EPITALAMIOS NAPOLITANOS. «EN ENERO, JUAN TERCERO» (1935)

ESTA divisa —ciertamente, más ramplona que suelen serlo los lemas de Heráldica y Armería—era no hace mucho augurio y promesa de los fieles monarquizantes. Pasó aquel enero y quedó fallido el pronóstico, como acontece con tantos otros del verdadero Zaragozano. Ahora los anuncios son de Himeneo. Todavía no ha sido troquelado el lema epitalámico; pero insignes poetas tiene la causa, para que pueda faltar en la ocasión que se apareja la inspirada aleluya. Lema, si no de armería, de confitería, en los lazos rojo y gualda que aten los dulces de la boda.

Dicen los papeles que los esponsales del señor don Juan están concertados con una princesa, también de sangre borbónica, hija del serenísimo infante don Carlos, de la Casa Real de Nápoles. Estos anuncios me han suscitado el recuerdo de tantas bodas como en el siglo pasado se ajustaron entre príncipes de una y otra rama borbónica. Fue entre todas la más señalada la que hizo el rey Fernando VII con la serenísima princesa María Cristina de Nápoles, la napolitana, como luego empezaron a llamarla con un retintín denigrante los partidarios del serenísimo señor Infante don Carlos María Isidro. De este real desposorio nacieron dos princesas, tres guerras de sucesión y tantas intrigas, cuarteladas y fusilamientos que sacar la suma es un mareo como el contar estrellas. En el origen de estos sucesos estuvo presente, como hada enredadora, otra princesa napolitana, la serenísima señora infanta Luisa Carlota, hermana de la reina, y casada con el serenísimo señor infante don Francisco de Paula, hermano del rey. Era esta princesa muy de rompe y rasga, y no fue suceso en ella desusado la bofetada con que encendió la mejilla de don Tadeo Calomarde. Refieren que el ministro, al recibirla, se inclinó, saludando con muy buena gracia:

—Manos blancas no ofenden.

La doctrina es de la más pura ortodoxia palaciega, pues es indudable que no humilla el bofetón de la mano que se besa. El cortesano ejemplar agradece las regias confianzas y destemplanzas, porque reconoce en ellas algo de paternal, y aun llega a extremos envidiosos cuando es otro quien recibe tan honrosas muestras. Este trato punitivo y familiar era tradicional en la Casa Real de Nápoles. Del rey Fernando II, hermano de estas dos princesas, se cuentan, a este respecto, lances muy peregrinos. En la visita que a poco de su coronación hizo a Mesina, al cruzar bajo los arcos floridos que el pueblo había levantado para festejarle, un pobre diablo devotísimo de la dinastía subióse al estribo de la carroza real agitando un pan:

—Maestá ecco il pane que mangia il popólo!

Por toda respuesta le derribó de un puntapié la augusta persona. Luego, apeándose, le aferró del cogote, disputándoselo a los soldados de la escolta, que ya le solfeaban:

—Né capre!

Como aquel pobre diablo llevaba una luenga barba chivona, entre los cortesanos fue muy celebrado el ingenio del rey Bomba.

También dejó muy señalada y peregrina memoria en dos visitas que hizo a Catania por los años de 1838 y 1841. Durante la primera, los gentiles hombres de más antiguo linaje, para sellar su fe monárquica, habían decidido desenganchar los caballos de la carroza real y sustituirlos. Su majestad, entendiendo que perdía con aquel relevo, apeóse de un salto y comenzó el más equitativo reparto de bofetadas. De los fastos heroicos de la segunda visita quedó memoria en un epigrama. El egregio señor Anzalone, senador de Catania y vástago de nobilísima familia, al descender la escalera del regio alojamiento puso el pie, quebrándola, sobre una de las espuelas de la augusta persona. Apenas compungido y mortificado balbuceaba una excusa, cuando ya iba en tumbos escaleras abajo, agraciado con una regia bofetada. El hecho fue cantado por la musa popular, como todas las gestas heroicas:

—Ansalon

Al Re ruppe lo spron;

II Re di botto

Gli dié un cazzotto;

Pari all'angia glarrettiera

Dei cazzotti ciascun l'ordine spera.

