos colgando por las enaguas. Se desmayó en un tumulto de luces y de voces. Recobró el sentido sobre una litera. La ancha sonrisa barbuda del gigante eslavo le acompañaba.
XVIII
El vigilante nocturno, con una mano sobre el cuello de la frenética y la otra levantada con el bolso de oro, testimoniaba ante el piloto de guardia:
—Pasaje de Gibraltar. Rol de tercera. Viaja en compañía de un amigo. Hubo disgusto y, desesperada, ha intentado tirarse por la borda.
El piloto cargó la pipa, se la puso en los labios, le dio fuego, tragó el humo dos veces y estiró las piernas:
—¿Y el amigo?
—Largó escota.
—Pues hay que buscarlo.
—A lo que parece, la desavenencia estuvo en esta bolsa.
El piloto recogió las piernas, al mismo tiempo que se retiraba la pipa de los labios para interrogar a la desesperada en un chapurreado de fantasía:
—¿Es tuya la dinera?
—¡No! Se la robé, a un santo del cirio.
El vigilante nocturno, redujo el hecho a raíces prosaicas :
—Se la robaron a un español, ésta y su coime.
Saltó la rubiales, los ojos ardientes de luces adivinas :
—¡Yo sola se la robé, y no ha sido por menos que por salvarle la vida! El propio interesado no diría cosa diferente. Pregúntenle, si por suerte no la diñó a manos de ese satánico, que cuanto más goza es cuanto más negro tengo el cuerpo por su maltrato. Pregúntenle, si es vivo. ¡Que le pregunten de mi culpa! Sobre la borda, por la bajera, me salvó de la muerte este bárbaro. Pregúntenle por quién daba mi vida tan desesperada.
En la puerta del camarote apareció el médico de a bordo, tocándose la visera. Bajo el brazo sostenía un estuche con instrumental:
—¡No ha hecho falta nada! La cosa estuvo seria. Un intento de estrangulación.
El piloto volvió a ponerse la cachimba en la boca y a estirar las zancas. Sacó el revólver que tenía en el cajón de la mesa, sobre la caja de puros habanos, y lo descargó escrupulosamente. Con el mismo reparo y parsimonia, volvió a incrustarle los siete balines. Ordenó perentorio:
—Un cabo con dos hombres. ¿Quiere usted acompañarme, doctor? Voy a poner en la barra al amigo de madame.
La clamorosa cruzó sobre la cadera las puntas del toquillón y accionó con una mano:
—Señor míster, a una servidora usted le pone grilletes, la encuelga de un palo, pero la remite de ir a la barra en pareja con ese moreno. ¡Sorda me quiero antes que oír el relato de sus textos! ¡Ciega antes que verle! Usted, señor míster, me carea con el dueño de la bolsa, y que ese santo me acuse. Primero de todo, séame devuelta la bolsa para que a la presencia de todos ustedes una servidora se la entregue.
Cortó el piloto humorísticamente;
—Usted y la dinera quedan depósitos sobre la mesa, con un guardia de guipo, hasta el vuelto de mi. ¡Andando!
Del mamparo de la cámara despegaron dos bultos con carabinas, el farol del condestable y una bocamanga galoneada. Ritmo de marcha y vaivén de la bocamanga.
XIX
El tunante, agatado entre fardos en el oscuro de la bodega, atacaba la boca de un trabuco, el ojo atento a la escala del escotillón. Por allí llegarían a prenderle. En la oscuridad, dispersando a las ratas, alumbró una linterna. En el vértice del cono luminoso negreaba la minúscula figura de un vejete con paletó y gorra de músico:
—¡Indalecio, no te juegues la vida!
—¿Cómo usted aquí, Don Teo?
—Te sigo los pasos.
—¿Que usted ha entrado cegándome? A otro con ésa. Usted, Don Teodolindo, solfeaba algún negocio entre estos fardos.
—Mi solfa es darte un buen consejo. Estás, hijo, en una ratonera, y con la resistencia agravas un hecho que en sí no es nada. Dos hombres que riñen ciegos por una mujer. He procurado enterarme, y al interfecto, en el término de ocho días, no le quedan ni señales del daño. Te arrebataste cuando has visto que la mujer de tus delirios recibía el bolso de dinero. Ésa es tu defensa, Indalecio. Buena defensa, si no te dejas envolver. Todo lo más, un mes a la sombra, cultivando relaciones con la mejor sociedad de Inglaterra.
—Para ser así había usted de presentarme en un plato la lengua de la Sofía. ¡Don Teodolindo, esa viperina me delata!
—¿Porque te aborrece?
—Así es.
—¿Busca perderte?
—¡No es otro su deseo!
—¿Concertaba fugarse? ¡Abandonarte! ¡Hundirte un agudo puñal en el corazón de cal y canto! ¡Otra mujer de Putifar!
—Sí, señor, y tómelo usted a soflama.
—Indalecio, esa historia hace época en los Tribunales de Albión.
—Don Teodolindo, usted no cuenta con mi genio. Seré una mala cabeza, lo que usted quiera, pero me sobra dignidad para dejarme conducir a la barra como un manso cordero. Los primeros que asomen por esa escala, palman.
—Y de una culpa honrosa, según habíamos convenido, te haces reo de muerte. Indalecio, olvida, las matonadas y sé hombre de provecho. Considera que estás llamado a un cambio de fortuna. Mira que nos regeneramos si sale el negocio de Londres. ¡Y tal como está planeado, no falla!.
—¡Yo voy a ciegas!
—Según lo entiendas.
—¿Qué se me ha dicho? Que al desembarque recibiré el diario de una esterlina, y que usted me dará la consigna.
—Pues ya sabes bastante. Una libra esterlina para darte postín, y pagados los gastos de hospedaje tuyos y de la Sofi.
—¿Y por cuánto tiempo ese bizcocho? ¿Se me ha dicho? ¡No se me ha dicho nada! Las esperanzas de usted no son las mías. Usted conoce a fondo el cúrelo, y un servidor va a ciegas.
—¡Indalecio, no te hagas el guaja! ¡Tú sabes demasiado!...
—Lo que usted y el otro socio han querido decirme. Que se va sobre un negocio de contrabando.
—¿Eso le han dicho?
—¡Eso!
—Recuerda algo más.
—Usted me preguntó si había cosa que se me pusiese por delante.
—¿Y has respondido?
—¡Que no la hay! ¡Porque no la hay! ¡Usted pronto va a verlo!
—¡Aquí no! En Londres, Indalecio... Eso trabuco lo descargarás en Londres...
—¿Contra quién?
—Lo sabrás a su tiempo.
—¡Contra Prim! El día que embarcamos tuvo un sueño la Sofi.
—Indalecio, no delires con grandezas ni te guíes sobre los infundios de la Sofi. No son para nosotros esos honores. Un crimen político, para las mismas familias no era una deshonra, tendríamos defensores en la Prensa. En caso, el golpe había de estudiarse despacio, con planos del terreno. ¡Tú no sabes cómo se trabaja en Londres! En el día, uno de los más finos planistas de aquella plaza es un español por todos reconocido como la primera cabeza. Esa visita tenemos que hacerla. Entrégame el trabuco, lo esconderé entre estos fardos. Ahora salimos, vas a la barra, y fumando un cigarro y cantando playeras aguardas a que te cumplimente el piloto de guardia.
—¡Tampoco estaría mal el golpe!
—Dame el trabuco. Lo descargarás en Londres. Ten presente que eres un amante celoso, un tipo de novela. Eso da categoría.
—Asegure usted la lengua de la Sofi.
—Le hablaré al alma.
—Que esa tía mundana declare cómo el gilí, para camelarla, le hizo tomar la bolsa al peso, y mi pena no es ninguna.
—Me alegro que lo entiendas.
—Vamos.
—No es prudente que me vean contigo. Echa tú por delante.
—Se pierde usted de oír un buen tenor en la barra.
Fue a tientas hacia el reflejo de luna en el escotillón, y gateó por la escalera. Se le oyó cantar con estilo de trémolos menestrales.
A tus plantas rendido vivía,
con tu imagen en el corazón.
¡Y tu pecho de nieve escondía
para mí la más negra traición!
XX
El melodramático chulapo cantó toda la noche en la barra. El piloto, que en el camarote de cubierta escribía las diligencias, se quedaba escuchándole con la pluma suspensa. El doctor, sentado en el diván de gutapercha, cabeceaba espabilándose por momentos súbitos, entre dos compases. La Sofi, con aire lánguido de tísica ardiente, se recogía el toquillón sobre los hombros, se alisaba las ondas, escupía en la punta del moquero:
—Ya puedes dar el do.
Interrogó el piloto:
—¿Ser cante jondo?
—No, míster.
—¿Andaluz?
—Por todas partes se canta.
—¿Gitano?
—Habanero.
—¿De los negros?
—Y de los blancos.
El doctor, a una guiñada del barco, se despertó batiendo con la cabeza en los tableros. El piloto empezó a descargar la pipa golpeando la mesa:
—¿Doctor, usted se duerme?
—¡No me deja ese canario romántico!
—¿Tiene usted redactado el parte?
—Lo redactaré mañana.
—Haremos la indagatoria entre los españoles amigos de la víctima. A ser posible, las diligencias deben pasar ultimadas al compañero que entre de guardia.
La Sofi oía con los ojos. Instintivamente se puso en pie al borde de la banqueta de hule, el cuello lívido brillante de sartas, mal prendida en las ondas del pelo la flor de trapo.
—¿Van a carearme con ese santo del cielo? Míster, que usted se vea recompensado.
El sereno tomó su farol y salió alumbrando, la mano libre sobre el cuello de la prójima. La disputa de los españoles resonaba a babor, en el pasillo de primera. Habían sacado banquetas a la puerta de los camarotes y fumaban en camisa y calzoncillos para estar frescos. Una voz tronaba contra el nombre de Prim. La histérica mujer se santiguó, brizada por las imágenes de aquel mal sueño que había tenido, frente a las luces de Gibraltar. Un sueño dramático, salpicado de sangre como estampa de novela por entregas. El trabuco del amante, que ella había pasado bajo las faldas, comparecía en una rueda de puñales, puesta de medio la gorra del moreno. El trabuco sacaba un baile. ¡Vueltas, vueltas, vueltas! La gorra, puesta de medio lado sobre la boca del cañón, salía disparada. Se despertó, y al removerse —lo recordaba—, le saltó de encima una rata. Juntaba los enigmas del sueño al enigma de aquel pasajero vestido de blanco, con cadena luciente en el chaleco. Reclinada en la borda, con un clavo de dolor en las sienes, le había visto hablar secretamente con Don Teo. Por alguna palabra indujo que el negocio que tramitaban era de compromiso, y no menos que la muerte de un hombre. La Sofi, en el primer momento, no experimentó ningún sobresalto, triste, desidiosa, razonable. Después, aquel pasajero vestido de blanco daba cuerda al reloj de oro, que cantaba haciendo la rana. Luego, Don Teodolindo le pagaba unas copas a Indalecio. Como aún le duraba la ceguera, entonces fue el sobresaltarse. ¡Y tan mareada! ¡Y tan mareada! ¡Con el dolor fijo en las sienes! ¡Todo a dar vueltas!
—¡Ay mi madre!
El sereno no pudo sostenerla. La Sofi, golpeándose, rechinando los dientes, cayó convulsionada. Entre el desgarre de las ropas palpitaba la carne desnuda y lívida, con un furor de mal sagrado. Frenética, torcía la boca con un alarido espumante. La sujetaron brazos forzudos. El doctor, gesticulando, pedía a todos una cuchara para ponérsela entre los diente: y prevenir que se tronzase la lengua. El pasaje asomaba en las puertas. Una señora con papillotes y peinador de lazos ofrecía su frasco de sales. La Sofi, pasados los primeros furores, estrangulaba risas incoherentes. Exánime, la pusieron en una litera. Movía la cabeza sobre la almohada con acelero obsesionante. La señora de los papillotes le aflojó las enaguas, mientras advertía a los hombres que no mirasen. La Sofi, desmelenada, lívida, muy azules los ramos de las venas, trascendía un encanto melodramático de figura de cera. El doctor se puso intratable y la dejaron sola. La de los papillotes, que removía la poción antiespasmódica, pasó el vaso y la cucharilla a una enfermera y se retiró majestuosa:
—Me alegraré que se mejore. ¡Buenas noches!
La Sofi, desvelada, sentía el balance y el rodar de las olas por el costado. Era un saltar alegre, con rumores como palabras. Muchas veces hablaban en las olas muchas almas: Almas de mujeres afligidas, negras por los golpes de sus enamorados: Mujeres como ella, fatigadas de llorar penas en el mundo. Un dolor de pensar, incoherente y difuso, le taladraba las sienes. ¡Todo tiene un fin! ¡Todo para en la muerte! Todo se acaba. El amor más a prueba se acaba. En el fondo del mar, los más grandes infortunios tienen remedio. Se develaba. La puerta y el ojo de buey estaban abiertos para que se renovase el aire del camarote. La enfermera roncaba con ceremoniosos saludos. Dos alegres pasajeros cruzaban el pasillo:
—¡Tenemos un tenor en la barra!
XXI
Eran ley para mí tus antojos.
Yo vivía rendido a tus pies.
¡Me miraba en la luz de tus ojos,
esos ojos que son dos quinqués!
El Capitán Estévanez parodiaba con gracejo el alarde del valentón que no dejaba de cantar y tenía en vela al pasaje de tercera:
—¡Más éxito que Tamberlick en Puritanos!.
Sentenció Paúl y Angulo:
—¡Que le pongan una mordaza!
—Tendríamos una revolución a bordo. Se ha hecho el amo del sollado.
Maduraba el Capitán Meana:
—Y es el caso que yo conozco a ese punto.
Comentó Estévanez:
—Parece un chulapo romántico, que son los peores. ¡Vaya repertorio de polcas y habaneras, sembrado de besos ardientes, corazones, puñales y celos!
Paúl y Angulo se limpiaba los ojos, ligeramente enrojecidos, y volvía a ponerse las gafas azules.
—Un Espronceda de Ceuta.
Estalló el Capitán Meana:
—De Ceuta le conozco. Sirvió en el Fijo. Estuvo en la banda.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo. Estos tiempos navegaba por los cafés de Madrid. Tú también le conoces, Nicolás. El guitarrista del Minerva.
—¡El melenudo!
—¡El melenudo!
