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GAUNTLGRYM

J

arlaxle se mantenía siempre en la retaguardia del grupo. Los túneles que había por debajo de Luskan eran largos pasadizos naturales que se extendían hacia el sudeste y los Riscos. Korvin Dor’crae guiaba al grupo y hacía las veces de explorador, a menudo adelantándose a los demás. Después iba Athrogate, que estaba ansioso por ver el lugar que Dahlia había descrito y siempre dispuesto a ir en cabeza de cualquier patrulla para ser el primero en entrar en combate. Dahlia y Valindra ocupaban la tercera posición.

La elfa caminaba con una tranquilidad y una paciencia que Jarlaxle hubiera esperado en una guerrera mucho mayor y más experimentada, y Valindra iba deslizándose como en un sueño, apenas con la presencia de ánimo o el aplomo que uno esperaría de una criatura tan poderosa como una lich.

No era que Jarlaxle tuviera quejas, ya que Valindra Shadowmantle no había sido, precisamente, una maga mediocre en vida y, de hecho, había estado a cargo de toda un ala de la poderosa Torre de Huéspedes del Arcano. Si alguna vez recuperaba su agudeza mental y su confianza, sería más formidable en la no muerte, aunque, bien pensado, teniendo en cuenta los acontecimientos de sus últimos días de vida, quizá no estuviera tan bien dispuesta hacia el entrometido drow.

Avanzaron con facilidad durante varios días, y aunque oían a los ghouls y a otras criaturas no muertas inferiores removerse y arrastrarse a su alrededor, jamás se encontraron con ninguna. Athrogate lo encontraba desconcertante. Después de todo, los ghouls no tenían miedo de nada y su hambre de carne viva era insaciable, además de lo desarrollada que estaba su habilidad para olerla y rastrearla. ¿Por qué no se acercaban? Pero pronto llegaría a reconocer la verdadera naturaleza de uno de sus compañeros.

—Hemos tenido suerte —le dijo Athrogate al día siguiente durante un descanso—. Hay montones de túneles secundarios y están llenos de ghouls y cosas por el estilo.

—No ha sido suerte —respondió Jarlaxle.

Señaló con la cabeza hacia adelante, haciendo que Athrogate se fijara en Dahlia y Dor’crae, quienes estaban discutiendo acerca de su próximo movimiento. El túnel se bifurcaba, y Dor’crae la informaba de que cada uno de esos túneles volvían a bifurcarse a poca distancia. Tanto uno como otro señalaban constantemente hacia el techo y las paredes del túnel, donde los refulgentes zarcillos adquirían matices verdosos a la luz de las antorchas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Athrogate—. ¿Es un túnel mágico?

—Ven conmigo —le ordenó Jarlaxle, y se levantó, yendo hacia Dahlia justo cuando Dor’crae se ponía en marcha hacia el desvío de la izquierda.

—Lo solucionaremos rápidamente —les prometió Dahlia mientras se aproximaban.

Jarlaxle le hizo una seña a Athrogate para que siguiera caminando por el mismo camino por el que se había ido Dor’crae.

—No lo dudo, querida dama —dijo, sacando una varita y apuntando túnel abajo.

La expresión de Dahlia fue de sorpresa y temor, pero Jarlaxle pronunció la palabra que la activaba antes de que ella pudiera reaccionar, y el túnel se iluminó con luz mágica.

—¿Qué diablos…? —exclamó un sorprendido Athrogate, ya que la luz le hacía daño a los ojos.

Cuando su ceguera temporal se disipó, sin embargo, el enano vislumbró a Dor’crae, o al menos lo que debería haber sido Dor’crae. En su lugar vio cómo un enorme murciélago se alejaba túnel abajo, huyendo de la luz.

—¿Por qué has hecho eso? —lo regañó Dahlia.

—Para marcar el regreso de Dor’crae —respondió Jarlaxle, yendo hacia la luz conjurada—, y para ver mejor esas extrañas venas que recorren las paredes del túnel. Al principio creía que serían vetas de alguna gema, quizá alguna variante de la piedra de sangre. —Siguió caminando mientras Dahlia se esforzaba por alcanzarlo—. Pero ahora las veo con otros ojos —dijo Jarlaxle mientras entraba en el círculo de luz y observaba más de cerca una de las venas—. Casi parecen tubos huecos llenos de una especie de líquido. —Sacó otra varita (parecía tener una provisión inagotable de varitas), y la apuntó hacia el zarcillo.