Su majestad la reina, como era amantísima esposa, seguía los ejemplos del augusto consorte, y no era suceso extraño que arañase a sus camaristas. Por el delito de tener novio «scippó tutta», como dice el populacho napolitano, a donna Gugliermina de Palma, que luego casó con el caballero Francesco Kónig, correo de Gabinete de la reina María Carolina.

Pero donde estos regios floreos de la mano lograron el mayor prestigio histórico fue, sin duda, en la Corte de España. La serenísima infanta Luisa Carlota los acreditó cumplidamente en la alcoba donde agonizaba aquel espejo de monarcas, a quien los buenos patriotas han llamado siempre el Deseado. Parece indudable que los consejos pontificios y las ejemplares virtudes de rompe y rasga que adornaban a las princesas napolitanas fueron buena parte en el acomodo que luego tuvieron sus altezas reales María Amalia Margarita Francisca y María Carolina Fernanda, también hermanas del rey Bomba. La serenísima María Carolina casó con el conde de Montemolín, el efímero Carlos VI de la causa legitimista en España, y la otra serenísima María Amalia, con el infante don Sebastián, fruto de bendición que la señora princesa de Beira tuvo en su primer tálamo. Esta ilustre princesa brasilera, ya cuerpo muy mayor, celebró segundas nupcias con su primo y cuñado el pretendiente don Carlos María Isidro, y por su valioso entrometimiento pudo verse la Purísima Concepción Generalísima de los Ejércitos carlistas y ascendido el señor infante a general en jefe de las fuerzas artilleras. Este predilecto ahijado de Santa Bárbara bendita enviudó andando los años y matrimonió con una hermana del rey consorte don Francisco de Asís.

Cuentan que, en vísperas de la revolución septembrina, el general carlista don Ramón Cabrera decía en Londres al general revolucionario don Juan Prim:

—Si fuese usted a España, no se olvide de ahorcar al tuerto de un balcón del Palacio Real.

Pidió el soldado de África esclarecimientos, pues ignoraba quién fuese el tuerto, y el héroe del Maestrazgo aclaró con iracundo desacato que se refería a la serenísima persona de don Sebastián:

—Cuélguele usted, y aún será poco castigo para sus traiciones.

Este serenísimo fue uno de los más diligentes mediadores en los conciertos para el casorio de su cuñado el conde Gaetano de Girgenti, hijo del ya difunto rey Bomba, con la infanta doña Isabel Francisca, a quien el populacho madrileño ha preferido siempre llamar «la Chata». La paz en este matrimonio fue de poca dura, como acontece con el buen vino en las tabernas. Tuvieron sus altezas pleito civil y canónico, y una mañana apareció en su cama, muerto de un tiro en la frente, el príncipe napolitano, a quien la picaresca madrileña llamaba el conde Indigenti.

No acabaron aquí los enlaces matrimoniales entre las dos ramas borbónicas, y aun son de ayer los tumultos y zaragatas populares que acompañaron las bodas del don Carlos de Caserra —nieto del rey Bomba—con la princesa de Asturias, hermana de Alfonso XIII. Hubo entonces cargas con sablazos y fusilada, paternales advertencias, ante las cuales cesó la irreverente protesta de la chusma contra las bodas de la serenísima princesa. Intolerable fue aquel entrometimiento, y el jaleo de voces y cencerros clamando por la retirada del señor infante. ¡Intolerable! Parecía que toda la sangre torera, encendida en unánime protesta, pidiese la retirada de un toro de lidia en el ruedo ibérico. ¡Qué grato conforto el que hoy ofrece a los corazones encendidos de amor por las seculares instituciones, el buen acomodo de las masas populares a las bodas del don Juan. ¡Qué respetuoso silencio! ¡Qué ejemplar conformidad!...

Casi parece que del suceso no se le diese un ardite.

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