6
OTRO DROW Y SU ENANO
B
ruenor se quedó mirando fijamente al pozo, con la piedra que había cogido de la base en la mano.
Drizzt no sabía que esperar. ¿La tiraría con rabia?, o quizá insistiría en que no pasaba nada y que siguieran adelante de todos modos, adentrándose más en las profundidades del complejo subterráneo, que no era tan viejo como habían pensado al principio.
El enano dejó escapar un suspiro y arrojó la piedra al suelo, con las letras que formaban un alfabeto humano bien a la vista. El pozo llevaba la forma de su constructor humano y la marca de su clan de bárbaros. Bruenor había encontrado el pozo antes de que el terremoto los hiciera salir fuera, y les costó muchos días de excavaciones volver a llegar al mismo punto.
—Bueno, elfo —comentó el enano—, tenemos un centenar de mapas que seguir.
Se volvió para mirar a Drizzt y a Guenhwyvar con los brazos en jarras, pero en la expresión de su rostro no había rabia, y apenas algo de decepción.
—Estás demostrando una gran paciencia.
Bruenor se encogió de hombros y resopló.
—¿Recuerdas cuando estábamos buscando Mithril Hall? ¿Tantos meses en los caminos, atravesando Longsaddle, los Pantanos de los Trolls, Luna Plateada y tantos otros sitios?
—Por supuesto.
—Siempre esperando tiempos mejores, ¿verdad, elfo?
Esa vez le tocó a Drizzt sonreír, dándole la razón a su amigo con un movimiento de cabeza.
—Me dijiste un millón de veces que lo que contaba era el viaje, y no el final —dijo Bruenor—. Es posible que haya llegado a creerte. Vamos, pues —añadió el enano, y se echó a caminar entre ambos, lanzándole una mirada suspicaz a la siempre problemática pantera—. Mis piernas todavía tienen cuerda para muchos viajes.
Al salir de la cueva, el cielo estaba despejado y lucía un increíble color azul, y las onduladas lo más de los Riscos parecían aprisionar el horizonte. El verano estaba a punto de dejar paso al otoño, y los vientos, últimamente, habían venido más frescos, cosa que resultaba reconfortante. Calcularon que tenían todavía unos tres meses más para explorar antes de verse obligados a retirarse a alguna ciudad para pasar el invierno; quizá Port Llast, aunque Drizzt había sugerido viajar a Longsaddle para visitar a los Harpell. El extraño clan de magos había quedado diezmado por la Plaga de los Conjuros, pero tras seis décadas finalmente estaban rehaciéndose, reconstruyendo la mansión de la colina y el pueblo que quedaba más abajo.
Sin embargo, esa era una decisión que no debían tomar aún, así que los tres volvieron a su pequeño campamento. Bruenor abrió la mochila y sacó un montón de portarrollos, pergaminos, pieles y tabletas, donde estaban representados los mapas de todas las cuevas conocidas en el norte de la Costa de la Espada. También sacó varias monedas antiguas acuñadas en la época de los Delzoun, la antiquísima cabeza de un martillo de herrero y varios artefactos sospechosos y evidentemente antiguos. Todos habían sido adquiridos en diferentes lugares del norte, de tribus de bárbaros o pequeños pueblos, y las monedas procedían de Luskan. No probaban nada, por supuesto. Se podía retroceder en la historia de Luskan como puerto comercial hasta la época en que la mayoría de los eruditos enanos situaban a Gauntlgrym y, si ese fuera el caso, era lógico encontrar varias monedas Delzoun en los numerosos cofres de la Ciudad de las Velas.
Sin embargo, para Bruenor aquellos objetos eran una confirmación, y al mismo tiempo, le quitaban un peso de encima, así que Drizzt no lo disuadió.
Después de todo, seguramente harían el viaje más interesante.