Dahlia asió la varita.

—¡Ten mucho cuidado! —lo advirtió duramente—. No rompas el zarcillo.

—¿El qué? —preguntó Athrogate.

Jarlaxle apartó la varita y utilizó su esencia mágica, que detectó la presencia de magia. Parecía bastante impresionado cuando se volvió hacia Dahlia y dijo:

—Una magia muy poderosa.

—Es residual —respondió ella.

—Bueno, es evidente que sabes más que yo sobre esto —dijo Jarlaxle.

Dahlia iba a responder, pero entonces se dio cuenta de su artimaña y puso los brazos en jarras, fulminando al drow con la mirada.

—Tú conoces bien las catacumbas de Luskan —dijo.

—No tan bien.

—Lo bastante como para saber que esto no son vetas de piedras preciosas.

—¿Qué está parloteando? —quiso saber Athrogate.

—Son las raíces de la Torre de Huéspedes caída —explicó Jarlaxle—, que extraen la fuerza del mar y de la tierra, o eso pensábamos, aunque nunca imaginamos que se extendieran a tanta distancia de la ciudad.

Dahlia esbozó una sonrisa irónica.

—Y siguen por el desvío de la izquierda, pero no por el de la derecha —continuó Jarlaxle.

Dahlia se encogió de hombros.

—Las estamos siguiendo —dijo el drow con algo de suspicacia.

—¡Ah!, pero entonces, ¿de qué va esto? —le preguntó Athrogate a la elfa—. ¿Qué hay de la ciudad enana a la que me pediste que fuera? ¿Y qué hay de los tesoros, elfa? ¡Será mejor que me digas la verdad!

—Los zarcillos conducen al lugar que describí —dijo Dahlia—. Siguiéndolos fue como Dor’crae encontró las minas y la gran forja, además de edificios que te dejarán sin aliento, enano. Quizá en tiempos muy antiguos, los enanos hacían algo más que armas, tal vez forjaron un pacto con los grandes magos de la Torre de Huéspedes. Incluso las armas forjadas por los enanos necesitaban encantamientos creados por un mago, ¿me equivoco? Y las armaduras bendecidas por la magia de los grandes magos pueden soportar golpes mucho mayores.

—¿Estás diciendo que mis ancestros usaban estas…, estas raíces para que los magos pudieran enviarles algo de magia?

—Es posible —dijo Dahlia—. Es una de las explicaciones razonables.

—¿Y qué hay de las demás? —preguntó Jarlaxle con un tono de clara sospecha.

Dahlia no dijo nada.

—Pronto lo sabremos, pues —dijo Athrogate—, ¿verdad?

Dahlia respondió con una sonrisa cautivadora y un gesto de asentimiento.

Dor’crae está convencido de que por ahí hay un atajo. Quizá encontrarás tus tesoros mucho antes de lo esperado, buen enano.

Volvió a sonreír y se dirigió hacia el lado contrario, donde estaba Valindra, con los ojos cerrados mientras entonaba una especie de canción. De vez en cuando, la lich paraba de cantar y se regañaba a sí misma.

—No, no es así. ¡Oh, la he olvidado! No es así. No es así, ¿sabes? No, no es así. —Y todo sin siquiera abrir los ojos antes de volver a entonar—: Ara…, Arabeth…

—¿Has visto a Dor’crae? —le preguntó Jarlaxle al enano en cuanto estuvieron solos.

—Era él, ¿eh? Tiene una buena capa.

—No era su capa.

Athrogate lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—No es un objeto mágico; forma parte de su naturaleza —le explicó Jarlaxle.

Athrogate lo meditó unos instantes antes de abrir más los ojos y darse una palmada en las caderas.

—No estarás diciendo…

—Ya lo he hecho.

—¿Elfo…?

—No tengas miedo, amigo mío. Algunos de mis mejores amigos eran vampiros —le dio unas palmaditas en el hombro al enano y volvió con Dahlia y Valindra.

—¿Eran? —se preguntó Athrogate, tratando de desentrañar esa información. Se dio cuenta entonces de que estaba sólo, y había un vampiro rondando por ahí. Echó un vistazo por encima del hombro y se apresuró a reunirse con Jarlaxle.

