Libro Décimo: Jornada regia
I
AQUELLA primavera, como tantas otras, trajeron orla de luto las brisas del Guadarrama. Marzo y abril, siempre ventosos en sus idus, suelen declinar cierzos y nieves sobre la Corte de España. Los azules filos serranos, en estas lunas, se llevan del mundo a muchos viejos de catarro y asma. Así, de un aire, acabó sus empresas políticas, y sus bravatas de jácaro, el Excelentísimo Señor Don Ramón María Narváez. ¡Guadarrama de azules lejos, fríos y claros como el alma de los criminales insignes, por tu culpa lloran los azules ojos de la Reina de España! ¡Tus colados filos segaron la flor de la canela para entregarla a pasto de gusanos!
II
Los Señores Ministros, abrazados a las carteras, esperaban en la Real Antecámara. Su Majestad, voluble de inquietudes y buenos propósitos, deseaba celebrar Consejo. Los Señores Ministros esperaban con grave compostura. Cambiaban impresiones. Tenían una sombra preocupada. Eran muy alarmantes los pliegos llegados de Londres y París. Aquellas Embajadas advertían de un complot para derribar el Trono. Los Generales Unionistas, olvidando todos sus juramentos, amenazaban con sacar las espadas contra la Reina. Algunos Consejeros se negaban a creerlo. Era, sin embargo, indudable que se conspiraba más que nunca en los cuarteles. Don Luis González Bravo, en veces presidenciales, oía el medroso agorinar, con sonrisa de hieles:
—Ni Sartorius ni Bravo Murillo lograron sobreponerse al elemento militar. A la tercera va la vencida, y espero mostrar que puede un hombre civil ejercer la dictadura.
El Ministro de la Guerra, inquieto, nervioso, tecleaba sobre el rojo marroquín de su ministerial cartera Tragaba saliva, saltábale la nuez. Con la lengua hacía trabajos de aproche tanteando la fortaleza de su dentadura postiza. Al fin rompió:
—La Revolución no contará jamás con el Ejército. El Ejército, fiel siempre a sus juramentos, sabrá mantener la disciplina. Yo respondo con mi cabeza de la lealtad del Ejército. El Trono es consustancial con el Ejército.
Asintió con inflada jactancia Don Carlos Marfori, Ministro de Ultramar:
—Los Generales revolucionarios no encarnan el sentimiento de la Milicia.
Don Lorenzo Arrazola, Ministro de Estado, arrugaba la cara, con feo mohín de dómine:
—Señores, no cerremos los ojos a las dolorosas realidades. El horizonte político está preñado de tormentas. Yo, desgraciadamente, no comparto las ilusiones de ustedes. Nuestras Embajadas de Londres y París están sobre los hilos de un complot al cual no parecen ajenos los cuarteles. En el extranjero se hace una inicua campaña de calumnias contra la Reina. Se la presenta como otra Mesalina. Para contestar a esas difamaciones he redactado una circular dirigida a nuestros representantes en las Cortes Extranjeras. Puesto que nos hallamos reunidos, quiero someter su texto al juicio de ustedes.
Se calzó los espejuelos y buscó la minuta entre los papelotes de su cartera. La nota era de una sintaxis barroca, pareja con los ringorrangos caligráficos de las antiguas covachuelas. El Ministro contestaba a las gacetas que en el extranjero se hacían eco de las calumnias urdidas contra la Reina: Acusaba a los conspiradores de sacrificar la sagrada unidad de la Patria Española. Su voz rodaba sobre la curva ampulosa de las cláusulas, conmovida de un ramplón patetismo frailuno. ¡Aquella turba revolucionaria proclamaba la destrucción del orden social y político! Afortunadamente el noble pueblo español no se dejaba engañar por falaces aventureros, sedientos de sangre y ganosos de botín. España, fiel a su tradición católica y monárquica, era un solo corazón para amar a su Reina. ¡Una voz en la exaltación de las excelsas virtudes de su Soberana! ¿Pero qué más? ¡La Santidad de Pío IX acababa de premiar tan altas y resplandecientes prendas, enviándole el preciado presente de la Rosa de Oro! El Señor Arrazola, con tersuras lingüísticas de dómine, subraya y mira a sus compañeros con las antiparras en la calva:
—Estas sucintas verdades conviene hacerlas notar en el extranjero.
El Consejo tuvo un murmullo de rezos corteses. El Señor Arrazola, poniendo el papel en la cartera, agradecía los plácemes de sus compañeros. El Presidente sacaba el reloj y miraba la hora, torciendo un ojo. Como si aquella acción fuese un conjuro, salió refitolero por detrás de un cortinaje —pantorrillas de seda, casaca y espadín—, el Marqués de Torre-Mellada. Su Majestad, afligida por la jaqueca, no podía recibir a sus Ministros. Los Consejeros, abrazados a sus carteras, simularon una profunda condolencia, llena de formulismos y votos por la salud de la Señora. En parejas, salieron de la Real Antecámara:
—¡Esta jaqueca me ha dado mala espina!
—¡Jaqueca oficial!
—¡Aún no asamos y ya pringamos!
—¿Qué será ello?
—¡Caprichos reales!
—¡Nervios!
—¡Algún cuento!
