PRÓLOGO

Año de los Presagios Verdaderos

(1409 CV)

S

e pueden decir muchas cosas acerca del rey Bruenor Battlehammer de Mithril Hall, y se le podrían otorgar muchos títulos legítimos: guerrero, diplomático, aventurero y líder para los enanos, los hombres e incluso los elfos. Bruenor desempeñó un papel fundamental en la transformación de la Marca Argéntea en una de las regiones más prósperas y pacíficas de todo Faerun. A sus títulos también se podría añadir, acertadamente, el de visionario pues ¿qué otro enano podría haber fraguado una tregua con el rey Obould del reino orco de Muchas Flechas? Además, la tregua se mantuvo tras la muerte de Obould y con la sucesión de su hijo Urlgen, Obould.

Fue una verdadera hazaña que le aseguró a Bruenor un lugar en las leyendas de los enanos, aunque muchos de los habitantes de Mithril Hall siguieron quejándose de que se hubiera tratado con los orcos de un modo distinto a la guerra. De hecho, en numerosas ocasiones, se oyó a Bruenor dudar de su decisión en los años sucesivos. Al final, sin embargo, lo que permaneció fue el simple hecho de que Bruenor no solo había reclamado Mithril Hall para su fuerte clan, sino que también, con su sabiduría, le había dado al norte un nuevo rostro.

De todos los títulos que Bruenor podía reclamar como suyos, sin embargo, aquellos que había llevado con mayor facilidad sobre los hombros eran los de padre y amigo. En cuanto a este último, no tenía par, ya que todos los que lo llamaban amigo sabían con toda seguridad que el rey enano se enfrentaría sin dudarlo a una andanada de flechas o a una mole sombría en plena carga sin lamentarlo ni un sólo momento, en pro de la amistad. Pero en el caso del primero…

Bruenor jamás se había desposado, ni había tenido hijos de su propia sangre, pero había adoptado a dos niños humanos.

Dos niños a los que había perdido.

—Lo hice lo mejor que pude —le dijo el enano a Drizzt Do’Urden, el atípico consejero drow del trono de Mithril Hall, en una de esas ocasiones cada vez más escasas en las que este se hallaba presente—. Les enseñé como hizo conmigo mi padre.

—Nadie puede negarlo —le aseguró Drizzt.

El drow estaba reclinado sobre una cómoda silla junto al hogar, en una de las pequeñas habitaciones laterales de los aposentos de Bruenor, y miró largamente a su amigo más antiguo. La tupida barba del enano, antaño tan roja y últimamente algo más anaranjada, cada vez tenía más mechones grises, y su cabello enmarañado había retrocedido un poco a la altura de las sienes. Sin embargo, la mayor parte de los días, el fuego brillaba en sus ojos grises con la misma intensidad que hacía décadas en las laderas de la cumbre de Kelvin, en el Valle del Viento Helado.

Ese día, en cambio, no era así, y resultaba comprensible.

Aunque sus ojos reflejaban su gran tristeza, no así sus movimientos. Se movía rápidamente y con seguridad, meciéndose en la silla, y se levantó de un salto para coger otro tronco y echarlo con gran precisión al fuego. Este crepitó y se encendió como una protesta, sin llegar a estallar en llamas.

—¡Maldita madera mojada! —murmuró Bruenor.

El rey enano pisó con fuerza los fuelles que había hecho construir en la chimenea, y una corriente de aire constante y estable recorrió las ascuas y los troncos, que aún no ardían con fuerza. Se afanó con diligencia en la chimenea un buen rato, acomodando los troncos y manejando los fuelles, mientras Drizzt pensaba en que aquello era propio de Bruenor, ya que así era como lo hacía todo: desde mantener fuerte la paz inestable con Muchas Flechas hasta conservar la armonía dentro de su clan. Todo en su justa medida, al igual que el fuego, que por fin estaba listo, por lo que Bruenor se volvió a acomodar en la silla y cogió su jarra de hidromiel.

El rey meneó la cabeza con expresión lastimera.

—Debería haber matado a ese orco maloliente.

Drizzt conocía demasiado bien aquel lamento que había estado acosando a Bruenor desde el día en que había firmado el Tratado del Barranco de Garumn.

—No —respondió el drow con poca convicción. Bruenor se mofo de él con saña.

—Tú mismo juraste matarlo, elfo, y dejaste que se muriera de viejo, ¿no es cierto?

—Cuidado, Bruenor.

—¡Ah!, pero partió a tu amigo elfo en dos, ¿cierto? Y sus lanceros abatieron a tu querida elfa y al caballo alado que montaba.

La expresión de Drizzt era de profunda pena y de ira creciente, lo cual fue para Bruenor un anuncio de que estaba a punto de pasarse de la raya.

—¡Pero lo dejaste con vida! —exclamó Bruenor, cuyo puño cayó con fuerza sobre el brazo de la silla.

—Sí, y tú firmaste el tratado —dijo Drizzt con voz calma y rostro sereno.

El drow sabía que no tenía necesidad de gritar aquellas palabras para que tuvieran un efecto demoledor.

Bruenor suspiró, apoyando el rostro sobre la palma de la mano.

Drizzt dejó que aquello madurase durante unos instantes, hasta que no pudo soportarlo más.

—Tú no eres el único que está enfadado porque Obould viviera confortablemente el resto de sus días —dijo—. Nadie deseaba matarlo más que yo.

—Pero no lo hicimos.

—Y fue lo correcto.

—¿De veras lo crees, elfo? —preguntó Bruenor con expresión grave—. Ahora está muerto y ellos quieren mantener el tratado, pero ¿realmente lo harán? ¿Cuándo lo romperán? ¿Cuándo volverán los orcos a ser orcos y empezaran una nueva guerra?

Drizzt se encogió de hombros, incapaz de darle otra respuesta.

—¡Exacto, elfo! —respondió el enano a su encogimiento de hombros—. No puedes saberlo, ni yo tampoco, y me hiciste firmar el maldito tratado… ¡Sin que pudiéramos estar seguros!

—Pero sí sabemos que muchos elfos, humanos y, sí, Bruenor, enanos han disfrutado de una vida pacífica y próspera porque tuviste el valor de firmar aquel maldito tratado en vez de optar por librar la siguiente guerra.

—¡Bah! —bufó el enano, alzando bruscamente las manos—. Desde ese día tengo la espina clavada. ¡Malditos orcos malolientes! ¡Ahora hacen negocios con Luna Plateada y Sundabar, e incluso con esos cobardes de Nesme! Debería haber acabado con todos ellos en la batalla, por Clangeddin.

Drizzt asintió, sin que pudiera mostrarse en desacuerdo. ¡Qué fácil sería su vida en el norte si todo fuera una batalla constante! En su corazón, Drizzt coincidía con él.

