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ESCALA DE GRISES

M

ientras pasaba por delante del espejo, Herzgo Alegni no pudo evitar soltar un suave gruñido. Antes tenía la piel de un hermoso tono rojo, un brillante tributo a su herencia demoníaca, pero la sombra grisácea de los shadovar le había quitado brillo. Notó, sin embargo, y con cierta satisfacción, que sus ojos habían escapado a ese cambio. Los iris, rojos, seguían conservando todo su esplendor infernal.

Aun así, Alegni había aceptado la compensación. El que el color de su piel se hubiera vuelto más apagado era un pequeño precio que pagar a cambio de una mayor longevidad y muchos otros beneficios que ofrecía su vida entre los shadovar. Y a pesar de que compartían cierta inclinación xenófoba con otras de las razas más intolerantes de Faerun, había encontrado su lugar entre las filas de su pueblo adoptivo. En menos de una década, Herzgo Alegni se había convertido en líder de un grupo de batalla, y apenas una década más tarde, lo habían cargado con la increíble responsabilidad de conducir una expedición netheriliana al Bosque de Neverwinter para buscar el enclave caído de Xinlenal.

Se entretuvo frente al espejo, admirando su nuevo capote de lluvia negro, hecho con una tela satinada y brillante, y con el cuello rígido del tono de rojo brillante más increíble que había visto, que iba a juego con la hoja de su gran espada y se complementaba estupendamente con el largo cabello de color purpura que caía alrededor de sus cuernos de carnero. El cuello alto desviaba gran parte del pelo, con lo cual no le caía por la espalda, sino en cascada a ambos lados del cuello y sobre el pecho musculoso. Por supuesto, llevaba el coselete de cuero medio desatado, para que destacaran los tensos músculos de su enorme torso.

El guerrero sabía que la imagen era importante y, en cualquier caso, él nunca había evitado los espejos. Era el líder, y la intimidación jugaba a su favor, especialmente cuando había planeado reunirse con Barrabus el Gris. De ese no se fiaba, y era consciente de que, por encima de otros que estaban a su cargo, trataba de matarlo algún día, y no sin razón.

Además, Barrabus era bastante hábil en el arte de asesinar.

Herzgo Alegni salió de su casa esa mañana lleno de resolución y poder, haciendo ruido sobre el suelo empedrado con los tacones de sus botas altas de cuero. Ni siquiera intento ocultar su evidente filiación netheriliana. Ya no había necesidad de seguir haciéndolo en Neverwinter, puesto que su expedición había tenido tanto éxito que nadie se atrevería a ir en contra de las sombras.

El Dragón Afortunado era el edificio más reciente de Neverwinter, construido en lo alto de una colina que daba a la ciudad y al estruendoso oleaje de la Costa de la Espada. Mientras contemplaba la ciudad desde el porche de la posada, Alegni volvió a recordar la increíble expansión de Neverwinter en las últimas décadas, desde la caída de Luskan a manos de los capitanes piratas y la confusión reinante en Port Llast. ¿Cuántos vivían tras las murallas de Neverwinter y justo a las afueras del núcleo principal de la ciudad? ¿Unos treinta mil, más o menos?

A pesar de su número, estaba claro que eran una panda de gente desorganizada, con una milicia endeble y un Señor que se preocupaba más de sus banquetes que de proteger la ciudad. Hasta el momento, lord Hugo Babris había tenido asegurada su posición. Con la salvaje Luskan al norte, cuyos enemigos piratas estaban, en general, contentos con la expansión de la ciudad neutral, y la poderosa Aguas Profundas al sur, Neverwinter había gozado de mucha seguridad últimamente. Ningún barco que quisiera atacar esquivaría a la armada de Aguas Profundas sólo para encontrarse asaltado por los muchos piratas que navegaban libremente por la costa norte de la más grande de las ciudades.

Todo eso había dejado a Neverwinter muy mal preparada para la llegada de los netherilianos, aunque, pensándolo mejor, ¿acaso alguien podía estar realmente preparado para la caída de la oscuridad? Herzgo Alegni había aprovechado tal debilidad rápidamente. Además, ya que Neverwinter no era el objetivo de su misión, sino el bosque que había al sudeste, el tiflin le había dado la falsa impresión a Hugo Babris de que seguía al mando de su ciudad.

Alegni paseó la mirada por los muelles, el distrito que menos había cambiado en las últimas y tumultuosas décadas. La Jarra Hundida estaba allí, y sin duda Barrabus habría pasado la noche en esa misma posada. Alegni no pudo evitar sonreír al venirle a la mente los recuerdos de tiempos pasados en ese mismo lugar, antes de la Plaga de los Conjuros, cuando era un joven guerrero que había llegado en busca de un tesoro y de su legado, del mismo modo que muchos otros aventureros confiados. En aquella época, los tiflin tenían que merodear escondidos en las sombras para ocultar su orgulloso linaje y herencia. Qué suerte había tenido al encontrar algo más en esas mismas sombras; algo más grande y más oscuro.

El señor de la guerra apartó aquellos pensamientos nostálgicos de su mente y dirigió la vista hacia el río de Neverwinter y los tres vistosos puentes que lo cruzaban. Todos eran hermosos (los comerciantes de Neverwinter se enorgullecían enormemente de ese trabajo), pero había uno en particular que había sido construido con una serie de alas decorativas, extendidas a cada lado, que llamó la atención de Alegni. Verdaderamente, era el más impresionante de los tres puentes que conectaban ambas mitades de la ciudad, la norte y la sur, ya que estaba hecho a semejanza de un draco alzando el vuelo, enorme y grácil. Durante muchas décadas, el puente se había mantenido fuerte y sólido, ya que la estructura subyacente estaba reforzada por una red metálica forjada por enanos y reforzada constantemente. Desde lejos era una visión hermosa, y ese sentimiento crecía al inspeccionarlo más de cerca. El puente había sido llevado hasta la perfección en todas sus facetas, salvo por su nombre: el puente del Draco Alado.