III
La Cámara de la Reina tenía aire de velorio. Doña Isabel lloraba, con medroso presagio de su ruina, la muerte del Espadón. La Señora tenía en la boca un pucherete de desconsuelo, y la morrilla de la nariz, reluciente. La Doña Pepita Rúa, en servicio de alcoba, la asistía con vinagrillos: Por distraerla, enhebraba cuentos, devociones y chismes de azafata rancia. La Reina de España, frondosa, rubia y herpética, con nada se consolaba: Para no caer en desmayo, se fortalecía con bizcochos y marrasquino, tumbada en el sofá de damascos reales. Pasó el día en afligida zozobra. Al encender las luces, quiso hacer su tocado nocturno. Suspiró los rezos, tomó agua bendita, entró en la cama, santificado el rubio y flamenco desnudo con la camisa que antes había vestido la monja milagrera: Cuatro aspas de sangre en el costado de la preciada reliquia dibujaban una cruz. La Señora, recogidas las trenzas en la papalina de seda celeste, sin dormirse, atendía al ir y venir de la azafata sahumando con la salvilla donde se quemaba la clásica pajuela de incienso y estoraque: La Reina, cubierta por la colcha de damasco, apagaba los suspiros en los encajes de la almohada: El sahumerio dábale un vago sentimiento piadoso de liturgia y latines solfeados:
—¡Pepita, estoy muy preocupada! Deja la chufleta. Acércate, mujer, y ven a consolarme.
La Doña Pepita se acercó silenciosa, con las manos juntas, y quedó a los pies de la cama. Era pequeña, flaca, arrugada, con los ojos muy negros y el pelo entrecano. Doña Isabel suspiró, enjugándose su real llanto con una punta de encajes:
—¿Crees tú que estaré condenada?
La azafata respondió con otro suspiro y una lágrima:
—¡Jesús mil veces!
—Contesta, mujer. ¿Qué dicen tus naipes?
—¡No los he consultado!
—¿Y tu ingenio, qué te dice? ¡Porque tú eres muy lista! Si fueses hombre, ya tenía tu Reina con quien sustituir al pobre Narváez.
—¡Ay, Señora, yo soy una tonta que no sabe nada!
—¿Por qué no has consultado la baraja?
—Lo tengo prohibido por el confesor.
—¿Quién es?
—Fray Pedro de los Ángeles.
—Debías buscar un confesor que no fuese tan raro. ¿Tú le explicaste que lo hacías sin mala intención, como un honesto pasatiempo? ¿Se lo has explicado?
—¡Naturalmente!
—¿Y mantuvo la prohibición?
—¡Con la amenaza de no absolverme!
—¡Pues es una ridiculez, y que me perdone ese santo! ¿Por qué no le dejas?
—¡Todos son iguales!
Reina y azafata quedaron silenciosas, apenadas, cavilando en los rigores del confesonario y entreviendo castigos del otro mundo. Para las dos eran motivo de dramáticas preocupaciones las calderas del Infierno. Insistió la Señora:
—¡Yo, a la verdad, no creo estar condenada! ¿Tan mala soy? ¡Nunca he querido más que el bien de los españoles!
—Vuestra Majestad es una santa. ¡Otros son los malos!
—Serán ellos los que se condenen. ¡Pepita, ya sé que no debía sostenerlos, pero a quién llamo! ¡Si tú fueras hombre!
Doña Isabel tenía en la voz un timbre risueño, de gracia popular y socarrona. La Doña Pepita puso el gesto de vinagre:
—Vuestra Majestad tiene muy leales servidores.
—¡Eras tú quien me hacía falta con los tres entorchados! ¿Pepita, sabes lo que he pensado? Ir al convento esta madrugada, y hablar con la Bendita Patrocinio. ¿Qué te parece?
—La Madre tiene luces celestiales, y podrá aconsejar a la Señora.
—¿Crees tú que sea masón, como dicen, González Bravo?
—Afirmándolo condenaría mi alma.
—¿Pero lo has oído?
—¡Desde los tiempos de El Guirigay!
—Si fuese verdad, tendría que firmarle los pasaportes. ¿Pero a quién llamo? Para ese fin, no será pecado consultar las cartas.
—¡Para ese fin!...
—¡Mira, tráelas! ¡Yo me confesaré por ti del pecado, si lo fuese!
IV
La Católica Majestad, incorporada en las almohadas, metíase un rizo en la papalina, con gesto picarón y campechano. Doña Pepita, santiguándose para dejar toda sombra de pecado, sacó de la faltriquera el naipe, y miró a los rincones, buscando una mesilla. Batió en la colcha, con las regordetas palmas, la Reina:
—Aquí, mujer.
Y se santiguó como lo había hecho la azafata. Doña Pepita puso la baraja al corte, y luego extendió las cartas en hileras de siete. Preguntó Doña Isabel:
—¿Es a la francesa?
—Sí, Señora.
—Como no salgan a mi gusto, me las echas a la española.
Doña Pepita, con los espejuelos en la punta de la nariz doctoral y condescendiente, sonrió a la regia chanza. Quedó en gran meditación, estudiando las cartas alineadas. Alentó la Reina:
—¡Acaba! ¿Qué dicen?
—Tenemos un as de oros entre espadas. Tiene dos significados. Una guerra, considerando que el as aquí representa la España...