—¡Pues mucho ha cambiado!
—Le he tenido en filas sin adornos capilares y no se me despinta. Ya entonces se pasaba los arrestos cantando ese repertorio.
—Hubiera estado bien darte a conocer. Seguramente le hubiera parado un poco. ¿Fermín de qué le conoce?
—No le conoce.
—La cosa iba de veras.
—¡Y tanto!
—¿Cuál ha sido la declaración?
—Un infundio para salvar a esa pareja de pícaros
—¡Qué absurdo!
Sentenció Paúl:
—Muy de Fermín.
—Pero ¿qué ha declarado?
—Que la prójima recogió la bolsa con el santo propósito de entregársela.
—Se le había caído.
—Se supone. Al tomarla recibió un golpe, cayó y no sabe más.
El apóstol de la revolución universal se llevaba un dedo a los labios:
—¡Un poco más bajo! De todo se entera. Comparto su escrúpulo de no meter en la cárcel a esos desgraciados: En la cárcel no se harían mejores.
Paúl y Angulo esforzó la voz con jocoso imperio:
—Fermín, procura dormirte y no seas pelmazo.
Se oyó la voz mustia del Compañero Salvochea:
—¿Y vosotros qué hacéis toda la noche sin acostaros?
—La noche ya se fue.
—¿Amanece?
—Amaneció.
La Sofi asomaba sigilosa y descalza:
—Permitirán ustedes que me explique con ese santo.
Sorpresa, dudas, recelos. Todos miraban a la prójima que, descalza, mal ceñidas las enaguas, envuelta en el toquillón, apoya el hombro en el tabique del pasillo y se lleva una mano a la frente. Paúl y Angulo murmuró en sordina con guasa chispona:
—¡Una artista! ¡Ésta canta La Traviata!
La mujer se despegó del tabique:
—Para ustedes soy una grandísima ladra... En sus caras lo leo. Ladra, otras veces lo habré sido, y una esclava de ese mala sangre para todo lo peor.
El Compañero Salvochea salió de su camarote, en mangas de camisa, abrochándose los tirantes. Un vendaje blanco en torno del cuello le sujetaba las compresas de árnica:
—Dice verdad. La vida me ha salvado.
Se animó la prójima con una vibración popular y dramática:
—Y si no acude el vigilante, con los peces está la Sofi.
Paúl y Angulo, en lucha con las tiernas efusiones del mosto jerezano, se mostró cruel:
—¡Una Ristori!
La Sofi le miró con indiferencia:
—¡Una desgraciada! Caballeros, ustedes me dispensen que les haya molestado.
Recogido el toquillón bajo el codo y apuntando con dos dedos, dio a todos la mano, despidiéndose en rueda. Tenía una gracia marchita de costurera provinciana que lee novelas y anda de bailes. Al Compañero Salvochea, último en el turno de la despedida, le sofocaba el sobresalto de que la prójima intentase besarle la mano. Se la representaba sobre cubierta, tísica, ardiente, rodeándole las rodillas con los brazos desnudos, el pelo suelto y la flor de trapo en el pelo, como una Dama de las Camelias. La recordaba bajo el cielo de marinos luceros, y la penosa incertidumbre, la sensación de que había procurado trabarle las piernas de acuerdo con el amante, volvía de lo inconsciente, avergonzándole. La lívida mujer solamente le alargaba dos dedos entre los flecos del toquillón:
—¡Santo del cielo, usted sabrá mucho, pero usted no sabe de la misa la media, y ha declarado muy malísimamente queriendo redimir de la cárcel a un negro de la Guinea! Al alma que tiene, a una servidora le pica la nuez. Diga usted que tanto se me da de la vida como de la muerte. Y en el fondo del mar no hay penas.
Balbuceó el Compañero Salvochea:
—¿Qué teme usted? ¿Que la asesine?
—Naturalmente. Una servidora, al esquiciarse con el bolso para librarle de cometer una muerte, de más sabía lo que se buscaba. No se hable más. ¡Con Dios todos!
Paúl y Angulo levantó una mano sobre la cabeza de la Sofi:
—Quédese usted aquí.
La lívida mujer le clavó los ojos:
—¿Para qué?
—Para estar defendida.
—¡Si no me mata a bordo, me mata en el muelle!
—Creo que no le sacarán de la barra, pese a la favorable declaración del amigo Salvochea.
—¡Veremos la chiripa que me cae!
Se alejó desgonzada por los balances, tocando con los hombros las paredes del pasillo. Salvochea, atemorizado por aquellos agüeros, corrió a detenerla, alcanzándola al pie de la escala. Balbuceó, ruborizándose:
—Quédese usted.
La Sofi cayó de rodillas:
—¡Aquí no permanezco!
—¿Por qué?
—¡Tu vista me mata!
Fermín Salvochea volvió a sentir los brazos desnudos apretándole las rodillas con un afán amoroso. Le reprendió:
—¿Quieres hacerme caer?
—Por segunda vez. ¡Dilo! ¡Acaba! Me estás mirando todo fijo y no sabes leerme. Es verdad, como estoy a tus plantas, que cuando vi el puñal levantado pensé que tu sangre me cubriese. Fue un querer y no querer. Entrar y salir del deseo. ¡Un rayo por una ventana, aquel pensamiento! Y solamente me quedó la firme voluntad de salvarte. Ya lo sabes todo. Ahora dame con el pie como a mi perro.
El Compañero Salvochea tenía una expresión agitada y confusa. La lívida mujer le miraba, y sentíase sobrecogido ante el enigma de aquellos ojos, asombrado de responsabilidades puritanas, rígido y dogmático. La llama de lujuria que ardía en los ojos verdinos de la desafortunada mujer le daba miedo. Experimentaba un sentimiento confuso de antipatía, de terror y de lástima. Alargaba el tiempo sus momentos. No supo cómo, le dio la mano para levantarla. Pero al verla resistir, sollozando humildemente, comprendió que estaba en la obligación de ser humano, y al reconocerse culpable experimentó un gran consuelo. En el otro extremo del corredor tronaba irónico Paúl y Angulo:
—El demagogo de Judea no rechazó a la gachí de Magdala.
El Compañero Salvochea se ruborizó sonriente:
—Imitemos al Maestro.
La señora de los papillotes bajaba envuelta en un abrigo de pieles. Venía de cubierta. Con apresurado taconeo penetró en su camarote, y un momento después reapareció batiendo las palmas:
—Garçon! Garçon!
Era una morena ajamonada y muy flamenca. El Pollo de los Brillantes asomó en la puerta vecina:
—¡Mucho ha madrugado usted, Doña Baldomera!
—¿Es que ha podido dormir alguien esta noche?
—Un servidor no lo ha hecho mal.
—¿Que usted ha dormido?...
—Como un patriarca. ¿Acaso había alguna razón para permanecer en vela?
—¡Menuda!
—¿Qué ha sido ello?
Doña Baldomera se puso la mano en la boca, apagando un cuchicheo:
—No hable usted alto.
El Pollo se asomó con soflama marchosa:
—Diga usted.
—No es momento.
—Está usted misteriosa.
—Hay moros en la costa. ¡Un broncazo que a poco se matan dos pasajeros!
—¿Y eso le quita a usted el sueño?...
Doña Baldomera jugó los ojos con garabato:
—No hable usted alto. Todo ha venido por esa rubia...
—Son el diablo ustedes, las mujeres.
—No generalice, Don Pepe.
El Pollo disimulaba su alarma liando un cigarrillo, con los ojos de rana sobre la Sofi.
Apuntó despectivo:
—Conozco a esa rubiales.
—¡Menudo punto está usted!
—La conozco como aficionado al género andaluz.
—¿Es bailarina?
—Y no está mal. Es una estrella del Café Minerva.
—Tiene un chulo.
—El chulo es carta forzada.
—Pues el chulo es el de la bronca.
—Ha querido matar a un pasajero.
—Sin duda se la pegaba la niña.
—No está claro.
—Esas cosas nunca están muy diáfanas.
Doña Baldomera gachoneó los ojos:
—¡Mire usted qué cuadro!
La Sofi se despedía. El compañero Salvochea, confuso y avergonzado, le rehuía las manos a la despenada estrella del género andaluz, que con el toquillón resbalándole por los hombros, intentaba besárselas.
XXII
Indalecio enronquecía cantando en la barra, y el pasaje de tercera anovelaba comentarios del mejor estilo popular y folletinesco: Indalecio aparecía con un prestigio de jaque enamorado. Aquellas polcas y playeras, de un romanticismo menestral, encendían candilejas de melodrama. La Sofi, recogida al extremo de un banco, arrebujada en el toquillón, pálida, con un clavo en las sienes, cerraba los ojos sumida en irritado silencio. Don Teo, corcovándose con arrumacos de gato viejo, vino a sentarse en el banco. Se ladeó la gorra de músico, arrugando una sonrisa capciosa:
—Ese mala cabeza...
La Sofi se incorporó con adusto remangue y fue a reclinarse en la borda. El vejete la siguió garatusero. Se le encaró la prójima con un gesto trastornado:
—¿Va usted a dejarme?
—¡Pero niña!
—¡Que tome usted soleta!
—Recapacita, Sofi.
—He recapacitado.
—¡Muy bien! Eso quiere decir que has reflexionado. ¡Muy bien! Has reflexionado. Te haces cargo de que estamos en país extranjero, sometidos a las leyes de Albión. ¡De Albión, niña, que no son las leyes españolas!... Que se te quite eso del moño. Sofi, nos conviene a todos un rato de miramiento.
La Sofi se despegó de la borda, recogiéndose el toquillón :
—¡Eso, antes!
—No te falta razón. Yo soy un juez imparcial.
—Tengo el cuerpo negro de golpes.
Don Teo bajó la voz:
—Y sin embargo, ciega por ti ese trueno.
—¿Que ciega por mí?
—Y tú por él.
—Yo le aborrezco...
—Porque no has reflexionado bastante. ¿Puedes olvidar cómo alguna vez se ha comprometido para sacarte de la ratonera?
La prójima se cruzó el toquillón con la cara hecha una lumbre:
—¿Y quién me había metido en ella? ¿Quién me procuró la llave falsa? ¿Quién me había sacado el molde? Ese malvado se aprovechó de mi ceguera.
—Otro te hubiera dejado en las astas del toro. Inda, no puedes olvidarlo, se ha portado como un caballero.
—¿Qué hizo?
—Cegar a la poli. La ingratitud no está bien en ningún momento.
La coima se arrebató:
—¡Cegar a la poli! ¡Sinvergüenza! Hacer el cabestro para que me acostase con el Comisario. ¡Y luego, llamarme pingo y ponerme negra!
Don Teo abrió los brazos:
—¿Y en esa conducta no se manifiesta un volcán de amor? ¡Mentira parece que así te obceques! Ahora hay que no irse de la lengua y proceder con decencia: La bolsa estaba en tus manos porque te la había dado ese otro punto para camelarte.
La prójima tenía los labios blancos y apretaba los dientes:
—No diré ninguna cosa que no sea cierta.
Don Teo se arrugó, enseñando el diente limoso:
—¡Pero si es la chachipé!
—¡So sinvergüenza!
—¡Niña!
—¡Quiero redimirme!
¡Pero, hija de mi alma, ésas son novelas!
—¡Querer salirse del mal camino no es novela!
—¡Pura novela!
—¡Cambiar de conducta!...
—¡Purita novela!
—¡La Sofi que usted ha conocido se ha muerto!
—No seas histérica.
—¡Usted lo verá!
—¡Reflexiona! ¡Ten miramiento! Sobre esta cubierta nos hallamos en país extranjero, sometido a las leyes de Albión. Ciertos pleitos no deben ventilarse fuera de la patria. ¡Todo el pasaje se pronuncia por Indalecio!
—¡Nada se me da!
—Una palabra tuya puede salvarle.
—¡Pues no la diré!
Don Teo le clavó los ojos, atenazándola por un brazo:
—¿Sabes lo que te juegas?
La Sofi se desprendió con huraño remangue:
—¿Acaso la vida?
Don Teo sesgó una sonrisa de burla insolente:
—La vida es una cosa muy seria. No voy tan lejos. Con todo, no sería extraño que viendo a ese trueno entre rejas entrase contigo un remordimiento que te secase.
—¡Tío marrajo!
El vejete se arrugó con melindre puritano:
—Hablas de volver al camino recto. ¿Pero cuál es el camino recto? ¿Lo sabes acaso? ¿Puede ser el camino recto meter en la cárcel a ese chalado que canta en la barra? Óyele cómo matiza. Para ti son todos esos trémolos. ¿Es posible que no te conmueva? ¡El camino recto! Para una mujer sensible, el camino recto sería salvarle de la condena que tiene sobre su cabeza.
La Sofi tenía los labios convulsos y una expresión de agotamiento dolorosa y apasionada. Pegó el rostro a la borda, reprimiendo un sollozo:
—¡Tendrían que arrancarme la lengua!
Don Teo sonrió con sarcasmo:
—El llanto te hará bien. ¡Ni tú ni nadie sabe cuál es el camino recto!
XXIII
—Garçon! Garçon!
Doña Baldomera apareció sobre cubierta: Corría tras un camarero, le llamaba sofocada: Pudo alcanzarle y le apremió a recibir el lío de una manta que traía en correas. Hablando a gritos, le ordenó que inmediatamente la llevase al desgraciado que iba a morir entumecido en el cepo. El camarero, con flemática impertinencia, puso el lío en un banco, y oponiendo el pretexto de otras obligaciones, trepó a la toldilla. Doña Baldomera se desbocó con despechada y pomposa perorata, condenando la grosería de los camareros ingleses. Algunos pasajeros mostraban su asentimiento. La jamona, interrumpiéndose, corrió al procuro de la manta, que rodaba sobre cubierta. Se le adelantó con apremio galante el relojero marsellés. Doña Baldomera le sonrió jugando los ojos:
—Oh, merci!
—Parlez-vous français, madame?
—Mais oui. Je le parle bien.
Doña Baldomera, voluble y verbosa, contó que su padre, un grande hombre, uno de los más famosos escritores españoles, la había hecho educar en las Ursulinas de Montparnasse. Conocía la vida francesa: Sus mejores recuerdos, sus mejores amigos, los tenía en Francia. Francia era para su corazón como una segunda patria. ¡Oh, qué gran pueblo!