Pero su cabeza le decía lo contrario. Si Mithril Hall no hubiera transigido ante la oferta de paz de Obould, el clan de Bruenor se habría embarcado en solitario en una guerra contra decenas de miles de orcos a los que no podrían haber ganado. Sin embargo, si el sucesor de Obould decidía romper el tratado, la guerra que resultaría de ello reuniría a todos los reinos importantes de la Marca Argéntea en contra de Muchas Flechas.

En la cara del drow se dibujó una sonrisa cruel que rápidamente se transformó en una sonrisa de oreja a oreja al pensar en la gran cantidad de orcos que, de un modo u otro, se habían convertido en sus amigos durante los últimos… ¿Habían sido casi cuarenta años?

—Hiciste lo correcto, Bruenor —dijo—. Gracias a que te atreviste a firmar ese pergamino, diez, veinte, cincuenta mil personas tuvieron una vida que hubiera sido más corta por culpa de la guerra.

—Soy incapaz de volver a hacerlo —respondió Bruenor, meneando la cabeza—. Ya no tengo fuerzas, elfo. He hecho todo lo que he podido aquí, y no voy a volver a hacerlo.

Sumergió la jarra en el barril abierto que había entre las sillas y tomó un largo trago.

—¿Crees que seguirá ahí fuera? —preguntó Bruenor, con la barba llena de espuma—. ¿En el frío y la nieve?

—Si sigue ahí —contestó Drizzt—, debes saber que Wulfgar está donde quiere estar.

—¡Sí, pero apuesto a que sus viejos huesos discuten con su dura mollera a cada paso! —dijo, a su vez, Bruenor, dándole a la conversación el punto de frivolidad que ambos necesitaban aquel día.

Drizzt sonrió en tanto el enano reía, pero había una palabra en la broma de Bruenor que le daba un enfoque distinto: «viejos». Pensó en el año que era; mientras que él, un drow que había vivido ya bastante, apenas había envejecido físicamente, si Wulfgar estaba realmente vivo allá en la tundra del Valle del Viento Helado, tendría ya cerca de setenta años.

Darse cuenta de eso lo dejó tremendamente impactado.

—¿Seguirías amándola, elfo? —preguntó Bruenor, refriéndose a su otra hija perdida.

Drizzt lo miró como si lo hubieran golpeado, con la habitual expresión de ira en el rostro que momentos antes estaba sereno.

—Todavía la amo.

—Quiero decir si mi chica estuviera todavía con nosotros —dijo Bruenor—. Ya sería vieja, al igual que Wulfgar, y muchos dirían que fea.

—Muchos lo dicen de ti, y lo decían incluso cuando eras joven —bromeó el drow, desviando el tema de aquella absurda conversación.

Era muy cierto que Catti-brie estaría también cerca de los setenta si hubiera sobrevivido a la Plaga de los Conjuros hacía veinticuatro años. Sería vieja según los estándares humanos, vieja como Wulfgar, pero… ¿fea? Para Drizzt era inconcebible pensar semejante cosa acerca de su amada esposa, ya que, en sus ciento doce años de existencia, el drow no había visto a ninguna otra mujer más hermosa que ella. A sus ojos, era imposible que ella tuviera ninguna imperfección, sin importar los estragos de la edad en su rostro, las cicatrices de la batalla o el color de sus cabellos. Catti-brie siempre sería para Drizzt como en el momento en que se dio cuenta de que la amaba, durante un viaje, hacía mucho tiempo, hacia la lejana ciudad meridional de Calimport, cuando habían ido a rescatar a Regis.

Regis. Drizzt hizo una mueca de dolor al recordar al halfling, otro querido amigo al que había perdido en aquella época de caos, cuando el Rey Fantasma había llegado a Espíritu Elevado y había destruido una de las estructuras más increíbles del mundo, el presagio de una gran oscuridad que se había extendido por todo Toril.

Alguien había aconsejado al drow que viviera su larga vida como una suma de períodos más cortos, para que pudiera habitar en la inmediatez de los humanos que lo rodeaban y después seguir adelante y encontrar nuevamente esa vida, ese deseo y ese amor. En su interior, sabía que era un buen consejo, pero en el cuarto de siglo que había pasado desde que había perdido a Catti-brie, había llegado a comprender que algunas veces era más fácil recibir un consejo que ponerlo en práctica.

—Todavía está entre nosotros —se corrigió Bruenor poco después. Vació su jarra y la arrojó a la chimenea, donde se rompió en mil pedazos—. Pero ese maldito Jarlaxle sigue pensando como un drow y se está tomando su tiempo, como si los años no pasaran para él.

Drizzt iba a contestar, tratando de una manera instintiva de calmar a su amigo, pero se mordió la lengua y se quedó mirando fijamente las llamas. Tanto él como Bruenor le habían rogado con insistencia a Jarlaxle, el más mundano de los elfos oscuros, que encontrara a Catti-brie y a Regis, o al menos, que encontrara sus espíritus, ya que una mañana funesta los habían visto partir a lomos de un unicornio espectral, atravesando los muros de Mithril Hall. Drizzt estaba convencido de que la diosa Mielikki se había hecho cargo de ambos, pero lo más seguro era que ni siquiera ella pudiera robarle a Kelemvor, Señor de los Muertos, aquel preciado botín.

El drow se retrotrajo a aquella terrible mañana, como si todo hubiera sucedido tan solo el día anterior. Los gritos de Bruenor lo habían despertado, después de haber pasado la noche haciendo el amor dulcemente con su esposa, que parecía haber vuelto a él desde las profundidades de su confusa tristeza.

Y allí estaba aquella terrible mañana, tendida junto a él y fría como el hielo.

—Rompe la tregua —masculló Drizzt, pensando en el nuevo rey de Muchas Flechas, un orco ni la mitad de inteligente y visionario que su padre.

Desplazó instintivamente la mano a la cadera, a pesar de que no llevaba las cimitarras. Quería sentir el peso de aquellas mortíferas hojas en la mano una vez más. Pensar en la batalla, en el hedor de la muerte, incluso en la suya propia, no lo inquietaba lo más mínimo, y menos esa mañana, con el recuerdo de Catti-brie y de Regis flotando por doquier y burlándose de su indefensión.

—No me gusta venir aquí —comentó la mujer orca mientras le tendía a su compañero la bolsa de hierbas.

No era muy alta para ser de raza orca, pero aún así era mucho más corpulenta que su diminuto colega.

—Estamos en tiempos de paz, Jessa —respondió Nanfoodle, el gnomo, que abrió la bolsa y sacó una de las raíces para llevársela a la larga nariz e inhalar profundamente—. ¡Ah!, la dulce mandrágora —dijo—. La dosis justa alivia el dolor.