—¡Otra guerra civil! ¡Están buenas las cartas!
—¡Puede ser en África, en Cuba, en Joló!
—¡Con tal que no sea entre hermanos! ¡Una guerra civil es la mayor desgracia! Mira, quiero que le preguntes a las cartas con qué bando estaría el Santo Padre.
—Aún no he acabado. Este as de oros también puede representar el Trono. Entonces las espadas que tiene a los lados, como son figuras, representarían Generales. Este caballo de la izquierda podía ser el Conde de Reus.
—¡Hasta le da un viento a ese pillastre!
—Las espadas de la derecha representan a los leales del Trono.
—Novaliches y Pezuela. ¡Ay, de qué poco me valen! Sigue, mujer, y no hagas melindres.
—Bastos contrapeados. No sé cómo interpretarlos. El tres de bastos siempre representó el patíbulo.
—¡No será para mí!
—¡Ave María! España no es Francia. También puede este naipe representar el Infierno. ¡Bien considerado, es el patíbulo de los pecadores!
—¡Pues lo estás arreglando! Mira, recoge las cartas, siéntate y espera a que me duerma.
—¿Su Majestad sigue con la idea de ir al convento de madrugada?
—Iré por la tarde. La Madre habrá pensado a quién me conviene llamar en estas circunstancias. Pon la luz más lejos. Hasta que me duerma no te vayas. Oye, Pepita, llámame de madrugada. Quiero ofrecer ese sacrificio al Divino Crucificado.
Se durmió con entrecortados suspiros, que, lentamente, fueron cambiando hasta tornarse en plácido roncar. ¡Guadarrama de azules lejos, ya cansados de llorar, los azules ojos se han dormido! ¡La boca sonríe libre del pucherete que la apenaba! Sueña la graciosa Soberana. ¡Ole! ¡Ole! Don Luis González Bravo, terciada la capa, templa el guitarrillo, cantando las boleras antiguas de la salvación de España. ¡Ole! ¡Ole!
V
Era plena de luces la mañana madrileña cuando dejó su lecho de columnas con leones dorados la Reina Nuestra Señora. La Católica Majestad, vestida una bata de ringorrangos, flamencota, herpética, rubiales, encendidos los ojos del sueño, pintados los labios con las boqueras del chocolate, tenía esa expresión, un poco manflota, de las peponas de ocho cuartos: Con desgonce de caderas asentóse frente al tocador, altarete lleno de lilailos en el gusto de los retablos monjiles, y esperó a que la azafata pasase la chufleta para comenzar el tocado.
—Pepita, quiero que me pongas muy guapetona. Tengo interés en gustar...
Remilgóse la Doña Pepita:
—¡La Señora ha recibido ese don bendito del que todo lo da sin la intervención de mis manos pecadoras!
—Ya sabes lo que quiero decir: Me vistes con descote bajo.
Los bigotes del chocolate ponían una gracia chabacana y bribona en la boca de la Católica Majestad. Recalcó la dueña:
—¿Descote bajo en viernes de Cuaresma?
—Pepita, obedece y calla... Ya me has contagiado el escrúpulo.
Acudió, enmendándose, la vieja lagarta:
—¡Hablé sin licencia de Dios! El corpiño abierto nunca se ha tildado de pecaminoso, y con un tul queda tan decente como el cuerpo alto.
—Pepita, tú todo te lo guisas. Siempre Juan Palomo.
La Reina abrió un álbum de fotografías sobre el ancho regazo, y con donaires populares comenzó a pasar hojas. Era una abigarrada galería: Reyes, príncipes, servidumbre palaciega, espadones, obispos, cantantes de ópera, personajes extranjeros; un mundo luminoso de ramplonas vanidades. De todos se burlaba con gracia la Reina Nuestra Señora. Quedó breves momentos mirando con gesto gachón el retrato de un buen mozo —uniforme de maestrante—. Lentamente sacó la fotografía y, con ella en la mano, acabó preguntándose.
—¿Sabrás que hoy hace su primera guardia? Pepita, tú que todo lo hueles, me han contado que anda en muy malos pasos este pollo.
Y levantaba la cartulina para que la cotorrona viese el retrato. Se arrugó con maternal suspiro la vieja.
—¡Muy salado!
Malició la Señora:
—¡Siempre has tenido buen gusto! Quiero hacer algo en favor de este tarambana: Su padre ha sido de los más leales servidores del Trono. ¡Ay, estoy siendo muy ingrata con sus hijos! Cuéntame, y no te andes con remilgos, lo que por ahí se dice del nombramiento. ¿Qué comentarios hacéis por los rincones?
—¿Y quién sería tan osado que no reconociese en ese acto el buen corazón de la Señora?
—No me vengas con sahumerios. ¿Qué sayo se me corta?
—¡Muerta me vea si he percibido la más leve murmuración en la servidumbre de la Señora! Si hay malas lenguas, ¿dónde no las hay?, será por otros círculos de Palacio. Mi verdad por delante, no pondría mis manos en el fuego por salir garante de la otra Cámara.
—Desembucha, Pepita.
La Católica Majestad sonreía con chunga borbónica. La Doña Pepita, con las horquillas del moño real en los labios, exprimía un gran aspaviento.