—Conoce el camino —le explicaba Jarlaxle a Athrogate un par de días más tarde—. Y es valioso para mantener a raya a los no muertos.

—¡Bah!, pero ya no hay más, y a los que había los habría hecho besar las bolas de mis manguales —respondió el enano, rezongando. Jarlaxle se encogió antes de responder.

—Se mueve con rapidez y sigilo, y repito, conoce el camino.

—Sí, sí, lo sé —murmuró Athrogate, y le hizo un gesto al drow para que se alejara.

Valindra, en la vanguardia del grupo, empezó a cantar de nuevo, todavía dudando en cada frase, regañándose a si misma por no recordarlo antes de volver a lanzarse a cantar.

—Ara… Arabeth… Ararar… ¡Arabeth!

—Entiendo por qué trajo al hombre murciélago —dijo Athrogate—, pero ¿por qué a esa idiota?

—Esa idiota no está falta de poder…, de mucho poder.

—Apenas puedo esperar a que nos borre de la faz de la tierra con una bola de fuego.

—Mucho poder —repitió Jarlaxle—. Y Dahlia puede controlarlo.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

Jarlaxle se limitó a alzar la mano mientras observaba a las dos mujeres. Durante años, Kimmuriel Oblodra, el lugarteniente de Jarlaxle y Actual líder de Bregan D’Aerthe, había utilizado sus habilidades psiónicas para explorar la mente de Valindra. Sólo Kimmuriel había sido capaz de evitar que Valindra se volviera completamente loca en aquellos primeros días después de que Arklem Greeth la hubiera transformado en un no muerto. En aquellas sesiones, Kimmuriel le había asegurado a Jarlaxle que, bajo la apariencia del estado de demencia que sufría, seguía estando el ser poderoso, siniestro y contundente que una vez fue Valindra Shadowmantle, señora de la torre septentrional de la Torre de Huéspedes del Arcano…; no sólo una maga, sino una supermaga. Esa misma Valindra había empezado a emerger de nuevo poco después.

Y Dahlia era demasiado cuidadosa como para no saberlo. Jamás habría llevado a una criatura tan impredecible y poderosa con ellos si no estuviera segura de que podía controlarla.

Jarlaxle pensó en las consecuencias que podría tener el que Dahlia le hiciera recobrar la plena conciencia a Valindra. Había sido formidable en vida, por lo que todos contaban. El drow no podía ni empezar a imaginarse los problemas que podría causar como lich.

—Si el vampiro conoce el camino, y la lich tiene tanto poder, entonces, ¿qué demonios estamos haciendo aquí, elfo? —preguntó Athrogate.

Jarlaxle observó con atención a su amigo, que verdaderamente presentaba un aspecto formidable con su pesada cota de malla, el yelmo de hierro y aquellos devastadores manguales que llevaba cruzados a la espalda. Recordó su conversación original con Dahlia, cuando le explicó por qué los necesitaba. ¿Quizá había permitido que su propio orgullo lo cegara en ese momento, haciendo que la creyera sin más?

Pero se recordó a sí mismo que no era así. Dahlia lo necesitaba, al igual que necesitaba sus contactos para poder vender el dinero y los artefactos que encontraran.

Volvió a mirar a Athrogate. Dahlia había sido muy específica en su explicación de por qué necesitaba al enano, por supuesto, y quizá contar con los servicios de Athrogate significaba también contar con Jarlaxle, ya que eran inseparables.

Entonces, ¿sería Jarlaxle un simple añadido?

El drow no llegó a contestar la pregunta del enano.

Unos instantes más tarde alcanzaron a Dahlia y a los demás, que estaban al borde de un profundo foso, mirando hacia abajo.

—Hemos llegado —anunció Dahlia cuando se reunieron con ella en el borde.

—No parece una gran ciudad —murmuró Athrogate.

—El foso tiene una profundidad de unos ciento setenta metros —explicó Dahlia—, después traza una curva descendente con una ligera inclinación a la izquierda, pero es practicable. Hace varios giros en distintas direcciones durante unos cientos de metros y termina en… Bueno, ya lo veréis.

Se volvió hacia Valindra, y Jarlaxle se percató de que se metía la mano por debajo del borde de la blusa y tocaba con los dedos la piedra de ónice de un extraño broche.

