QUINTA ESTANCIA

CAPITULO I

LOS criados velaron en la cocina, donde toda la noche ardió el fuego. Una cacería de lobos estaba dispuesta para el amanecer. De tiempo en tiempo, mientras se recuerdan los lances de otras batidas, los más viejos descabezan un sueño en los escaños. Cuando alguien llama en la puerta de la cocina, se despiertan sobresaltados. La moza de la cara bermeja, que está siempre dispuesta para abrir, descorre los cerrojos, y entra, murmurando las santas noches, algún galán de la aldea, celebrado cazador de lobos. Deja su escopeta en un rincón y toma asiento al pie del fuego. La dueña de los cabellos blancos aparece y manda que le sirvan un vaso de vino nuevo. El cazador, antes de apurarlo, salmodia la vieja fórmula:

—¡De hoy en mil años y en esta honrada compaña!

La moza de la cara bermeja vuelve al lado de Ádega:

—A mí paréceme que te conozco. ¿Tú no eres de San Clodio?

—De allí soy, y allí tengo todos mis difuntos.

—Yo soy poco desviado... En San Clodio viven casadas dos hermanas de mi padre, pero nosotros somos de Andrade. Yo me llamo Rosalva. La señora es mi madrina.

Ádega levanta las violetas de sus ojos y sonríe, humilde y devota.

—¡Rosalva! ¡Qué linda pudo ser la Santa que tuvo ese nombre, que mismo parece cogido en los jardines del Cielo!

Y queda silenciosa, contemplando el fuego que se abate y se agiganta bajo la negra campana de la chimenea, mientras el criado de las vacas, al otro lado del hogar, endurece en las lenguas de la llama una vara de roble, para calzar en ella el hocino. Armado de esta suerte irá en la cacería, y entraráse con los perros por los tojares donde los lobos tienen su cubil. En el fondo de la cocina, otro de los criados afila la hoz, y produce crispamiento aquel penetrante chirrido que va y viene, al pasar del filo por el asperón. Poco a poco, Ádega se duerme en el escaño, arrullada por el murmullo de las voces, que apagadas y soñolientas hablan de las sementeras, de las lluvias, y del servicio en los Ejércitos del Rey. A lo largo del corredor resuenan las llaves y las toses de la dueña, que un momento después asoma preguntando:

—¿Cuántos os juntáis?

Cesan de pronto las conversaciones, y, sin embargo, una ráfaga de vida pasa sobre aquellas cabezas amodorradas, anímanse los ojos, y se oye, como rumor de marea, el ras de los zuecos en las losas. La moza de la cara bermeja, puesta en pie, comienza a contar:

—Uno, dos, tres...

Y la dueña espera allá en el fondo oscuro. En tanto sus ojos compasivos se fijan en la pastora:

—¡Divino Señor!... Duerme como un serafín. Tengan cuidado, que puede caerse en el fuego.

La vieja toca el hombro de Ádega:

—¡Eh!... ¡Álzate, rapaza!

Ádega abre los ojos y vuelve a cerrarlos. La dueña murmura:

—No la despierten... Pónganle algo bajo la sien, que descansará más a gusto.

La vieja dobla el mantelo, y con una mano suspende aquella cabeza melada por el sol como las espigas. La pastora abre de nuevo los ojos y al sentir la blandura del cabezal suspira. La vieja vuélvese hacia la dueña con una sonrisa de humildad y de astucia:

—¡Pobre rapaza sin padres!

—¿No es hija suya?

—No, señora... A nadie tiene en el mundo. Yo la acompaño por compasión que me da. A la cuitada éntrale por veces un ramo cativo, y mete dolor de corazón verla correr por los caminos cubierta de polvo, con los pies sangrando. ¡Crea que es una gran desgracia!

—¿Y por qué no la llevan a Santa Baya de Cristamilde?

—Ya le digo que no tiene quien mire por ella...