—¡No es para creído!
Y comenzó un susurro de comadres. Hasta el camarín de la Reina llegaba, de tiempo en tiempo, rodante, difuso de apagadas y profundas sonoridades, el eco militar de las salvas que rendían honores fúnebres al General Narváez.
VI
Las Madres de Jesús recibieron la regia visita con gozosos aspavientos: Habían puesto en los altares rizadas velas, primorosos paños, extraordinarios floripondios de talcos y papel. Una nube de incienso flotaba en el locutorio sigiloso, lleno de tácitas pisadas, susurros y sombras: En la tiniebla de los rincones, las cornucopias tenían un brillo de remotos faustos, y la religiosa vastedad del locutorio agrandábase en la incerteza de la penumbra, donde apenas concretaban sus destellos la esfera de un reloj, la copa de un brasero, las espadas de una Dolorosa. Llegaban apagados los ecos de la plegaria que cantaba en el coro la Comunidad. Rezaba, repartido por la iglesia, el palatino cortejo. En el locutorio, asistida por dos novicias que alumbraban con velas verdes, apareció la Madre Patrocinio. Eran transparentes de blancura el rostro y las manos. Caminaba rígida y extraña. Parecía en tránsito. Se abrió rechinante la enrejada puerta y, afligida con el pañolito sobre los ojos, entró Doña Isabel. La Seráfica Madre quedó en pie, los brazos abiertos en cruz, mostrando la palma sangrienta de las manos, sobre las dos novicias arrodilladas, alumbrantes con sus velillas verdes: La figura de la monja tenía un acento de pavor milagrero y dramático. Doña Isabel se arrodilló sollozante:
—¡Madre mía, qué enojada estás con tu pobre Reina!
La monja exhaló una queja y retrocedió andando de espaldas en la tiniebla del ámbito. Las dos alumbrantes quedaron aisladas en el círculo de sus velas. La Madre Patrocinio apoyó los hombros en una puerta, que se abrió silenciosa para darle paso, y desapareció con un grito. La Reina se cubrió el rostro. En el movedizo círculo de las velas las dos alumbrantes seguían el canto remoto del coro.
VII
Entró en el locutorio, con premura y afanes, la dama de Su Majestad. Acudieron también, entre luces, algunas monjas. La Priora, con mieles y sahumerios de beata lagarta, se acercó a la Reina. Sollozaba la Señora en brazos de la dama: No podía respirar con la congoja, se ahogaba, iba a desmayarse. Otras Madres trajeron vinagrillos olorosos en salvillas de plata, para humedecerle las sienes, reliquias, agua del Jordán. Doña Isabel, poco a poco, se recobraba conmovida por largos suspiros, reclinando la cabeza en el sillón dorado, con un cojín de terciopelo a los pies, entre la dama y la Priora. El azul celino de sus ojos sonreía en el cerco de lágrimas. De las tenues y claras pupilas se borraba el susto, bajo los mimos de las Benditas Madres. Sentía el amor de aquellas vidas consagradas al rezo y al ayuno, místicas desposadas del Divino Crucificado. El piadoso sobresalto de las monjas penetraba como bálsamo el ánimo amoroso de la Reina. Lloraba y sonreía, agradeciendo aquellos cuidados de la Comunidad. La rodeaba el coro beato —ondular de sombras talares, albura de tocas y manos, rumor de sandalias, sonajería de cruces, rosarios y patenas—. La Comunidad había dispuesto un agasajo de almíbares y chocolate. La Priora consultaba el caso en voz baja con la dama de la Reina:
—¿No le convendría un reparito a la Señora?
La dama respondió con un gesto, indicando espera. La Señora tomó por la mano a la monja, acercándola más a su vera, con un secreto murmullo en los labios La Priora se levantaba la toca sobre una oreja para mejor oírla.
—¿Y Patrocinio, no volverá?
La Priora, levantando los ojos, interrogaba al Cielo. La Reina volvió a indicarle que se inclinase:
—¡La Madre Patrocinio ya no me quiere! ¡Debo de ser muy mala!
La Priora se arrodilló a los pies de la Reina.
—La Madre Patrocinio no tiene ningún enojo con Vuestra Majestad. ¡No puede tenerlo! ¡Y aun cuando lo tuviera, poco puede importarle el enojo de una pobre monjita a la Reina de España!
Gimió Doña Isabel:
—¡Yo quiero que me aconseje Patrocinio!
—La Madre Patrocinio, cierto que tiene luces espirituales, pero no son para el mundo. En el mundo hay mucho pecado. La Madre Patrocinio, fuera de su convento, no es más que una pobre monjita ignorante, como todas nosotras.
—¡La Madre es una santa!
—Los santos son para el Cielo: En este valle de lágrimas es donde tienen su martirio.
—Yo deseo hacer la felicidad de todos los españoles, y para lograrlo necesito que nunca me niegue sus consejos Patrocinio. La picarona sabe que los he seguido siempre y que mi mayor empeño es tenerla contenta. ¡Pero ya no me quiere!
La Priora se inclinó besando el regazo y las manos de la Reina.
—¡Pero habrá alma de tan duro pedernal que no quiera al Ángel de España!
—¡Madrecita, haz tú que no me niegue sus consejos ni sus luces la picarona de Patrocinio!