El marsellés sonreía con fatua complacencia. A su lado revolaban las greñas del calmuco, que reía muecas de agresivo desdén:
—Se pavonea usted de un modo absurdo, como si llevase en el vientre todas las victorias napoleónicas.
El relojero volvió la cabeza con lentitud farolona:
—Amo a mi patria. Usted acaso no puede comprender ese sentimiento.
Al calmuco se le aguzaron los ojos aviesos y burlones :
—Lo comprendo, pero no lo comparto. A mí sólo me interesa la causa de la Humanidad. Lo que usted llama amor patrio es para mí un sentimiento burgués y criminal causa de todas las guerras entre naciones.
Se llenó de suficiencia el hijo de Marsella:
—El amor patrio es como el amor a la madre. ¡No se discute!
—Todo eso es mala retórica.
Aspaventóse Doña Baldomera:
—¿Pero usted no ama a su patria?
—Mi patria es toda la tierra.
—¿No es usted ruso?
—He nacido en ese país de esclavos, pero he renunciado al honor de ser súbdito del Zar.
Se infló el relojero:
—¡Si usted hubiese nacido francés, no renegaría de serlo!
El calmuco le miró fríamente:
—¿Cree usted que su Emperador vale más que el Zar?
Coqueteó Doña Baldomera:
—Comprendo que no quisiera usted ser inglés. Yo tampoco. Inglaterra es un país antipático. ¡Qué hipocresía en las costumbres! En Londres los hombres se mueren de hambre y de frío en las calles, pero, en cambio, no faltan sociedades protectoras de animales.
El calmuco reía atiplado y sarcástico:
—En Inglaterra todo el mundo tiene un poco alma de solterona.
—¡Es verdad! ¡Usted los conoce! Sólo se enternecen leyendo novelas. ¡Todavía no he conseguido un poco de café caliente para ese infeliz que va en la barra!
El marsellés inquirió, acariciándose la barba, anublado por una sombra de celos:
—¿Se interesa usted mucho por su compatriota?
Doña Baldomera le flechó:
—¡Oh, sí!... ¡No puedo ver una lástima! ¿Quiere usted acompañarme? Los golpes de mar le han calado hasta los huesos, y le prometí con qué abrigarse.
Doña Baldomera no dejaba el juego de ojos. El marsellés tomó el rulo de la manta por el asa de cuero, y, dándole gran aire, se infló con generosa suficiencia:
—¡Su compatriota no tiene mala escuela de canto!
XXIV
Indalecio, lívido con la fatiga de la noche en vela, la ropa pegada a los huesos, chorreando agua, parecía un cuervo mojado. Adoctrinábale Don Teo con patético sermón que el chulo contradecía exasperado y afónico:
—¡A esa maula le pico la nuez!
—¡Estás ciego! El hombre que no sabe capear la vida es un primavera, y tú, con esas melopeas, te declaras juguete de las pasiones, pipí de Real Orden. Ni una mujer, ni cien mujeres, ni todo el ramo femenino reúnen méritos para que un hombre hipoteque su cabeza.
—¡A mí esa tía no me hace de menos!
—¡Si fuese tu legítima consorte, aún!... ¡Pero tratándose de un apaño!
—¡Una hora libre para beberle la sangre!
—¡Es un por demás!
—¡Que pueda agarrarla por los pelos y darle lo suyo!...
Don Teo se arrugaba con una mueca sarcástica:
—¡La Sofi a la tumba fría y tú a la horca! ¡Vaya tragedia!
—Si usted no lo comprende, será porque haya nacido para cabrón.
—Inda, te vas de la lengua, y no sabes agradecer un consejo. La Sofi, estaré yo ciego, no me parece que reúna encantos como para justificar esa obcecación criminal.
—¡La Sofi es una diosa!
—Y tú un artistazo. La has idealizado y no eres capaz de la fría reflexión.
—¡Beberé su sangre! ¡Así, bebería, y después me quitaré la vida!
Don Teo se ladeó la gorra de músico, y se rascó la sien con un gesto cínico, madurado de filosofía estoica:
—No lo hagas sin dormir con ella una noche. Puede ser que se te vuele ese acaloro criminal.
Indalecio le miró con los ojos desorbitados:
—También lo he pensado. ¿Imagina usted que no lo he pensado? Pero la mataré primero.
Saltó, inmutado, el vejete:
—¡Eso, no! La camelas. Y si después de la dormida te queda algún resquemor, le das a la diosa para el pelo. ¡Lo justo, nada más que lo justo!
El chulapón rechinaba los dientes:
—¡Usted me aconseja como si menda fuese un cabra!
Don Teo alzó los hombros, dándose un castañetazo en la visera de la gorra:
—Te aconsejo para que no seas un delincuente. Camelas a la diosa, la conduces al catre, y después del himeneo, la dejas con un corte de mangas. ¡Ésa sería una faena de órdago!
Indalecio agachó la cabeza:
—Esa faena tampoco estaría mal... Pero la otra... La otra... Lo he pensado, y ya no tiene remedio.
Se atufó el vejete:
—¿Cómo que no? Primero la tanteas llevándola al catre.
—Primero la mato... ¡Y aluego me la masco a besos!
—¡Vaya programa!
El chulapo estalló en un sollozo:
—Esa arrastrada será mi perdición. No crea usted que me pesa morir por ella. Es un final de mi cuerda.
—¡Vamos, que te has propuesto ser un héroe de novela!
Indalecio se bebía una lágrima:
—¡Le pico la nuez! ¡Me mato! El corte de mangas que usted me ha propuesto se lo hago a esta perra vida.
El vejete enseñaba el diente verdino, con una risa solapada:
—¡No te comprendo! Tienes a la diosa negra de golpes, parecía que no te importase, y ahora esos calderones. Te creía más filósofo, y más veterano en el conocimiento del bello sexo. ¡Me admira tu virginal inocencia!
Bramó el chulapón:
—Hable usted por derecho y sin derrotes.
El vejete se arrató con un guiño de compadreo:
—¿De veras te sorprende la conducta de la diosa? ¿Pero es que te sorprende?
El chulapo espumajaba de rabia:
—¡Usted tiene conocimiento de alguna zorrería de la Sofi!
Don Teo le guipaba con un párpado alicaído:
—¡Inda, deja esos papeles!
—Y usted el veneno.
Don Teo se arrancó ladeándose el quepis:
—La Sofi te ha ganado más de un duro haciendo señores.
—¡Falso!
—Ella propia me lo ha contado.
—Pues ella miente.
—¿No se la has propuesto al Comisario de la Latina?
—Y aunque así fuese. Pudo venir esa carta forzada. Pudo salirme de los redaños, y hasta pudo suceder que la obligase con dos patadas. No es el caso presente: Entonces no hacía su gusto, sino el mío.
—¿Y ésos no son cuernos?
—No lo son, porque no media engaño, y la mujer no se divierte, ni hace al hombre de menos. Si usted no lo comprende es porque nunca ha pasado de ser un mandria, un sufrido sin mano para gobernar a las mujeres.
Don Teo saludó con reverencia burlona, sacándose un botellín del paletó:
—Inda, ofendes mi dignidad, pero soy magnánimo, y te convido a un trago.
Destapó el botellín, y puso el gollete en la boca de Indalecio. Al retirarlo, el chulapo le miró colérico.
—¡Ni me ha mojado la garganta!
—¡No seas ansioso! Ahora le toca a un servidor.
Bebió con los ojos entornados: Al acabar se tumbó con el botellín sobre el corazón, sonriendo soflamero, bajo el chaparrón de invectivas que le lanzaba Indalecio.
Se incorporó, le dio otro tiento al botellín, y vuelta a tumbarse. Lentamente se le fue mudando la sonrisa en una pena lela y lacrimosa:
—¡Inda, te amo como un padre!
XXV
Se oyeron los gorjeos de Doña Baldomera: Pechona y rozagante, apoyada en el brazo del relojero, tenía un mecimiento de oca. El marsellés, suspendida la manta por el asa de cuero, sacaba el vientre como una proa triunfante. Detrás asomaban algunos pasajeros de tercera. Caras curiosas: Expresiones de burlas y lástimas. Se oía el avispero de sus voces: Hablaban y reían al mismo tiempo. A la cabeza, dando humo de la pipa, la hopalanda flotante, la melena al viento, venía el apóstol de la revolución universal: Los ojos azules del gigante traslucían una expresión piadosa y exaltada: A su lado el escuerzo calmuco arrugaba las cejas, y ponía los atisbos sobre Indalecio: El Boy permanecía en solapado silencio, las cejas obstinadas sobre las pupilas en acecho, la boca contraída por un gesto de recelo, todo huido y como disimulado en el desmedro de su figura. Indalecio torcía los ojos sobre Doña Baldomera: El chulapón, lacio y desmayado, chorreaba agua salobre, y la jamona animábale con verboso desgarro, al mismo tiempo que le tendía la manta por los hombros:
—¿Ya no cantamos? ¡Ay amigo, qué pronto se le han caído los palos del sombrajo! ¡Eso no está bien! ¡A mal tiempo, buena cara! ¡Hay que sacar ánimos! Creo que usted también es madrileño: Somos paisanos. ¡Vaya que se está mejor en la Puerta del Sol! Allí no hay balances, ni remojetes, ni capitanes de barco. Los guindas madrileños son más humanos. Tomará usted un café bien caliente, con una copa de ron. Eso le dará ánimos.
Don Teo se arrugaba frotándose las manos con meloso descaro:
—Me permito recomendarle la ginebra: Es más estomacal.
Indalecio le miró con despectivo soslayo, lanzando una escupitina:
—A usted nadie le pide vela.
—¡Inda, eres ingrato! Sabes que te amo como un padre.
Indalecio apretó los dientes:
—¡Payaso!
—¿Y por quién hago mis payasadas? ¡Por ti! ¡En obsequio tuyo! ¡Por divertirte la murria, por espantarte las malas ideas! Soy un esclavo de la amistad. ¡Un esclavo! ¿Puedes dudarlo? Di que lo dudas. Me complacería que lo dijeses. Yo te probaría lo contrario. Voy a probártelo. Ten el botellín. Ginebra de primera, de la que apimpla el Príncipe de Gales. Atízate un trago. No dejes una gota. Emborráchate, Inda: ¡Emborráchate! Te quiero como a un hijo. Te aconsejo como un padre. Doña Baldomerita, usted que es una barbiana, y una madre para el amigo, aconséjele usted que se apimple. Es lo más recomendado en la desgracia. ¡Ah Doña Baldomerita! ¡Lo había olvidado! Nombre histórico. Nombre símbolo. Un servidor ha sido miliciano. Este humildísimo solfista se ha batido como un león en las barricadas.
Le zahirió Indalecio:
—¡Ha cambiado usted veinte veces la casaca!
—Hijo, la necesidad, la vida paupérrima de los artistas. Me ha tentado la gloria de Apolo. ¡Ah, si me hubiera tentado la gloria de Marte!... He sido soldado, donde ponía el ojo ponía la bala. Eso se sabe en Madrid. Lo sabe quién debe saberlo. Pude ser un héroe de los Castillejos. Pude serlo... Estuve en esa batalla, que no ha sido tanto como dicen. ¡Se infla mucho el perro!
Doña Baldomera, volviéndose a derecha e izquierda, preguntaba con un borbotón de risa:
—¿Quién es este prójimo?
—Un amigo, un amigo de todos ustedes, un artista, un hombre serio. Inda me conoce. Inda dirá quién es Teolindo Soto. Teolindo Soto, profesor de guitarra por cifra. ¡Un artistazo! Si ustedes tienen gusto en ello, esta noche les daré un concierto.
Se quitó el quepis saludando, y se lo encasquetó con aire bravucón, repentinamente ensombrecido. Sentíase observado por la mirada de unos ojos de rana, amenazadores y hostiles. El Pollo de los Brillantes estaba allí, confundido con el pasaje del sollado: La blancura de su flux habanero brillaba al sol de la mañana, entre el humo de la pipa que fumaba el barbudo gigante. El humo de aquella cachimba extendíase sobre el mar como una bruma, se enredaba en las jarcias. Y el gigante, sin haber entendido una palabra, reía con su ancha risa jovial que le estremecía la barba. Lo más absurdo era que encendiese la cachimba, cuando el humo apenas si permitía verle la cara. Aquella niebla tenía gorjeos de sol: Todas las cosas se desvanecían en la musicalidad difusa de una luz acuaria. El Omega se desdoblaba en un miraje, y otro vapor de fantasía navegaba por sotavento.
XXVI
Don Teo hundió las manos en los bolsillos del paletó, y alzando los hombros con desvergonzada indiferencia, comenzó a pasearse en tres palmos de cubierta: De pronto se detuvo, guiñó un ojo, abrió la boca, y se rió descaradamente, enfrentándose con el Pollo de los Brillantes. El antiguo matón palideció de rabia. Don Teo enseñaba el diente limoso, apuntando una mueca de imperioso cinismo. El Pollo, recalmado, se puso los pulgares en las sisas del chaleco, y de soslayo, por encima del hombro, miró a otro lado, silbando despectivamente. El pasaje se agolpaba sobre la amura de sotavento admirando el fenómeno de espejismo y parecía olvidado de Indalecio. El tuno, con la manta resbalándole por los hombros, y el pelo pegado a las sienes con luces mojadas, tenía un bramido melodramático:
—¡Así se trata a un hombre honrado! ¡Toda la puñetera noche en este cepo como un animal montés! ¿Y cuál es mi culpa? Venga a mi presencia ese miserable capitán, y, de hombre a hombre, le diré que es un tío vaina. ¡Declárese qué ley autoriza este mal trato! ¿De dónde un cochino capitán inglés tiene fuero sobre los naturales de España? ¿Cuál es mi culpa? ¡Volver por mi honra, no avenirme a ser un cabra!... ¡Indalecio Meruéndano los tiene como la copa de un pino, que se entere ese capitán con más pitones que un toro de lidia! España no es la Inglaterra... Ese hijo de la gran cabrona de los mares, todavía no sabe quién es Indalecio Meruéndano. Indalecio Meruéndano da la cara aquí y en todas partes. A Indalecio Meruéndano no hay nacido que le ponga mancha en su honra. ¡Ni hombre, ni mujer! ¡Y adonde lo haya lavará su honor con sangre!
El Pollo se le acercó con gesto de disimulada advertencia :
—Me interesa usted por ser español...
Indalecio le miró con zaino desabrimiento:
—¡Pues haga usted algo por sacarme de este cepo!