Bruenor rebuscó en los portarrollos, uno tras otro, leyendo las notas que había garabateado en los márgenes. Eligió dos y los dejó a un lado antes de volver a meter el resto en la mochila. Un montón similar de pergaminos todavía les proporcionó otro mapa prometedor, antes de que los otros volvieran también a la mochila.
—Estos son los que tenemos más cerca —explicó el enano.
Para sorpresa y diversión de Drizzt, Bruenor terminó de llenar su bolsa y después se la echó al hombro; recogió el resto de sus enseres y levantó el campamento.
—¿Qué? —preguntó el enano cuando Drizzt no mostró ninguna intención de moverse—. Tenemos todavía unas pocas horas más de luz, elfo. ¡No hay tiempo que perder!
Entre risas, Herzgo Alegni salió al sendero desde detrás del árbol, presentándose ante un par de sorprendidos tiflin. Uno tenía los cuernos parecidos a los suyos, redondeados hacia atrás y hacia abajo, mientras que la otra tan sólo tenía un par de protuberancias en la frente. Ambos llevaban coseletes de cuero abiertos para dejar visibles las marcas dentadas, que consistían en varias líneas superpuestas que combinaban los símbolos de su dios y algún otro patrón demoníaco. Alegni había llegado a conocer bien aquel símbolo en el tiempo que había pasado en el Bosque de Neverwinter.
También llevaban cetros rojos, moldeados inteligentemente con varias caras que parecían de cristal, aunque de hecho fueran de metal sólido. Tenían casi un metro de longitud y podían hacer las veces de garrote, bastón corto o lanza, ya que tenían una punta muy afilada en uno de los extremos.
—Hermano… —dijo el macho, sobresaltado por la repentina aparición del corpulento tiflin.
—¡No…, es un shadovar! —lo corrigió rápidamente ella, saltando hacia atrás y adoptando una postura defensiva.
Apoyó todo el peso sobre la pierna derecha, con el brazo izquierdo extendido y la palma hacia Alegni, mientras sostenía el arma fuertemente contra el seno derecho, empuñándola como los shadovar empuñarían una lanza o una espada.
El macho reaccionó más o menos de la misma manera, separando las piernas y agachándose un poco mientras apoyaba el cetro en el hombro derecho, como si fuera a usarlo de garrote.
Herzgo Alegni les sonrió, sin desenvainar aún su magnífica espada, cuya hoja rojiza caía con naturalidad a lo largo del lateral de su pierna.
—Ashmadai, supongo —dijo, refiriéndose a los adoradores de Asmodeus, un grupo del que no había oído hablar hasta hacía poco, cuando habían comenzado a llegar al Bosque de Neverwinter.
—Tú también deberías serlo, hermano demoníaco —dijo la mujer. Sus ojos eran como orbes plateados que lo miraban con una excitación lujuriosa.
—Hermano demoníaco que ha abrazado las sombras —añadió el otro—, y el imperio sharrano de Netheril.
—¿Quién os envía? —preguntó Alegni—. ¿De quién es la mano que guía a este culto de fanáticos bastardos?
—¡Alguien que no es amigo de Netheril! —replicó ella, al mismo tiempo que avanzaba repentinamente y lanzaba una estocada con la lanza que iba dirigida al enorme pecho de Alegni.
Pero él fue más rápido y desenvainó la espada, alzándola y moviéndola de izquierda a derecha cuando la liberó de la presilla. Además, algo que ninguno de sus oponentes podía esperar era que dejaba un opaco rastro de cenizas allá por donde pasaba el filo.
La lanza de la tiflin atravesó ese velo, pero Alegni, oculto tras el muro de cenizas, ya la había esquivado hacia la derecha, dejándose llevar por el impulso de la espada.
Ella se echó hacia atrás y dijo justo desde el borde del camino:
—Aquí.