Aquellos estúpidos habían permitido que fuera su aspecto exterior, y no la maestría con la que había sido construido, el que le diera su nombre mundano a aquella magnífica estructura.

Alegni echó a andar por la calle adoquinada, decidido a llegar a aquel puente, que era donde había quedado con Barrabus. Después de todo, hacía meses que no veía a su asesino, y quería que la primera imagen que Barrabus el Gris viera de él le recordara por qué no se había atrevido a enfrentarse al gran Alegni.

Poco después llegó al puente y ascendió la cuesta poco empinada que recorría la «espina dorsal» del draco, regocijándose con el modo como la mayoría de los humanos de Neverwinter se apartaban de él, mientras todas las miradas se dirigían con aprensión hacia su magnífica espada de hoja carmesí, que colgaba de su cintura, sujeta mediante una presilla. Caminó hasta el centro del puente, que era el más alto, y se situó detrás de las uniones entre las alas; apoyó las manos sobre la barandilla de piedra que daba al oeste mientras observaba los otros dos puentes, el Delfín y el Dragón Durmiente, y se dio cuenta en silencio y tremendamente divertido de que el tráfico sobre el Draco Alado había disminuido.

Después de todo, no sólo se trataba de una de las múltiples sombras netherilianas que andaban merodeando por Neverwinter la que había decidido dejarse ver en el puente, sino que era el mismo Herzgo Alegni.

Sí, estaba bastante satisfecho ahí de pie, observando el río y la costa, percibiendo los desperfectos de los puentes menores, al menos hasta el momento en que oyó una voz tranquila a su espalda (de algún modo, estaba a su espalda y había logrado llegar hasta ahí sin ser visto).

—¿Deseabais verme?

Alegni se resistió al impulso de desenvainar el arma y volverse para enfrentarse a aquel hombre. En su lugar, siguió mirando al frente y contestó:

—Llegas tarde.

—Memnon está lejos, en dirección sur —respondió Barrabus el Gris—. ¿Acaso pretendíais que soplara sobre las velas para que el barco fuera más deprisa?

—¿Y si dijera que sí?

—Entonces, tendría que recordaros que semejante tarea es más propia de aquellos que se creen de la realeza.

La inteligente réplica hizo que Alegni se volviera para observar al hombrecillo, cuyo aspecto lo dejó tremendamente sorprendido. Iba vestido de negro, como siempre, combinando tela y cuero, con pocos adornos salvo por la hebilla de su cinturón, de metal y con forma de diamante, que al abrirse dejaba a la vista una conveniente y malintencionada daga; aparte, adoptaba una postura ligeramente inclinada, como si estuviera aburrido del mundo, lo cual, en conjunto con lo demás, le daba la apariencia del asesino al que Herzgo había llegado a conocer tan bien. Sin embargo, llevaba el pelo oscuro largo y desarreglado, y se había dejado crecer la barba, cosa increíble en él.

—¿Te falla la disciplina? —preguntó el tiflin—. ¿Después de tantos años?

—¿Qué es lo que queréis?

El Señor de la guerra hizo una pausa y se echó hacia atrás para llevar a cabo un minucioso escrutinio del asesino.

—¡Ah, Barrabus!, te estás descuidando, quizá con la esperanza de que te fallen tus habilidades y alguien te mate y te libere de este tormento.

—Si ese fuera el caso, primero os mataría.

Herzgo Alegni rio, aunque por puro instinto se llevó la mano a la espada.

—Pero no puedes, ¿a que no? —lo provocó—. Al igual que tampoco puedes permitir que tus increíbles habilidades decaigan del mismo… modo que tu aspecto. Sencillamente, no es propio de ti. No, la perfección es tu defensa. No engañas a nadie, Barrabus el Gris. Tu apariencia desaliñada no es más que una treta.

El hombrecillo se removió, inquieto, y esa fue la única confirmación —y ya se estaba explayando más que de costumbre— de que las palabras de Alegni habían dado en el blanco.

—Me habéis hecho venir desde Memnon, donde no estaba precisamente ocioso —dijo Barrabus—. ¿Qué es lo que queréis?

En el rostro de Alegni se dibujo una sonrisita inteligente cuando se volvió para observar una vez más como la corriente del río Neverwinter iba a parar al gran mar, al norte de los bulliciosos muelles.

—Esta estructura es magnífica, hermosa y funcional, ¿no crees? —preguntó sin volverse a mirar al asesino.

—Me permite cruzar el río.

—Más allá de su utilidad —replicó el tiflin.

Barrabus no se molestó en contestar.

—La belleza —le explicó Alegni—. ¡No sólo se trata de los contrafuertes o los pilares! ¡Qué va! Cada uno de ellos está cubierto de pequeños diseños que tienen como función completar la imagen en su totalidad. Sí, esa es la verdadera firma de los artesanos. Me encanta cuando la artesanía se transforma en arte, ¿no estás de acuerdo?

Cuando Barrabus no contestó, Alegni se volvió para mirarlo y se rio.

—Lo mismo pasa con mi espada —dijo el tiflin—. ¿No estás de acuerdo en que es una maravillosa obra de arte?

—Si el que la empuña fuera todo lo artista que dice ser, no necesitaría mis servicios.

Alegni dejó caer los hombros momentáneamente ante aquel implacable sarcasmo. Se volvió de nuevo hacia el hombrecillo con mirada amenazadora.

—Considérate afortunado de que mis superiores me impidan matarte.

—Mi buena suerte no tiene límites. Y ahora os vuelvo a preguntar: ¿por qué me habéis hecho venir?, ¿para admirar un puente?

—Sí —respondió Alegni—. Este puente. El puente del Draco Alado. Su nombre no le pega, así que quiero que lo cambien.

Barrabus lo miró con cara de póquer.

—El señor de esta hermosa ciudad es una criatura extraña —le explicó Alegni—. Vive rodeado de guardias, protegido tras sus murallas de piedra, y no comprende lo cerca que está del borde del precipicio.

—¿No quiere cambiar el nombre? —dijo Barrabus, sin demasiado interés.