—Sus luces —entiende esta humildísima sierva que nada sabe—son luces místicas, que no valen para el Gobierno de las Monarquías.
—¡Sabéis mucho todas vosotras! Dile a Patrocinio que no sea rencorosa, que está muy mal en una santa. Ya sabe ella que por algo la llamo yo Licenciado Vidriera. Dile que me voy muy triste por no poder abrazarla.
—¡No será menor el disgusto de la Madre!
Doña Isabel se puso en pie y requirió el brazo de su dama. La Comunidad le abrió camino, repartiéndose en dos hileras, y pasó despacio, acariciando el rostro a las novicias, palmeando el hombro de las viejas sores, estrechando a todos la mano, sonriendo y suspirando.
VIII
La Señora, al arrancar el coche, murmuró, limpiándose la mano húmeda de babas y lágrimas:
—¡Patrocinio es una santa insoportable! Suponiendo que sea santa, porque hay quien se ríe de sus llagas.
Se sulfuró la dama de guardia:
—¡Impíos como González Bravo!
—Calla mujer, que, según me han contado, en los libros de medicina vienen casos nerviosos de mujeres malas que tuvieron las cinco llagas, y hasta hubo una epidemia en Francia. ¡Mira tú que si lo de Patrocinio fuese también nervioso! ¡Y si continúa con estas impertinencias habrá que pensarlo! ¡El feo de esta tarde no se lo paso! ¡Por muy santa que sea, yo soy la Reina de España! Es muy mandona y quiere que siempre le haga caso, y siempre no puede ser. Con todas sus luces místicas también se equivoca. Acuérdate del Ministerio Relámpago. La verdad es que aquello no podía ser. Pero tú, ave fría, ¿por qué vas tan silenciosa?
La dama abrió y cerró los ojos, como quien repentinamente es despertado.
—Señora, yo escucho y callo.
—Pues no calles. ¿Qué ibas pensando?
—Iba pensando en la Madre.
—¿Y pareciéndote muy mal mis palabras?
—Yo nunca me permito juzgar las palabras y las acciones de mi Reina.
—Confiesa que estás escandalizada de mi lenguaje progresista.
—Yo desconozco cómo hablan esos sabios.
—¿Tú no has leído nunca El Dómine? Pues es muy chusco. ¡Son horrores lo que dicen de mí esos pillastres, pero cuando me dejan en paz tienen buena sombra! No me digas que no son oportunos los gozos que le sacaron a Paco:
Paquito Natillas
es de pasta flora...
Y orina en cuclillas
como una señora.
¡Si está clavado, mujer! Son unos pillastres que debían estar en Fernando Poo. Narváez, últimamente, no era ni su sombra. En otro tiempo ya hubiera mandado darles una paliza, cuando menos. Y O'Donnell, con su vista larga, les hubiera soltado dinero para que hablasen mal de Prim... El Gobierno de España tiene que ser un tira y afloja. ¡Cuando más falta me hacían, la muerte me roba a los dos Espadones! ¡Estoy sola, sin cabezas para regir esta casa de orates!
IX
Cantaban las cornetas militares y formaba la guardia de trasquilados pistolos, presentando armas, en las puertas de Palacio. El regio cortejo —damas, caballerizos, edecanes—volvía cariacontecido a murmurar su intriga por rincones de antecámara, galerías y escaleras Solamente Doña Isabel tenía una expresión encalmada, contenida en augusto gesto de chunga borbónica: Campaneándose con aire de oca graciosa, entre golpes de alabarda y trémolo de cornetas, subía la gran escalera apoyada en el brazo del Marqués de Novaliches: Retirada al secreto de su cámara, dejó caer la máscara, recayendo en los temores y congojas del convento: Tomó la pluma con ánimo de escribirle a la monja; pero le dolían los ojos, y la pluma sólo dejaba caer borrones: Llamó a Doña Pepita Rúa, y cambió de vestido. La azafata, con arrumacos de bruja, daba vueltas en torno de la Reina:
—¡Pepita, no me marees! Tú algo tienes que pedir: Habla pronto y vete. Estoy de muy mal humor y muy harta de tus entrometimientos. ¡Hubieras visto el feo de la Bendita Madre!
La cotillona se alargaba en un aspaviento.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Esto es cosa de milagro! ¡Que por bruja me quemen si no es milagro! ¡Antes y con antes de la media tarde está esperando aquí la Madre Patrocinio!
—¿Qué absurdos cuentas?
—¡Divino Señor, de tu poder me espanto!
—¡No me impacientes! ¡Responde! ¿Qué delirio proclamas?
—¡Por lo que oigo y veo, vuelve el tiempo de los milagros!
—¿Qué decías?
—Lo que decía digo. ¡Y me hago cruces!
—Pepita, vengo del convento y acabo de ver a la Madre.
—¡Quedaré por embustera, aun cuando yo también acabe de verla y conversarla en el oratorio de Vuestra Majestad! ¡Este pañolito lo estrechó en las manos, y la reliquia de su sangre véala, mi adorada Reina!
—¡Sosténme! ¡Acompáñame! ¡Toda yo tiemblo! ¿Será ilusión tuya, Pepita?
—¿Y este pañolito, con su fragancia y su sangre?