Pero inmediatamente antes de que el otro tiflin le saltara encima haciendo oscilar el garrote, y ambos giraran sus cabezas astadas para mirarlo, incluso tras haber comenzado a mover los pies, el muro de ceniza explotó. Una figura esbelta lo atravesó; hizo una voltereta en el aire a la vez que pasaba entre los dos ashmadai, esquivando con facilidad sus intentos de coordinarse para atacar a la nueva amenaza. Aterrizó a sus espaldas pero de frente, ya que había dado la vuelta mientras saltaba.
—¡Haz sonar el cuerno! —exclamó el tiflin, y se volvió para enfrentarse a su rival.
Sin embargo, entretanto, la tiflin se tambaleó hacia un lado, agarrándose la garganta con la mano que le quedaba libre para taparse el pinchazo que el recién llegado le había hecho con la daga. Abrió aun más los ojos plateados, quizá atónita ante tal precisión, o por el miedo que le causaba el haber recibido una herida mortal.
—¡Makarielle! —gritó su compañero, que se lanzó contra el hombre que empuñaba el cuchillo, trazando un amplio arco con el garrote.
El humano de piel pálida esquivó el primer corte y se agachó a tiempo de evitar el revés que vino a continuación. Al tercer intento, saltó hacia el arma y al aterrizar recibió el impacto en el costado. El garrote se quedó aprisionado bajo la axila y él hizo un giro abierto hacia un lado con tanta fuerza, confianza y equilibrio que le arrebató el arma a su oponente.
El tiflin desarmado emitió un siseo y se apresuró a seguirlo, ya que era muy capaz de continuar combatiendo a dentelladas y puñetazos.
Pero justo cuando se estaba moviendo hacia un lado, Barrabus el Gris lo golpeó con el hombro derecho, aprisionando el garrote con el brazo, moviéndolo hacia arriba y hacia adelante y haciendo girar el arma en el aire. La cogió por la mitad del mango con la mano derecha y después se detuvo y se echo atrás, haciendo un movimiento circular con la cadera. Ahuecó la mano izquierda para recibir el extremo superior del cetro para ganar potencia y estabilidad, y empujo hacia atrás.
Notó el pesado impacto sobre el pecho de su perseguidor y no siguió girando a la derecha, sino que se detuvo y volvió a situar el cetro frente a si, haciéndolo voltear en el aire con facilidad y cogiéndolo con ambas manos para abajo mientras giraba a la izquierda, para después avanzar hacia el tiflin, que ya retrocedía, blandiendo el garrote.
Hay que decir en favor del tiflin que consiguió alzar el brazo para bloquear el golpe, aunque se rompió el antebrazo en el proceso; pero antes incluso de que pudiera soltar un grito de dolor, Barrabus lo rodeó por el otro lado y cambió la posición de las manos como si le fuera a lanzar un golpe tremendo a la cabeza. Aunque el tiflin comenzó a reaccionar del modo adecuado, Barrabus destapó la finta, agachándose y dándole una patada en su lugar. Le golpeó la rodilla con contundencia, provocando que se le torciera la pierna hacia afuera, y nuevamente volvió a mover con rapidez las manos por el cetro hasta sujetarlo por la mitad con la mano derecha y con la izquierda por el extremo inferior. Barrabus lanzó una estocada hacia adelante y después arriba desde su posición agachada, y el tiflin, que había perdido el equilibrio, no pudo defenderse cuando la punta lo golpeó fuertemente en los testículos.
—Bien hecho.
Alegni felicitó a Barrabus y se dirigió hacia donde se encontraba la tiflin, que estaba con una rodilla apoyada sobre el suelo mientras se sujetaba la garganta perforada con ambas manos. El arma estaba en el suelo, a sus pies.
—¿Vivirá? —preguntó.
—No hay veneno —confirmó el hombre—. No es una herida mortal.
—¡Buenas noticias! —dijo Alegni.
Pasando junto a la tiflin fue hacia el pertinaz macho, que aún estando algo aturdido, se levantó con una mueca de dolor pintada en el rostro.
—Bueno, no para ti —se corrigió el shadovar, que de repente le lanzó un espadazo brutal que casi lo partió en dos.