—Es muy tradicional —respondió Alegni con un suspiro fingido—. No aprecia la sencilla idoneidad, y la belleza del puente Herzgo Alegni.

—¿El puente Herzgo Alegni?

—Maravilloso, ¿no crees?

—¿Me habéis hecho venir desde Memnon para convencer a un insignificante señor de que cambie el nombre de un puente?

—No puedo ir en su contra abiertamente, por supuesto —dijo Alegni—. Nuestros asuntos en el bosque están progresando, y no quisiera desviar recursos…

—Y si actuarais abiertamente contra él, os arriesgaríais a iniciar una guerra con los señores de Aguas Profundas. Vuestros superiores no estarían nada complacidos con eso.

—Verás, Barrabus, incluso la gente simple puede comprender la lógica elemental. Ahora, hazle una visita a nuestro querido lord Hugo Babris esta noche y explícale que le interesa cambiar el nombre al puente en mi honor.

—¿Y después podré abandonar esta porqueriza?

—¡Oh, de ningún modo, Barrabus! Tengo muchas más tareas para ti antes de liberarte para que vuelvas a tus jueguecitos en el desierto sur. Hemos encontrado algunos elfos en el bosque que necesitan ser persuadidos, y hemos desenterrado agujeros profundos. No enviaré a ningún verdadero shadovar allí hasta que esté seguro de la integridad de sus ocupantes. Te pasarías aquí años, esclavo, a menos que pueda persuadir a los príncipes de que, con todos los problemas que causas, no vale la pena conservarte, y así me libraré de ti de una vez por todas.

Barrabus el Gris miró al tiflin con cara de odio durante unos instantes, pese a adoptar una postura relajada, con los pulgares colgando del cinturón. Se volvió, meneando la cabeza con expresión asqueada, y comenzó a alejarse.

Tan pronto como el hombrecillo dio los primeros pasos, Herzgo Alegni echó mano a un bolsillo oculto en el borde del coselete de cuero abierto y sacó un peculiar instrumento de tres dientes. Echó la mano hacia atrás y dio unos golpecitos en el filo de su poderosa espada inteligente, y esta comenzó a emitir un zumbido de vibraciones residuales y resonancias mágicas. Esbozando una sonrisa cargada de malicia, agitó el instrumento junto a la empuñadura de la espada, como si estuviera despertando a la bestia que habitaba dentro de la hoja.

Barrabus el Gris se encogió, tambaleándose hacia un lado. Extendió las manos para a continuación cerrar con fuerza los puños. Apretó tanto la mandíbula que tuvo suerte de no morderse la lengua.

El zumbido, la canción de Garra, prosiguió y recorría su cuerpo como si fueran pequeñas ondulaciones de lava que hicieran hervir su sangre.

Cayó temblando sobre una rodilla, con una mueca de dolor.

Alegni, sosteniendo el tridente que zumbaba sin parar, dio unos pasos alrededor del hombre. Miró al peligroso asesino a los ojos unos instantes, para después agarrar los dientes del instrumento y hacer que el zumbido cesara, así como el conducto de llamada de la espada y el dolor.

—¡Ah, Barrabus!, ¿por qué me obligas a seguir recordándote cuál es tu lugar? —preguntó el tiflin con voz apenada, aunque poco sincera—. ¿No podrías sencillamente aceptar lo que te ha tocado en suerte y agradecerles a los netherilianos los dones que te han otorgado?

Barrabus dejó caer la cabeza, intentando recobrar el dominio de sus sentidos. Cuando Alegni le extendió la mano, Barrabus la cogió y le permitió que lo ayudara a levantarse.

—Ya está —dijo Alegni—. No soy tu enemigo, sino tu compañero, además de tu superior. Si te metieras eso en la cabeza, no tendría que estar recordándotelo constantemente.

Barrabus el Gris le lanzó una breve mirada al tiflin y después se alejó con paso decidido.

—¡Aféitate la barba y córtate el pelo! —exclamó Herzgo Alegni mientras se alejaba, y su tono implicaba tanto una orden como una amenaza—. Pareces un vagabundo, ¡y eso no condice con tu estatus de servidor del gran Herzgo Alegni!

—¡Elfo, he encontrado algo! —exclamó Bruenor, y su voz resonó contra las paredes irregulares del laberinto de cavernas, así que a Drizzt sólo le llegó: «elfo elfo elfo elfo elfo elfo…»

El explorador drow bajó la antorcha y miró hacia el pasadizo principal, justo al otro lado de la cámara lateral en la que estaba trabajando. Salió al pasadizo justo cuando el enano volvió a llamarlo. Drizzt sonrió al darse cuenta, por su tono de voz, de que su amigo no corría peligro alguno. Sin embargo, al echar un vistazo a las catacumbas que tenía enfrente, se percató de que no tenía ni idea de por dónde debía empezar a buscar a Bruenor.

Volvió a sonreír, pensando en que quizá si había una manera de saberlo. Sacó la estatuilla de ónice de una de las bolsitas que le colgaban del cinturón y dijo:

—Guenhwyvar.

El tono no era insistente, ni de urgencia, y lo dijo en voz muy baja, pero sabía que lo había oído incluso antes de que la niebla grisácea empezara a girar a su alrededor y adoptara la forma de un gran felino. Comenzó a solidificarse y a adquirir una tonalidad más oscura, hasta que tuvo a Guenhwyvar justo a su lado, como había venido siendo desde hacía más de un siglo.

—Bruenor está en las cuevas, Guen —le explicó el drow—. Ve en su busca.

La pantera negra lo miró, gruñó quedamente y se alejó caminando.

—Y siéntate sobre él cuando lo encuentres —le dijo Drizzt mientras la seguía—. Asegúrate de que no se vuelva a perder antes de que yo llegue.

El siguiente gruñido de Guenhwyvar fue algo más alto, y comenzó a andar más deprisa, al parecer ansiosa por darle caza a causa de las instrucciones más recientes.

Mientras avanzaba por el túnel principal, Guenhwyvar se detuvo de repente, retorciendo las orejas al oír el eco del siguiente grito de Bruenor. La pantera entró en un túnel secundario, olfateó y salió disparada hacia otro distinto. Tras una breve pausa, se alejó de un salto.