—Empiece usted por no agravar su situación. Esas voces y esos insultos no conducen a nada.
—¿Quiere usted que me achante?
—Me limito a darle un consejo.
—¡Vamos, que sea un manso!
Don Joselito bajó la voz:
—Que sea prudente.
—Pues saque usted la cara por mí: Vea usted al capitán. Pero usted no quiere comprometerse por un pelanas. ¡Toda la noche a la intemperie, sin un mal chaquetón de aguas! La sola persona con sentimientos humanos ha sido la Doña Baldomerita.
Don Teo, que alargaba la oreja, se arrugó compungido, golpeándose el pecho.
—¡Inda, eres ingrato! ¿Cuál ha sido mi proceder? Buscarte en la bodega, pasarte la mano por el lomo, aconsejarte, confortarte con un trago de néctar holandés. ¿Que no he podido proporcionarte un chaquetón de aguas? ¿Y cómo, mi noble amigo? Tampoco he podido calmar las olas agitadas. ¡Rectifica, cuerpo gitano! ¡Rectifica! ¿Cuándo me has visto escurrir el bulto? Eso se queda para los potentados.
Indalecio escupió rencoroso. Luego, con una sonrisa zaina y humillada, se volvió al Pollo:
—¡La Sofi!... Avístese usted con la Sofi. Esa tía malaleche abriga la más negra traición. Como ella pueda, me manda al palo, y sin dársele cosa se va de dormida con el gilí que la camela. Ese punto tampoco es lo que aparenta. ¿Le ha mirado usted las manos? Muy pulidas. Ésas son manos de monedero falso.
El Pollo de los Brillantes denegó con un gesto pomposo de señorón improvisado. Don Teo, buscando congraciarse, le hizo el acompañamiento con feble risa de badulaque. La niebla se adensaba sobre la cubierta borrando los contornos de las cosas: Las figuras, al moverse, parecían adquirir una naturaleza gaseosa e ingrávida. Desvanecido el fenómeno óptico, el pasaje hacía rueda en torno del cepo, donde el chulapo, con vanidad de primer actor ganoso de aplausos, declamaba su monólogo de melodrama.
XXVII
El apóstol de la revolución social, con empaque de rancio gentilhombre, que contrastaba con su indumentaria de artista bohemio, se dirigió a Doña Baldomera:
—Señora, permítame usted que me presente: Miguel Bakunin, ciudadano del mundo.
La jamona se animó con una sonrisa de burgueses arreboles:
—¡No es usted el ogro que cuentan! Su nombre me es muy conocido, y sus ideas...
Bakunin rió con su ancha risa de santo románico, que conservaba un encanto de remota infancia:
—Es usted muy amable, señora. Su opinión no puede menos de halagarme porque coincide con la mía.
Efectivamente, no creo ser el monstruo que propalan mis enemigos.
A Doña Baldomera no se le iban los azorados arreboles, fluctuaba indecisa y deseosa de iniciar un coqueteo. El apóstol abría sobre ella las flores azules de sus pupilas, y la jamona se inquietaba, deseosa de producir en el grande hombre una impresión inolvidable. Doña Baldomera escogía las frases, alambicaba su pronunciación francesa:
—Caballero, me he educado en un medio intelectual; mi padre ha sido uno de los más grandes escritores españoles; le perdí muy niña, pero he conservado siempre, como una tradición familiar, el respeto a la inteligencia.
Bakunin no le apartaba los ojos, de un azul exaltado, donde alternaban luces de malicia y candor:
—Señora, es usted tan amable, tan sin prejuicios burgueses, que no dudo ha de ser bien acogida mi demanda. Quería rogarle a usted que admitiese un pequeño socorro mío para aliviar el suplicio de ese hombre castigado en el cepo. No le juzgo, acaso sea un criminal, pero es un semejante mío, y el cepo es un suplicio infamante.
Había tomado entre las suyas la mano de la jamona, y oprimiéndola con efusión cordial, deslizaba en ella algunas monedas: A Doña Baldomera le brillaron los ojos agarenos, descaradamente pintados:
—¡Oh, qué gran corazón! Crea usted que no ignoro los lazos de amistad que le unen con el rival de ese desgraciado.
Bakunin hizo un gran aspaviento de extrañeza, y miró al calmuco, que escuchaba con taciturno sarcasmo :
—¡El Compañero Salvochea, rival de ese brigante!
—¿Qué suerte de rivalidad?
Doña Baldomera inició un lance de ojos:
—Rivalidad amorosa. ¿No han reparado ustedes en una mujer rubia?
El gigante levantaba los brazos con las barbas estremecidas :
—Pero ¿quién ha forjado esa novela?
La jamona se dirigió al calmuco fluctuando zalamerías:
—¿Para usted también es una novela?
El calmuco sacudió las greñas con movimiento despectivo:
—¡Absolutamente!
Doña Baldomera parecía un poco cortada:
—Dos hombres que luchan a muerte... ¡Es inexplicable si no existe alguna rivalidad!
Abría los ojos atónitos: Sentíase defraudada ante la sospecha de que no fuese un héroe de folletín aquel jacarandoso condenado a la barra. El gigante velaba de ironía las flores azules de sus ojos:
—Mi querida señora, no hay novela. Ese desgraciado ha cedido a la tentación de matar y robar. El Compañero Salvochea, que es un santo, le ha perdonado, y las monedas que yo acabo de poner en manos de usted son suyas.
El calmuco escuchaba silencioso, con un gesto solapado. Doña Baldomera aún parecía perpleja:
—¿No habrán sido los celos el móvil de todo? ¡Una tempestad de celos! Ese hombre es un violento, ¡hay tal pasión en sus palabras! ¡Si ustedes pudiesen entenderlas, acaso no le juzgasen tan criminal!
Indalecio, en la rueda de pasajeros, romanceaba su desventurado ejemplo, y ponía por disculpa las traiciones de una mala mujer. El calmuco formuló con sagaz intuición:
—Es probable que prepare su defensa declamando el papel de Otelo.
XXVIII
Venían moviendo bulla los conspiradores españoles. Arrastraban una añeja disputa apostillada de retos y votos, augurios y jactancias. Doña Baldomera los acogió haciendo bucheos de paloma:
—¡Ni llovidos del cielo! Para ustedes, ese desgraciado de la barra ¿puede ser un malhechor?
Ceceó Paúl y Angulo con bronca guasa:
—Un amigo de lo ajeno.
—Pero ¿usted ha oído sus protestas?
—¡Un punto de cuidado!
—¿Ustedes también le condenan?
El Capitán Estévanez se puso la mano en el pecho con solemnidad socarrona:
—Yo respeto todas las morales, Doña Baldomera. Ese pinta puede ser un proudhoniano y considerar que la propiedad es un robo. El Señor Bakunin seguramente le absuelve.
Encendióse la jamona:
—¡No! ¡También le condena!
—Pues no es lógico ni consecuente con su apostolado.
Coqueteó Doña Baldomera fraseando en la lengua de Moliere:
—¡Oh Señor Bakunin, que usted no es lógico, que debe usted sacar la espada por ese paria! ¡Oh, sin duda se burlan un poco de mí, Señor Bakunin! Me han tomado por una romántica. Es probable que lo sea. Una mujer sensible, toda la vida. Los hombres están siempre sobre la vuelta, las mujeres somos más crédulas.
Alternaron sus chanzas, con babélico chapurreo, los hermanos del triángulo, los milites desertores y hasta el clérigo sin licencias. El gigante eslavo sonreía entre sus barbas:
—Mi querida señora, sus compatriotas son gente de buen humor y no debe usted apurarse. Crea usted, señora, que si ese cantante de la barra fuese un enemigo doctrinal de la propiedad privada, no hubiera intentado hacer suya la bolsa que guardaba el Compañero Salvochea. Es un brigante doblado de asesino, por eso yo le condeno.
El Boy soslayó una mirada rencorosa sobre el Maestro:
—El injusto reparto de las riquezas, puede, en cierto modo, justificar a ese hombre. Para mí lo justifica plenamente. La desigualdad social es tan irritante, que los atentados contra la propiedad, cualquiera que sea su forma, son avances en el camino de la revolución comunista. Nuestro deber es defenderlo, ampararlos y provocarlos. No hacerlo es una traición a la causa.
Hablaba sin gestos, con una pasión fría y dogmática : Sus ojos, encendidos de rencores, acabaron levantándose audaces sobre el Maestro. El Capitán Meana, que todo el tiempo había asentido con un movimiento de las cejas, le alargó la mano:
—Cuanto usted ha dicho es el evangelio de la revolución social.
El calmuco adormeció los ojos en un ensueño taciturno :
—¡Sellaremos con sangre nuestro evangelio!
El Capitán Meana, que, como antiguo garibaldino, era un afiliado de la secta carbonaria, se proclamaba ateo y anarquista por principios:
—Es siempre oportuno despertar los malos instintos y aniquilar cualquier asomo de moral individualista para construir una moral social.
Bakunin sonreía entre las barbas, porque eran aquéllas sus propias expresiones en la Guía secreta. El antiguo garibaldino, al repetirlas, había puesto en ellas una intencionada alusión: Su boca de labios sutiles, grande y sinuosa, se plegaba enigmática, en tanto que los ojos, socavados bajo las cejas, no se apartaban del Maestro. Corría por la cubierta un apurado repique, aviso del almuerzo, y entraba la dispersión en los corrillos del pasaje: Bakunin posó una mano en el hombro del antiguo garibaldino, y murmuró en voz baja:
—Ya tendremos ocasión de explicarnos...
XXIX
El gigante eslavo penetró en el comedor rodeado de los conspiradores españoles, que, con verbosas instancias, le obligaron a ocupar la cabecera de una mesa, bajo la luz marina del ojo de buey. El comedor de caobas oscuras, tapizado de reps verde, era triste y opaco, con la expresión embalsamada de una moda en fuga. El techo, muy bajo y de vigas simétricas, tenía esa leve comba que se origina de la arquitectura naval. A cada balance el horizonte de olas y espumas mudaba la perspectiva en el campo óptico del ojo de buey. Las mesas tenían puestas los violines, y por los rincones oscuros alumbraban algunos mecheros de petróleo. Bakunin, con sus barbas fluviales, sus melenas de bohemio, sus gestos de inspirado, sus ademanes proféticos, atraía las miradas: Sentado a la cabecera, en la mesa de los revolucionarios españoles, hablaba con abundante verba, enredado en una de esas místicas y pueriles divagaciones tan gratas a los eslavos:
—La vida, al modo de los sueños, tiene una cuarta dimensión que apenas podemos intuir. La vida no es el cómputo de las vidas: Es algo ajeno a ellas, como el mar es ajeno a los peces, y el aire a los pájaros, y el espacio a los astros. La vida no es alegre ni triste, ni buena ni mala: ésos son sentimientos humanos, y la vida es superhumana. Indiferente ser santo o asesino, marchar hacia la derecha o hacia la izquierda. Cualquiera que sea el rumbo de nuestros pasos, la vida los sitúa fuera de toda previsión lógica, con la anti-geometría inflexible de su cuarta dimensión. Todo extravaga, todo está en fuga hacia un fin remoto, acaso todavía no previsto, y cualesquiera que sean nuestras acciones, siempre son una y la misma. No mudan en su íntima raíz, como el dedo que hago rodar en torno del círculo permanece en el mismo lugar con referencia al centro, sin que el movimiento engendre mudanza. Esa cuarta dimensión que sitúa la vida fuera de los sentidos es por naturaleza inaccesible para nosotros. Sólo en los sueños podemos intuirla. Pero todo intento de interpretar la vida dentro de fines morales es absurdo. El bien y el mal desaparecen en la última intuición que todo lo reduce a unidad. En el seno difuso de la vida las acciones humanas se trasmudan fuera de nuestra voluntad y de nuestra inteligencia. Todos los cálculos, todos los intentos por dar un sentido moral y trascendente a la existencia son vanos ante ese último extravagar que trastorna esta pequeña e inestable vida que nosotros concebimos, y ordena esa otra vida que proyecta su sombra en la caverna de los sueños...
Apuró la copa que tenía delante, miró el plato colmado y se puso a comer vorazmente. Comentó irónico el clérigo revolucionario:
—¡Confesemos que, a pesar de nuestra ignorancia respecto al principio vitalista, está apetitoso este guisado de carnero!
El apóstol levantó la cabeza, le miró y después miró al Capitán Meana:
—Usted me ha supuesto en contradicción con mis doctrinas, de las cuales en ningún momento reniego. Es preciso desencadenar todas las malas pasiones, pero no con un fin particular, sino universal. No contra el individuo, sino contra el Estado. El Estado es la negación más odiosa del concepto de Humanidad: Su ley suprema es el aumento de poderío, con el fracaso de todos los derechos innatos que dignifican al hombre. La vida nunca podrá ser una cristalización jurídica, y la única manera de salvar su íntima esencia es destruir cuanto tienda a concretarla en una moral arbitraria. Contra el orden impuesto por los intereses de una minoría burguesa, el proletariado debe imponer un excelente y bienhechor desorden. La rebeldía es un estado de gracia. Marx considera el proletariado como clase social, y es el error de ese judío intrigante. Yo amo decir las masas, porque tal palabra define mejor ese océano de lavas ardientes que un día habrá de inundar el universo. La acción de las masas jamás podrá concretarse en un sistema de cristalizaciones.
El clérigo sin licencias entornaba los ojos piadoso y benévolo, dispuesto a confundir las heréticas utopías de aquel grande hombre. ¡Qué absurdos filosóficos, qué ignorancia de las Sagradas Escrituras! El Señor Alcalá Zamora tomó la servilleta, y, muy pulcramente, se la pasó por los labios: Juntó los pulgares y asoñarró los ojos con doctrinal suficiencia:
—¿Me permite usted algunas objeciones? Santo Tomás nos habla de una armonía inmanente preestablecida por los inescrutables designios del Supremo Hacedor.
El barbudo gigante rebañaba el plato:
—Usted me permitirá que recuse ese testimonio.
—¡El testimonio del Doctor Angélico!
—Santos Doctores, Santos Padres y Santos Patriarcas no me hacen fe. Exponga usted sus razones, las suyas, y es probable que me convenza.
El clérigo dobló la sien, con mónita de seminario:
—Yo me considero tan poca cosa, que necesariamente busco fortalecer mis argumentos con las autoridades de la Iglesia.
—En tal caso no espere usted convencerme.