»Tan sólo necesito un prisionero —le explicó Alegni al ashmadai muerto. Dio un paso atrás y cogió por los cabellos, negros y espesos, a la tiflin arrodillada, tirando de ella con tal fuerza que la levantó en el aire.
—¿Crees que serás tú la afortunada? —preguntó, acercando su rostro al de ella y mirándola a los ojos, anegados en lágrimas, con frialdad—. Coge sus armas y todo lo que merezca la pena llevarse —le ordenó a su servidor mientras se alejaba, levantando a la mujer y llevándosela a rastras.
Barrabus el Gris lo observó mientras se iba, aunque, principalmente, estaba mirando el rostro angustiado de la mujer. No le importaba luchar, por supuesto, y apenas sentía remordimientos de conciencia por matar a los extraños fanáticos de un dios demoníaco. Cualquiera de ellos hubiera estado encantado de destriparlo en alguno de sus sacrificios rituales, después de todo, cosa que los soldados de Herzgo Alegni habían descubierto cuando habían perdido a tres de los suyos en el bosque; cuando los encontraron, estaban atados de pies y manos, y destripados sobre un bloque de piedra.
A pesar de eso, Barrabus no pudo evitar hacer una mueca de dolor al ver a la mujer, ya que sabía que pronto se enfrentaría a la crueldad descontrolada de Herzgo Alegni.
«Indómito».
Esa era la palabra que más le venía a la mente a Drizzt cuando pensaba en Bruenor Battlehammer, junto con la frase que solía repetir: «Sigue adelante».
El drow estaba de pie, a la sombra de un gran roble, con la espalda apoyada en el tronco mientras espiaba a su amigo sin que este se diera cuenta. Bruenor estaba sentado en un pequeño claro debajo del trozo de terreno más alto que había junto al árbol, con un montón de mapas desplegados y distribuidos sobre una manta.
Bruenor había obligado a Drizzt a seguir avanzando durante años, y el elfo oscuro lo sabía. Cuando habían perdido la esperanza de resucitar a Catti-brie y a Regis, cuando incluso los mejores recuerdos de esos dos y de Wulfgar —que tenía que estar muerto, porque de seguir vivo tendría ciento doce años— se habían desvanecido, sólo la insistencia de Bruenor, convencido de que valía la pena seguir recorriendo el camino hacia adelante, y que había algo grandioso esperando a ser descubierto, de algún modo había calmado la ira que hervía lentamente en el interior del drow.
La ira y muchas otras cosas, ninguna de las cuales era buena.
Observó al enano durante largo rato mientras este iba de un mapa a otro, haciendo pequeñas anotaciones al margen o en el librito que siempre llevaba consigo, un diario de su viaje en busca de Gauntlgrym. Ese libro simbolizaba la aceptación por parte de Bruenor de que podría no llegar a ver la antigua patria de los Delzoun jamás, y así lo había admitido ante Drizzt. Pero si fallaba, pretendía dejar un archivo para que el siguiente enano que retomara la búsqueda estuviera bien encaminado incluso antes de dar el primer paso.
El haber admitido Bruenor que todo aquello podría haber sido para nada y que, aún existiendo esa posibilidad, era algo aceptable, a Drizzt le sonaba como una declaración de intenciones, de continuidad y… de decencia.
Hasta que no alzó el puño cerrado, Drizzt no se dio cuenta de que le había arrancado al árbol un trozo de corteza. Abrió los dedos negros para ver la astilla y se quedó mirándola un buen rato antes de arrojarla al suelo; entonces, llevó las manos hasta las empuñaduras de las cimitarras en un puro acto reflejo. Después le dio la espalda a Bruenor para inspeccionar las colinas y los bosques, buscando humo o alguna otra señal de que hubiese gente cerca, por ejemplo goblins, orcos o gnolls.
Le pareció irónico que, a medida que el mundo se había ido tornando más oscuro, sus batallas habían sido más escasas y más espaciadas en el tiempo. Lo encontraba irónico e inaceptable.