Drizzt trataba de seguirla, pero Guenhwyvar se movía con suma rapidez y seguridad, pasando rápidamente bajo salientes en los que el drow tenía que agacharse y recorriendo pasadizos laterales a grandes saltos de manera confiada. Drizzt, que iba más lento, tuvo que ir adivinando por dónde había decidido ir.

Se adentraron aún más en los estrechos túneles, que se entrecruzaban unos con otros, y cuando Drizzt oyó el siguiente grito de Bruenor, cargado de indignación, supo que Guenhwyvar había capturado a su presa.

—¡Maldito elfo! —refunfuñaba Bruenor.

Drizzt entró en una enorme sala de techo bajo, de forma casi cuadrada y que mostraba signos de haber sido excavada, al revés que el resto de los túneles y cuevas naturales que predominaban en el complejo.

En la esquina más alejada, junto a una antorcha casi extinguida que había sido arrojada al suelo, estaba Guenhwyvar, lamiéndose tranquilamente la pata, y bajo la pantera, Drizzt pudo distinguir un par de botas enanas.

—Después de cien años todavía sigues pensando que esto es divertido —dijo Bruenor desde el lado opuesto del felino, por lo que Drizzt adivinó que tendría la cabeza apretujada contra alguna esquina cercana.

—Desde que la tribu Cincuenta Lanzas nos envió a este lugar, no he sido capaz de seguirte el paso —respondió Drizzt.

—¿Crees que podrías ordenarle al gato que se fuera?

—Me gusta su compañía.

—Entonces, ¿crees que podrías quitarme a esta maldita cosa de encima?

Drizzt le hizo un gesto a Guenhwyvar, que se levantó de inmediato y se dirigió hacia donde él estaba, gruñendo a cada paso.

—Demonio de orejas puntiagudas —rezongó Bruenor, poniéndose de rodillas.

Recogió su casco, se lo puso y se incorporó de un salto, de modo que prácticamente el solitario cuerno del casco rozó con el techo. Se volvió con los brazos en jarras y fulminó al drow con la mirada, para después murmurar algunas maldiciones más mientras iba a recuperar la antorcha.

—Te adentraste más de lo que acordamos —señaló Drizzt, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, cosa que le pareció preferible tener que agacharse por la poca altura del techo—. Más profundamente de lo que habíamos…

—¡Bah!, aquí no hay nada —dijo el enano—. Al menos, nada grande.

—Estos túneles son muy viejos y llevan mucho tiempo sin usarse —dijo Drizzt, dándole la razón al mismo tiempo que lo regañaba—. Una vieja trampa o un suelo medio podrido podría haberte llevado en caída libre hasta la Mesoscuridad. Te lo he advertido muchas veces, amigo mío: no subestimes los peligros de la Antípoda Oscura.

—Estáis pensando que hay más túneles abajo, ¿verdad?

—Se me había ocurrido esa posibilidad, si —dijo Drizzt.

—¡Bien! —dijo Bruenor, alegrándose—. Mantén esa idea en tu mente, porque sé que es más que una posibilidad.

Mientras terminaba de hablar, se hizo a un lado y señaló, en el rincón en el que había estado trabajando, una grieta en la piedra con aspecto de haber sido labrada.

—Hay más niveles —concluyó Bruenor, y saltaba a la vista lo orgulloso que estaba.

El enano extendió el brazo y presionó con la mano sobre la piedra que había justo al lado de la grieta, tras lo cual se escuchó un fuerte chasquido. Mientras apartaba la mano, aquella parte de la pared sobresalió un poco, lo suficiente como para que Bruenor pudiera coger el borde y tirar hacia fuera.

Drizzt avanzó a gatas, alzando la antorcha para poder escudriñar el interior de la cámara secreta. No era muy grande, menos de la mitad que la sala en la que estaban, y la mayor parte del suelo estaba cubierta por un pequeño círculo de piedras rectangulares —¿ladrillos?— que formaban el borde de un oscuro agujero.

—Ya sabes lo que estoy pensando —dijo Bruenor.

—No prueba nada; no parece más que un… ¿puente? —respondió Drizzt—. Algo hizo esa pared, esta habitación y ese pozo —dijo el enano.

—Que algo lo hizo es evidente, y hay muchas posibilidades.

—Es de factura enana —insistió Bruenor.

—Aun así, sigue habiendo muchas posibilidades.

—¡Bah! —resopló Bruenor mientras le hacia un gesto desdeñoso con la mano.

Guenhwyvar se levantó de un salto y dejó escapar un largo y profunda gruñido.

—¡Oh, cierra esas fauces tuyas! —respondió Bruenor—. ¡Y no te atrevas a amenazarme! Dile a tu gata que se calle…

—¡Silencio! —lo interrumpió Drizzt, agitando la mano que tenía libre y con la mirada fija en Guenhwyvar, que seguía gruñendo.

Bruenor miró al drow y después a la pantera.

—¿Que ocurre, elfo?

De repente, el suelo dio una brusca sacudida, las paredes temblaron y comenzó a caer polvo a su alrededor.

—¡Terremoto! —gritó Bruenor, pero su voz apenas se oía con el estruendo de las piedras entrechocando y desplomándose, o algo peor.

Una segunda sacudida del suelo hizo que salieran disparados por los aires, tras lo cual, Drizzt se golpeó fuertemente contra la jamba de la entrada y Bruenor cayó de espaldas.

—¡Vamos, elfo! —gritó Bruenor.

Drizzt estaba boca abajo sobre un montón de polvo y arena, y la antorcha se le había caído a un lado. Justo cuando estaba levantándose, y ya había apoyado las manos y las rodillas en el suelo, los bloques de piedra que tenía encima se rompieron, le cayeron sobre los hombros y lo aplastaron contra el suelo.