—Y los pensamientos dolorosos —dijo la mujer orca—. Y te atonta… como a un enano que nadara en una cuba de hidromiel mientras piensa en beber hasta vaciarla.

—¿Sólo cinco? —preguntó Nanfoodle, revolviendo en la enorme bolsa.

—Las otras plantas ya han florecido —contestó Jessa—. ¡Sólo cinco! No esperaba encontrar ninguna, o una…, hasta tenía esperanza de conseguir dos, y le recé a Gruumsh para encontrar una tercera.

Nanfoodle levantó la vista de la bolsa, pero no estaba contemplando a la mujer, sino que se quedó mirando más allá con expresión ausente.

—¿Cinco? —musitó, y observó sus tarros y utensilios. Se dio unos golpecitos con el dedo en la pequeña perilla blanca que le cubría el mentón y, tras unos instantes toqueteándose la minúscula y redonda cara, dijo—: Con cinco tendremos suficiente.

—¿Suficiente? —repitió Jessa—. Entonces, ¿te animas a hacerlo?

Nanfoodle la miró como si estuviera diciendo algo absurdo.

—Por supuesto que sí —le aseguró.

La sonrisa malvada de Jessa casi alcanzo los dos mechones rubios y rizados que enmarcaban su rostro redondo, chato y con nariz de cerdo. Sus ojos castaños brillaron maliciosamente.

—¿Es necesario que te regocijes de esa manera? —la regañó el gnomo.

Pero Jessa se puso a dar vueltas mientras reía, haciendo caso omiso de sus palabras.

—Disfruto de la emoción —le explicó la joven sacerdotisa—. Después de todo, la vida ya es bastante aburrida. —Paró de girar y señaló la bolsa de hierbas que todavía estaba en manos de Nanfoodle—. Y es evidente que tú también.

El gnomo bajó la vista hacia las raíces potencialmente venenosas.

—No tengo elección en esto.

—¿Tienes miedo?

—¿Debería tenerlo?

—Yo lo tengo —dijo Jessa de manera tan rotunda que, más que admitirlo, parecía estar presumiendo de ello. Asintió con expresión sombría por respeto al gnomo—. Larga vida al rey —dijo mientras hacía una reverencia.

A continuación se marchó, teniendo cuidado de volver a la embajada del reino de Muchas Flechas sin llamar la atención más de lo necesario, dado que era una mujer orca recorriendo los pasillos de Mithril Hall.

Nanfoodle extrajo las raíces y se dirigió hacia sus frascos y utensilios, que estaban dispuestos en un amplio banco situado en un lateral del laboratorio. Se miró en el espejo que colgaba de la pared, tras el banco, e incluso adoptó alguna pose mientras pensaba que tenía un aspecto bastante distinguido para sus años, pues hacía tiempo que había traspasado el umbral de la mediana edad. Había perdido la mayor parte del pelo, salvo por las gruesas matas blancas sobre sus grandes orejas, que siempre tenía buen cuidado de llevar bien recortadas, al igual que la perilla y el fino bigote, y de lucir bien afeitada el resto de su enorme cabeza. «Bueno, salvo por las cejas», pensó con una risita mientras se fijaba en que algunos de los pelos habían crecido tanto que habían llegado a rizarse ostensiblemente.

Nanfoodle cogió un par de gafas y se las puso sobre la nariz mientras se apartaba por fin del espejo. Inclinó la cabeza para conseguir un mejor ángulo de visión a través de los pequeños anteojos mientras ajustaba cuidadosamente la altura de la mecha untada de aceite.

Se recordó a sí mismo que la temperatura debía ser la adecuada para que se pudiera extraer la cantidad justa de veneno del cristal.

Hacía falta precisión y, tras fijarse en el reloj de arena que había en el otro extrema del banco, se dio cuenta de que también hacía falta rapidez.

La jarra del rey Bruenor esperaba.

Thibbledorf Pwent no llevaba puesta su armadura de placas llena de cadenas y pinchos, cosa muy poco habitual en él, pero precisamente por eso no la llevaba: no quería que nadie lo reconociera o, para ser más exactos, no quería que nadie lo oyera.

Se escondió entre las sombras en uno de los extremos más alejados de un pasillo en bastantes malas condiciones, tras un montón de barriles de cerveza, para observar la puerta de Nanfoodle.

El enano guerrero hizo rechinar los dientes para reprimir la sarta de maldiciones que le vinieron a la boca cuando Jessa Dribble-Obould entró en aquella sala, mirando antes a un lado y a otro para asegurarse de que nadie la observaba.

—Orcos en Mithril Hall.

Pwent formó las palabras con la boca sin llegar a decirlas en voz alta, mientras agitaba su roñosa y peluda cabeza, y escupía al suelo. ¡Cómo había protestado cuando se había tornado la decisión de concederle una embajada al reino de Muchas Flechas en la fortaleza enana! Por supuesto, era una embajada limitada, ya que no se permitía que hubiera más de cuatro orcos a la vez en Mithril Hall, y aún así no se les daba acceso sin restricciones, sino que había una hueste de guardias enanos, a menudo miembros de los guerreros de Pwent, siempre disponible para escoltar a sus invitados.

Pero, al parecer, aquella escurridiza sacerdotisa había incumplido esa regla, tal y como Pwent esperaba.

Pensó en dirigirse hasta allí y derribar la puerta, para pillar a aquella rata con las manos en la masa y poder expulsarla definitivamente de Mithril Hall, pero justo cuando se estaba poniendo de pie, algo en su interior le dijo que tuviera paciencia. A pesar de las ganas que tenía, y de la rabia que sentía crecer, Thibbledorf Pwent permaneció en silencio, y tras unos instantes, Jessa reapareció en el pasillo, miró a ambos lados y se escabulló por la dirección en la que había venido.

—¿De qué va esto, gnomo? —susurró Pwent, ya que nada de aquello tenía sentido.

Estaba claro que Nanfoodle no era enemigo de Mithril Hall, y había resultado ser un férreo aliado desde los primeros días tras su llegada, hacía unos cuarenta años. Los enanos Battlehammer todavía recordaban su «momento Elminster», cuando había utilizado algún ingenioso sistema de tuberías para llenar las cavernas de gas explosivo y reducir a escombros la cima de una montaña, con todos los gigantes enemigos que la coronaban.

Pero, entonces, ¿por qué un amigo de Mithril Hall tenía tratos en secreto con una sacerdotisa orca? En su lugar, podría haber hecho llamar a Jessa a través de los canales apropiados, quizá a través del mismo Pwent, y podrían haberla escoltado hasta su puerta en poco tiempo.