El nombre de la Santa ha dejado tras sí un largo y fervoroso murmullo que flota en torno del hogar, como la estela de sus milagros. En el mundo no hay Santa como la Santa Baya de Cristamilde. Cuantos llegan a visitar su ermita sienten un rocío del Cielo. Santa Baya de Cristamilde protege las vendimias y cura las mordeduras de los canes rabiosos; pero sus mayores prodigios son aquellos que obra en su fiesta sacando del cuerpo los malos espíritus. Muchos de los que velan al amor de aquel fuego de sarmientos han visto cómo las enfermas del ramo cativo los escupían en forma de lagartos con alas. Un aire de superstición pasa por la vasta cocina del Pazo. Los sarmientos estallan en el hogar acompañando la historia de una endemoniada. La cuenta con los ojos extraviados y poseído de un miedo devoto, el buscador de tesoros. Fuera los canes, espeluznados de frío, ladran a la luna. Resuenan otra vez las llaves de la dueña. La moza de la cara bermeja se acerca:

—¿Mandaba alguna cosa?

—¿Cuántos has contado?

—Conté veinte, y todavía vendrán más.

—Está bien. Baja a la bodega y sube del vino de la Amela.

—¿Cuánto subo?

—Sube el odre mediano. Si tú no puedes, que baje uno contigo... Dejarás bien cerrado.

—Descuide,

La dueña, al entregarle el manojo de sus llaves destaca una:

—Ésta es la que abre.

—Ya la conozco.

Vase la dueña de los cabellos blancos, y la moza de la cara bermeja enciende un candil para bajar a la bodega. Ulula el viento atorbellinado en la gran campana de la chimenea, y las llamas se tienden y se agachan poniendo un reflejo más vivo en todos los rostros. De tarde en tarde llaman en la puerta, y un cazador aparece en la oscuridad con los alanos atraillados y una vara al hombro. Los que vienen de muy lejos llegan ya cerca del amanecer, y al abrirles, una claridad triste penetra en la vasta y cuadrada cocina donde la hoguera de sarmientos, después de haber ardido toda la noche, muere en un gran rescoldo. La roja pupila parpadea en el hogar lleno de ceniza, y como en una bocana marina, en la negra chimenea ruge el viento.

CAPÍTULO II

Ádega fue admitida en la servidumbre de la señora, y aquel mismo día llegaron las mozas de la aldea, que todos los años espadaban el lino en el generoso Pazo de Brandeso. Comenzaron su tarea cantando y cantando la dieron fin. Ádega las ayudó. Espadaban en la solana, y desde el fondo de un balcón oía sus cantos la señora, que hilaba en su rueca de palo santo, olorosa y noble. A la señora, como a todas las mayorazgas campesinas, le gustaban las telas de lino y las guardaba en los arcones de nogal, con las manzanas tabardillas y los membrillos olorosos. Después de hilar todo el invierno, había juntado cien madejas, y la moza de la cara bermeja, y la dueña de los cabellos blancos, pasaron muchas tardes devanándolas en el fondo de una gran sala desierta. La señora pensaba hacer con ellas una sola tela, tan rica como no tenía otra.

Las espadadoras trabajaban por tarea, y habiendo dado fin el primer día poco después de la media tarde, se esparcieron por el jardín, alegrándolo con sus voces. Ádega bajó con ellas. Sentada al pie de una fuente, atendía sus cantos y sus juegos con triste sonrisa. Las vio alejarse y se sintió feliz. Sus ojos se alzaron al cielo como dos suspiros de luz. Aquella zagala de cándida garganta y cejas de oro, volvía a vivir en perpetuo ensueño. Sentada en el jardín señorial bajo las sombras seculares, suspiraba viendo morir la tarde, breve tarde azul llena de santidad y de fragancia. Sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro, y el milagro acaeció. Al inclinarse para beber en la fuente, que corría escondida por el laberinto de arrayanes, las violetas de sus ojos vieron en el cristal del agua, donde temblaba el sol poniente, aparecerse el rostro de un niño que sonreía. Era aquella aparición un santo presagio. Ádega sintió correr la leche por sus senos, y sintió la voz saludadora del que era hijo de Dios Nuestro Señor. Después sus ojos dejaron de ver. Desvanecida al pie de la fuente, sólo oyó un rumor de ángeles que volaban. Recobróse pasado mucho tiempo, y sentada sobre la yerba, haciendo memoria del cándido y celeste suceso, lloró sobrecogida y venturosa. Sentía que en la soledad del jardín, su alma volaba como los pájaros que se perdían cantando en la altura.