Barrabus el Gris revolvió en el interior de la bolsa, apartando los diversos instrumentos que Herzgo Alegni le había dado para «facilitarle» su oficio. El asesino debía admitir que el tiflin tenía varios amigos poderosos y que realmente había conseguido reunir muchos objetos útiles…, como, por ejemplo, la capa que llevaba en ese mismo momento. En cada uno de los hilos que la formaban estaba presente tanto el fino trabajo élfico como sus encantamientos, y su esencia mágica hacía que el ya sigiloso Barrabus pudiera permanecer oculto a la vista de los demás. Lo mismo ocurría con las botas élficas que llevaba y su habilidad para caminar sin hacer ruido, incluso a través del suelo cubierto de hojas secas.

Además, cómo no, la daga oculta en la hebilla de su cinturón era una muestra de la mejor artesanía y del arte del encantamiento. Jamás había dejado de abrirse por orden de Barrabus. Su sistema de inyección de veneno, consistente en venas humanas de verdad, grabadas a lo largo de la hoja de doce centímetros, que bombeaban veneno tanto al filo como a la punta, la convertía en una de las armas más notables que había llevado jamás. Todo lo que tenía que hacer era llenar el «corazón» de la daga, ponerle el mango y, ejerciendo una presión sumamente suave, hacer que el veneno fluyera hasta su mortífera hoja.

Aun así, a su modo de ver, tener tantas mejoras era peligroso. El arte de asesinar seguía siendo una prueba de habilidad, sabiduría y disciplina. La consecuencia de apoyarse en demasiadas ayudas mágicas era que uno podía volverse descuidado, y un descuido podía significar el fracaso. Por eso, jamás había llevado puestas las zapatillas trepadoras de araña que Alegni le había ofrecido en una ocasión, ni el sombrero que le permitía disfrazarse prácticamente a voluntad. Por supuesto, también había rechazado el cinturón cambia-sexos con un bufido burlón.

Sacó un pequeño cofre del baúl. Los venenos que contenía los había comprado él mismo; Barrabus jamás permitiría que una tercera persona le proporcionara sus herramientas más importantes. Sólo acudía a un mercader de venenos, un alquimista de Memnon al que conocía desde hacía muchos años, y que extraía personalmente las distintas toxinas de víboras del desierto, arañas, lagartos y escorpiones.

Cogió un pequeño vial verde y lo sostuvo frente a la vela, esbozando una malvada sonrisa. Era un nuevo veneno, y no procedía del desierto. La toxina había sido extraída de un pez espinoso, con un camuflaje increíble, que habitaba más allá de los muelles de Memnon, en la bahía. Pobre del pescador que pisara semejante criatura. Cualquiera que caminara por las playas de las regiones costeras del sur había oído historias de los más exquisitos alaridos.

Barrabus sostuvo el mango del cuchillo en el aire, retiró el fondo retráctil que estaba a mitad del contrapeso, en la base del arma, y quedó al descubierto una aguja hueca con la que atravesó el tapón de goma del vial. A Barrabus le brillaban los ojos mientras observaba como el corazón transparente del arma se llenaba con el líquido ambarino.

Pensó en los gritos del pescador y casi se sintió culpable.

Casi.

Cuando estuvo todo listo, Barrabus recogió la capa. Pasó por delante de un pequeño espejo de camino a la puerta y recordó que Alegni le había ordenado afeitarse y cortarse el pelo.

Salió de la habitación como cualquier otro visitante de Neverwinter, un simple hombrecillo paseando, aparentemente desarmado, en un hermoso anochecer, con el sol poniéndose en el horizonte. Tan sólo llevaba una bolsa colgando del cinturón a la altura de la cadera derecha que parecía vacía, aunque en realidad no lo estaba.

Se detuvo en una taberna cercana, no sabía cómo se llamaba ni le importaba para tomarse un único vaso de fuerte ron BG, el mejunje de Baldur que se había convertido en el favorito de los marineros por toda la Costa de la Espada, ya que era bastante barato y tenía un sabor tan horrible que pocos se molestarían en robarlo.

Para Barrabus, que se lo tomó de un trago, el ron servía como medio de transición hacia el momento en que entraba en un estadio superior del ser y la conciencia, y todos esos años de entrenamiento y trabajo experto se cristalizaban en su mente. Unos instantes después cerró los ojos y sintió la inevitable turbiedad que le sobrevenía al beber una bebida tan potente, y volvió a concentrar toda su atención una y otra vez en deshacerse de esa sensación de atontamiento y llegar al punto en que se encontraba preparado.

—¿Quieres otro? —le preguntó el tabernero.

—¡Si se toma otro, se desploma! —dijo un bruto maloliente para hacer reír escandalosamente a sus tres compañeros, todos bastante más corpulentos que Barrabus.

El asesino miró al hombre, lleno de curiosidad. Era evidente que el muy estúpido no comprendía que Barrabus se estaba preguntando si podría matar a aquellos cuatro rufianes y aun así completar su misión como había planeado.

—¿En qué piensas? —quiso saber el hombre.

Barrabus ni pestañeó siquiera; a su rostro no asomó ninguna sonrisa y permaneció totalmente inexpresivo. Dejó el vaso sobre la barra y comenzó a alejarse.

—¡Eh!, ¡vamos!, tómate uno más —dijo uno de los amigos del bruto, caminando junto a Barrabus—. Veamos si te lo puedes beber de un trago y seguir en pie, ¿vale?

El asesino se detuvo un breve instante, pero ni siquiera miró al hombre.

Sintiéndose insultado, el borracho intentó darle un empujón a Barrabus. En el mismo instante en que tocó al asesino, este levantó rápidamente la mano y la situó por detrás de la del hombre y un poco por encima, para después agarrarle el pulgar y tirar hacia abajo con tanta fuerza que el rufián se ladeó, mientras Barrabus le retorcía el brazo a la espalda.

—¿Necesitas dos manos para meter el pescado en la barca? —le preguntó Barrabus con voz tranquila.

Cuando el hombre trato de liberarse en vez de contestar, le retorció el brazo un cuarto de vuelta más y cambio el ángulo de presión lo suficiente como para que su oponente no pudiera recobrar el equilibrio.

