PALABRAS DE MAL AGÜERO (1892)

LAGARTO-CULEBRA

Paseábame una noche solo y sin rumbo por los barrios del Madrid moruno, cuando oí que me ceceaban con insistencia: volvíme entre sorprendido y curioso y nada vi en la soledad de la calle, que no cruzaba alma viviente en hora tal, ni aun en pleno día suele ser muy transitada. Disponíame a seguir mi paseo, mohíno por la burla que acababan de hacerme, cuando reparé en dos hombres que charlaban y reían a la puerta de un café cantante.

—¡Anda chiquío, entra! no te hagas e rogá, y tomaráz una cañita —gritóme uno de los tales, haciéndome al mismo tiempo amistosas señas con la mano.

Acerquéme receloso, pues a pesar de tan franco convite, no sabía aún quién fuesen aquellos dos compadres, y si bien me inclinaba a tenerlos por amigos, conservaba un resto de escama.

Ellos me ahorraron parte del camino y de las dudas, saliéndome al encuentro. Eran un picador de la cuadrilla de Lagartijo, y de la dinastía de los Calderones, grande amigo mío, y más grande todavía de juergas y jaleos, y un redactor de El Liberal, antiguo compañero de glorias y fatigas en azarosos días de bohemiaje.

Pregúnteles por sus vidas, contestaron preguntándome por la mía, y riendo y platicando entramos en el no muy bien afamado Café de la Perla. Sirviónos una prójima muy graciosa, sendas cañas de manzanilla, y sentándose con nosotros a la mesa, probó de la que a mi lado pusiera, la paladeó un rato, y luego, dándome un golpecito en la espalda, dijo con el donoso acento de la tierra de María Santísima:

—Haz e perdoná la confianza, mal encarao. Nos reímos todos de su desparpajo y buen trapío, y ella levantándose añadió:

—Ahora, sonsoniche y no alborotá el cotarro, presumíos. Va a cantá unaz soleás que dan el opio una hermanía que tengo, si quereiz jalearla, ezo güeno.

Sonó a este tiempo el destemplado piano que tocaba un jorobadillo, y salió al tablado una muchacha morena y ojinegra, un si es no es trapera y descocada, pero bien puesta de carnes, de buena gracia el rostro, hábil bailadora y cantadora no mala. Eché de ver desde el primer momento, que no faltaban allí algunos chulos que se pirraban por sus pataditas y sus quiebros, y se lo advertí a mis dos compañeros, los cuales comenzaban a entusiasmarse más de lo conveniente.

De pronto se levantó el torero cansado de ver desatendidas sus insinuaciones, y echándose sobre la nuca el sombrero cordobés, pronunció con mucha sorna:

—Vamoz prenda, que te cimbras como una culebra...

Casi al mismo tiempo, con gran asombro por mi parte, algunas copas vinieron a estrellarse contra el mármol de nuestra mesa, nos vimos acometidos de improviso por dos o tres chulos que hundían siniestramente la mano entre la faja de seda donde guardan la navaja de a tercia, que dice en su reluciente hoja: ¡Viva mi dueño!, el piano quedó mudo y la bailadora, mirándonos desde el tablado con ojos que despedían chispas, nos ponía cual digan dueñas.

—¡Arrastraoz! ¡maloz alacranez oz piquen! ¡premita Dios que oz nazcan avizperos en los ojos! ¡que oz zargan cuernos, y que por ellos oz arrastren los menguez!

A todo esto, había sido preciso hacer uso de los puños y mediante ellos abrirse camino hasta la calle, entre los golpes, las plagas y los insultos de aquella amenazante chusma que no se contentaba con menos que con arrastrarnos, según gritaba.

Cuando nos vimos fuera, y seguros, no pude menos de preguntar a mis compañeros la razón de aquella inusitada pendencia, pues a decir verdad, yo no alcanzaba una sola palabra del motivo que aquella gente tuviese para agredirnos.

—¿Puer tú no sabez —me dijo el torero—que elante de nenguno dezos tíos se pué mentar la palabra culebra? Creen ¡Dioz nos libre! que les va a suseer un mal muy grande. Si ze la dises sin malisia de seguía te corrigen iciendo ¡lagarto! ¡lagarto! má si persiben que llevas la intensión de un miura, o que hay en eyo jonjana y guasa velde, ¡ya haz vizto la que se arma!...

—¿Pues a qué cuento vino el que tú?...

—Ez que me harté de loz moñoz que se estaba poniendo aqueya chiquiya. ¡Me valga Crizto con la jembra! ¡Si se da má tono que una infanta de Ezpaña!...

—Pero no puede negársele que es una muchacha con mucho aquel —dijo mi amigo el periodista, quien había callado hasta entonces; y volviéndose a mí, añadió:

—Pero con verdad, ¿habiendo estado en Andalucía no sabías que allá la palabra, es de malísimo agüero? Oye un hecho que no deja de tener sombra: Hace años —creo que aún no nos conocíamos—fui yo acompañando a la compañía de Rafael Calvo a Sevilla; como Rafael era tan gran actor, el teatro siempre estaba lleno. Un día, ocurriósele poner en escena un drama, no sé de quién, titulado Nido de Culebras; el drama era malo, pero tenía la ventaja de ser nuevo, y allí desconocido, motivo, más que suficiente, para hacernos esperar un lleno. Pues cátate, que sucede todo lo contrario de lo que esperábamos. Los sevillanos entraban en el vestíbulo del teatro, leían el cartel, y se volvían a salir con sus honores sin que a nadie se le ocurriese tomar billete; nos preguntábamos la causa de aquel retraimiento, y ninguno acertaba con ella; en esta ignorancia permanecimos, hasta la noche, en que un amigo andaluz nos explicó que todo el busilis estaba en el título de la obra: Nido de Culebras y al pronunciarlo, añadía por lo bajo: ¡Lagarto! ¡Lagarto!

Llegábamos con esto a la Puerta del Sol, y nos despedimos del torero, para entrar en el Ministerio de la Gobernación, adonde nuestro deber de periodistas nos llamaba. Eran tiempos de revueltas, aquéllos, y todos los del oficio —en las primeras horas de la madrugada—acudíamos allí para comunicarnos impresiones y enterarnos de lo que por provincias sucedía.

El ministro, un meridional muy decidor, solía contestar con bromas a nuestras insistentes preguntas. Aquella noche no sé a cuento de qué respuesta suya, pero con intención muy clara, pronuncié yo la palabra culebra, que tanto me había chocado; mírame él muy seriamente a la cara, y con una formalidad de que ni aun en las disensiones parlamentarias le he visto revestido, me dijo:

—Si quiere Vd. que seamos buenos amigos, déjese de bromitas como ésa...

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