—¡Ay, muero! ¡Llévame al sofá! ¡Aflójame! ¡Ay, muero!
Los ojos negros de la azafata, bajo los rizos canos, tenían un extraño rigor, fijos sobre el rostro desmayado de la Reina. Doña Isabel suspiraba en el sofá, mientras la vieja servidora le soltaba los herretes:
—¡Pepita, no te vayas!... ¡Ay, sí!... ¡Procura traerla!... ¡Ruégala!... ¡No me dejes!
Pero la vieja se fue aspaventera y corretona.
X
La Reina, en desmayo, vio llegar a la monja beata. Era un canto dulcísimo su voz:
—¡Laus Deo!
Sor Patrocinio caminaba serena y traía un dorado pomo de sales en la mano. Suspiró la Reina:
—Patrocinio, cuando te he visto en el convento, ¿tú dónde estabas? ¿Es verdad lo que cuenta Pepita?
Respondió apenándose la monja:
—¡Reina de España, la mentira puede engañar a los hombres, pero no engaña a Dios!
—¿Tú, dónde estás ahora?
—¡Mi espíritu se reparte!
—¿Y tu ser mortal?
—¡Es polvo, y un puñado de polvo llena el aire!
—¿Estás aquí a mi lado? ¿Eres la que habla conmigo? ¡Dame una mano! ¿Eres un fantasma?
—¡Nuestros fantasmas son los remordimientos!
—¿Por qué estás tan enojada con tu Reina? ¡Patrocinio, yo quiero que tú me aconsejes para dar un poco de paz a mi querida España!
—¡Señora, los consejos de una pobre monja nada valen!
—¡A ti te visita el Espíritu Santo!
—¡Mis cinco llagas, escarnecidas por la impiedad, no son favores celestiales! ¡Los falsos libros de la ciencia masónica lo declaran!
—¡No me aflijas, Patrocinio!
—¡En Francia hubo una epidemia de beatas con las cinco llagas!
—¡Me matas!
—¡Señora, ya una vez fui desterrada, y mis trabajos y persecuciones no acabaron!
—¡Yo te doy mi palabra! ¡Patrocinio, contéstame, responde! ¿Estabas en el convento cuando fui a visitarte?
—¡Allí me ha visto Vuestra Majestad!
—¿Y cómo otros te vieron en Palacio? ¿Cómo estás ahora a mi lado?
—¡Por divina gracia!
—¡Patrocinio, dulce amiga, haré cuanto tú me aconsejes! ¡Mi alma se ilumina con el conocimiento de tu gran santidad! ¡Un suave resplandor me ciega! ¡Ponme una mano en la frente!
—¡Vuestra Majestad no debe agitarse hablando!
XI
La Doña Pepita incorporaba la cabeza de la Reina:
—¡Señora, un sorbo de agua de azahar!
Doña Isabel alargó una mano trémula, que apenas podía sostener el cristal. Se desvanecía. La santa aparición, ¿dónde estaba? ¿Por qué se iba alejando y parecía moverse en un fondo de esmalte? La veía en el cristal de la copa, distinta y miniada como una estampa piadosa: Desaparecía con un cabrilleo de la luz en el agua. Suspiró Doña Isabel:
—¿Pepita, estaba aquí la Madre Patrocinio?
—¿Ahora?
—Sí.
—¡Una sombra estaba!
—¡Antes te dije que fueses en su busca!
—Hacía intención de ir ahora, luego de servir a Vuestra Majestad.
Recogía la copa de las manos reales. Doña Isabel dejó caer el desmayo de sus ojos en un ramo de azucenas que aparecía al pie del sofá:
—¡Pepita, llévate esas flores, que me están mareando!
Doña Pepita, al levantarlas de la alfombra, vio que un papel venía prendido en el lazo que ataba las azucenas, y se lo presentó a la Reina. Traía muchos dobleces y estaba sellado con una cruz. La escritura era de la Bendita Madre. Doña Isabel, cegada por las lágrimas, estuvo mucho tiempo sin poder descifrarla, aspirando el olor suavísimo del pliego. Al fin pudo leer:
—Nombramientos para el buen servicio de la Iglesia y del Estado: Capitán General, en premio a sus méritos, y acrisolada lealtad, el Marqués de Novaliches. Camarera Mayor, la Marquesa de Estuñigas. Cabo del Resguardo, Patricio Basoco, hermano de nuestra mandadera, Destitución del Capitán General de la Isla de Cuba, Dote para poder profesar una virtuosa joven, confesada del Padre Sigüenza. Gracia de un título de Marqués a Don Carlos Marfori. Embajador cerca de Su Santidad, el Señor Conde de Cheste. Serán suprimidos todos los periódicos ateos, liberales y masónicos. Se dará satisfactorio despacho a la solicitud que tiene en trámite el serenísimo Infante Don Juan. En ocasión oportuna será cambiado todo el Gobierno.
Doña Isabel entornó los ojos. Sentíase feliz. ¡Quedaba aplazado el cambio político!