Tras los cristales del balcón, todavía hilaba la señora, con las últimas luces del crepúsculo. Y aquella sombra encorvada, hilando en la oscuridad, estaba llena de misterio. En torno suyo todas las cosas parecían adquirir el sentido de una profecía. El huso de palo santo temblaba en el hilo que torcían sus dedos, como temblaban sus viejos días en el hilo de la vida. La Mayorazga del Pazo era una evocación de otra edad, de otro sentido familiar y cristiano, de otra relación con los cuidados del mundo. Había salido la luna, y su luz bañaba el jardín, consoladora y blanca como un don eucarístico. Las voces de las espadadoras se juntaban en una palpitación armónica con el rumor de las fuentes y de las arboledas. Era como una oración de todas las criaturas en la gran pauta del Universo.

CAPITULO III

Los criados, viéndola absorta como si viviese en la niebla blanca de un ensueño, la instaban para que contase sus visiones. Atentos al relato se miraban, unos incrédulos y otros supersticiosos. Ádega hablaba con extravío, trémulos los labios y las palabras ardientes. Como óleo santo, derramábase sobre sus facciones mística ventura. Encendida por la ola de la Gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como las llamas besaban los sarmientos en el hogar. A veces las violetas de sus ojos fosforecían con extraña lumbre en el cerco dorado de las pestañas, y la dueña de los cabellos blancos, que juzgaba ver en ellos la locura, santiguábase y advertía a los otros criados:

—¡Tiene el ramo cativo!

Ádega clamaba al oírla:

—Anciana sois, mas aún así habéis de ver al hijo mío... Conoceréisle porque tendrá un sol en la frente. ¡Hijo será de Dios Nuestro Señor!

La dueña levantaba los brazos, como una abuela benévola y doctoral:

—¡Considera, rapaza, que quieres igualarte con la Virgen María!

Ádega, con el rostro resplandeciente de fervor, suspiraba humilde:

—¡Nunca tal suceda!... Bien se me alcanza que soy una triste pastora, y que es una dama muy hermosa la Virgen María. Mas a todas vos digo que en las aguas de la fuente he visto la faz de un infante que al mismo tiempo hablaba dentro de mí... ¡Agora mismo oigo su voz, y siento que me llama, batiendo blandamente, no con la mano, sino con el talón del pie., menudo y encendido como una rosa de mayo!...

Algunas voces murmuraban supersticiosas:

—¡Con verdad es el ramo cativo!

Y la dueña de los cabellos blancos, haciendo sonar el manojo de sus llaves, advertía:

—Es el Demonio, que con ese engaño metióse en ella, y tiénela cautiva y habla por sus labios para hacernos pecar a todos.

El rumor embrujado de aquellas conversaciones sostenidas al amor del fuego, bajo la gran campana de la chimenea, corrió ululante por el Pazo. Lo llevaba el viento nocturno que batía las puertas en el fondo de los corredores, y llenaba de ruidos las salas desiertas, donde los relojes marcaban una hora quimérica. La señora tuvo noticia y ordenó que viniese el Abad para decidir si la zagala estaba poseída de los malos espíritus. El Abad llegó haciendo retemblar el piso bajo su grave andar eclesiástico. Dábanle escolta dos galgos viejos. Ádega compareció y fue interrogada. El Abad quedó meditabundo, halagando el cuello de un galgo. Al cabo resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo. La señora se santiguó devota, y los criados, que se agrupaban en la puerta, la imitaron con un sordo murmullo. Después el Abad calábase los anteojos de recia armazón dorada, y hojeando familiar el breviario, comenzaba a leer los exorcismos, alumbrado por llorosa vela de cera que sostenía un criado, en candelero de plata.