—Esta noche, Guen —susurró, aunque la pantera estaba en su hogar del plano astral y no sacó la figurita de ónice para llamarla a su lado—. Esta noche saldremos de caza.
Sin pensarlo dos veces, desenvainó a Centella y Muerte de Hielo, las cimitarras que había llevado con él durante tantas décadas, y comenzó a realizar una serie de movimientos de práctica, simulando paradas, contraataques e inteligentes réplicas. Aceleró el paso y cambió sus movimientos defensivos y las rutinas reactivas por ataques más agresivos y radicales.
Se había pasado casi toda la vida haciendo esos ejercicios que había aprendido mientras su padre, Zaknafein, lo entrenaba en la ciudad de Menzoberranzan, en la Antípoda Oscura, y después en la academia drow de Melee Maghtere. Lo habían acompañado durante todo el viaje de su vida. Los movimientos formaban parte de él, representaban la medida de su disciplina, la mejora de sus habilidades y la reafirmación de su propósito.
Estaba tan compenetrado con aquellas prácticas que ni siquiera había notado los sutiles cambios internos que había experimentado cuando realizaba las rutinas. Los ejercicios eran, sobre todo, para la memoria muscular y el equilibrio, por supuesto, y en las rutinas los bloqueos, las vueltas, las cuchilladas y los giros rápidos estaban diseñados para contrarrestar los ataques de un oponente imaginario.
Sin embargo, en los últimos años esos oponentes imaginarios se le representaban de forma más vívida. Ni siquiera recordaba cuando había empezado con aquellas rutinas y durante su vida anterior a la Plaga de los Conjuros tan sólo había visualizado armas. Se volvía y alzaba a Centella verticalmente para bloquear una espada imaginaria, o hacía descender rápidamente a Muerte de Hielo en diagonal hacia el lado contrario para desviar la arremetida de una lanza.
Pero desde aquellos tiempos tan oscuros, y especialmente desde que él, Bruenor, Jessa, Pwent y Nanfoodle se habían lanzado a recorrer los caminos, sus oponentes imaginarios se habían convertido en mucho más que simples armas. Drizzt veía la cara de un orco, la sonrisa de un ogro o la mirada de un humano, drow, elfo, enano o halfling… ¡no importaba! Mientras hubiera un bandido frente a él, o un monstruo, listo para gritar de dolor, Centella se le hundía en el pecho en busca de su corazón, o se ahogaba con su propia sangre cuando Muerte de Hielo le hacía un tajo en la garganta…
El drow se enfrentó con furia a sus demonios. Inició una carrera hacia adelante y dio un salto con voltereta para aterrizar de tal manera que se pudo propulsar todavía más lejos con una furia inusitada. Sus piernas corrían más deprisa gracias a las tobilleras mágicas, y extendió las cimitarras al frente para ensartar a alguien. Después otra carrera corta, otro salto mortal, tras el cual aterrizó desequilibrado hacia la derecha, para a continuación echarse justo hacia ese lado con un giro demoledor, como un torbellino de hojas cortantes.
De nuevo, avanzó hacia adelante, primero hacia arriba, después a la izquierda como un remolino furioso que se detuvo de repente, haciendo un repentino y brutal ataque de presa por detrás que acabó con una puñalada por la espalda.
Drizzt pudo sentir el peso añadido de su espada al atravesar a un orco que lo perseguía. Pudo también imaginarse la sensación cálida de la sangre que se derramaba sobre su mano.
Estaba tan enfrascado en la fantasía del momento que de hecho se volvió con la intención de limpiar la sangre del filo de Muerte de Hielo en el jubón del adversario caído.
Se quedó mirando la cimitarra, que de tan limpia brillaba, y se fijó en el sudor que bañaba su antebrazo. Después se volvió para mirar hacia el roble, a cientos de pasos de distancia.