XII
El Señor González Bravo esperaba en la cámara regia. Esperó mucho tiempo. La Señora jamás se dignó acudir puntual a sus regias audiencias. Don Luis González Bravo, en aquella ocasión, no pasó a exponerle la situación de antecámara: La Señora le acogió con hipos de pena:
—Siéntate. Ya veo que no traes cartera. Te lo agradezco, porque no hubiera podido ocuparme de asuntos de gobierno. ¡Estoy desolada! Se me va el más leal de los políticos militares. Si vienes a consultarme respecto a los honores del duelo, mi voluntad es que no le falte ninguno de los que llevó O'Donnell. ¡Y si hay más, más! Asintió el Ministro:
—Vuestra Majestad se dignará poner la firma en el decreto.
—No sé si tendré pulso para no echar un borrón. Estoy tomando antiespasmódico. ¡Pobre Narváez, irse de este pícaro mundo cuando le hacía tanta falta a su Reina!
El Ministro extrajo de la casaca bordada el pliego del decreto y, puesto en pie, lo extendió sobre la mesa, ante los ojos de la Reina:
—Espera. Siéntate. No te precipites. ¿Tú no padeces de jaquecas? Quería hablarte... No he consentido que te fueses sin verme... Agradécemelo. ¡Se me vuela la cabeza!
La Majestad de Isabel II oprimía en ovillejo el pañolito de encaje, y lo accionaba en tres tiempos, como suelen hacerlo las damas de teatro cuando dramatizan sus papeles: Sobre la faz, arrebolada, el húmedo moquero discernía los tres ritmos clásicos: En un ojo, en el otro y bajo la morrilla de la nariz reluciente. Giraba Don Luis González Bravo, en redonda visual, las pupilas de cuervo, estriadas de bilis. El Primer Ministro sentía un acre y profundo desprecio: Sin matices, incluía en un mismo juicio pesimista y asqueado a toda la Real Familia: En Palacio le temían y le adulaban: Don Luis González Bravo vivía advertido y caminaba al logro de sus fines con la suspicacia de no ser persona grata en los reales estrados. Las Camarillas, con acuerdo beato, intrigaban en favor de una política ultramontana, refrendada por bulas de Roma. La Reina visitaba secretamente a la Monja de Jesús. El Ministro, parco y cauteloso, exploraba el ánimo de la Reina:
—Señora, me retiraré para volver cuando se digne acordarlo Vuestra Majestad. Debo, sin embargo, adelantaros que os traigo, con mi dimisión, la de todo el Gobierno.
Serenóse la Reina.
—Explícate. ¿Ha surgido algún antagonismo entre vosotros, o es simplemente la cuestión de confianza?
Meditó el Ministro:
—En el Gabinete se combaten dos tendencias. Los Señores Arrazola y Belda propenden a una avenencia con las facciones liberales, mediante la alternativa en el Gobierno.
La Reina le miró enojada:
—¡No quiero nada con el liberalismo! ¿Quiénes son los otros?
El Ministro amargó la cara cetrina:
—Señora, la otra tendencia, no creo deciros nada nuevo, representa el vaticanismo en Palacio. Es el carlismo sin Don Carlos.
La Señora cruzaba las manos, herpéticas. con sanguínea soflama.
—Sin duda, para ti y para otros personajes el liberalismo masónico es preferible a los convenidos de Vergara. Pero es el caso que yo no quiero volver a incurrir en las censuras de Roma.
Aclaró el Ministro:
—Roma representa el caso de conciencia para Su Majestad Católica... No la oportunidad política en España.
—¿De manera que os iríais todos a la revolución si vieseis el coco apostólico en el Poder?
—Yo, Señora, me iría a mi casa.
—¿Y tus amigos?
—A mis amigos les aconsejaría que siguiesen al Marqués de Miraflores.
—¡Miraflores! Ese predica una transigencia con los emigrados. ¿Es también tu consejo?
—Señora, mi consejo es continuar fielmente la política del General Narváez. Una línea equidistante de los dos fanatismos, el liberal y el apostólico.
—¿Y la Jefatura?
—La darían los sufragios del partido.
Abultó el labio malicioso y borbónico la Reina:
—¿Quién es tu candidato?
Clavó su aguijón el Ministro:
—Por su saber, por sus dilatados servicios, por su lealtad acrisolada, yo dudaría entre el Marqués de Miraflores y el Conde de San Luis.
—¡Pero si esos dos predican el pacto!
—¡Indudablemente! El uno y el otro, ante la oportunidad política, no ponen mientes en el escrúpulo de conciencia que se le ofrece a Vuestra Majestad... Pero su patriotismo, en cualquier caso, les dictará lo más conveniente para la Corona.
Un poco displicente, se dio aire con el pañolito la Señora:
—¡Di tú que hay muchos que rezan por mí y que nunca ha dejado de protegerme el Divino Crucificado! Te agradezco que me hayas hablado lealmente, y ten seguro que el coco apostólico no te llevará al Aventino. Yo quiero que sigas tú encargado del Gobierno.
—Señora, yo nunca tuve ambición de mando, y menos ahora que estoy viejo y lleno de males.
La Reina le miró apicarando el gesto:
—Pues cuídate mucho, porque van a serme muy necesarios tus consejos.
La Católica Majestad sonreía conqueridora y frescachona, con la sonrisa de la comadre que vende buñuelos en la Virgen de la Paloma:
—Dame que te firme el decreto. ¡Bravo, qué cosa tan terrible es la muerte!