Intervino el Capitán Estévanez:
—La armonía sideral no es un dogma católico que requiera el testimonio del Doctor Angélico: Basta apelar al testimonio de los propios sentidos. ¿Puede negarse la coordinación de las esferas, el orden que rige los mundos?...
El gigante eslavo acautelaba una mueca irónica:
—El espacio es anterior a los astros, y de la fatalidad del espacio, no de la voluntad de los astros, proviene ese orden. Paralelamente, de igual manera que el espacio es anterior a las formas, el principio vital es anterior a las vidas, y les señala un ritmo al cual hacen violencia todos los prejuicios de la moral burguesa.
El clérigo conspirador se abeataba juntando los pulgares :
—¿Y por qué, admitiendo que de la fatalidad del espacio proviene el orden de las esferas, no admitir igualmente que de la fatalidad de nuestra humana naturaleza proviene el orden social?
Saltó el Capitán Meana:
—Lo que usted llama orden social es la desigualdad entre los hombres, el crimen del Estado. Entre todos los seres, sólo los hombres tienen Códigos.
—Porque su razón es superior al instinto de los animales.
A Bakunin le temblaron las barbas:
—¡Siempre el mito de la razón! ¡La razón por encima del instinto de las especies! ¡La razón por encima del impulso que mueve los astros! ¡La razón por encima del Universo!
El Capitán Meana ponía sus ojos ardientes en el Señor Alcalá Zamora:
—Es el dogma de un ridículo satanismo burgués.
—La razón es un reflejo de la Divinidad.
—¿De la Divinidad, o del infierno?
Le aconsejó el Maestro:
—No se pierda usted en disquisiciones teológicas.
Ceceó Paúl y Angulo:
—Es el reclamo para la caza de codornices incautas.
Tomaban el café, y el rumboso jerezano pagaba los vegueros y el coñac. Con la proyección de los balances, el comedor columpiaba la quimera de haberse trasmudado la vida al fondo oblicuo de un espejo. Todo subía y bajaba con el ritmo del horizonte marino en el ojo de buey.
XXX
El Pollo de los Brillantes dobló pausadamente la servilleta, encendió un habano y se dirigió a la puerta del comedor: Al paso se detuvo saludando a los conspiradores españoles, como asaltado de una súbita idea, aun cuando no era otra su intención: Al acercarse, condenó el lamentable espectáculo de aquel silbante que escandalizaba en la barra: Deslizó entre bocanadas de humo:
—Creo que la víctima tiene amistad con alguno de ustedes... Doña Baldomera me ha impuesto de que es persona educada y de posibles.
Abrevió Paúl y Angulo, despectivo y lacónico:
—Uno de los pocos hombres capaces de salvar a España.
Concluyó el Pollo:
—Pues ésos son los que hacen falta. Ya es cosa fuera de lo corriente el rasgo de dormir en el sollado y comer el rancho habiendo pasta. La Doña Baldomera es algo fantástica, pero me ha contado que el amigo de ustedes es todo un santo laico. Pues ya tiene toda mi simpatía. Para un servidor, ésos son los mejores. ¡Los santos que canoniza el pueblo soberano! ¡La opinión pública! Si ustedes me lo permiten, me sentaré un rato de charla. Creo que el señor es un famoso personaje europeo.
Se había sentado, y con un guiño de sus ojos de rana designaba a Bakunin.
Aclaró el tonsurado con un dejo de ironía:
—¡El señor es nada menos que el apóstol de la revolución universal!
—La Doña Baldomera es un tanto fantástica, y uno no sabe nunca si mete el corvejón.
El Pollo hablaba con buena sombra, y aquel juicio sobre la jamona promovió risas y comentarios. Inquirió Paúl y Angulo:
—¿Conoce usted mucho a esa señora?
—¡Quién no la conoce en Madrid!
Declaró el Capitán Estévanez:
—Yo sospecho que es hija de Fígaro.
—¡Hombre, el apellido suyo es Larra!
—¡Justamente!
—¿Un escritor que se ha saltado los sesos allá por los tiempos de Mendizábal?
—¡Para mí, la primera figura entre los románticos!
—Pues si el autor de sus días era alguien escribiendo, la hija tiene un talento financiero que no le cabe en la cabeza. ¡Un Salamanca con faldas!
Paúl y Angulo arrecelaba los ojos miopes y pitaños:
—¿En política no torea?
—Torea en todas las plazas, en todos los terrenos, y sin volver la cara a ningún morlaco. No hay cosa en que no tercie, desde correr alhajas hasta negociar credenciales, grandes cruces y títulos del Reino.
Encomió con sorna el Capitán Meana:
—Pues ¡es una potencia la Doña Baldomera!
Aseguró el Pollo:
—¡Sí, señor, una potencia! Y lo ha sido más, pero se ha significado con algunos viajes a San Telmo...
Paúl y Angulo apuntó una mueca burlona:
—¿Es partidaria del Naranjero?
—Es partidaria de la Infanta. Eso dice...
—¡Mala carta juega!
—¡Eso ya se verá!
—El General Prim tiene pocas simpatías por el franchute.
—El franchute, señores, tiene mucho parné, y si suelta la mosca...,
Paúl y Angulo se atizó un latigazo de coñac:
—Si suelto la mosca, se queda sin ella.
—Hay mucha hambre en el ramo de sargentos y generales.
—La revolución la hará el pueblo soberano.
—¿Me autoriza usted para dudarlo? La harán los espadones, como todas hasta la fecha.
—¿Usted no cree en la revolución?
—Yo creo que caerán unos y vendrán otros, para seguir como antes. La revolución todos la temen.
—El pueblo no la teme.
—El pueblo está dormido.
—Hoy el pueblo tiene noción de sus derechos.
—No quiero contradecirle, pero si usted me lo autoriza, le diré que un servidor no cree en los milagros: Ni en los del pueblo ni en los de Sor Patrocinio. Vendrá Don Juan Prim, y gobernará como otro Narváez.
—Vendrá la República, que es el gobierno de las democracias.
—Más segura creo la baza de San Telmo.
Bromeó el Capitán Estévanez:
—Me parece que a usted le ha camelado Doña Baldomera.
Tosió el Pollo, haciendo jugar los dijes del reloj sobre la panza:
—Yo las necesito más tiernas... Y no le niego la sandunga a Doña Baldomera. Soy el primero en reconocer sus encantos físicos y morales. Sobre todo tiene un corazonazo que no puede ver una lástima. Ahora se le ha puesto en el moño solicitar el indulto del punto filipino que va en la barra. ¿No ha hecho con ustedes ningún avance?
El Pollo humeaba el veguero con apompado deleite, disimulando el secreto propósito que le había guiado a la mesa de los conspiradores. Apuntaron alternas voces con despectiva indiferencia:
—¿Un avance?
—¡Que se las componga sola!
—¡La clueca sentimental!
—¿A cuenta de qué un avance?...
Camanduleó el Pollo:
—¡Señores, qué ojazos me ha puesto para que la acompañe a presencia del Capitán! Está muy volada con todos ustedes. Se duele de que la hayan tomado por una romántica. Con todo, me extraña que no haya intentado...
Interrumpió Paúl y Angulo con chunga marraja:
—Usted, amigo, lleva plomo en el ala.
Fluctuó el Pollo:
—Hombre, a mí, como patriota, me repudre que un español, así sea el más criminal, sufra el despotismo de un Capitán inglés. ¡Para qué negarlo! Y a usted y a todos ustedes les ocurre lo mismo.
La trinca revolucionaria tomó a chacota tales alardes:
—¡Se impone una reclamación diplomática!
—¡Que lo cuelguen de una antena!
—¡Le declararemos la guerra a la pérfida Albión!
Atajó el Pollo:
—Señores, me la envaino.
El Pollo de los Brillantes representaba la farsa del filisteo patriota, atento solamente al logro de un callado propósito: Barruntaba el despecho del chulapón si no acudía a remediarle; le sobresaltaba que pudiese cantar sus secretas connivencias, y encendía aquellas bengalas patrióticas al soslayo de sacarle de la barra. Con el jolgorio que movió la trinca conspiradora, despertóse el apóstol de la revolución universal. —Había dado cuenta de la botella de coñac y echaba la siesta de bruces sobre la mesa.—Sus ojos azules tenían una niebla de vagas e indolentes interrogaciones. Impensadamente aparecióse Doña Baldomera: Llegaba abanicándose, corretona, todo un temblor de pechos y nalgas:
—¡Con ustedes no quiero nada! ¿Qué es de su amigo? ¡Vaya duende! He revuelto todo el vapor... La declaración que ha prestado es un rasgo... Vengo de avistarme con el Capitán: Muy bien dispuesto para aminorar los rigores del castigo... Pero el héroe, el protagonista del drama, ¿dónde se esconde? Es necesario que se ratifique en su declaración.
La jamona retaleaba con simpático garbo, jugando del abanico y de los ojos. La trinca revolucionaria, dando humo de los habanos, con motas de ceniza por barbas y chalecos, encendidos los ojos, acalorada la verba, salió a cubierta escoltándola. El sol se hundía en el mar. Lloraba en la proa un acordeón de emigrante. Las olas se teñían de violeta, y un sendero de oro rielaba por la banda del Poniente.
XXXI
Fermín Salvochea, con silenciosa obstinación, esquivo a todo regalo corporal, se había vuelto al refugio penitente del sollado: Leía a la luz de un cabo de vela. La Sofi, sentada en las tablas del suelo, la sien reclinada en un baulete, contemplaba aquella luz con ojos tristes:
—¡Muy sabio debes de ser leyendo tanto!
Fermín levantó los ojos y la observó un momento con vergonzante sonrisa:
—¿Qué haces ahí?
—Mirarte.
Fermín no contestó: Confuso y sin saber qué decir, volvió los ojos al libro, pero le turbaba saber que no dejaban de mirarle los ojos de la Sofi: Al mismo tiempo le acudía un recelo compasivo, una alarmada timidez de mostrarse duro con aquella desvalida criatura. Lentamente dobló el libro sobre el pecho:
—Se me cansa la vista.
La Sofi le reconvino con la voz temerosa y cálida:
—¿Por qué lees siempre? ¡Podías hablarme!...
Fermín miró el cabo de vela, como si buscase su respuesta en el temblor de la luz:
—¿Eres muy desgraciada, Sofi?
—¡Más no cabe!
Quedó callada, con las manos en cruz y los ojos bajos. Fermín perdió su timidez, asistido de una efusiva compasión:
—Cuéntame tu vida.
—Para qué te voy a contar... Una vida arrastrada.
Aseguró Fermín:
—No es curiosidad, no creas...
La Sofi se mordía los labios:
—Será por haberte dicho que me hablases.
—No, tampoco es eso... ¿Cómo has podido pensarlo?
La Sofi le miró con los ojos brillantes:
—Ya sé que no es eso...
—Creo que después de contarme tus penas habías de quedar más consolada...
—Y tú, cuando supieses toda mi perdición, ¿dejarías de mirarme?
Estalló en sollozos, escondida la cabeza entre las manos. Fermín esperó un momento, y luego aseguró con esquiva cortedad:
—Yo nunca sería tu juez...
La Sofi le miró entre lágrimas:
—¡Te contaré mi vida! ¡Te la contaré toda!...
A Fermín le entró de súbito una fría y recelosa sequedad, una desgana egoísta de oír el relato de la Sofi. Ella le miraba indecisa, los labios trémulos de mudas palabras. Fermín salió de aquella aridez espiritual con un atribulado sonrojo:
—Sofi, acaso no merezco tu confianza.
La Sofi se tapó la cara:
—¡Me avergüenza que me veas!
—¿Por qué?
—¿No se te alcanza? Apaga la luz.
Fermín apagó la luz. La Sofi se arrastró sigilosa a besarle las manos:
—¿Qué haces, Sofi?
—Déjame estar cerca de ti. Como no sea con la voz más baja, no podré hablarte.
Le sobrevino una congoja. Fermín, dulcemente, la sacó fuera del sollado para que recibiese la brisa del mar. Lucían las primeras estrellas, cantaban su nocturno las olas. Fueron a sentarse en uno de los bancos del entrepuente. En silencio, un poco separados, con la luna en las caras, no se atrevían a mirarse. La música del acordeón pasaba en el viento. —Taconeo. Rumor de enaguas almidonadas. Una sombra pompona. Doña Baldomera:
—¡Si estorbo, me retiro!
Fermín se puso en pie con un gesto confuso:
—¿Qué desea?
Doña Baldomera le llevó aparte. La Sofi, mustia y taciturna, quedó distanciada, recogida en la punta del banco. Fermín esperaba con una sonrisa irresoluta. Doña Baldomera garbeó los ojos, cruzó el chal de cachemira sobre el vasto pecho:
—Usted perdone: Olvidé su gracia...
—Fermín Salvochea.
—Es verdad. ¡Qué cabeza la mía! Ya usted tendrá ocasión de conocerme: Soy una mujer toda corazón, y como usted ha declarado tan noblemente... Sin esa circunstancia no me decidiría a dar este paso. Y Fermín se defendió con un gesto huraño:
—No merezco elogios. Usted me dirá qué desea.
La jamona le caló los ojos:
—Repito que sin el rasgo de usted, porque es un rasgo de lo más hermoso... Pero no quiero herir su modestia. Se trata de hacer menos duro el castigo del delincuente. El capitán parece bien dispuesto... Se han recogido firmas entre el pasaje, y si usted quisiera encabezarlas.
Fermín asintió, sin recatar un gesto de extrañeza:
—No puedo negar mi firma a esa petición, sin embargo de creerla inútil. Dice usted que ha visto al Capitán. Yo también le he visto.
Doña Baldomera se retocó el moño: Parecía un poco confusa:
—¿Que usted le ha visto?
—Sí, señora, y con la misma solicitud. No me ha parecido tan bien dispuesto como usted dice.
La jamona hizo grandes aspavientos:
—¿Es posible? ¡No me explico! Acaso mi buen deseo me ha llevado a interpretar como una promesa las ambigüedades del Capitán. De todas suertes, si usted quisiese formar parte de la comisión que debe entregarle la solicitud... Yo creo que sería de un gran efecto.
Fermín iba a prometerlo, cuando sintió sobre el brazo una mano crispada:
—¡No se comprometa, Don Fermín!