—Como supongo que sí, por el bien de tu familia te perdonaré esta única vez.

Tras decirle eso, lo dejó en libertad. Mientras el muy estúpido se tambaleaba, Barrabus fue hacia la puerta.

—¡No tengo familia! —grito el hombre, como si eso fuera algún tipo de respuesta insultante, y a continuación, oyó que cargaba.

Se volvió en el último momento, con las manos hacia arriba para detener los torpes intentos de agarrarlo que hacía aquel estúpido borracho, al mismo tiempo que levantaba la rodilla para detener bruscamente la embestida furiosa del hombre. Los numerosos clientes de la taberna que observaban el incidente no estaban seguros de lo que estaba pasando; sólo vieron al rufián detenerse de repente y quedarse agarrado al hombre más pequeño.

—Probablemente, después de esto tampoco la tendrás —le susurro Barrabus—. Así el mundo será un lugar mejor.

Lo apartó suavemente e incluso lo ayudó a incorporarse, a pesar de que tenía la mirada perdida y debía estar bastante desorientado mientras se agachaba y bajaba las manos temblorosas para intentar sujetarse los testículos machacados.

Barrabus no le prestó demasiada atención y simplemente salió de la taberna, oyó un fuerte golpe mientras salía, y supo que el muy idiota se había desmayado. A continuación, como ya había previsto, resonaron los gritos rabiosos de sus tres compañeros, que se estaban recuperando de la sorpresa que su audaz movimiento había suscitado.

Salieron atropelladamente a la calle, soltando todo tipo de juramentos, saltando de arriba abajo, mirando de un lado a otro y gritándole a la noche vacía. Después agitaron los puños, prometiendo venganza, aunque volvieron a entrar en la taberna.

Barrabus, que estaba sentado en el tejado con las piernas colgando, se limitó a observarlos mientras suspiraba ante tan tamaña y predecible estupidez.

Al poco tiempo estaba en la grandiosa vivienda de cuatro plantas del lord, escondido entre las sombras y los árboles que había en la parte trasera. Por lo visto, Hugo Babris era un hombre cauteloso, y Barrabus se sorprendió al ver tantos guardias patrullando por los jardines y recorriendo los balcones. Jamás había visto nada semejante; un líder tan débil que se había rodeado de abundante protección. El asesino sabía que aquello solía significar que el líder era más bien un pelele, un hombre de paja tras el que se escondían los verdaderos gobernantes. Sin embargo, ignoraba quiénes podían ser en una ciudad tan extraña y de crecimiento tan rápido como Neverwinter. Probablemente, piratas, o algún gremio de mercaderes que se estuviera enriqueciendo gracias a las políticas de lord Hugo Babris. Una cosa era cierta: alguien estaba pagando grandes sumas de dinero para proporcionarle semejante protección.

Miró a su alrededor, pensando que quizá debería pasar de largo. Comprendía por qué Herzgo Alegni se había apartado de su camino para mandarlo llamar, pero se le ocurrió que tal vez el tiflin lo había enviado para que fallara.

Teniendo eso presente, Barrabus se puso en marcha, pero no para irse. No le daría esa satisfacción a Alegni. El asesino trepó silenciosamente por el muro y escrutó el patio. Se fijó en una patrulla concreta, un par de guardias sujetando cada uno un perro enorme y con pinta de tener muy malas pulgas.

—Estupendo —dijo en voz baja.

Bajó de nuevo y recorrió varias veces un perímetro en la parte exterior del complejo. Sólo veía una entrada posible. Había un árbol cuyas ramas penetraban en el complejo de Hugo Babris, pero llegar hasta el edificio desde una de las ramas requeriría un gran salto que lo llevaría justo al borde de un balcón ocupado por una de las patrullas.

Una vez más, se puso a pensar que quizá fuera el momento de ir a hablar con Herzgo Alegni.

Sin embargo, la sola idea de admitir alguna limitación ante el tiflin lo empujó a trepar por el muro hasta el árbol, y después a las ramas más altas. Se detuvo un instante para observar la actividad en el patio y en los balcones, y elegir el mejor momento. Parecía algo desesperado, incluso ridículo, pero era la única forma.

Corrió por la rama, saltó y alcanzó el borde del balcón del segundo piso justo cuando el centinela doblaba la esquina opuesta. Barrabus permaneció fuertemente agarrado debajo del balcón, hasta que pasó de largo, y a continuación saltó por encima de la barandilla y trepó por la pared hasta el siguiente balcón. Repitió la operación hasta que acabó sentado en el estrecho alféizar de una de las ventanas del último piso.

Metió la mano en la bolsa aparentemente vacía, aunque en realidad era un espacio extradimensional, y sacó un par de ventosas unidas a sendos palos y atadas por los extremos con una pequeña cuerda. Una vez que las hubo situado sobre el cristal de la ventana, abrió con un golpecito un contenedor de uno de sus anillos y sacó un cable que tenía un extremo atado al anillo, y en el otro, una punta de diamante.

Comenzó a dibujar un círculo en la ventana con la punta de diamante, cortando un poco más el cristal con cada pasada. Trabajaba a toda prisa; se escondía cuando los guardias cruzaban por debajo, y después seguía donde lo había dejado. Tuvo que hacerlo muchas veces para poder debilitar lo bastante el cristal y, mientras sujetaba las ventosas, dar tres golpecitos para liberar el círculo que había cortado. Lo empujó al interior de la habitación, lo bajó lentamente hasta el suelo y lo dejó apoyado contra la pared. A continuación, tras echar un vistazo para asegurarse de que no había nadie en la estancia, Barrabus se agarró a la parte superior del marco de la ventana y levantó las piernas con un movimiento lleno de agilidad y fuerza, y las deslizó al interior.

Se meció hacia atrás, prácticamente sacando los pies del agujero, y luego se impulsó hacia adelante con tal agilidad y velocidad que pudo atravesarlo entero sin apenas rozar lo que quedaba del cristal y casi sin hacer ruido.