Ádega se arrodilló. Aquel latín litúrgico le infundía un pavor religioso. Lo escuchó llorando, y llorando pasó la velada. Cuando la dueña encendió el candil para subir a la torre donde dormían, siguió tras ella en silencio. Se acostó estremecida, acordándose de sus difuntos. En la sombra vio fulgurar unos ojos, y temiendo que fuesen los ojos del Diablo, hizo la señal de la cruz.

Llena de miedo intentó recogerse y rezar; pero los ojos apagados un momento, volvieron a encenderse, sobre los suyos. Viéndolos tan cerca extendía los brazos en la oscuridad, queriendo alejarlos. Se defendía llena de angustia gritando:

—¡Arreniégote! ¡Arreniégote!...

La dueña acudió. Ádega, incorporada en su lecho, batallaba contra una sombra:

—¡Mirad allí el Demonio!... ¡Mirad cómo ríe! Queríase acostar conmigo y llegó a oscuras. ¡Nadie lo pudiera sentir! Sus manos velludas anduviéronme por el cuerpo y estrujaron mis pechos. Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura. ¡Oh! ¡Mirad dónde asoma!...

Ádega se retorcía, con los ojos extraviados y los labios blancos. Estaba desnuda, descubierta en su lecho. El cabello de oro, agitado y revuelto en torno de los hombros, parecía una llama siniestra. Sus gritos despertaban a los pájaros que tenían el nido en la torre:

—¡Oh!... ¡Mirad dónde asoma el enemigo! ¡Mirad cómo ríe! Su boca negra quería beber en mis pechos... No son para ti, Demonio Cativo, son para el hijo de Dios Nuestro Señor. ¡Arrenegado seas, Demonio! ¡Arrenegado!

A su vez la dueña repetía amedrentada:

—¡Arrenegado por siempre jamás, amén! Con las primeras luces del alba, que temblaban en los cristales de la torre, huyó el Malo batiendo sus alas de murciélago. La señora, al saber aquello, decidió que la zagala fuese en romería a Santa Baya de Cristamilde. Debían acompañarla la dueña y un criado.

CAPÍTULO IV

Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena. El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera. Ádega, la dueña y un criado, han salido a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la Misa de las Endemoniadas. Caminan en silencio, oyendo el canto de los romeros que van por otros atajos. A veces, a lo largo de la vereda, topan con algún mendigo que anda arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros, vigilantes en los pajares. Sale la luna, y el mochuelo canta escondido en un castañar.

Cuando comienzan a subir el monte, es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende el farol que lleva colgado del palo. Delante va una caravana de mendigos. Se oyen sus voces burlonas y descreídas. Como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno, y vagan por el mundo sacudiendo vengativos su miseria, y rascando su podre a la puerta del rico avariento. Una mujer da el pecho a su niño cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico. En las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras, van dos monstruos. Las cabezas son deformes, las manos palmípedas. Ádega reconoce al ciego de San Clodio y al lazarillo, que le sonríe picaresco:

—¿Estás en el Pazo, Ádega?

—Allí estoy. ¿Y a ti, cómo te va en esta vida de andar con la alforja?

—No me va mal.

—¿Y tu abuela?

—Agora también anda a pedir.

Al descender del monte, el camino se convierte en un vasto páramo de áspera y crujiente arena. El mar se estrella en las restingas, y de tiempo en tiempo, una ola gigante pasa sobre el lomo deforme de los peñascos que la resaca deja en seco. El mar vuelve a retirarse broando, y allá en el confín, vuelve a erguirse negro y apocalíptico, crestado de vellones blancos. Guarda en su flujo el ritmo potente y misterioso del mundo. La caravana de mendigos descansa a lo largo del arenal. Las endemoniadas lanzan gritos estridentes, al subir la loma donde está la ermita, y cuajan espuma sus bocas blasfemas. Los devotos aldeanos que las conducen, tienen que arrastrarlas. Bajo el cielo anubarrado y sin luna, graznan las gaviotas. Son las doce de la noche y comienza la misa. Las endemoniadas gritan retorciéndose:

—¡Santa tiñosa, arráncale los ojos al frade!