El respeto del tratamiento le produjo una sensación de honesta y confiada gratitud. La Sofi tenía un fulgor de estrellas en los falsos collares. Fermín la miró con reservada expresión de reconocimiento. Sin embargo, al responderle lo hizo tuteándola, dando a sus palabras un acento de suave reflexión, como sólo se habla a los niños:
—Sofi, hay cosas que tú no alcanzas.
—¡No tenga compasión de esa alma negra!
Los ojos verdes de la apenada mujer suplicaban atemorizados. Fermín hizo un gesto de perpleja impaciencia :
—Sofi, procura serenarte.
Ella le miraba sombríamente:
—Sepa que me matará.
Fermín se estremeció:
—¡Estás loca!
—No temo que me mate... Temo que aún pueda cometer una acción más negra.
Hablaba presa de atribulado sobresalto: Le lucían los verdes ojos, áridos y febriles. Fermín adivinó y le impuso silencio con lacónica entereza:
—He formado mi propósito.
Clamó la Sofi:
—Libre de la barra, nunca mucho tarda en afilar el cuchillo. ¡Y si solamente fuese mi verdugo!
Intervino Doña Baldomera:
—¡Hija mía, está usted delirando!
La Sofi cayó de rodillas, juntando las manos:
—¡No temo por mi vida! ¡Es por la suya! ¡Ay, qué ruin estrella!
El viento trajo rodando una gorra de músico. Bajo la luna, al arrimo de unos fardos, corría a gatas la sombra de Don Teo. Doña Baldomera detuvo la gorra con el pie y la empujó al mar. El fantoche salió corriendo de su escondite: Batía los brazos bajo la luna:
—¡La gran siete! ¡Vaya una producción! ¡Y se llama usted señora!
Se descaró Doña Baldomera:
—Así se guardará usted de espiar lo que no le importa.
Se columpió Don Teo:
—¡Que un servidor espiaba! Es usted algo improcedente al afirmarlo. Un servidor echaba un sueñecito. El derecho al sueño está universalmente reconocido. ¡Podría decir que se me ha despertado! ¡Podría achacarlo a los trinos de esa rubiales! No lo hago... Soy ecuánime y progresivo... Reconozco que la palabra no delinque...
Don Teo se columpiaba dando vahos de ginebra. Doña Baldomera le lanzó una mirada despectiva:
—Está usted sobrando.
—¡Es una opinión! Una opinión muy respetable, pero poco justificada. Digo poco justificada porque a un servidor le gusta ser galante con el bello sexo. Piso esta cubierta en uso de un perfecto derecho. ¿Quiere usted que baje al fondo del mar en busca de mi gorra? ¿Desea usted que me haga buzo?
Don Teo se dejó caer en el banco: Babeaba una risa felona: Fermín, perdida la paciencia, con la súbita cólera de los tímidos le sacudió, por los hombros.
—Si usted sigue molestando, sale por la borda.
El vejete le clavó una mirada insolente, mientras a recato, con farfullos de lengua torpe, hundía una mano en el bolsillo del paletó:
—¡La gran siete!
Se puso por medio la Sofi:
—¡Déjele, don Fermín! Haga cuenta que habla la bebida.
Don Teo se tumbó en el banco y cruzó las manos bajo la cabeza:
—¡Muy bien, niña! ¡Muy bien! ¿Y eres tú quien me lanza esas palabras imprudentes? ¡La bebida! ¡Una copa de ginebra! ¡La bebida! ¡La bebida! ¡No miras que puedo ser tu padre! Oye, niña, la luna se ha bajado al mar. Y ese pipi, que me ha tomado por un quepis viejo. ¿A qué te has metido por medio? ¡Le hubiera abierto un ojal! Sofi, francamente, eres un solemnísimo pendón! Doña Baldomerita, usted es una persona decente. Un servidor quiere desengañarla: Inda no merece que usted se apasione. ¿Quién es Inda? Un sinvergüenza. Ese pipi se la ha ganado. Y a ti, niña, te corta la cara. ¡La gran siete! ¡La luna arriba! ¡La luna abajo! ¡Esto es un baile!
Cayó con balidos de risa felona: Dio una vuelta y rodó del banco. Se incorporó restregándose los ojos. Estaba solo sobre cubierta. La farola de mesana tenía un envase de niebla. A proa, el acordeón acompañaba el nocturno de las olas.
XXXII
—¡Qué hora negra!
La Sofi, vencida, resignada, con un clavo en las sienes, había vuelto a las lobregueces del sollado. Sentada sobre las tablas del suelo, con la cabeza descansando en el borde del baulete, rememoraba las palabras de aquel santo sin hieles: Las inflexiones de la voz, el silabeo apagado y prudente, del que trascendía una austera resolución. Ecos de palabras, nieblas de imágenes, volvían en confuso y acalorado devaneo. Con las inflexiones de la voz recordaba la boca, grave de reservas, y los ojos que la habían mirado todo el tiempo con una tristeza reflexiva. Se obstinaba en la evocación de aquella mirada, al mismo tiempo que se repetía las palabras conminatorias. En medio de su abatimiento la encendían súbitos rencores contra Doña Baldomera. Temía como algo aciago e inexorable la venganza de Indalecio. Sobre el supuesto de que las instancias del pasaje le alcanzasen el indulto, se prometía salirle al encuentro para que satisficiese en ella el fuero de su mala sangre. Ni un momento dudaba de aquellas traidoras intenciones: Obsesa de presentimientos, tenía como una conciencia irreal de hallarse cubierta de sangre. Asoporada, con la cabeza sobre el borde del baulete, su angustia adquiría la amargura macerada de un dolor pretérito: Dolor de lágrimas secas y un clavo en las sienes. Se adormecía en los negros círculos de aquel afligido y monótono pensar: Sentía cada vez más fuerte el taladro de las sienes, y pasaba del sopor a la vigilia con repentino sobresalto. Puesta de rodillas, atropellando palabras confusas, levantó la tapa del baúl. Sus manos veloces registraron entre las ropas, y sacó un cuchillo: Llevándolo oculto, huyó del sollado: Alada y furtiva atravesó la cubierta, con el fulgor de las estrellas en los vidrios del collar: El corazón le golpeaba contra la hoja del cuchillo, que oprimía bajo el toquillón: Se detuvo sacándolo a hurto, reluciente en su mano de luna: Era un cuchillo grande, con el cabo negro: Lo contempló adementada, sañuda, y volvió a esconderlo: Corría en el impulso de una ráfaga, con la greña suelta, apretado el toquillón sobre el pecho. Un golpe de mar la arrastró sobre la borda, y cayó de cara, lastimándose, abrazada con el cuchillo. El toquillón se le fue en el viento. Avanzó de rodillas, con la boca dando sangre, los ojos en acecho sombrío. La luna que iluminaba la cubierta, caía con trémulos brillos sobre la espalda de Indalecio. La Sofi reconcentraba todo al fulgor de sus ojos sobre la nuca de aquel verdugo. Quedó sobrecogida oyendo sus renegados textos, y el cuchillo se le escurrió de la mano. Enfrente, sobre el fondo de mar y luceros, sentado en un rollo de cables, estaba el santo sin hieles. Entre las luces del mar y del cielo, en la clara soledad de la noche, resonaba, negra de rencores, la voz de Indalecio:
—¡Falso! ¡Más que falso! ¡No creo una sola de tus fulleras palabras! ¡Eres un blanco y quieres ganarme! ¡Por la leche que me han dado, tú no eres más que un blanco!
Fermín le oía con serena expresión, sentado en el rollo de cables:
—No es cuestión de mi valentía... Pero tampoco me asustan tus baladronadas. Si he solicitado del Capitán que te indulte de la barra, ha sido por una obligación de conciencia.
—No pido a nadie compasión.
—No es necesario que la pidas. El Capitán ya te hubiera rebajado la pena.
Bramó Indalecio:
—¿Por qué no lo hace ese tío vaina?
—Por tus baladronadas.
—¡Todavía se pretende que me achante como un mandria!
—Que te muestres arrepentido.
—¡Mal rayo me parta! ¿De qué? ¿De no haberte mascado la nuez?
Fermín le clavó los ojos severos y acusadores:
—Has intentado robarme y matarme.
—Volvía por mi honra.
Fermín, sin mudar la expresión de los ojos, tuvo una sonrisa de lástima:
—Si lo estimas provechoso para tu defensa, puedes calumniarme.
Indalecio escupió colérico:
—¡Eres más blanco que la cochina saliva!
—Es posible.
—Pónteme lejos. ¡Un rayo me parta, ya nos veremos las caras! ¡Ningún nacido hace cabrón a Indalecio Meruéndano!
Fermín le amonestó con sosegada resolución, ocupado en liar un cigarrillo:
—No creo que me busques... Si tuvieses esa mala ocurrencia, darías con tus huesos en la cárcel.
—¡Después de comerte los hígados!
Sonrió Fermín:
—Probablemente en ayunas.
Jactóse el chulapo:
—No temo la cárcel: Eso se queda para ti, gran falsario. ¿De dónde tú marinero? ¿De dónde? Tú no eres lo que aparentas, tú eres un fugado de presidio.
Fermín se encendió con una sonrisa de ingenuo asombro:
—¿Eso sospechas? ¿Y cómo no me delatas?
El terne le observó capcioso, con la mosca de haberse equivocado:
—¡Tienes muy pulidos los dátiles! ¡Son propiamente de monedero falso!
—Es posible. No tengo estudios sobre las manos de los monederos falsos.
Fermín se miraba las suyas, con apuro zumbón. Atropello el bergante:
—Quien puede dar la cara, no lo excusa, y tu ropa de marinero es un engaño. ¡Esos dátiles tan pulidos no son de lo que aparentas!
Fermín se consternó con un gesto de piadosa ironía:
—Sin embargo, tampoco son de falsificador de moneda... Te lo aseguro.
Apremió Indalecio:
—¿Por qué te disfrazas?
—Cosas de la vida.
—¡Rejo de Dios! ¡Aún vas a dártelas de revolucionario!
—¿Crees que no pueda serlo?
—¡Me haces demasiado panoli! También ese papón de las barbas, que no tiene ni tabaco, saca la pantalla de arreglador de mundos. ¿Tú serás de su cuerda?
—No te has equivocado.
—¿Para fumar de gorra?
—Para hacer la revolución social.
—¿Sois amigos de Prim?
—Somos amigos del pueblo.
Indalecio retrucó cínicamente:
—¡Amigos de sacarle los cuartos!
A Fermín le dardeó el enojo en las pupilas, al mismo tiempo que apagaba la voz con fervores demagógicos :
—Si llegase el reparto social, yo sería más pobre.
Soflameó Indalecio:
—¿Tiene usted posibles?
En la duda, instintivamente, dejaba de tutearle: Cedía al servilismo de todos los pícaros por el dinero, y un rictus de rencorosa envidia le atembloraba la boca. Fermín se ruborizó:
—Puedo vivir sin trabajar.
—¡Vaya un cuidado! ¡Y parece que se avergonzase!
Indalecio escupió de soslayo, con mueca de sarcasmo. Fermín volvió a ruborizarse:
—Me avergüenzo porque no siempre he comprendido mi deber, y viví mucho tiempo como un vago.
Indalecio le clavaba los ojos con expresión obtusa y maligna:
—Si tiraba usted de lo suyo...
—¡Lo mío! Pero ¿puede ser mío lo que otros han ganado? ¡El trabajo ajeno!
Abrevió Indalecio:
—¡Leche!
La maleante suspicacia del chulapo, llenó de sorpresa y confusión a Fermín:
—¡Haces mal no creyéndome!
Rajó Indalecio:
—¡Si no son papeles, es usted un primavera!
Protestó Fermín con azorado resentimiento:
—¡Así es como hablan los burgueses!
Indalecio asomaba una mueca zaina de dudas y menosprecio :
—Nada me va de quien usted sea. Solamente le advierto que conozco sus entrevistas con la Sofi.
Maduró Fermín con desabrida austeridad:
—La Sofi te aborrece, y ningún derecho tienes sobre ella.
La voz del terne se veló de cólera:
—¿Negará usted que esa gran maula le ha pedido consejo?
—No lo niego. Me ha pedido consejo, y se lo he dado.
—¡Metiendo cisma!
—En estricta conciencia.
Recalcó Indalecio:
—Y acaso buscándose un compromiso.
—No lo temo.
—¿Sacaría usted la cara por esa perra?
Fermín le miró con lástima:
—Nuestras vidas siguen rumbos muy diferentes. Desembarcaremos, y no espero volver a tropezarme ni contigo ni con ella.
—Usted tiene los sesos aguados, y aún puede camelarle.
—No lo temas.
Borróse de pronto la sonrisa de ingenua y puritana rigidez que asomaba en la boca de Fermín. El chulapo le vio demudarse y alzarse del rollo de cables con inesperado sobresalto. Un grito de mujer se retorcía por el claro de luna: Trasmudaba el estremecimiento convulso y sagrado de una boca epiléptica: La Sofi, dramática, con el cuchillo sobre el pecho, ponía los ojos adoloridos en Fermín:
—¡La vida me pesa!
Se desplomaba gimiente. Fermín corrió a sostenerla, y el chulapo, cautivo en el cepo, se volvía, enrevesado el torso como un pabilo negro: Alzaba sus voces blasfemas bajo el cielo de luceros:
—¡Ah gran zorra, estabas a la escucha!
XXXIII
La Sofi sólo tenía un rasguño en el pecho. Fermín se inclinaba sobre la desfallecida mujer, y al advertir lo leve del daño, inquieto para acallar el suceso, la instó a que viese de incorporarse: Con timorata zozobra la condujo al camastro del sollado. La Sofi rechinaba los dientes, la boca blanca, los ojos adustos, la expresión enloquecida y frenética: La greña, sudorosa y enredada, le oscurecía la frente. El médico de a bordo, luego de atender a restañarle la sangre, había dispuesto un antiespasmódico. La Sofi, incorporada en el camastro, con los dientes apretados, obstinábase en rechazar la pócima: Entre la maraña del pelo, el rostro tenía un lívido claror transparente y lunático. Fermín le sostenía la cabeza acercándole el vaso a los labios. La Sofi, acongojada, caída en un estado de dócil abatimiento, acabó por ceder: Entrechocaba los dientes sobre el borde del vidrio, presa de histéricos temblores, levantados los ojos, vueltos a Fermín: Apartando el vaso, que salpicó el último resto de la pócima, le besó las manos con apasionada demencia. Fermín las esquivó reconviniéndola.