Naturalmente, sabía que la diversión tan sólo acababa de empezar, pues Hugo Babris también tenía muchos guardias en el interior, pero ya se había comprometido. Su objetivo se concretó por fin, y se sintió como si fuera un fantasma: etéreo, silencioso e invisible. Tenía que hacerlo todo perfecto, y esa era la razón por la que Herzgo Alegni sólo lo había llamado a él.

De Barrabus el Gris se decía que podía pasar desapercibido de pie en el centro de una habitación, pero, por supuesto, el truco consistía en que no se quedaba en el centro. Sabía hacia dónde mirarían los centinelas, por lo que sabía dónde no debía estar. Si el mejor lugar para esconderse estaba detrás de una puerta abierta o encima de ella, tras un tapiz o delante de él, en el lugar exacto donde ponerse para parecer una pieza más del mural, Barrabus sabía encontrarlo. ¿Cuántas veces un centinela había mirado más allá de donde él se encontraba a lo largo de una década?

Hugo Babris tenía guardias, tantos que Barrabus cambió de idea con respecto a cómo influir en él, pero no los suficientes como para que pudieran hacer otra cosa que no fuese retrasar su avance inexorable.

En poco tiempo estaba sentado sobre la espalda de un guardia inconsciente y tendido encima del escritorio de Hugo Babris. Barrabus se quedó mirando al lord, que estaba nervioso, atrapado e indefenso.

—Llévate el oro y vete, te…, te lo ruego —dijo Hugo Babris.

Era un hombrecillo calvo, grueso y de aspecto bastante corriente, lo cual no hizo más que reforzar el convencimiento de Barrabus de que no era más que un hombre de paja al servicio de individuos mucho más peligrosos.

—No quiero tu oro.

—Por favor…, tengo una hija.

—Me da igual.

—Necesita a su padre.

—Me da igual.

El lord se llevó una mano temblorosa a los labios, como si fuera a vomitar.

—Lo que quiero de ti es muy sencillo, es fácil de hacer y no tiene coste alguno… De hecho, tienes mucho que ganar —le explicó Barrabus—. Lo único que se requiere es cambiar el nombre de un puente.

—¡Te envía Herzgo Alegni! —exclamó Hugo Babris.

Se levantó repentinamente de la silla, aunque cambió de idea de inmediato. Volvió a desplomarse en el asiento y alzó las manos en un ademán protector, pues Barrabus había sacado un cuchillo de no se sabía dónde.

—¡No puedo! —gimió Hugo Babris—. Le dije que no podía. Los señores de Aguas Profundas…

—No tienes otra opción —dijo Barrabus.

—Pero los señores, y los capitanes piratas al n…

—No están aquí, mientras que Herzgo Alegni y sus sombras sí lo están… Yo estoy —dijo Barrabus—. Debes reconocer la ganancia y comprender la pérdida potencial que representaría el no hacer nada.

Hugo Babris meneó la cabeza y comenzó a protestar nuevamente, pero Barrabus le paró los pies.

—No tienes elección. Puedo venir aquí siempre que quiera. Tus centinelas no me preocupan. ¿Tienes miedo a morir?

—¡No! —dijo con más determinación de la que el asesino le hubiera creído capaz.

Barrabus giró la daga sobre su mano, permitiéndole a Hugo ver las venas.

—¿Has oído hablar alguna vez del pez piedra? —preguntó—. Es un pez muy feo que posee un hermoso y perfecto sistema de defensa. —Se bajó del escritorio dando un saltito. —Anunciarás el cambio de nombre del puente Herzgo Alegni mañana mismo.

—No puedo —gimió Hugo Babris.

—¡Oh!, claro que puedes —dijo Barrabus.

Le acercó el cuchillo a la velocidad del rayo, y el hombrecillo se encogió lastimosamente. Sin embargo, Barrabus no se lo clavó. La experiencia adquirida a lo largo de muchos años le había enseñado al asesino que el miedo al dolor era un estímulo mayor que el dolor propiamente dicho.

Se volvió y le dio un suave pinchazo al centinela inconsciente; muy suave, pero lo suficiente como para inyectarle el veneno del pez piedra.

Saludó con la cabeza a Hugo Babris y volvió a decir:

—Puedo llegar hasta ti siempre que quiera. Los centinelas no me preocupan.

Abandonó la habitación a grandes zancadas, desapareciendo en el pasillo, y cuando ya estaba a punto de salir por el agujero de la ventana, el veneno sacó de golpe al centinela de su estado de semiinconsciencia. Sus gritos agónicos le arrancaron un suspiro resignado a Barrabus.

El asesino contuvo una oleada de odio hacia sí mismo y se prometió mentalmente que algún día Herzgo Alegni sentiría la mordedura del pez piedra.

Guenhwyvar aprisionó entre sus potentes mandíbulas la capa y el coselete de cuero de Drizzt y tiró con fuerza. La piedra rechinó al arañarla con las garras.

—Tira —le ordenó Bruenor mientras retiraba otro bloque de piedra—. ¡Vamos, elfo!

El enano consiguió meter una mano bajo la piedra más pesada, que era demasiado grande como para apartarla a un lado. Afianzó las fuertes piernas, una a cada lado de Drizzt; metió ambas manos bajo el bloque de piedra y tiró con todas sus fuerzas para levantarlo.

—Tira —le imploró a Guenhwyvar—. ¡Antes de que vuelva a caer la piedra!

Tan pronto como la presión disminuyó, Guenhwyvar tiró de Drizzt hasta liberarlo, y el drow pudo ponerse de rodillas.

—¡Vamos! —le gritó Bruenor—. ¡Vete de una vez!

—¡Deja caer la piedra! —le gritó a su vez Drizzt.

—¡Se desplomaría todo el techo! —protestó el enano—. ¡Márchate!

Drizzt sabía que Bruenor lo decía en serio, que su mas viejo amigo daría gustoso la vida para salvarlo a él.

—¡Vamos, vamos! —le rogó el enano, resoplando por el esfuerzo.

Por desgracia para Bruenor, Drizzt sentía exactamente lo mismo por su amigo y, cuando el drow lo cogió por el pelo, el enano aulló, sorprendido.

