CORTE DE AMOR (1903)
Nota
EN este libro están recogidas aquellas novelas breves de mis albores literarios, hace más de un cuarto de siglo, cuando amé la gloria. El viejo maestro con quien solía pasear en las tardes del invierno compostelano, escribió entonces las páginas preliminares que aquí reproduzco, y que por primera vez aparecieron en un libro de cuyo nombre no quiero acordarme.
Prólogo
Es el presente un libro que puede decirse, por entero, juvenil. Lo es por la índole de los asuntos, porque su autor lo escribe en lo mejor de la vida, porque ha de tenérsele por un dichoso comienzo, y, en fin, porque todo él resulta nuevo y tiene su encanto y su originalidad. Con él gozamos de un placer, ya que no raro, al menos no muy común, cual es el de leer unas páginas que se nos presentan como iluminadas por clara luz matinal, y en las cuales, la poesía, la gracia y el amor, esas tres diosas propicias a la juventud dejaron la imborrable huella de su paso.
Primicias de una musa, eco apenas apagado de las sensaciones de un corazón abierto a las primeras emociones y a los desengaños, tienen cuanto necesitan para hacerlas amables, a los ojos de los que, como ellas, son jóvenes, y gozan y sienten las mismas pasiones y sus veleidades, con alma pronta a comprenderlas en toda su intensidad. Tal es su mérito, y que nos hable de lo siempre eterno y siempre joven, en una nueva forma, bajo un nuevo aspecto y con un encanto original, entre fácil y risueño, aunque un tanto malicioso, propio de la manera de ser de su pueblo. Mas aquí ha de hacerse una salvedad: Al hablar de cuanto nuevo encierra este libro, lo mismo en el fondo que en la forma, claro es que se hace por modo relativo y no dando a entender que su autor se ha abierto una senda desconocida: Dícese tan solamente que es nuevo en el país en que ve la luz. Esta limitación en el juicio en nada le perjudica, porque, así y todo, el autor se nos presenta con personalidad propia, ya por lo genial de sus facultades, ya porque le hallamos siempre fiel a su raza y sentimientos que le son propios.
Bajo tan importante punto de vista ha de considerársele principalmente. Porque hijo de su tiempo, pero, asimismo, de muy antiguo linaje galaico, son en él manifiestas las condiciones especiales de los escritores del país. El sentimiento le domina, conoce la armonía de la prosa que aquí se acostumbra y no es fácil fuera: Prosa encadenada, blanda, cadenciosa, llena de luz; prosa por esencia descriptiva, y a la cual sólo falta la rima. Y no es esto sólo, sino que, conforme con el espíritu ensoñador del celta, despunta los asuntos, no los lleva a sus últimos límites, levanta el velo, no lo descorre del todo, dejando el final —como quien teme abrir heridas demasiado profundas en los corazones doloridos—en una penumbra que permite al lector prolongar su emoción y gozar algo más de lo que el autor indica y deja en lo vago, y el que lee tiene dentro del alma.
Es esta condición especial que en nuestro amigo deriva de su raza, porque de su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la nota de color viva, ardiente, sentida. En cambio es suya la frase elegante, armoniosa, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi. Con todo lo cual, con lo que debe a la sangre y lo que le es personal, harto claramente define que es de los nuestros. Aunque quisiera ocultarlo, no podría. A todos dice que ha nacido bajo el cielo de Galicia. Hijo suyo, criado al pie de unos mares que tienen la eterna placidez de las aguas tranquilas, musicalmente la refleja toda en sus páginas, donde cree uno percibir con el perfume de los patrios pinares y de las ondas que los bañan, los blandos rumores de la ribera natal.
Esto por lo que se refiere a lo exterior, porque en cuanto a su interior, o sea el alma del libro, no es menos nuestro el humor y el sentimiento lírico de estos relatos. Aparentemente parecen invención, pero pronto se ve que son realidades. No se necesita mucho para comprender que el autor se limitó a dejar que hablasen su corazón y sus recuerdos, permitiendo que desbordase —en la plenitud de sus años juveniles y de sus horas de pasión—lo que el acaso de la vida hiciera suyo.
Era imposible otra cosa. El ayer está para él tan cercano, que le domina. No tiene más que abrir los labios, y éstos balbucean los nombres queridos: los lazos que le unieron a las mujeres amadas y a las que el azar puso en su camino, aún no están rotos del todo. De aquellas cuyo recuerdo dura la vida entera, o de las que apenas dejan impresión en el alma, guarda todavía, con el reflejo de la última mirada, la suave presión de los brazos amados. Las que fueron como escollo, y las que, igual a la hoja de una rosa, se dejaron llevar al soplo de los vientos matinales, siguen teniendo para él los mismos desdenes, o las mismas sonrisas. Diríamos que las sombras invocadas aún no se han desvanecido, y que pueden volver a tomar cuerpo y llenar las horas solitarias que siguen siempre a las horas llenas de pasión de una vida en su comienzo.
Por de pronto, y por lo que de sus heroínas nos refiere, las mujeres que recuerda fueron fáciles y crueles. Hembras y esfinges, tal nos las describe, y así debieron aparecer a los ojos del que apenas si sabía del amor más que lo que va conociendo sucesivamente, y de las mujeres lo que le iban enseñando aquellas con quienes tropezaba.
