MI BISABUELO

DON Manuel Bermúdez y Bolaño, mi bisabuelo, fue un caballero alto, seco, con los ojos verdes y el perfil purísimo. Hablaba poco, paseaba solo, era orgulloso, violento y muy justiciero. Recuerdo que algunos días en la mejilla derecha tenía una roseola, casi una llaga. De aquella roseola la gente del pueblo murmuraba que era un beso de las brujas, y a medias palabras venían a decir lo mismo mis tías las Pedrayes. La imagen que conservo de mi bisabuelo es la de un viejo caduco y temblón, que paseaba al abrigo de la iglesia en las tardes largas y doradas. ¡Qué amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo! ¡Dorado es tu nombre, Santa María de Louro! ¡Dorada tu iglesia con nidos de golondrinas! ¡Doradas tus piedras! ¡Toda tú dorada, villa de Señorío!

De la casa que tuvo allí mi bisabuelo sólo queda una parra vieja que no da uvas, y de aquella familia tan antigua un eco en los libros parroquiales; pero en torno de la sombra de mi bisabuelo flota todavía una leyenda. Recuerdo que toda la parentela le tenía por un loco atrabiliario. Yo era un niño y se recataban de hablar en mi presencia; sin embargo, por palabras vagas llegué a descubrir que mi bisabuelo había estado preso en la cárcel de Santiago. En medio de una gran angustia presentía que era culpado de algún crimen lejano, y que había salido libre por dinero. Muchas noches no podía dormir, cavilando en aquel misterio, y se me oprimía el corazón si en las altas horas oía la voz embarullada del viejo caballero que soñaba a gritos. Dormía mi bisabuelo en una gran sala de la torre, con un criado a la puerta, y yo le suponía lleno de remordimientos, turbado su sueño por fantasmas y aparecidos. Aquel viejo tan adusto me quería mucho, y correspondíale mi candor de niño rezando para que le fuese perdonado su crimen. Ya estaban frías las manos de mi bisabuelo cuando supe cómo se habían cubierto de sangre.

Un anochecido escuché el relato a la vieja aldeana que ha sido siempre la crónica de la familia. Micaela hilaba su copo en la antesala redonda, y contaba a los otros criados las grandezas de la casa y las historias de los mayores. De mi bisabuelo recordaba que era un gran cazador, y que una tarde, cuando volvía de tirar a las perdices, salió a esperarle en el camino del monte el cabezalero de un foral que tenía en Juno. Era un hombre ciego a quien una hija suya guiaba de la mano. Iba con la cabeza descubierta al encuentro del caballero:

—¡Un ángel lo trae por estos caminos, mi amo!

Hablaba con la voz velada de lágrimas. Don Manuel Bermúdez le interrogó breve y muy adusto:

—¿Ha muerto tu madre?

—¡No lo permita Dios!

—¿Pues qué te ocurre?

—Por un falso testimonio están en la cárcel dos de mis hijos. ¡Quiere acabar con todos nosotros el escribano Malvido! Anda por las puertas con una obliga escrita, y va tomando las firmas para que ninguno vuelva a meter los ganados en las Brañas del Rey.

Suspiró la mocina que guiaba a su padre:

—Yo lo vide a la puerta de tío Pedro de Vermo.

Se acercaron otras mujeres y unos niños que volvían del monte agobiados bajo grandes haces de carrascas. Todos rodearon a Don Manuel Bermúdez:

—Ya los pobres no podemos vivir. El monte donde trozábamos nos lo quita un ladrón de la villa.

Clamó el ciego:

—Más os vale no hablar y arrancaros la lengua. Por palabras como esas están en la cárcel dos de mis hijos.

Al callar el ciego gimió la mocina:

—Por estar encamada no se llevaron los alcaldes a mi madre Águeda.

Cuentan que mi bisabuelo al oír esto dio una voz muy enojado, imponiendo silencio:

—¡Habla tú, Serenín! ¡Que yo me entere!

Todos se apartaron, y el ciego labrador quedó en medio del camino con la cabeza descubierta, la calva dorada bajo el sol poniente. Llamábase Serenín de Bretal, y su madre, una labradora de cien años, Águeda la del Monte. Esta mujer había sido nodriza de mi bisabuelo, quien le guardaba amor tan grande, que algunas veces cuando andaba de cacería llegábase a visitarla, y sentábase bajo el emparrado a merendar en su compañía un cuenco de leche fresca. Don Manuel Bermúdez, amparado en una sombra del camino, silencioso y adusto, oía la querella de Serenín de Bretal:

—¡Acaban con nos! ¡No sabemos ya dónde ir a rozar las carrascas, ni dónde llevar los ganados! Por puertas nos deja a todos los labradores el escribano Malvido. Los montes, que eran nuestros, nos los roban con papeles falsos y testimonios de lenguas pagadas, y porque reclamaron contra este fuero, tengo dos hijos en la cárcel. ¡Ya solamente nos queda a los labradores ponernos una piedra al cuello y echarnos de cabeza al río!

Se levantó un murmullo popular:

—¿Adónde irás que no penares?

—¡La suerte del pobre es pasar trabajos!

—¡Para el pobre nunca hay sol!

—¡Sufrir y penar! ¡Sufrir y penar! Es la ley del pobre.