—¡Qué haces! Son extremos que me desagradan.
Permaneció un momento indeciso al pie del camastro, sobrecogido de incertidumbres y suspicacias puritanas. La Sofi gemía con la frente oculta en las almohadas, y unas compadecidas mujeres que habían asistido a la cura, alternaban sus viajes consolándola. Fermín se apartó sigiloso, llevándose un dedo a los labios: Se alejaba con el propósito de salir a cubierta, y sumirse en sus pensamientos: Temía los impulsos sentimentales de aquella infortunada, y al mismo tiempo reconocíase inclinado a no desampararla. —Un escrúpulo triste, desabrido, incierto, le ensombrecía el ánimo—. Cuando asomaba por el escotillón para salir a cubierta, avizoró al calmuco en secreto coloquio con un hombre alto, vuelto de espalda. Por la sombra que se alargaba y movía, sacó la sospecha de que fuese el Capitán Meana: Huidizo, tornó a sepultarse en el sollado: Daba por fallido el propósito de hallarse a solas, si salía a cubierta, y se recogió a su petate, cruzando con pisadas furtivas ante el camastro de la Sofi. Se acostó vestido, sin levantar las cobijas. La luz remota de un farol le caía sobre los ojos, y se los cubrió con la mano: Permaneció así mucho tiempo, con caótica pesadumbre, difusa, sin imágenes, sin recuerdos, sin incidencias ni mudanzas del pensamiento, toda una, monótona, invariable. Lentamente la tribulación de su ánimo se abolía en una angustia sensorial de peso sobre el corazón. Apartó la mano que le sofocaba los párpados, y con el reflejo de la luz en los ojos creyó entrever el bulto de la Sofi. Era una imagen confusa y doliente, que volvía como las imágenes de los sueños La Sofi le miraba como ya le había mirado otras veces, recogida sobre el apoyo del baúl, sentada en la sucia humedad del suelo. Fermín no tuvo el más leve signo de sorpresa ante aquella reversión del tiempo que concitaba sus fantasmas en los mismos lugares:
—Sofi, ¿por qué he de verte siempre ahí?
Suspiró la sombra huraña, recogida al pie del baúl:
—Cierra los ojos si no quieres verme. De antes los tenías cerrados.
—No te sentí llegar.
—He venido descalza.
—Acaso dormía...
—Tú sabrás si dormías o cavilabas.
Fermín volvió a ponerse la mano sobre los ojos, con un gesto de apática contrariedad:
—¿Sofi, por qué no te recoges?
—¿Más recogida me quieres?
Insistió Fermín con repentina impaciencia:
—Es absurdo que permanezcas en ese rincón.
Suplico la sombra, obstinada:
—No me miras... Te duermes sin hacer caso de mí... Figúrate que soy un perro.
Fermín, que se había salido del camastro, la requirió de un brazo:
—¡Es intolerable lo que haces!
La sombra se incorporó sobre las rodillas, con agoniada protesta:
—¡Maltrátame, santo del cielo! Me resisto a obedecerte, arrástrame de los pelos.
Siempre de rodillas, le besaba las manos, mojándoselas de lágrimas. Fermín no intentó retirarlas, esperaba que consintiéndole aquellos extremos, habría de mostrarse más razonable. En los camastros vecinos se erguían algunas cabezas, con asoñarrada protesta, y volvió a requerirla por el brazo:
—¡Me pones en evidencia!
—¿Por qué no me dejas aquí?
—Obedece.
—Pues llévame a cubierta.
—¡Al infierno!
La Sofi le siguió sumisa, secándose los ojos:
—Tengo un clavo en las sienes, y el aire me refrescará la cabeza.
Salieron a la noche de estrellas. Fosforecían las olas, cantaba el viento. El Capitán Meana y el calmuco conversaban reclinados en la borda. Fermín se desvió tirando de la Sofi. En la banda contraria se les ofrecía un banco todo metido en luna: Era el mismo donde habían estado anteriormente. Fermín experimentaba un alarmado despecho ante el infortunio de la Sofi. Árido de casuismos puritanos, sentía enfriársele el corazón con repulsa y desgana del piadoso sentimiento que, fuera de sus propósitos, le movía a remediar el desamparo de aquella mujer, carne de prostíbulo. Anduvieron entre balances. Con la cara vuelta a las estrellas, dormía la mona Don Teo. La Sofi, enjugándose los ojos, se recogió al extremo del banco: Con afligido miramiento procuraba apartarse de Fermín:
—Estoy sabedora... Tú no eres lo que representas... Por las palabras que has tenido con ese negro mala sangre, estoy sabedora... ¡Ni siquiera comprendo cómo tan ciega para no ver que eres sujeto de principios! Después de todo, como si fueses el más último de los hombres. Para mí, la misma cosa... Que algún día me visites en la cárcel, si te da esa ventolera. Esta noche te has interpuesto, todo lo trastornó hallarte en conversación con ese verdugo. ¡Tan dispuesta que iba a clavarle el cuchillo!
Fermín le ahondó los ojos:
—¿Y luego a matarte?
La Sofi se abismó en un gesto incoherente, con la boca trémula y perpleja :
—Ese impulso me vino después... Creo que me vino después... Casi no me recuerdo... Yo iba a por él. Le hubiera enfriado. ¡De una vez para siempre me quitaba el recelo de sus malas intenciones! ¡No llevaba otro acuerdo! La idea de volver el cuchillo contra mí, me vino después... A lo primero, no... A lo primero me conformaba con ir a la galera... Si acaso, que tú me visitases alguna vez...
Fermín movía la cabeza:
—Es preciso que rechaces tales absurdos.
—¡Son luces!
—Son insensateces. Debes pensar en rehacer tu vida,
—Mi vida no va a ser más cautiva en la galera. ¡Son luces! Consiénteme que mire por ti, santo sin hieles. Ese Caín se recome de malas ideas. ¡Es un malvado muy traidor! De haber podido enfriarle, ¡qué sosiego para mi alma!
Fermín se levantó, amonestándola con alarmada severidad :
—Sofi, te prohíbo...
Ella le miró adementada por ofrecérsele con las manos llenas de sangre como conjuros de amorosa expiación:
—¡No me mires tan fiero! ¡No me prohíbas cosa ninguna! ¡He de matarle para que no te mate! ¡Si resguardo tu vida, ya habré hecho alguna cosa buena en el mundo!
Los ojos tenía cerrados, la boca entreabierta por temblor epiléptico. Fermín le impuso una mano en la frente:
—Sofi, procura serenarte. Tú realizarás en el mundo otras buenas obras. Ésa no lo sería. Por lo demás, estate segura de que mi persona no corre ningún riesgo. Las baladronadas no son sentencias de muerte.
—Es un malvado muy traidor.
—Déjalo de mi cuenta.
—¿Y si te mata?
—Me entierran. Tú sólo debes pensar en rehacer tu vida honestamente.
—¿Para qué? A ti, de mi vida se te da bien poco. Llegando a Londres, me tiras al agua con una piedra al cuello.
—¡Sofi, no desatines!
—¿Por un casual has venido a significar cosa diferente en lo que hablaste con ese veneno?
—¿Cómo puedes atribuirme palabras que jamás han salido de mis labios?
—No son tus palabras, son tus pensamientos... Tú has mentado solamente el diferente rumbo de nuestros caminos. Fue entonces, al oírte, cuando reviré el cuchillo contra mí.
El viento le arrebataba la madeja del pelo, descubriéndole la frente blanca y lunática. Fermín la miraba con piadosa resolución, le acudía del fondo de la conciencia una lástima generosa y redentora, sentía como un precepto religioso la obligación de remediar el oprobio de aquella vida de prostíbulo. Tomó una mano de la Sofi:
—¡El rumbo de nuestros caminos nadie lo sabe!
XXXIV
Don Teo se incorporaba bostezando: El maligno vejete guiñaba el ojo:
—Aquí sobra uno. ¡Buenas noches!
Don Teo se alejó refitolero, sesgada la boca por una mueca cínica: Con pérfido regocijo daba por seguro los cuernos de Indalecio. Le acudió un estornudo, y friolero, frotándose las palmas, se encaminó a la cantina: Aún se tambaleaba, y sus pensamientos en fuga hacían revoloteos entre el naufragio del quepis y Doña Baldomera: Instintivamente miró al mar: El guedejón que le valía para disimular la calva, le flameaba sobre una oreja. Desde la puerta de la cantina, con atisbo de raposo, alargó la pestaña, sospechando que había de encontrarse con el Pollo de los Brillantes. Le descubrió entre la niebla de humo, aislado y pensativo ante una copa intacta, con el veguero atravesado en la boca: Se allegó corcovándose, fruncida la husma:
—¡Nos atrae un poderoso imán!
Reía con gallos santurrones, apuntando el diente verdino. El Pollo le miró recalmado:
—¿Ha dormido usted la mona?
Don Teo bajó los párpados y alzó los hombros con taimado aspaviento:
—No discutamos bagatelas. Usted lo resuelve como le haga más el gusto.
El Pollo tascaba el veguero:
—La conducta de usted es incalificable. Se conduce usted como un novatón; olvida usted que toda prudencia es poca. El Indalecio es un irresponsable, usted no, usted sabe la enorme responsabilidad que pesa sobre nuestras cabezas.
El vejete arrugaba una mueca felona:
—No creo que haya motivo para esos ditirambos.
Sofocó la voz el Pollo:
—Se nos ha designado para ejecutores de una sentencia que baja de muy alto, de muy alto, Don Teo.
—Me está usted hablando como si me hubiese rajado. Una copa de más, francamente, no justifica que usted olvide mi modesta historia. En cuantas ocasiones se me ha propuesto, jamás me rajé, y me he visto en casos muy apurados, casos de jugarse la pelleja, y el busilis en el alero. ¿Puede estimarse como suficiente recompensa a mis servicios una plaza de segundo organista en el oratorio del Olivar? Pregúntese al Señor Conde de Cheste, y él dirá si es hombre de ideales Teolindo Soto.
El Pollo tiraba del habano, atentos los ojos al ingrávido volar de una mosca en torno de la copa que permanecía intacta: Murmuró en una nube de humo:
—Me tiene usted disgustado, profundamente disgustado.
Se atufó el vejete con gallos santurrones:
—El hombre es frágil... La humanidad es frágil...Verdades eternas y patentadas.
—A usted una copa de más se le antoja un catafalco
Interrumpió el Pollo:
—En estas circunstancias.
—Yo con una copa soy un astrónomo. Una copa para mí es un telescopio. Una luz que ilumina el caos. ¿Sabe usted que son perfectamente auténticos los pitones del amigo Inda? ¡Perfectamente auténticos! ¡Y eso supone una complicación de muchos bemoles! ¡El trío de baile y guitarras era una pantalla de primera!
El Pollo se solemnizó, con apesadumbrada jactancia:
—¡Era algo bien planeado!
Aclaró Don Teo:
—La rubiales le ha puesto los ojos al propietario de la bolsa. Y ese punto no es lo que aparenta.
—Como que es un demagogo de los más rabiosos.
—Me lo había guipado.
Remató el Pollo:
—Hay que dar el golpe pronto y sobre seguro, para salvar a España. Usted va a dejar ese feo vicio...
—No se hable más.
—Estamos investidos de una misión sagrada. La hidra demagógica amenaza como nunca los cimientos de la sociedad española.
Apuntaba Don Teo una sonrisa aduladora:
—Que la musa le inspire a usted, y adelante. El Inda y la rubiales, tal como han rodado las bolas, representan un estorbo.
El Pollo adormecía los ojos de rana: Maduraban sus pensamientos, como frutos de cuelga, en las arrugas del entrecejo:
—Al Inda habrá que sellarle la boca.
Batió un párpado el vejete:
—Usted dirá el sello.
El Pollo se frotaba el pulgar y el índice:
—Convendrá tramitarlo a bordo.
Asesoró Don Teo con mónita santurrona:
—Hay que darle boleta para los patrios lares.
El Pollo anubarraba el gesto:
—¡Me temo la mala leche de ese pinta!
Siguió Don Teo:
—Se le expide pasaporte para un viaje de placer.
El Pollo acompasó con la mano:
—¡Prudencia!
—Usted cuenta para todo con la devoción de este acólito.
La mano redonda y pecosa, enjoyada de gruesos anillos, reiteró sus compases:
—¡Prudencia! ¡Prudencia!
—Sabe usted que la rubiales es una Ristori. ¡Milagrosamente no lloramos la defunción de Indalecio!
—¡Lástima que no haya rematado la faena!
—Aún puede...
—No estaría mal.
—Cuestión de cultivarla.
—Pues a ello.
El Pollo de los brillantes humeaba el veguero con flemática indiferencia, como si en cada bocanada quisiese disipar un incierto compromiso que podía trascender de sus palabras: Inducido por aquella camándula, se puso en pie finalizando el coloquio. Descendía el vapor con largo balance, y hubo de apoyarse en la mesa. Entrando la noche, había saltado el viento y arreciaba un temporal de mar duro con chaparrones y rachas del Sudeste. El Omega, alternativamente, remontábase en la cresta de las olas y se abismaba como si le faltase el mar bajo la quilla.
XXXV
Don Joselito Cartagena se alejó con medrosos compases, abiertos en balancín los brazos de rana: Iba en busca de la partida de monte, sobre el atisbo de pujar la banca, y alzarse con el dinero de los puntos por las flores del salto, el pego y el amarre: Cuando penetró en el comedor vacaba el naipe, y los revolucionarios españoles escuchaban al apóstol de la revolución universal. Las luminarias de un ponche alteraban los rostros con fugaces reflejos, y la boca sin dientes del barbudo gigante, adoctrinaba:
—Los suecos emplean aguardiente de cerezas, que aquí hemos sustituido por ron de Jamaica. En vez de ron pudimos haber puesto aguardiente de orujo, es más parecido al kirsch. De toda suertes, espero que resulte una bebida agradable.
Extinguidas las luminarias, el barbudo gigante colmó las copas, y los cofrades celebraron las excelencias del ponche sueco, con el ritual masónico de simbólicas salvas. Desentonó Paúl y Angulo:
—¡Es el bálsamo de Fierabrás!
Entrometióse el Pollo de los Brillantes:
—Don Pepe, nosotros por lo castizo. ¿Le parece a usted que apuremos unos chatos de Macharnudo? Y ustedes todos, caballeros.