¿Cómo extrañarse, por lo tanto, de la especie de unidad de pensamiento y de interés que domina en todo el volumen? Páginas arrancadas al libro de sus confesiones juveniles, un lazo más que estrecho las une y hace iguales. Como si tanto no bastase, es una la misma pasión que anima todos los cuadros, pasión viva, juvenil, un tanto libidinosa —hay que confesarlo—, pero siempre poética, tanto en la fábula como en su trama, en la expresión de los afectos del mismo modo que en la armonía de la frase y en la aureola que los envuelve igual que un inmenso nimbo. Aunque no fuese más que por eso, éste seria un libro moderno, hijo de la hora actual y de las pasiones que asaltan al joven en sus primeros pasos, asediando su corazón con ímpetu diario. Sentimental, porque suena a veces como una queja, sabe Dios de qué dolores; romántico, aunque por modo novísimo, y femenino, puesto que no nos habla de otra cosa que de los lances a que da lugar el amor de las mujeres y de los afectos que inspiran. Y como ni el más breve espacio ha querido el autor que mediase entre el suceso de ayer y el contarlo hoy, de ahí que el relato conserve el calor de las cosas que acaban de pasar a nuestra vista, o dentro de nosotros mismos. Así, es patente en la rapidez de la acción y en los detalles, claros, precisos, movidos.
Diríase que así es forzoso que suceda en composiciones de la índole de las que forman este libro y en las cuales todo debe ser conciso e ir directamente a su fin; pero no es cierto. Los cuentos, tales como hoy se conciben y escriben —hijos de la moderna inquietud, y también de la escasa atención que el hombre actual quiere poner en semejantes cosas—, son rápidos, convulsivos casi, más nervios que sangre y músculos, y en los cuales es visible la pretensión de encerrar en breve espacio todo un drama, no valen lo que aparentan, sino cuando están escritos por almas agitadas y que apenas tienen tiempo para dar cuerpo a sus sueños, vida a sus creaciones, forma a lo pasajero que acaba de conmoverles. En tal suerte, se equivocaría quien creyese que este libro es uno de los infinitos de su índole, a que sólo la moda actual puede dar importancia. Todo lo contrario. Los que encierran estas páginas son como pequeños poemas breves, alados, llenos de sentimiento, cosas de hombres y mujeres que pasan a cada momento, pero que sólo tienen vida, fuerza y relieve cuando filtran, como quien dice, a través de un alma de poeta. Por eso no resultan obra del que sigue un feliz ejemplo, sino cosa propia, hijos de un temperamento. Los hubiese escrito así, sin que antes hubiese conocido otros. Son cosa suya, y solamente por sus cortas dimensiones se parecen a los que nos da, con tan desdichada prodigalidad, el actual momento literario. En tal manera, que en cuestión de cuentos, a pesar de ser tantos y tan distintos los que se conocen, nuestro autor inventó un "nouveau frisson", como dicen los que más usan y abusan de los cuentos, los franceses, nuestros maestros en éste y demás géneros literarios.
Dicho esto, consignado que el presente libro no es tan sólo dichoso comienzo y una segura promesa, sino el fruto de una inspiración, dueña ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país, parece como que nada queda por añadir y que debiera levantar la pluma. Así lo haría si mi corazón me lo permitiera. ¿Mas cómo callar en líneas escritas al frente del libro del hijo, la grande, la estrecha amistad que me unió a su padre? ¿Cómo no recordar al viejo poeta olvidado, al alma pura, al íntegro carácter, a aquel que llevó el mismo nombre y apellido que el autor de este libro? Aún fue ayer, cuando, con el pie en el sepulcro, nos tendió por última vez su mano, y hablamos de las cosas que de tanto tiempo atrás nos eran queridas: La patria gallega y la poesía que había encantado sus horas solitarias. Sabía él que la Muerte le había ya tocado con su dedo; mas no por eso se creía del todo desligado de la tierra, que no pensase en su país y no se doliese de los infortunios ajenos. ¡Él que los había conocido tan grandes! Duerme, duerme en paz, mi buen amigo; tu hijo sigue la senda que le trazaste con el ejemplo de una vida honrada como pocas. Tu hijo recoge para ti los laureles que pudiste ceñirte y desdeñaste contento con la paz de la aldea. ¡Si tú pudieras verlo!
Nobleza obliga. Y el autor de estas páginas lo sabe bien. Descendiente de una gloriosa familia, en la cual lo ilustre de la sangre no fue estorbo, antes acicate que les llevaba a las grandes empresas. Tiene un doble deber que cumplir. De antiguo contó su casa grandes capitanes y notables hombres de ciencia y literatura, gloria y orgullo de esta pobre Galicia. Se necesita, pues, que continúe la no interrumpida tradición, y que, como los suyos, añada una hoja más de laurel a la corona de la patria. Y yo, en nombre de tu padre, te digo: —¡Hijo mío, cumple tus destinos y que las horas que te esperan te sean propicias!
La Coruña, mayo 1894.
M. Murguía