En algún lugar de su interior, Drizzt Do’Urden sabía que utilizaba sus entrenamientos diarios —y las batallas, cuando podía encontrarlas—, para negar su pérdida y su dolor. Se escondía en la lucha y era únicamente en los momentos más brutales de las batallas, ya fueran reales o imaginarias, que olvidaba su dolor. Pero hacía bien en mantenerlo en su interior, escondido de sus pensamientos conscientes, para enterrarlo bajo la otra verdad, que era, después de todo, que necesitaba practicar.
Además, hacía bien en fingir que todas las peleas en las que había participado en las últimas décadas habían sido inevitables.
—Dos tiflin ashmadai en cuestión de pocos segundos.
Herzgo Alegni felicitó a Barrabus aquella noche a las afueras de Neverwinter, en el lindero del bosque y con la ciudad a la vista.
—Se vieron sorprendidos, y su objetivo erais vos —respondió Barrabus—. No tenían ni idea de que yo estaba allí.
—¿No podrías sencillamente aceptar el cumplido? —lo regañó Herzgo con una risita.
«¿De ti?», pensó Barrabus, pero no lo dijo, ya que probablemente le hubiera salido con un tono sarcástico y desdeñoso.
—¡Oh!, no te sorprendas tanto —volvió a regañarlo Alegni—. Si no valorase tus habilidades, ¿crees que te mantendría con vida?
Barrabus ni se molestó en contestar; sencillamente sonrió mientras dirigía la mirada hacia la cadera de Alegni y su espada de hoja carmesí.
—Está claro que piensas que lo haría sólo para atormentarte —discurrió el tiflin—. Pues no, mi pequeño amigo. Aunque no negaré que me produce gran placer ver tu frustración, en sí mismo no vale nada. El puente Herzgo Alegni en Neverwinter es prueba de ello, al igual que tu trabajo aquí, en el bosque… Un servidor completo y competente. Además, tal competencia es difícil de encontrar en estos tiempos oscuros, y más difícil aún de controlar cuando se encuentra. —Sonrió al decirlo y echó mano a la empuñadura de la espada para después añadir: —Aunque, afortunadamente, estoy seguro de que ese no es tu caso.
—Me complace enormemente ser de tanta utilidad —dijo Barrabus con implacable sarcasmo.
—En serio; haces las veces de diplomático con Hugo Babris, de guerrero contra los ashmadai, de asesino contra los agentes enemigos y de espía cuando es necesario.
Barrabus se plantó con los brazos en jarras y esperó, consciente de que estaba a punto de recibir un nuevo encargo.
—La llegada de esos fanáticos ashmadai no es una coincidencia; de eso estoy seguro —dijo Alegni, siguiendo con el tema—. Me han llegado noticias de que hay agentes de Thay en el norte, probablemente en Luskan.
Barrabus hizo una mueca de dolor ante la sola mención de la Ciudad de las Velas, ya que ni siquiera tenía ganas de acercarse.
—Quiero saber quienes son, por qué han venido y qué otros problemas van a intentar causarnos para entorpecer nuestro trabajo aquí —terminó Alegni.
—Luskan… —dijo el asesino, como si repetir el nombre fuera a recordarle a Alegni que enviar a Barrabus el Gris a esa ciudad no era tan buena idea.
—Eres un maestro del sigilo, ¿no es cierto?
—Y Luskan esta plagado de aquellos que se burlan del supuesto sigilo de los humanos, incluso de los shadovar, ¿no es cierto?
—Se han visto muy pocos drows por la ciudad últimamente.
—¿Pocos? —repitió Barrabus, como si ese hecho no tuviera la más mínima importancia.
—Estoy dispuesto a arriesgarme.
—Qué valiente sois.
—A que sí. Estoy dispuesto a asumir la perdida de uno de mis…, de ti —comentó el tiflin—. Sería una pena, pero apenas tengo opciones, ya que tú eres uno de los pocos en mi bando que todavía pueden pasar por humanos. Confío en que tendrás cuidado de no llamar la atención, y en que haya pocos elfos oscuros en la Ciudad de las Velas, para que no te causen problemas.