Tronó Paúl y Angulo:
—Venga ese contraveneno.
El Capitán Meana, en la puerta del comedor, secreteaba con el calmuco:
—Entre usted. Iniciaremos la batalla.
—Batalla perdida. Son unos burgueses.
—No aventure usted juicios.
El calmuco echa los ojos sobre la cofradía revolucionaria :
—En todo caso, ha de iniciarse la captación uno a uno. Conviene la táctica jesuítica.
—La captación, sin duda... Ahora se lanza la idea.
—Son unos burgueses.
—Salvochea no es un burgués.
El calmuco sesgaba la boca con una mueca desdeñosa:
—Es algo peor, es un puritano.
—Estévanez no es un burgués.
—Tiene todos los prejuicios de la moral rutinaria.
—Paúl tampoco es un burgués.
—Como a tantos revolucionarios españoles, le incapacita para una acción a fondo la ceguera por vuestro Prim.
El antiguo garibaldino amontonó el ceño:
—Le creía a usted con más fe en la realización de su idea, y si al proponérmela hubiera usted manifestado esas dudas...
—¿Qué hubiera hecho usted?
El calmuco le clavaba los ojos oblicuos con una sonrisa artera, que irritó al Capitán Meana:
—¿Qué hubiera hecho? Pues no perder el tiempo.
—¿Cree usted haberlo perdido?
—Indudablemente.
—¿Por qué, si estamos de acuerdo?
—Solos nada podemos.
—A los otros debemos ganarlos cautelosamente... Primero para la teoría, y luego para la acción. Usted inicia los primeros aproches sin insistir demasiado.
Cortó con adusta impaciencia el Capitán Meana:
—¿Entra usted?
—No es conveniente.
El calmuco le tendió la mano, sesgada la boca por una sonrisa de astuta complicidad, y traspuso la puerta : Desapareció sumido en el declive de un balance, estremecidas las greñas color de buey, bajo el guiño de todas las luces. El Capitán Meana llegó a la mesa de los brindis, y campanudo reclamó una crátera para hacer salva: El Pollo de los Brillantes le alargó un chato. Tintineaba el cristal de las copas en los violines, oblicuaba la mesa su plano, desquiciábase en torno el círculo del triángulo, y, florecido de una sonrisa efímera, ascendía en el múltiple guiño de las luces el busto barbado del apóstol.
XXXVI
El temporal de aguas y viento se mantuvo toda la noche. Bakunin, verboso y noctámbulo, prolongaba la tertulia con interminables y paradojales discusiones, convirtiendo en cenáculo de café el comedor del Omega. Envuelto en el humo de la pipa, ante la mesa llena de copas, sentíase inspirado:
—¿Queréis la revolución en España? ¿Por qué la queréis? ¿Qué ideario pretendéis implantar en sustitución del régimen existente? ¿Acaso imagináis servir una causa revolucionaria con esas interminables discusiones sobre los candidatos a la corona de España? ¡Es insensato hacer una revolución para buscar un tirano! ¡Las masas no pueden seguiros! Devolved al pueblo sus sagrados derechos, infundidle el sentimiento de dignidad que nunca podrá darle una Monarquía. Haced la revolución, pero encendidos los corazones con la esperanza de ver derrumbarse todas las viejas dinastías europeas para ceder el puesto a las masas triunfantes. El sentido militarista de vuestra revolución no puede interesarnos; es más: lo execramos. Vuestra revolución carece de hondura en los propósitos, es un fuego fatuo desprendido de los grandes cadáveres revolucionarios que aún prestigian la historia política de Inglaterra y Francia.
El Señor Alcalá Zamora sonreía con eclesiástica suficiencia :
—El buen sentido del pueblo español rechazará siempre el veneno de esos brillantes sofismas.
Saltó Paúl y Angulo:
—El socialismo no es un sofisma.
—Si no es un sofisma, es una utopía.
—Las utopías de hoy son las realidades de mañana.
—El español es profundamente individualista.
El Capitán Estévanez apuntó una sonrisa de chanzas:
—Es insolidario, pero no creo que sea individualista.
—El adoquinado de una calle no es individualista. ¡Todos los adoquines iguales e insolidarios!
Amonestó el clérigo con doctoral silabeo:
—¡Sea usted más patriota!
—Yo soy uno de tantos adoquines, perfectamente insolidario.
Intervino el Capitán Meana:
—Estoy de acuerdo con que el español no sentirá nunca el dogmatismo marxista.
El apóstol de la revolución universal asintió con un gran gesto velado en el humo de su pipa:
—La Asociación Internacional de Trabajadores es la aparición de una nueva tiranía que amenaza a todos los pueblos: La Humanidad, en sus múltiples fases, esclavizada por los rencores del proletariado.
Estévanez le miró reflexivo:
—No llego a ver claro en el fondo de esa doctrina...
—Ateísmo y antiestatismo. Hoy hemos de destruir el régimen político existente en todos los pueblos europeos, pero mañana nuestro destino será combatir el régimen comunista tal como lo concibe la Internacional: ¡La dictadura del proletariado!
—¿Cuál es, entonces, la revolución mundial a que usted aspira, si no es la dictadura del Estado comunista?
—El excelente y bienhechor desorden, parteado por una explosión de las masas. El socialismo del Estado, conforme a la doctrina marxista, sólo puede alzarse sobre los escombros de las viejas sociedades, por una nueva esclavitud de las masas reducidas, en fuerza de decretos, a la obediencia, a la inmovilidad y a la muerte: La Europa Occidental, senil, corrompida, escéptica, necesita una transfusión de sangre bárbara que la saque de su cretinismo democrático. No puede haber revolución sin anarquismo: La revolución sólo existe donde se abre un horizonte anárquico, y si no se lleva en su seno el rayo destructor de todos los prejuicios sociales, será una apostasía. El régimen parlamentario, piedra angular en las democracias occidentales, es una de las más hipócritas ficciones del sentido burgués. Yo comienzo por execrar cualquier revolución que no sea para destruir todas las Instituciones del Estado. No hay verdadera libertad, ni respeto al individuo, sin anarquía. El cimiento de la dignidad humana se llama anarquía, y una revolución debe ser, en todos los casos, una máquina infernal.
Bakunin descargó la pipa golpeándola contra el borde de la mesa: Sonreía como si esperase la refutación de sus palabras. Insinuó el Capitán Estévanez:
—Comprendo el anarquismo como medio, pero no como fin.
El apóstol cargaba su pipa:
—Todos los fines son ajenos a la voluntad de los hombres.
—Es un fatalismo que no comparto.
—¿Negará usted el fatalismo cósmico del cual somos esclavos? Y en cuanto al distingo entre la anarquía como medio y la anarquía como fin, no puede admitirse. Es frecuente identificar la anarquía con el terrorismo, y me parece que usted incurre en ese sofisma de la reacción burguesa. La furia destructora no es la última razón del credo anarquista. El terrorismo sólo significa un accidente en la lucha revolucionaria, pero no una norma, signada con el sentido de lo absoluto como la Idea Anarquía.
Los conspiradores españoles apenas mostraban un leve desacuerdo con las utopías revolucionarias del apóstol.
XXXVII
¡Fondo!
Silbatadas y escapes de vapor. Caen las anclas con desgrane de cadenas, abriendo círculos de espuma. El pasaje invade la cubierta, transportando maletas, sombrereras, líos de mantas. Era general el sentimiento ahorrativo de esquivar propinas. Rostros que aún conservan la palidez del mareo, contemplan casi incrédulos la estabilidad de los muelles, prolongándose en un balance de toldillas y masteleros. Sacan su trompa entre la niebla imponentes grúas. Bocoyes, fardos, jaulas, cajas de maquinaria ruedan entre grises patuleas, en un tráfago de vagonetas, cables, palancas, poleas, flexores, volantes. Con la sanidad pasó a bordo la policía. Un comisario, dos agentes y cuatro gatos de la secreta. La Sofi se ocultaba en el grupo de los revolucionarios españoles. Anovelóse el pasaje. Corrieron fabulosas invenciones :
—Un complot de carbonarios para volar la Catedral de Londres.
—Si a usted le parece bien, para volar el Parlamento.
—De cierto, nada.
—Londres no puede continuar siendo el asilo de todos los anarquistas del mundo.
—¿Bombas Orsini?
—Eso he oído.
—¡Bombas Orsini!
—En una maleta abandonada en la primera cámara.
—De cierto, nada.
—Que la policía está registrando el barco.
—¡Y que ha sido descubierta una máquina infernal!
—El carbonarismo italiano...
—Los detenidos son contrabandistas de Gibraltar. Un alijo de tabaco...
—Usted nos chafa el folletín.
—Algo más. Asesinos pagados para matar a un general carlista.
La Sofi se apretujaba el toquillón por la cabeza. Quisiera tener alas. Escapar, volando sobre las blancas toldillas y las negras barcazas de hulla, perderse en la niebla de los tejados, en el humo de tantas chimeneas, aduendarse por aquellos castillos de luces y ventanas suspensas por dos riberas. Se santiguó:
—¡Madre del cielo!
Comentarios de Tiberio Graco:
—¿Un general carlista? ¿Cabrera? ¿Y si no fuese un general carlista?
Asentimiento de Claudio Nerón:
—He pensado lo mismo.
Don Luis Alcalá Zamora plegaba los labios con eclesiástica reserva:
—No sería la primera vez que se atentase contra la preciada vida de Don Juan.
Condenaba el Capitán Estévanez:
—¡Un Gobierno que apela a tan repugnantes medios es la deshonra de un pueblo!
Claudio Nerón soslayaba al clérigo sin licencias:
—Don Luis, ¿cree usted que el golpe venga de González Bravo o de Mastai Ferrati?
—Creo, sencillamente, que el golpe, de venir, viene de los enemigos de Don Juan.
—Habla usted como los oráculos.
—No tengo datos precisos para concretar una acusación.
Saltó Paúl y Angulo:
—¡Yo sí!
—¡Yo no!
—¿Quiénes son los más acérrimos enemigos del General Prim?
—¡Los neos!
—No.
—¿Los moderados históricos?
—Los partidarios del Duque de Montpensier.
Atenuadas sonrisas, leves dudas.
—¿Más que los isabelinos puros?
—Más. Y más que el naciente alfonsismo. El General, que no ha hecho declaraciones republicanas, que ni siquiera las ha hecho antidinásticas, ha rehusado todo compromiso con Antón Perulero. ¿Qué dice el páter?
—Me asombro, y cavilo que sin pruebas muy evidentes no lanzaría usted esas acusaciones.
—Estoy harto de oír respiran los partidarios del Naranjero. El Pillete, el Patulero, el Pringado, son sus mejores alusiones al Conde de Reus. Todo esto debe saberlo el interesado, es preciso que lo sepa, encenderle la cara.
Sonrió cautamente el clérigo sin licencias:
—Y arrancarle declaraciones republicanas... Dudo que ustedes lo consigan.
—No queremos declaraciones, queremos una leal colaboración, el compromiso solemne de que será respetada la voluntad nacional.
El clérigo se ungió de liberales promesas:
—Puedo asegurarles que no hallarán la menor dificultad en su empresa. El General ha procurado siempre una inteligencia con las democracias españolas... Pero ustedes también tienen sus santones, y no es siempre fácil entenderse con soñadores.
XXXVIII
El Comisario de Policía examinaba las hojas de embarque en el camarote del Capitán. Pedía aclaraciones. Releía notas de una cartera:
—Una mujer y tres hombres embarcados en Gibraltar. Sofía Aranguren, Indalecio Meruéndano, Teodolindo Soto. Los dos, profesores de guitarra española. Pasaje de tercera.
El Capitán explicó con flema británica:
—Míster Meruéndano viaja en la barra.
El Comisario repasó una hoja cubierta de anotaciones:
—Míster José Cartagena. Trabaja el comercio de naranjas. Pasaje de primera. Los cuatro, embarcados en Gibraltar. El cable recibido, al interesar su captura, alude a un complot político urdido en aquella plaza.
La pareja de agentes apareció trayendo en medio al hombre gordo, vestido de blanco. Le encaró el Comisario.
—¿Es usted míster Cartagena?
—Si usted no manda otra cosa...
—¿Embarcado en Gibraltar?
—El mismo.
—Usted tendrá la bondad de acompañarnos.
—¿Se me permite bajar al camarote para cerrar las maletas y cambiar de ropa?
El Comisario, antes de responder, miró a los agentes:
—El camarote de usted ha sido sellado.
Se inclinó el hombre gordo:
—Me será permitida la más enérgica protesta. ¿De qué se me acusa?
El Comisario puso una sonrisa benevolente sin conocer las causas.
—¡En todo esto hay una equivocación!
—Cumplimos órdenes.
—¡Soy una persona honorable!
—La policía no juzga, obedece.
—Protestaré ante mi Embajada.
El Comisario se levantó sonriente:
—Entretanto, va usted a consentirme que le ponga las esposas.
El Pollo de los Brillantes le presentó las manos con cínica entereza:
—Repetiré con Garibaldi: Obedezco.
El Comisario le clavó los ojos sagaces con atención jovial:
—Soy también un admirador del gran italiano.
Le puso las esposas con irreprochable destreza. El Pollo de los Brillantes se había vuelto de cera:
—Se me trata como a un malhechor.
El Comisario denegó con gesto placentero:
—Estas formalidades no prejuzgan la condición del preso. Usted, por ahora, queda aquí incomunicado. Vuelvo.
Abatido sobre la banqueta de hule, con un guardia de vista, el hombre gordo comenzó a preparar su defensa.
XXXIX
El pasaje se corría sobre la borda de estribor, por donde embarcaba la policía con los tres hombres esposados y la desesperada, que grita y saca las uñas entre la pareja de agentes. Protestaban románticos, desde el botalón, los revolucionarios españoles, en grupo de girondinos. Las viejas litografías han perpetuado estos gestos. El Compañero Salvochea permanecía en la escala, la cabeza desnuda, los rizos en vuelo. La Sofi le alargaba los brazos, y el treno girondino mudóse en zumba y jonjana:
—¿Será Fermín un Don Juan?
—Un Don Juan en estado de inocencia.
—Don Juan sin saberlo.
—¿Sin saberlo quién? ¿Fermín, o nosotros?
El clérigo sin licencias, reservado y cismático, abrió un círculo de irónicas ambigüedades:
—¿Y si les dijese a ustedes que esa mujer es el diablo?
—¡Todas las mujeres!