GEÓRGICAS (1916)

LA vieja tenía siete nietas mozas, y las siete juntó en su casa para espadar el lino. Lo espadaron en pocos días, sentadas al sol en la era, cantando alegremente. Después se volvieron a casa de sus padres, y la vieja quedó sola con su gata, hilando copo tras copo y devanando en el sarillo las madejas. Como a todas las abuelas campesinas, le gustaban las telas de lino casero y las guardaba avariciosa en los arcones de nogal con las manzanas tabardillas y los membrillos olorosos. La vieja, después de hilar todo el invierno, juntó doce grandes madejas, y pensó hacer con ellas una sola tela, tan rica cual no tenía otra.

Compuesta como una moza que va de romería, sale una mañana de su casa: lleva puesto el dengue de grana, la cofia rizada y el mantelo de paño sedán. Dora los campos la mañana, y la vieja camina por una vereda húmeda, olorosa y rústica, como vereda de sementeras y de vendimias. Por el fondo verde de las eras cruza una zagala pecosa y asoleada con su vaca bermeja del ronzal. Camina hacia la villa, adonde va todos los amaneceres para vender la leche que ordeña ante las puertas. La vieja se acerca a la orilla del camino, y llama dando voces:

—¡Eh, moza!... ¡Tú, rapaza de Cela!...

La moza tira del ronzal a su vaca y se detiene:

—¿Qué mandaba?

—Escucha una fabla.

Mediaba larga distancia y esforzaban la voz, dándole esa pauta lenta y sostenida que tienen los cantos de la montaña. La vieja desciende algunos pasos, pregonando esta prosa:

—¡Mía fe, no hacía cuenta de hallarte en el camino! Cabalmente voy a donde tu abuelo... ¿No eres tú nieta del Texelán de Cela?

—Sí, señora.

—Ya me lo parecías, pero como me va faltando la vista...

—A mí por la vaca se me conoce de bien lejos.

—Vaya, que la tienes reluciente como un sol. ¡San Clodio te la guarde!

—¡Amén!

—¿Tu abuelo demora en Cela?

—Demora en el molino, cabo de mi madre.

—Como mañana es la feria de Brandeso, estaba dudosa. Muy bien pudiera haber salido.

—Tomara el poder salir fuera de nuestro quintero.

—¿Está enfermo?

—Está muy acabado. Los años y los trabajos, que son muchos.

—¡Malpocado!

—¡Quede muy dichosa!

—¡El Señor te acompañe!

En la orilla del río algunos aldeanos esperan la barca sentados sobre la hierba, a la sombra de los verdes y retorcidos mimbrales. La vieja busca sitio en el corro. Un ciego mendicante y ladino, que arrastra luenga capa y cubre su cabeza con parda y puntiaguda montera, refiere historias de divertimento a las mozas, sentadas en torno suyo. Aquel viejo prosero tiene un grave perfil monástico, pero el pico de su montera parda y su boca rasurada y aldeana, semejante a una gran sandía abierta, guardan todavía más malicia que sus decires, esos añejos decires de los jocundos arciprestes aficionados al vino y a las vaqueras, y a rimar las coplas. Las aldeanas se alborozan, y el ciego sonríe como un fauno viejo entre sus ninfas.

—¿Quién es?

La vieja se vuelve festera:

—Una buena moza.

El ciego sonríe ladino:

—Para el señor abade.

—Para dormir contigo. El señor abade ya está muy acabado.

El ciego pone una atención sagaz, procurando reconocer la voz. La vieja se deja caer a su lado sobre la hierba, suspirando con fatiga:

—¡Asús! ¡Cómo están esos caminos!

Un aldeano interroga:

—¿Va para la feria de Brandeso?

—Voy más cerca...

Otro aldeano se lamenta:

—¡Válanos Dios, si esta feria es como la pasada...!

Una vieja murmura:

—Yo entonces vendí la vaca.

—Yo también vendí, pero fue perdiendo...

—¿Mucho dinero?

—Una amarilla redonda.

—¡Fue dinero, mi fijo! ¡Válate San Pedro!

Otro aldeano advierte:

—Entonces estaba un tiempo de aguas, y agora está un tiempo de regalía.

Algunas voces murmuran:

—¡Verdade!... ¡Verdade!...

Sucede un largo silencio, y el ciego alarga el brazo hacia el lado de la vieja, y queriendo alcanzarla, vuelve a interrogar:

—¿Quién es?

—Ya te dije que una buena moza.

—Y yo te dije que fueses a donde el señor abade.

—Déjame reposar primero.

—Vas a perder los colores.

Los aldeanos se alborozan de nuevo. El ciego permanece atento y malicioso, gustando el rumor de las risas como los ecos de un culto, con los ojos abiertos, inmóviles, semejante a un dios primitivo, aldeano y jovial. La vieja sigue su camino. Busca la sombra de los valladares y desdeña el ladrido de los perros que asoman feroces con la cabeza erguida, arregañados los dientes. En una revuelta del río, bajo el ramaje de los álamos que parecen de plata antigua, sonríe un molino. La vieja salmodia en la cancela:

—¡Santos y buenos días!

Un viejo que está sentado al sol responde desde el fondo de la era:

—¡Santos y buenos nos los dé Dios!

Y se levanta para franquear la cancela. La vieja entra murmurando:

—¡Aquí te traigo doce madejas de lino como doce soles!

El viejo inclina la cabeza con abatimiento:

—Un año hace que no cojo en mis manos la lanzadera... El telar no me daba para comer, y he tenido que venirme al arrimo de mi hija...

La vieja suplica en voz baja:

—¿Por un favor no me tejerás estas doce madejas?

El viejo la contempla pesaroso:

—Créeme que lo haría; pero los nietos hanme estragado el telar. ¡Juegan con él!...

—¿Cómo los has dejado?

—De nada me servía. ¡Ya no hay en estas aldeas manos que hilen!

La vieja le muestra sus manos arrugadas y temblonas:

—¡Y éstas!... Di que no hay manos que tejan.

Se miran fijamente. Los dos tienen lágrimas en los ojos y guardan silencio, escuchando el canilleo del telar y las voces de los niños que juegan con él, destrozándolo.

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