Y con el cabello desmadejado y los ojos saltantes, pugnan por ir hacia el altar. A los aldeanos más fornidos les cuesta trabajo sujetarlas. Las endemoniadas jadean roncas, con los corpiños rasgados, mostrando la carne lívida de los hombros y de los senos. Entre sus dedos quedan enredados manojos de cabellos. Los gritos sacrílegos no cesan durante la misa:

—¡Santa Baya, tienes un can rabioso que te visita en la cama!

Ádega, arrodillada entre la dueña y el criado, reza llena de terror. Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Ádega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. Las endemoniadas, enfrente de las olas, aúllan y se resisten enterrando los pies en la arena. El lienzo que las cubre cae, y su lívida desnudez surge como un gran pecado legendario, calenturiento y triste. La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. La ola se retira dejando en seco las peñas, y allá en el confín vuelve a encresparse cavernosa y rugiente. Son sus embates como las tentaciones de Satanás contra los Santos. Sobre la capilla vuelan graznando las gaviotas y un niño, agarrado a la cadena, hace sonar el esquilón. La Santa sale en sus andas procesionales, y el manto bordado de oro, y la corona de reina, y las ajorcas de muradana resplandecen bajo las estrellas. Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman blasfemas:

—¡Santa, tiñosa!

—¡Santa, rabuda!

—¡Santa, salida!

—¡Santa, preñada!

Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno. ¡Son siete como los pecados del mundo!

CAPITULO V

Tornábanse al Pazo de Brandeso la zagala, la dueña y el criado. El clarín de los gallos se alzaba sobre el sueño de las aldeas, y en la oscuridad fragante de los caminos hondos, cantaban los romeros y ululaban las endemoniadas:

—¡Santa, salida!

—¡Santa, rabuda!

—¡Santa, preñada!

Comenzó a rayar el día, y el viento llevó por sotos y castañares la voz de los viejos campanarios, como salutación de una vida aldeana, devota y feliz que parecía ungirse con el rocío y los aromas de las eras. A la espalda quedaba el mar, negro y tormentoso en su confín, blanco de espuma en la playa. Su voz ululante y fiera parecía una blasfemia bajo la gloria del amanecer. En el valle flotaba ligera neblina, el cuco cantaba en un castañar, y el criado interrogábale burlonamente, de cara al soto:

—¡Buen cuco-rey, dime los años que viviré!

El pájaro callaba como si atendiese, y luego oculto en las ramas dejaba oír su voz. El aldeano iba contando :

—Uno, dos, tres... ¡Pocos años son! ¡Mira si te has engañado, buen cuco-rey!

El pájaro callaba de nuevo, y después de largo silencio, cantaba muchas veces. El aldeano hablábale:

—¡Ves cómo te habías engañado!...

Y mientras atravesaron el castañar, siguió la plática con el pájaro. Ádega caminaba suspirante. Las violetas de sus pupilas estaban llenas de rocío como las flores del campo, y la luz de la mañana, que temblaba en ellas, parecía una oración. La dueña, viéndola absorta, murmuró en voz baja al oído del criado:

—¿Tú reparaste?

El criado abrió los ojos sin comprender. La dueña puso todavía más misterio en su voz:

—¿No has reparado cosa ninguna cuando sacamos del mar a la rapaza? La verdad, odiaría condenarme por una calumnia, mas paréceme que la rapaza está preñada...

Y velozmente, con escrúpulos de beata, trazó una cruz sobre su boca sin dientes. En el fondo del valle seguía sonando el repique alegre, bautismal, campesino de aquellas viejas campanas que de noche, a la luz de la luna, contemplan el vuelo de brujas y trasgos. ¡Las viejas campanas que cantan de día, a la luz del sol, las glorias celestiales! ¡Campanas de San Belísimo y de Céltigos! ¡Campanas de San Gundián y de Brandeso! ¡Campanas de Gondomar y de Lestrove!...

LAUS DEO



Ramón del Valle-Inclán

(1866 - 1936)

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