—¿Qué…? —protestó.

El drow tiró con fuerza de Bruenor para apartarlo de los escombros y, dando un rodeo, lo arrastró pasadizo abajo en pos de Guenhwyvar, que ya se estaba retirando.

—¡Vamos, vamos! —gritó Drizzt, avanzando con dificultad mientras las piedras se desplomaban y el techo crujía, haciéndose pedazos.

Los tres echaron a correr por aquel túnel un paso por delante de la catástrofe, mientras tras ellos caían sin cesar piedras y polvo. Guenhwyvar los guio acertadamente, metiéndose en un pasadizo lateral que daba a una rampa. La pantera saltó directamente los cinco metros que la separaban del siguiente nivel. Bruenor derrapó hasta detenerse justo debajo del saliente; después se dio la vuelta y preparó las manos. Drizzt no se detuvo; llegó hasta donde estaba Bruenor, tiró de él hacia arriba, y siguió adelante. El drow alcanzó el suelo del siguiente nivel y se aferró con fuerza, incluso con el peso añadido de Bruenor, que se había cogido a sus piernas. Guenhwyvar volvió a agarrar a Drizzt por la ropa con los dientes y tiró con todas sus fuerzas.

Siguieron adelante, guiados por un siglo de conocimientos, coordinación y, sobre todo, amistad. Salieron disparados por la boca de la cueva justo cuando otra replica empezaba a sacudir la zona. Tras ellos salió de la cueva una gran nube de polvo y se oyó el rugido de la catástrofe retumbando en las profundidades.

Se dejaron caer a pocos pasos de la entrada de la cueva, en un trozo de terreno cubierto de hierba. Sentados y entre jadeos, volvieron la vista hacia la cueva que podría haberse convertido en su tumba.

—Vamos a tener que excavar mucho —se lamentó Bruenor.

Drizzt no pudo evitar reírse —¿qué más podía hacer o decir?—, y Bruenor lo miró con expresión desconcertada apenas un instante antes de unirse a él. El drow se tumbó de espaldas, mirando al cielo y todavía riéndose de la absurda idea de que un terremoto casi hubiera conseguido lo que miles de enemigos no habían logrado. «Qué final tan ridículo para Drizzt Do’Urden y el rey Bruenor Battlehammer», pensó.

Después de un rato, alzó la cabeza para mirar a Bruenor, que se había acercado a la entrada de la cueva y se había quedado mirando hacia la oscuridad con los brazos en jarras.

—Es aquí, elfo —decidió el enano—; estoy seguro, y tenemos mucho que excavar.

—Adelante, Bruenor Battlehammer —susurró Drizzt, una letanía que había venido repitiendo desde hacía más de cien años—. Y has de saber, para mayor regocijo tuyo, que cada monstruo que nos encontremos por el camino tendrá muy en cuenta tu presencia y permanecerá bien oculto.

Desde la esquina de un edificio que había avenida abajo, Barrabus el Gris observaba como un hombre ensangrentado salía a trompicones de la taberna, seguido muy de cerca por cuatro rufianes que le resultaban familiares. La pobre víctima cayó boca abajo sobre los adoquines y el grupo le pasó por encima, pateándolo y escupiéndole por turnos. Dos de ellos lo golpearon con sus garrotes improvisados a partir de las patas de una mesa. Otro incluso se agachó con un pequeño cuchillo en la mano y lo apuñaló repetidamente en el trasero y en las piernas. Sin embargo, el cuarto se apartó a un lado, maldiciendo mientras cojeaba y agitando uno de los garrotes con una mano mientras que se llevaba la otra a la entrepierna.

Barrabus no prestó demasiada atención a los detalles, ni tampoco oyó los lamentos del hombre. En su mente seguía oyendo los gritos del centinela en la casa de lord Hugo Babris mientras el veneno del pez piedra lo recuerda como si de fuego se tratase. Ya estaría en media de la segunda fase para aquel entonces; los músculos se le contraerían dolorosamente y tendría un nudo en el estomago que le haría vomitar hasta las tripas. A la mañana siguiente se sentiría terriblemente cansado y lo invadiría un dolor sordo. Ese estado le duraría varios días. Barrabus no sabía si realmente merecía pasar por aquella terrible experiencia. Su único crimen había sido llegar a la puerta de Hugo Babris instantes después de que Barrabus entrara en la habitación. Eso, y demasiada curiosidad…

El asesino adoptó una expresión desdeñosa y se deshizo de aquellos pensamientos tan poco gratos. Se volvió hacia los cuatro que venían en su dirección, a pesar de que no podían verlo entre las sombras del edificio.

El sentido común le decía a Barrabus que se retirase al callejón y se marchara de aquel lugar. Era más prudente no atraer miradas indeseadas en Neverwinter. Pero en ese momento tan nefasto se sentía sucio y con necesidad de purificarse.

—Nos volvemos a encontrar —dijo mientras los cuatro rufianes avanzaban, a pesar de que estaba parado en media de la calle.

Se volvieron a la vez para mirarlo, y se bajo la capucha de la capa élfica para que lo vieran mejor.

—¡Tú! —exclamó aquel al que había hecho daño unas horas antes.

Barrabus sonrió y se perdió de nuevo entre las sombras del callejón.

Los cuatro se apresuraron a seguirlo, tres enarbolando garrotes y uno empuñando un cuchillo, entre rugidos de rabia y promesas de venganza, aunque había uno que más bien avanzaba a trompicones. Tres de ellos entraron en el callejón a toda velocidad, sin siquiera darse cuenta de que Barrabus había desaparecido en un par de pasos y no intentaba en absoluto alejarse de ellos. ¡Cómo cambió el tono de sus obscenidades cuando apareció en media del grupo como un torbellino de codos, puños y patadas voladoras!

Unos instantes más tarde, Barrabus el Gris salió caminando del callejón y se incorporó a la calle débilmente iluminada de Neverwinter sin que a su espalda se oyera un solo gemido.

Se sentía mejor, más limpio. Aquellos cuatro se lo habían buscado.