Pwent se pasó un buen rato rumiando todo aquello y, de hecho, pasó tanto tiempo que, finalmente, Nanfoodle salió al pasillo y se marchó precipitadamente. Fue entonces cuando el sorprendido guerrero se dio cuenta de que era la hora de la celebración conmemorativa.

—Por el pétreo trasero de Moradin —murmuró Pwent, saliendo de detrás de los barriles.

Pensaba ir directamente a los aposentos de Bruenor, pero se detuvo frente a la puerta de Nanfoodle y miró a un lado y a otro, como Jessa había hecho, para a continuación abrirla y entrar.

No parecía haber nada inusual. Había un líquido blancuzco en un vaso de precipitados, sobre una de las mesas de trabajo, que aún hervía con el calor residual de un brasero apagado recientemente, pero el resto parecía estar todo en su lugar…, tan desordenado como siempre.

—¡Mmm! —farfulló Pwent mientras recordaba la habitación, intentando encontrar alguna pista, como por ejemplo alguna zona despejada donde Nanfoodle y Jessa hubieran estado…

No, Pwent no quería ni empezar a imaginárselo.

—¡Bah, eres un estúpido, Thibbledorf Pwent, y también lo sería tu hermano, si lo tuvieras!

Justo cuando iba a marcharse, sintiéndose fatal por espiar a su amigo Nanfoodle de aquella manera, se fijó en algo que había debajo del escritorio del gnomo: un saco. Aquellos pensamientos oscuros, en los que se le representaba una cita amorosa entre el gnomo y la mujer orca, volvieron a invadir a Pwent, pero los descartó enseguida al darse cuenta de que el saco estaba bien atado y que llevaba así algún tiempo. Detrás había una mochila con todo tipo de utensilios, desde vendas hasta un pico de escalada, que habían fijado con cuerdas al saco.

—¿Tienes pensado viajar a Muchas Flechas, pequeño? —preguntó Pwent en voz alta.

Se incorporó, encogiéndose de hombros y barajando las opciones. Esperaba que Nanfoodle fuera lo bastante listo como para llevarse a algunos guardias llegado el caso. El rey Bruenor había manejado la sucesión del hijo de Obould con mucho cuidado, y había conseguido relajar bastante las tensiones, pero los orcos seguían siendo orcos, después de todo, y era imposible saber si el hijo de Obould llegaría a ser digno de confianza o si tendría el mismo carisma y la misma fuerza que su poderoso padre para controlar a sus salvajes súbditos.

Pwent decidió hablar con Nanfoodle la próxima vez que estuvieran a solas, de manera amistosa, pero tuvo que olvidarse de todo aquello en el momento en que volvió a salir al pasillo, ya que llegaba tarde a una importantísima celebración y sabía que el rey Bruenor no le perdonaría fácilmente aquel retraso.

—…veinticinco años —estaba diciendo Bruenor cuando Thibbledorf Pwent se unió a los demás en la pequeña sala de audiencias.

Se encontraba presente un pequeño grupo de invitados selectos: Drizzt, por supuesto; Cordio, el sumo sacerdote del reino; Nanfoodle, y por último, el viejo Banak Buenaforja en su silla de ruedas y su hijo Connerad, que se estaba convirtiendo en un estupendo joven. Connerad incluso había estado entrenando con los Revientabuches de Pwent, y había conseguido plantar cara a varios guerreros con mucha más experiencia. Había varios enanos más reunidos en torno al rey.

—Os echo de menos, mi niña, y Regis, amigo mío, y sé que si viviera otros cien años, seguiría pensando en vosotros todos los días —dijo el rey enano.

Bruenor alzó su jarra y la vació, mientras los demás hacían lo mismo. Al bajarla, miró fijamente a Pwent.

—Lo lamento, mi rey —dijo el enano guerrero—. ¿Me he perdido los brindis?

—Sólo el primero —le aseguró Nanfoodle, que se afanó en recoger todas las jarras antes de dirigirse hacia el barril que había en un lateral de la sala—. Ayúdame —le dijo a Pwent.

Nanfoodle llenó las jarras y Thibbledorf Pwent las distribuyó, pero le pareció curioso que el gnomo no llenase la jarra de Bruenor y la despachara junto con las primeras que sirvió. Era evidente que nadie podría confundirla con las demás, ya que era una jarra de gran tamaño, con el escudo del clan Battlehammer en uno de los laterales, y el asa lucía unos cuernos en la parte superior en los que apoyar el pulgar al sostenerla. Uno de los cuernos, al igual que en el casco de Bruenor, estaba cortado. La jarra había sido un regalo de la Ciudadela Adbar, realizado años atrás como muestra de solidaridad y de amistad eterna con Mithril Hall, para conmemorar el décimo aniversario de la firma del Tratado del Barranco de Garumn. Pwent sabía que nadie aparte de Bruenor se atrevería a beber de ella, por lo que comprendió, al fin, que Nanfoodle pretendía llevarle personalmente la bebida. Para ser sinceros, no lo pensó demasiado, pero le pareció ciertamente curioso que el gnomo, de forma deliberada, no le hubiera dado a él la jarra para que se la llevara al rey enano.

Si hubiera estado prestando atención, Pwent se habría dado cuenta de algo más que le hubiera hecho enarcar las espesas cejas. El gnomo llenó primero su propia jarra y después se puso de espaldas al resto del grupo, que hablaba sobre los viejos tiempos con Catti-brie y Regis, y no le prestaba ninguna atención. Sacó un pequeño vial de una bolsa secreta que llevaba en el cinturón; le quitó el corcho de manera que no hiciera ruido, volvió la vista hacia el grupo y vació el contenido cristalizado en la jarra decorada de Bruenor.

Esperó unos instantes a que se asentara, y cuando le pareció que ya estaba, se unió de nuevo a la celebración.

—¿Puedo proponer un brindis por mi Señora Shoudra? —preguntó el gnomo, refiriéndose a la emisaria de Mirabar a la que había acompañado hasta Mithril Hall en esa época y que había sido asesinada por Obould en aquella terrible guerra—. Porque se curen las viejas heridas —dijo el gnomo, levantando su jarra para brindar.

—Sí, por Shoudra y por todos aquellos que cayeron mientras defendían la fortaleza del clan Battlehammer —coincidió Bruenor, tras lo cual dio un largo trago de hidromiel.

Nanfoodle asintió con una sonrisa, esperando que Bruenor no notase el sabor ligeramente amargo del veneno.

—¡La desgracia cae sobre Mithril Hall! ¡Enviad mensajeros a todos los Señores, reyes y reinas de la Marca Argéntea, ya que el rey Bruenor ha caído enfermo esta misma noche! —exclamaban los pregoneros por la fortaleza enana pocas horas después de la celebración conmemorativa.