Las mujeres que portaban los haces de carrascas, juntas con otras que volvían de los mercados, formaban corro en torno del ciego labrador, y a lo lejos una cuadrilla de cavadores escuchaba en la linde de la heredad descansando sobre las azadas. Don Manuel Bermúdez los miró a todos muy despacio, y luego les dijo:

—En la mano tenéis el remedio. ¿Por qué no matáis a ese perro rabioso?

Al pronto todos callaron, pero de repente una mujer gritó dejando caer su haz de carrascas y mesándose:

—¡Porque no hay hombres, señor! ¡Porque no hay hombres!

Desde lejos dejó oír su voz uno de los cavadores:

—Hay hombres, pero tienen las manos atadas.

Se revolvió la mujer:

—¿Quién vos las ata? ¡El miedo! ¡Callad, castrados! ¿Qué boca habló por mí, cuando en una misma leva me llevaron tres hijos, y me dejaron como me veo, sin más amparo que el cielo que me cubre? ¡Callad, castrados!

Una vieja que venía hacia el camino atravesando por los maizales, respondió con otras voces:

—¡Hay que acabar con los verdugos! ¡Hay que acabar con ellos!

Era Águeda la del Monte. Caminaba apoyándose en un palo, alta, encorvada, vestida de luto. El caballero la miró lleno de piedad:

—¿Por qué te has movido de tu puerta, Águeda?,

—¡Para mirarte, sol de oro!

Serenín de Bretal volvió los ojos velados hacia onde sonaba la voz de la centenaria, y gritó:

—¡Ya depusimos nuestro pleito al amo!

Águeda la del Monte se había sentado en una piedra del camino:

—Pues su consejo nos toca seguir. ¿Qué vos ha hecho?

Repuso Serenín en medio del murmullo de muchas voces:

—El que nació de nobleza tiene un sentir, y otro que nació de la tierra.

Águeda la del Monte se levantó apoyándose en el palo. Había sido una mujer gigantesca, y aun encorvada parecía muy alta, tenía los ojos negros, y era morena, del color del centeno:

—¡Sin escucharlas, sé las palabras de mi rey! ¡El rey que yo crié tuvo el mismo dictado que esta boca de tierra! ¡Acabar con los verdugos! ¡Acabar con ellos! ¡Sin escucharlas, sé las palabras de mi rey!

Clamó Serenín:

—¡Yo nada puedo hacer sin luz en los ojos y con los hijos en la cárcel!

Comenzaron a gritar las mujeres:

—¡Estas carrascas habían de ser para quemar vivo ese ladrón de pobres!

Se levantó sobre la ola una voz ya ronca:

—¿Dónde están los hombres? ¡Todos son casados!

Y de pronto se aplacó el vocerío. Una lengua melosa recomendó:

—Hay que callar y sufrir. Cada vida tiene su cruz. ¡Mirad quién viene!

Por lo alto de la cuesta, trotando sobre un asno, asomaba un jinete, y todos reconocieron al escribano Malvido. Cuentan que entonces mi bisabuelo se volvió a los cavadores que estaban en la linde de la heredad:

—Tengo la escopeta cargada con postas. ¿Alguno de vosotros quiere hacer un buen blanco?

Al pronto todos callaron. Luego destacóse uno entre los más viejos:

—El gavilán vuela siempre sobre el palomar. Uno se mata y otro viene.

—¿No queréis aprovechar la carga de mi escopeta?

Respondieron varias voces con ahínco:

—¡Somos unos pobres, señor mayorazgo! ¡Cativos de nos! ¡Hijos de la tierra!

Águeda la del Monte se levantó con el regazo lleno de piedras:

—¡Las mujeres hemos de sepultar a los verdugos!

El escribano, mirando tanta gente en el camino, iba a torcer por un atajo, pero mi bisabuelo parece ser que le llamó con grandes voces:

—Señor Malvido, acá le estamos esperando para hacer una buena justicia.

Respondió el otro muy alegre:

—¡Falta hace, señor mayorazgo! ¡Esta gente es contumaz!

Se acercó trotando. Mi bisabuelo, muy despacio, echóse la escopeta a la cara. Cuando le tuvo encañonado le gritó:

—¡Ésta es mi justicia, señor Malvido!

Y de un tiro le dobló en tierra con la cabeza ensangrentada. Águeda la del Monte se arrodilló con los brazos abiertos al pie de mi bisabuelo, que posó su mano blanca sobre la cabeza de la centenaria, y le dijo:

—¡Buena leche me has dado, madre Águeda!

Todos habían huido, y eran los dos solos en medio del camino, frente al muerto. Contaba Micaela la Galana que a raíz de aquel suceso mi bisabuelo había estado algún tiempo en la cárcel de Santiago. El hecho es cierto, pero fue otro el motivo. Muchos años después, para una información genealógica, he tenido que revolver papeles viejos, y pude averiguar que aquella prisión había sido por pertenecer al partido de los apostólicos el señor Coronel de Milicias Don Manuel Bermúdez y Bolaño. Era yo estudiante cuando llegué a formarme cabal idea de mi bisabuela. Creo que ha sido un carácter extraordinario, y si estimo sobre todas mis sangres la herencia suya, aún ahora, vencido por tantos desengaños, recuerdo con orgullo aquel tiempo de mi mocedad, cuando, despechada conmigo toda mi parentela, decían las viejas santiguándose: "¡Otro Don Manuel Bermúdez! Bendito Dios!"

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