SANTIAGO RUSIÑOL (1912)
TODO cambia y de unas formas salen las otras, como del hoy sale el mañana; pero nuestros sentidos guardan la ilusión fundamental de que las formas permanecen inmutables, cuando no es advertida su inmediata mudanza. Hallamos que las cosas son lo que son, por lo que tienen en sí de más durable, y amamos aquello donde se atesora una fuerza que oponer al tiempo. Y así, de todas las cosas bellas para los ojos, ninguna tanto como los cristales. El goce de los ojos al mirarlos es un sentimiento sagrado, porque para los ojos, los cristales no tienen edad. Cuando pensamos que su ayer es de mil años y que permanecerán sin mudanza al cumplirse otros mil, sentimos la emoción religiosa de considerarlos fuera del tiempo. La luz de los cristales tiene algo de oración.
Concebir la vida y su expresión estética dentro del movimiento, dentro de todo aquello que cambia sin tregua, que se desmorona, que pasa en una fuga de instantes, es concebirla dentro del absurdo satánico. Los círculos dantescos son la más trágica representación de la soberbia estéril. Satanás estéril y soberbio anhela ser presente en el todo como el rostro de Dios. Girar, girar eternamente en el círculo del tiempo, con el ansia y la congoja de hacer desaparecer el antes y el después; consumirse en el vértigo del vuelo sin detenerse nunca, es la terrible sentencia que cumple el murciélago Lucifer. El giro de los círculos infernales apresurado hasta lo infinito, haría desaparecer lo pasado y lo venidero trocando en suprema quietud el movimiento. La aspiración a borrar el tiempo y el espacio es la aspiración a ser divino, porque la cifra de lo inmutable tiene el rostro de Dios. Todas las cosas, bajo la sombra del pecado, se mueven por estar quietas, sin conseguirlo jamás; pero el místico que sabe amarlas descubre en ellas una condición de permanencia y un enlace de armonía con el Todo. La Gracia.
Entre los pintores españoles, el primero en buscar la verdad y la intensidad de las emociones, sobre la accidental verdad del claro oscuro, ha sido Santiago Rusiñol. Hizo su aparición en una época bárbara, cuando la menguada fórmula del realismo, voceada por Emilio Zola, era aquí tenida por la suprema verdad estética. Sin duda porque aquella fórmula del realismo era un concepto tan carente de valor metafísico que lo podía entender cualquier periodista, y llevarlo a la práctica todos los artistas pobres de talento, pobres de sensibilidad y pobres de cultura. En aquel momento Santiago Rusiñol tuvo todo el prestigio de una bandera, y todo el valor de una escuela. Como acontece siempre pasó sin ser entendido. Pero tornó en todas las ocasiones, con un poco de ironía, hacia los bárbaros luminosos, que tienen la mano hábil como el elefante tiene la trompa. Bien que el elefante, según aseguran los naturalistas, tiene también una gran inteligencia.
Los armoniosos y melancólicos jardines de Rusiñol, todos llenos de emoción y de una verdad lejana y permanente, la verdad del recuerdo, no podían ser entendidos por los que sólo buscan una verdad inmediata y efímera, el detalle gráfico de un momento sin enlace con otro momento. Santiago Rusiñol en su pintura muestra un concepto totalmente distinto. Sabe enlazar las emociones dispersas en una emoción más honda. Fiel a la tradición griega, procura hacer de la obra de arte una Suma. Y en esta Exposición parece haber llegado a la meta, con el evocador y decorativo jardín: El Parterre del Retiro. Su ejemplo y su doctrina comienza a tener prosélitos. Afortunadamente son ya muchos los jóvenes pintores que, a pesar de la torpe enseñanza de las Escuelas —donde el concepto de arte se reduce a la fórmula mezquina de copiar al natural—, vuelven a la tradición clásica que hace del arte una síntesis de diferentes momentos.
Y tú, pálido adolescente, que amas toda belleza, hijo de Apolo y de la Luna, cuando pintes, cuando esculpas, cuando cantes, enlaza en una suma tus emociones, perpetúalas en un círculo, y tendrás la clave de los enigmas. Descubre la norma de razón o de ritmo, metafísica o musical, y tocarás con las alas el Infinito. Pon en todas tus horas un enlace místico, y en la que llega vierte todo el contenido de la hora anterior, tal como el vino añejo del ánfora pequeña se trasiega en otra más capaz y se junta con el de las nuevas vendimias. Que sean tus emociones de arte, como los círculos abiertos por la piedra en el cristal del agua, y que en la última se contenga toda su vida.