Las capillas de la fortaleza estaban atestadas, y también las de todas las ciudades del norte tras recibir el mensaje, puesto que el rey Bruenor era muy apreciado, y su potente voz había hablado a favor de muchos de los cambios favorables que habían tenido lugar en la Marca Argéntea. En todas las conversaciones se expresaba la preocupación por una posible guerra con el reino de Muchas Flechas, como era natural, y la posibilidad de perder a los dos firmantes del Tratado del Barranco de Garumn.

La vigilia en Mithril Hall fue solemne, sin llegar a ser morbosa. Después de todo, Bruenor había vivido una vida larga y buena, y se había rodeado de enanos con un gran carácter. El clan era lo importante, y sobreviviría y prosperaría mucho después de la desaparición del gran rey Bruenor.

Aun así, se vertieron muchas lágrimas cuando los sacerdotes de Cordio anunciaron que el rey estaba gravemente enfermo y que Moradin no había respondido a sus plegarias.

—No podemos ayudarlo —le dijo Cordio a Drizzt y a algunos otros la tercera noche desde que Bruenor había caído en aquel inquietante sueño—. Está más allá de nuestras posibilidades.

Le dirigió un silencioso gesto de desaprobación al elfo por su sonrisa maliciosa, pero este permaneció impertérrito.

—¡Ah, mi rey! —gimió Pwent.

—¡Qué desgracia para Mithril Hall! —dijo Banak Buenaforja.

—En realidad, no —respondió Drizzt—. Bruenor no desatendió sus responsabilidades para con su reino. Su trono será ocupado por alguien digno.

—¡Maldito elfo, hablas como si ya estuviera muerto! —lo reprendió Pwent.

Drizzt no halló una respuesta adecuada, así que se limitó a pedir disculpas al enano guerrero con un gesto de la cabeza.

Entraron y se sentaron junto a la cama de Bruenor. Drizzt le sostuvo la mano a su amigo y, justo antes del alba, el rey Bruenor expiró.

—El rey ha muerto. Larga vida al rey —dijo Drizzt, volviéndose hacía Banak.

—Y así comienza el reinado de Banak Buenaforja, undécimo rey de Mithril Hall dijo Cordio.

—Me siento honrado, sacerdote —respondió el viejo Banak con la vista baja, enormemente apesadumbrado. Tras la silla, su hijo le dio unas palmaditas en el hombro—. Si llego a ser la mitad de rey que Bruenor, todo el mundo recordara mi reinado como algo bueno… No, como un gran reinado.

Thibbledorf Pwent se dejó caer al suelo sobre una rodilla ante Banak.

—Mi…, mi vida por vos…, mi…, mi rey —tartamudeó, vacilante.

—Bendita sea mi corte —respondió Banak, palmeando la cabeza peluda de Thibbledorf.

El recio guerrero se cubrió los ojos con el antebrazo, se volvió y se arrojó sobre Bruenor, abrazándolo con fuerza, antes de salir tambaleándose de la habitación entre grandes lamentos.

La tumba de Bruenor se construyó justo al lado de las de Catti-brie y Regis, y fue el mausoleo más grandioso que jamás se erigió en la antigua fortaleza del clan enano. Uno tras otro, los ancianos del clan Battlehammer se adelantaron para ofrecer un largo y vehemente relato de los muchos logros del longevo y poderoso rey Bruenor, que había conducido a su gente desde la oscuridad de la fortaleza en ruinas hasta un nuevo asentamiento en el Valle del Viento Helado, y que más tarde había redescubierto personalmente su antiguo hogar y lo había reclamado para el clan. Algo más vacilantes, hablaron de Bruenor como diplomático, pues sus acciones habían cambiado radicalmente el paisaje de la Marca Argéntea.

Siguieron hablando, día y noche, durante tres días, tributo tras tributo, hasta que finalmente todos finalizaron con un brindis lleno de sinceridad por su digno sucesor, el gran Banak Buenaforja, que ya había añadido formalmente el apellido Battlehammer a su nombre: el rey Banak Buenaforja Battlehammer.

Llegaron emisarios procedentes de todos los reinos circundantes, e incluso los orcos de Muchas Flechas le dedicaron unas palabras por medio de la sacerdotisa Jessa Dribble-Obould, que ofreció una larga elegía que sólo decía cosas buenas de aquel rey tan notable y expresaba el deseo de su pueblo de que el rey Banak poseyera la misma sabiduría y templanza, y que Mithril Hall prosperase bajo su reinado. Ciertamente, no hubo nada controvertido ni incorrecto en las palabras de la joven orca, pero, aun así, una cantidad razonable de enanos entre los presentes murmuraron y escupieron, lo que sirvió de triste recordatorio para Banak y el resto de los líderes, de que el trabajo de Bruenor para acabar con las diferencias entre orcos y enanos no había hecho más que empezar.

Drizzt, Nanfoodle, Cordio, Pwent y Connerad, que estaban por completo exhaustos, agotados tanto física como emocionalmente, se desplomaron sobre las sillas que había alrededor de la chimenea, el lugar favorito de Bruenor. Propusieron unos cuantos brindis más en honor de su amigo y se enzarzaron en discusiones privadas acerca de las muchas, buenas y heroicas anécdotas que habían compartido con el extraordinario enano.

Pwent era el que más anécdotas tenía que contar, evidentemente exageradas, pero, para sorpresa de todos, Drizzt Do’Urden dijo poca cosa.

—He de disculparme ante vuestro padre —le dijo Nanfoodle a Connerad.

—¿Disculparos? De eso nada, gnomo; él valora vuestro consejo tanto como el de cualquier enano —respondió el príncipe de Mithril Hall.

—Y es por eso por lo que debo disculparme —dijo Nanfoodle mientras todos los presentes lo escuchaban—. Llegue aquí acompañando a lady Shoudra, sin ninguna intención de quedarme, pero ahora me encuentro con que han pasado décadas. Ya no soy joven; dentro de un mes cumpliré sesenta y cinco años.

—Escuchad, escuchad —lo interrumpió Cordio, que jamás desaprovechaba una oportunidad para brindar, y todos bebieron a la salud de Nanfoodle.

—Gracias a todos —dijo el gnomo después de beber—. Habéis sido para mí como una familia, y os aseguró que mi vida aquí es tan importante como la que viví antes o la que viviré después.

—¿Qué tratas de decirnos, pequeño? —preguntó Cordio.

—Tengo otra familia —respondió el gnomo—, una a la que he visto brevemente en algunas visitas a lo largo de estos últimos treinta años. Me temo que ya es hora de marcharme. Deseo pasar mis últimos días en mi viejo hogar, en Mirabar.

Aquellas palabras parecieron absorber todo el ruido de la habitación, ya que los otros se quedaron completamente callados, atónitos.