XIII
Don Luis González Bravo, cumpliendo deberes de etiqueta, pasó a presentar sus respetos al Rey Don Francisco. El Augusto Señor le recibió con amable reserva, adamando la figura bombona:
—Me alegro que seas tú quien recoja la herencia del pobre Narváez. Yo estoy muy contento porque conozco tu lealtad y sé que siempre has querido mucho a Isabelita. Mi Persona también ha recibido de ti señaladas muestras de afecto... Además, no soy rencoroso... Si lo fuese, es posible que en estos momentos tuviese de ti una queja muy grande: Me la reservo y no quiero reconvenirte... Se ha omitido consultarme para la provisión de cargos en Palacio. Se ha querido, sin duda, con esa actitud, ultrajar mi dignidad de esposo, mayormente cuando mis exigencias no son exageradas. Que Isabelita no me ame es muy explicable... Yo la disculpo, porque nuestro enlace no dimanó del afecto y ha sido parto de la razón de Estado. Yo soy tanto más tolerante cuanto que yo tampoco he podido tenerla cariño. Nunca he repugnado entrar en la senda del disimulo y siempre actué propicio a sostener las apariencias para evitar un desagradable rompimiento... Pero Isabelita, o más ingenua o más vehemente, no ha podido cumplir con este deber hipócrita, con este sacrificio que exigía el bien de la Nación. Yo me casé porque debía casarme... Porque el oficio de Rey lisonjea... Yo entraba ganando en la partida y no debí tirar por la ventana la fortuna con que la ocasión me brindaba, y acepté con el propósito de ser tolerante para que lo fueran igualmente conmigo. ¿Y qué consideración se me guarda? No hablo sólo por mí. Esos nombramientos van a escandalizar en la Nación. ¡La Nación no puede tolerar dignamente el espectáculo y el escarnio que se hace del tálamo! ¡Godoy ha guardado siempre las mayores deferencias a mi abuelo Carlos IV! En ningún momento ha olvidado que era un vasallo. ¡Cierto que son otros los tiempos! Pero el respeto a las jerarquías debe ser una norma inquebrantable. Es la clave del principio monárquico. Mi abuela María Luisa no sé lo que haya tenido con Godoy. ¡Allá su conciencia! Lo que todos sabemos es el profundo respeto y amor que siempre mostró a su Soberano el Príncipe de la Paz. Pero mi situación es muy otra, y con ser tan bondadoso el abuelo dudo que la hubiera soportado. La Reina, con su conducta, se hace imposible a mi dignidad y a la del pueblo español.
El Rey Don Francisco se puso en pie, señalando el final de la audiencia. El Señor González Bravo le clavaba los ojos adustos, movidos los rincones de la boca por una sonrisa de compasión y escarnio:
—¿Vuestra Majestad desea que ponga sus reales quejas en conocimiento del Consejo?
El Rey le pagó con un mohín desdeñoso:
—Eres muy dueño de hacerlo si lo juzgas conveniente.
Tornó el Ministro:
—Su Majestad la Reina desea que os dignéis presidir el duelo del General Narváez.
—Está bien. No puedo negarme. Está bien. La Reina tendrá así una prueba de mis sentimientos transigentes.
En la Cámara Real, vasta, cuadrada, solemne, su voz recibía una mengua jocosa, de fantoche que sale al tablado vestido con manto y corona de rey de baraja.
XIV
El Espadón de Loja tuvo magnas exequias con honores de capitán general muerto en campaña. Para ver pasar el entierro por la carrera tendida de roses y fusiles ha salido al ruedo celeste, vestido de luces, el mozo rubio, como retórica la tribu faraona, allá por los pagos del difunto. El Espadón había dispuesto que se le diese sepultura en tierra de Loja. Madrid le despedía tendido por las calles, animado y bullanguero con tantos brillos de bayonetas, roses, plumajes y charangada de metales. La guarnición, con uniforme de gala, cubría la carrera. La pompa de luces y cánticos, músicas y banderas, coronas y salvas militares era de una desorbitada redundancia a lo largo de las callejuelas moriscas, con tabernuchos, empeños y casas de trato. El latín de los rezos se difundía en barrocas nubes de incienso por la calle verdulera: Los acólitos levantaban los incensarios, y las graves voces de los oboes solfeaban la oquedad protocolaria del duelo nacional. Hacían Viernes Santo, a lo largo de las aceras, niños hospicianos con flacas velillas, y con fachenda de hachones, los porteros de Cámaras, Tribunales y Academias. El Rey Consorte, exiguo y tripudo como una peonza, presidía el duelo. Pasos de bailarín y arreos de capitán general. Batían marcha los tambores Un mirlo, viejo solista, silba el trágala en la tienda del zapatero, héroe de barricadas, que se ha puesto, con desafío, el morrión de miliciano. El cortejo bajaba hacia la Estación de Atocha. Aromaban las primeras lilas y eran plenas de misterio floral las arboledas del Jardín Botánico. En el andén, elocuentes voces del moderantismo tejieron la rocalla de fúnebres loores, y tras el último pucherete retórico, renovóse el flato de añejas conjuras que tenían por patrono al Rey Consorte.
Ramón del Valle-Inclán
(1866 - 1936)