—¿Me habéis conseguido un transporte?
—No por mar. Tendrás que acompañar a una caravana hasta Port Llast. Comienza allí a investigar. Después, cuando hayas averiguado lo que necesites, tendrás que llegar a Luskan por tus propios medios.
—Eso me llevará más tiempo.
—El camino también es digno de estudiarse.
—Ese mismo camino se cerrará a mis espaldas, probablemente para no abrirse hasta la próxima primavera.
Herzgo Alegni se rio al oír aquello.
—Conozco demasiado a Barrabus el Gris como para saber que un poco de nieve no le impedirá viajar. Pasarás poco tiempo en Port Llast, estoy seguro. Hay pocas personas allí que puedan ser de nuestro interés, así que estarás en Luskan antes del equinoccio de otoño. Cumple rápidamente con tu misión y vuelve conmigo antes de que la nieve bloquee los pasos.
—Llevó sin ir a Luskan… cuarenta años —protestó Barrabus—. No tengo ningún contacto allí, ninguna red de comunicación.
—La mayor parte de la ciudad sigue intacta desde la caída de la Torre de Huéspedes. Hay cinco Grandes Capitanes gobernando desde sus diversos…
—Y a ellos los gobiernan los elfos oscuros mercenarios —terminó Barrabus—. Y si me decís que ahora hay menos en la ciudad que antes, podéis apostar a que esa información la han hecho circular ellos mismos para que gente como vos y los Señores de Aguas Profundas puedan asentir y dirigir la mirada hacia otro sitio.
—Bueno, entonces averiguarás la verdad para mí.
—Si los informes que habéis recibido no son ciertos, no es muy probable que vaya a volver. No subestiméis la memoria de un elfo oscuro.
—Pero querido Barrabus, no creo haberte visto asustado jamás antes de ahora.
Barrabus se enderezó al oír aquello y fulminó al tiflin con la mirada.
—Antes del invierno —le dijo Herzgo Alegni. Miró en dirección a Neverwinter e hizo un gesto con la barbilla—. La caravana saldrá por la mañana.
Barrabus el Gris, con la cabeza llena de cientos de pensamientos discordantes, y ninguno que condujera a una conclusión agradable, se dirigió hacia la ciudad. Se había mantenido firme en su decisión de no ir a Luskan en todos esos años, ya que, al fin y al cabo, uno no hacía enfadar dos veces a un personaje como Jarlaxle Baenre sin que hubiera consecuencias, después de todo.
Recordó aquella pelea en Memnon. Habían pasado décadas desde que los agentes de Bregan D’Aerthe habían hecho desfilar a su amante frente a él, provocándolo y advirtiéndole de las consecuencias si rechazaba su oferta de volver a unirse a ellos. Vio de nuevo a los tres drows muertos, pero apartó esa imagen de su mente para concentrarse en las pocas semanas que había pasado con su amante después de aquello.
Habían sido los mejores días de su vida, pero, por desgracia, ella había huido o había desaparecido. ¿La capturaron otra vez los elfos oscuros? ¿Acaso la mataron como castigo por su violencia?
¿O había sido esa espada infernal? Estuvo a punto de volver la vista hacia Herzgo Alegni al invadirlo aquel pensamiento inquietante. Muy poco tiempo después de su pérdida, los shadovar habían aparecido en su vida y le habían quitado la libertad.
Se lo habían quitado todo.
Su último pensamiento hizo aflorar a su rostro una sonrisa de desprecio hacia sí mismo.
—¿Me lo quitaron todo? —susurró, pensando en voz alta—. ¿Acaso tenía algo que me pudieran quitar?
Cuando llegó a las puertas de Neverwinter, todos esos pensamientos habían volado. Tenía que mirar hacia adelante y concentrarse plenamente en su objetivo. Si quedaba algún drow en Luskan, el más mínimo error podría costarle la vida.