—No le debéis ninguna disculpa a mi padre, Nanfoodle de Mirabar —le aseguró, al fin, Connerad, al mismo tiempo que levantaba su jarra para brindar—. ¡Mithril Hall jamás olvidará la ayuda prestada por el gran Nanfoodle!

Todos se unieron al brindis, emocionados, pero hubo algo que le pareció curioso a Thibbledorf Pwent, aunque con lo abrumado y agotado que se sentía en ese momento, no fue capaz de concretarlo.

Todavía no.

El gnomo se abrió paso resoplando por entre montones de pedruscos y grandes bloques de piedra pulida que parecían haber sido apilados por un equipo de titanes que manejaran catapultas. Sin embargo, Nanfoodle conocía bien la zona, de hecho, había sido él quien había propuesto encontrarse allí, por lo que no se sorprendió al ver a Jessa, tras abrirse paso con dificultad entre tres piedras que estaban bastante juntas, sentada en un claro, sobre una piedra más pequeña, con el almuerzo dispuesto encima de una manta.

—Necesitas piernas más largas —dijo ella a modo de saludo.

—Lo que necesito es ser treinta años más joven —replicó Nanfoodle.

El gnomo se quitó la pesada mochila de los hombros, se sentó en una piedra frente a Jessa y cogió un cuenco de estofado que ella le había puesto delante.

—¿Ya está hecho? ¿Estás seguro? —preguntó Jessa.

—Tres días de luto por el rey fallecido…, tres y no más, no tienen más tiempo. Por fin, Banak es rey, un título que lleva mucho tiempo mereciendo.

—Es algo que le queda muy grande.

Nanfoodle desechó la idea con un gesto de la mano.

—Lo mejor que hizo el rey Bruenor fue asegurarse de mantener el orden en Mithril Hall. Banak no flaqueará, e incluso si lo hiciera, está rodeado de gente muy sabia. —Hizo una pausa y observó a la sacerdotisa orca más atentamente. Se había quedado mirando hacia el norte, hacia el reino a un joven de su gente—. El rey Banak continuará con la tarea, al igual que el rey Obould II honrará los deseos y la visión de su predecesor —le aseguró Nanfoodle.

Jessa lo miró sorprendida, casi incrédula.

—Estás tan tranquilo —dijo—. Te pasas demasiado tiempo entre libros y pergaminos en vez de observar los rostros de todos los que te rodean.

Nanfoodle la miró con extrañeza.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó Jessa—. ¿No te das cuenta de lo que acabas de hacer?

—Hice tan sólo lo que me ordenaron —protestó Nanfoodle, sin fijarse en lo seria que se había puesto.

Jessa comenzó nuevamente a regañar al gnomo, con la intención de instruirlo en la importancia de los sentimientos y recordarle que no todo se podía describir con teoremas lógicos, sino que se debían considerar otros factores, pero se vio interrumpida por el ruido del roce de metal contra piedra que venía de uno de los lados.

—¿Qué? —preguntó Nanfoodle, sorbiendo el estofado, mientras ella se ponía de pie.

—¿Qué te ordenaron que hicieras? —le llegó la voz áspera de Thibbledorf Pwent.

Nanfoodle se volvió bruscamente, a tiempo de ver cómo el guerrero emergía de entre los bloques de piedra. Ataviado con la armadura completa, de modo que las placas metálicas chirriaban al rozar con la roca.

—¡Sí, y puedes estar seguro de que también me preguntó quién era el que te daba esas órdenes! —Acabó la frase golpeándose uno de los guanteletes metálicos con el puño cerrado—. Y no dudes ni por un momento de que pretendo averiguarlo todo, rata minúscula.

Siguió avanzando, y Nanfoodle retrocedió, dejando caer el cuenco de estofado al suelo.

—No tenéis adónde huir —les aseguró Pwent mientras seguía avanzando—. Tengo las piernas lo bastante largas como para perseguiros, ¡y estoy lo bastante furioso como para alcanzaros!

—¿Qué significa esto? —exigió saber Jessa, pero Pwent la miró fijamente, lleno de odio.

—Sigues viva sólo porque podrías contarme algo que debo saber —se explicó el feroz enano—. Y si no me dices algo que me haga sonreír, ten por seguro que te encontraré un asiento —terminó.

Pwent señaló el enorme pincho que coronaba su yelmo. Y Jessa sabía perfectamente que más de un orco había acabado empalado ahí, mientras lo sacudían los estertores de la muerte.

—¡No, Pwent! —aulló Nanfoodle, extendiendo los brazos frente a él, en un gesto para que detuviera su avance—. Tú no lo entiendes.

—¡Oh, sé mucho más de lo que crees! —le aseguró el guerrero—. Estuve en tu taller, gnomo.

Nanfoodle alzó las manos.

—Le dije al rey Banak que me iba a marchar.

—Ya pensabas marcharte antes de la muerte del rey Bruenor —lo acusó Pwent—. Tenías hecho el equipaje.

—Bueno, sí, llevaba pensándolo un…

—¡El equipaje hecho y metidito debajo de la mesa de trabajo donde tenías el veneno que preparaste para mi rey! —rugió Pwent. Después, el guerrero se abalanzó sobre Nanfoodle, que fue lo bastante ágil como para correr alrededor de otra piedra y evitar a duras penas que el enano, invadido por una furia asesina, lo atrapase.

—¡No, Pwent! —exclamó Nanfoodle.

Jessa iba a intervenir, pero Pwent se lanzó contra ella, cerrando los puños y haciendo salir los pinchos retráctiles que llevaba en el dorso de los guanteletes.

—¿Cuánto le pagaste a esa rata, perra sarnosa? —le preguntó.

Jessa siguió retrocediendo, pero cuando se dio de espaldas contra una piedra y se quedó sin espacio, su comportamiento cambió de inmediato y le lanzó un rugido a Pwent mientras enarbolaba una fina varita de hierro.

—Un paso más… —le advirtió mientras apuntaba.

—¡Pwent, Jessa, basta! —gimió Nanfoodle.

—Guardas una buena explosión mágica dentro de esa endeble varita, ¿eh? —preguntó Pwent, sin preocuparse lo más mínimo—. Pues bien por ti. Tan sólo hará que me enfade más, ¡y por lo tanto que te golpee más fuerte!

Siguió avanzando, o al menos comenzó a hacerlo. Jessa empezó a entonar su encantamiento, apuntando la varita explosiva hacia la sucia cara del enano, pero entonces ambos pararon y el siguiente grito de Nanfoodle murió en su garganta al llenarse el aire de un suave y alegre tintineo de campanillas.

—¡Ah!, ahora sí que os van a dar lo vuestro —dijo Pwent, esbozando una sonrisa taimada al reconocer el sonido. Todos en Mithril Hall conocían las campanillas del unicornio mágico de Drizzt Do’Urden.

Andahar, grácil y esbelto, pero cuya poderosa musculatura se dejaba entrever por debajo del resplandeciente pelaje blanco; con un cuerno de marfil de punta dorada y los ojos de un azul brillante que rasgaban la luz del día como si se burlaran del mismo astro rey; cubierto de campanillas que anunciaban su llegada con alegres notas musicales; Andahar, en fin, trotó hasta el borde del bloque de piedra y piafó con sus magníficas patas.

—¡Qué bien que hayas venido, elfo! —exclamó Pwent, dirigiéndose a Drizzt, que lo miraba boquiabierto—. Estaba a punto de pegarle un puñetazo a…

¡Y vaya salto que dio Thibbledorf Pwent cuando se volvió hacia Jessa y se encontró frente a frente con una rugiente pantera negra de trescientos kilos!

Nuevamente saltó cuando consiguió recuperar el equilibrio, justo a tiempo para ver a Bruenor Battlehammer descendiendo de un salto del unicornio, desde detrás de Drizzt.

—¿Qué en los Nueve Infiernos…? —preguntó Bruenor, mirando a Nanfoodle.

El pequeño gnomo tan sólo pudo encogerse de hombros, impotente.

—¿Mi… rey? —tartamudeó Pwent—. ¡Mi rey! ¿Es posible que sea mi rey? ¡Mi rey!

—¡Oh, por el trasero de Moradin! —se lamentó Bruenor—. ¿Qué estás haciendo aquí, zoquete? Se supone que debes estar junto al rey Banak.

—Banak no debería ser el rey —protesto Pwent—. ¡No si el rey Bruenor está vivo y coleando!

Bruenor se dirigió, furioso, hacia el guerrero, hasta tocar nariz con nariz.

—Ahora escúchame bien, enano, y jamás vuelvas a cometer el mismo error. El rey Bruenor ya no está. ¡Ha pasado a la historia, y el rey Banak es el Señor de Mithril Hall!

—Pe…, pe…, pero mi rey —respondió Pwent—. ¡Pero no estáis muerto!

Bruenor suspiró.

Detrás de él, Drizzt alzó la pierna por encima de la silla de montar y se deslizó grácilmente hasta el suelo. Palmeó el fuerte cuello de Andahar, alzó un dije con forma de unicornio que colgaba de una cadena de plata alrededor de su cuello y sopló suavemente por el cuerno hueco para liberar al corcel de su llamada.

Andahar se encabritó, agitando las patas en el aire, y relinchó con fuerza para alejarse a continuación con gran estruendo. Con cada salto parecía cubrir una gran distancia, ya que su tamaño disminuía a la mitad, hasta que desapareció de la vista, aunque aún se percibían las ondas de energía mágica que había dejado tras de sí.

Para entonces, Pwent había logrado recomponerse bastante, y se plantó con decisión delante de Bruenor, con los brazos en jarras.

—Estabas muerto, mi rey —afirmó—. Te vi muerto; te olí muerto; estabas muerto.

—Tenía que estar muerto —respondió Bruenor, que también se irguió y puso los brazos en jarras. Nuevamente aplastó su nariz contra la de Pwent y añadió, lenta y deliberadamente—: Para poder marcharme.

—¿Marcharte? —repitió Pwent mientras miraba a Drizzt.

El elfo, sin darle ninguna pista, sonreía abiertamente como muestra de que disfrutaba del espectáculo más de lo que debería. Después, Pwent miró a Nanfoodle, que se limitó a encogerse de hombros, y a Jessa, más allá de la pantera Guenhwyvar. La sacerdotisa orca le dedicó una risa provocadora mientras agitaba la varita.

—¡Oh!, pero tu dura cabezota le está haciendo más fácil la tarea a Dumathoin, ¿verdad? —lo reprendió Bruenor, refiriéndose al dios enano conocido comúnmente como el Guardián de los Secretos bajo la Montaña. Pwent resopló burlonamente, ya que aquel comentario tan trillado era una manera bastante descortés que los enanos utilizaban para llamar bobos a otros enanos.

—Estabas muerto —dijo el guerrero.

—Sí, y quien me mató fue ese pequeñajo.

—El veneno —le explicó Nanfoodle— es mortal, pero no si se a plica la dosis correcta. Tal y como lo usé, tan sólo le dio a Bruenor la apariencia de estar muerto. Bien muerto para todos menos para los sacerdotes más listos, y ellos ya sabían lo que estábamos haciendo.

—¿Para que pudieras escapar? —le preguntó Pwent, que comenzaba a comprender.

—Para que pudiera darle el trono a Banak como es debido, en vez de tenerlo como simple mayordomo mientras todo el clan esperaba a que yo regresara, ya que no habrá ningún regreso. Ya se ha hecho muchas veces antes, Pwent. Estoy seguro de que es un secreto entre los reyes enanos, un modo de terminar tus días cuando ya has gobernado todo lo que debías. Mi tatara-tatara-tatarabuelo hizo lo mismo, y también se ha hecho en Adbar, que yo sepa con dos reyes. Habrá más, sin duda, o yo soy un gnomo con barba.

—¿Has huido de Mithril Hall?

—Eso he dicho, básicamente.

—¿Para siempre?

—No es mucho tiempo para un enano que ha vivido tanto como yo.

—Has huido. ¿Has huido y no me lo has dicho? —preguntó Pwent entre temblores.

Bruenor se volvió para mirar a Drizzt, pero se dio la vuelta de nuevo al oír el ruido que hizo la coraza de placas de Pwent al golpear contra el suelo.

—¿Se lo dijiste a una orca apestosa, pero no a tu Revientabuches? —inquirió Pwent.

Se sacó uno de los guanteletes y lo dejó caer al suelo; hizo lo mismo con el otro para, a continuación, agacharse y desatarse las grebas con púas.

—¿Les hiciste algo así a aquellos que te querían? ¡Nos hiciste llorar por ti; rompiéndonos el corazón, mi rey!

A Bruenor se le endureció el semblante, pero no hubo respuesta.

—Toda mi vida por mi rey —masculló Pwent.

—Ya no soy tu rey —dijo Bruenor.

—Sí eso estaba pensando —dijo Pwent, y le asestó un puñetazo en el ojo a Bruenor.

El enano de barba pelirroja se tambaleó hacia atrás, se le cayó de la cabeza el casco de un sólo cuerno y su hacha llena de muescas acabó en el suelo por la tremenda fuerza del golpe.

Pwent se quitó el yelmo de la cabeza. Justo iba a arrojarlo a un lado cuando Bruenor lo embistió, lo que le hizo retroceder y caer al suelo. Entonces, ambos empezaron a rodar a un lado y a otro, debatiéndose y asestándose puñetazos.

—¡Hace cien años que quería hacer esto! —exclamó Pwent con la voz amortiguada al meterle Bruenor la mano en la boca.

—¡Sí, y yo he estado queriendo darte la oportunidad! —respondió Bruenor con otro grito, que acabó en un tono bastante más agudo cuando Pwent le mordió la mano.

—¡Drizzt! —exclamó Nanfoodle—. ¡Detenlos!

—¡No lo hagas! —dijo Jessa, aplaudiendo de puro júbilo.

La expresión de Drizzt le dejó claro al gnomo que no pensaba entrometerse en aquel remolino de furia enana. Se cruzó de brazos, apoyándose contra una piedra alta, al parecer más divertido que preocupado.

Ambos siguieron debatiéndose de un lado a otro mientras de sus bocas emergían maldiciones e improperios, que se veían interrumpidos de vez en cuando por algún gruñido al recibir uno de ellos un fuerte golpe.

—¡Bah, pero si eres hijo de un orco! —chillo Bruenor.

—¡Al menos no soy tu apestoso hijo, maldito orco! —respondió Pwent.

Justo en ese momento rodaron hacia un lado, separándose lo suficiente como para ver a Jessa, que estaba frente a ellos de brazos cruzados, fulminándolos con la mirada desde arriba.

—¿Eh…? Goblin —corrigieron ambos mientras se incorporaban el uno junto al otro.

Los dos se encogieron de hombros, disculpándose con desgana, y volvieron a lo suyo, forcejeando y golpeándose con abandono. Salieron a trompicones de la zona de bloques de piedra y atravesaron una pequeña área de hierba, hasta llegar a lo alto de un risco menor, lugar donde Bruenor obtuvo cierta ventaja que le permitió sujetar el brazo de Pwent a la espalda. El guerrero dejó escapar un alarido tras mirar hacia el otro lado del risco.

—¡Y yo llevó cien años deseando que te des un baño! —declaró Bruenor.

Bajó la colina a la carrera, arrastrando con él a Pwent, y lo arrojó a un arroyuelo de montaña de aguas heladas. Bruenor fue tras él.

Pwent dio tal brinco que un observador hubiera pensado que el pobre enano desesperado había caído de cara en una balsa de ácido. Se quedó de pie en el arroyo, sacudiéndose violentamente para tratar de quitarse el agua de encima. Pero, al menos, la treta había funcionado y ya no le quedaban ganas de pelear.

—¿Por qué has hecho eso, mi rey? —dijo débilmente Pwent, desconsolado.

—Porque apestas, y no soy tu rey —respondió Bruenor, que se dirigió chapoteando hacia la orilla.

—¿Por qué? —preguntó tan lleno de confusión y dolor que Bruenor se detuvo repentinamente, a pesar de que seguía estando en el agua helada, y se volvió a mirar a su leal guerrero.

»¿Por qué? —volvió a preguntar Thibbledorf Pwent.

Bruenor alzó la vista hacia los otros tres —cuatro, si contaba a Guenhwyvar—, que se habían acercado al borde del risco para observar. El rey muerto de Mithril Hall, con un gran suspiro, se volvió hacia su leal guerrero y le tendió la mano.

—Era el único modo —le explicó mientras ambos ascendían por el camino—, el único modo justo para Banak.

—No era necesario que Banak fuera rey —dijo Pwent.

—Sí, pero yo no podía seguir siendo rey. He acabado con eso, amigo mío.

Esas últimas palabras hicieron que se detuvieran, y al darse cuenta de lo que implicaban realmente, se abrazaron y ascendieron juntos la colina.

—He pasado demasiado tiempo con el trasero sobre el trono —le explicó Bruenor mientras pasaban junto a los demás y se dirigían hacia los bloques de piedra—. No sé cuantos años de vida me quedarán, pero hay cosas que quiero encontrar y que no están en Mithril Hall.

—¿A tu chica y a ese enclenque halfling?

—¡Ah!, no me hagas llorar —dijo Bruenor—. Si Moradin así lo quiere, lo haré algún día, ya sea en esta vida o en sus grandes Salones. Pero no, hay algo más.

—¿Qué es?

Bruenor volvió a ponerse con los brazos en jarras y se quedó mirando hacia el oeste, más allá de las amplias planicies rodeadas por las altas montañas al norte y las todavía impresionantes colinas al sur.

—Mis esperanzas están puestas en Gauntlgrym —dijo Bruenor—. Aún así, me conformaría con viajar por los caminos y sentir el viento azotándome el rostro.

—¡Así que te vas! ¿Te vas para siempre? ¿No volverás a Mithril Hall?

—Me voy —afirmó Bruenor—. Debes saber que no pienso volver jamás. Ahora Banak es el rey, y no puedo cambiar eso. Todo lo que mi gente, nuestra gente, deberá saber, al igual que todos los reyes de la Marca Argéntea, es que el rey Bruenor Battlehammer murió el quinto día del sexto mes del Año de los Presagios Verdaderos. Así sea.

—Y no me lo contaste —dijo Pwent—. Se lo contaste al elfo, al gnomo, a una apestosa orca, pero a mí no.

—Se lo conté a los que vendrían conmigo —explicó Bruenor—, y nadie en la fortaleza lo sabe salvo Cordio, porque lo necesitaba para que el resto de los sacerdotes no se dieran cuenta. Él sabe bien cómo guardar un secreto, no lo dudes.

—Pero no confiaste en tu Pwent.

—No era necesario que lo supieras. ¡Mejor para ti!

—¿Ver como enterraban a mi rey, mi amigo? —Bruenor suspiró, incapaz de responder.

—Bueno, ahora confiaré en ti, ya que no me has dado otra opción. Ahora sirves a Banak, y debes saber que contarlo no le hará ningún favor a nadie.

Pwent meneó la cabeza con decisión mientras Bruenor pronunciaba esas últimas palabras.

—Servía al rey Bruenor, a mi amigo Bruenor —dijo—. He dado toda la vida por mi rey y mi amigo.

Aquello pilló a Bruenor desprevenido. Miró a Drizzt, que se encogió de hombros, esbozando una sonrisa; después miró a Nanfoodle, que asintió con impaciencia; por último, miró a Jessa, que contestó:

—Sólo si prometéis pelearos de vez en cuando. ¡Me encanta ver a dos enanos haciéndose sudar cerveza el uno al otro!

—¡Bah! —resopló Bruenor.

—¿Hacia dónde vamos ahora, mi re…, amigo mío? —preguntó Pwent.

—Hacia el oeste —dijo Bruenor—. Lejos, muy lejos, y siempre hacia el oeste.