—Valindra —susurró—. ¿Hay algo que puedas hacer para ayudar a nuestros amigos a descender por ese agujero?

—¡Arrojarlos dentro! —dijo, entusiasmada—. Con Ara… ¡Oh, sí, con ella!

—¡Valindra! —dijo Dahlia con brusquedad, y la lich meneó la cabeza farfullando, como si le acabarán de arrojar un jarro de agua fría—. A descender sin matarse —aclaró Dahlia.

Valindra, dejando escapar un suspiro exagerado y casi sin esfuerzo, agitó una mano y apareció un disco de brillo azulado que flotaba en el aire, por encima del agujero.

—Tú también —le explicó a la lich, cogiéndola por la mano y guiándola hasta el disco para que se subiera—. Creo que necesitaremos más para el drow y el enano.

Lanzando otro suspiro mientras agitaba la mano izquierda, y otro más seguido de un movimiento de la mano derecha, Valindra creó dos discos flotantes frente a Jarlaxle y Athrogate.

Dahlia le soltó la mano a Valindra y la animó a ponerse en marcha. El disco de la lich flotó hacia las profundidades del foso. Después, Dahlia le hizo un gesto a Dor’crae para que levantara la capa a su espalda. La capa se agitó sobre su cabeza y, mientras descendía, oscureciendo su silueta, se transformó en un murciélago gigante y fue en pos de Valindra.

La elfa señaló los dos discos restantes y después agarró los bordes de su propia capa mágica, la que le había robado a Borlann.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Jarlaxle antes de que se fuera—. Acerca de Valindra, me refiero.

—Creo que, de alguna extraña manera, su locura la protegió de la Plaga de los Conjuros —respondió la elfa—. Es una combinación única de lo que fue y lo que es. O quizá es simplemente una maga que se ha vuelto loca, no muerta y para la que no hay esperanza. Pero, sea lo que sea, es útil.

—Así que para ti es tan sólo una herramienta… un objeto mágico —dijo Jarlaxle en tono acusatorio.

—Bueno, tal vez me puedas decir cuál es el uso que le habéis dado los drows durante todos estos años.

Jarlaxle sonrió ante una respuesta tan astuta y se tocó el ala del sombrero. Iba a subirse a su disco y le dijo a Athrogate que hiciera lo mismo, pero justo cuando el enano subió de un salto, Jarlaxle volvió a bajarse.

—Después de ti, bella dama.

—No me gusta esto —dijo el enano, agazapado sobre el disco mientras se sujetaba a los bordes con las manos, como si esperase que fuera a desaparecer y a dejarlo agitándose en el aire en busca de algo a que agarrarse.

—Pronto te gustará, te lo prometo —dijo Dahlia, que se envolvió con la capa mágica, y transformándose en cuervo pocos segundos después, se lanzó al foso.

Luego lo hizo Athrogate, con Jarlaxle en la retaguardia. Antes de volver a subirse en el disco conjurado de Valindra, el drow situó la mano cerca de la insignia que llevaba de la Casa Baenre de Menzoberranzan. Por si acaso, tenía su propia magia para levitar.

Sin embargo, pronto descubrió que no debía temer ninguna diablura por parte de la lich. Los discos flotaban de manera estable y fácil, y se movían de acuerdo con las órdenes mentales de sus ocupantes. A unos ciento setenta metros, el túnel pasaba a tener una ligera inclinación, como Dahlia había dicho, pero no se bajaron de los discos. Era mucho más fácil avanzar flotando sobre el suelo irregular y con desniveles que caminando.

El pasadizo se hizo más estrecho y más bajo, lo que los obligaba a agacharse o a inclinarse de vez en cuando y, en un momento dado, tuvieron que tumbarse sobre los discos para poder pasar bajo un saliente. Aún así, se abrieron paso a izquierda y derecha, e incluso hacia abajo.

Por culpa del último obstáculo, Athrogate adelantó un poco a Jarlaxle en el tramo final del maltrecho túnel, y justo cuando el drow se daba cuenta de que el estrecho pasadizo se ensanchaba un poco más adelante, oyó como Athrogate murmuraba con una voz entre reverente y sobrecogida:

—Por Dumathoin.

La referencia a Dumathoin, quien según la tradición enana era el Guardián de los Secretos bajo la Montaña, de algún modo preparó al drow para lo que había al otro lado, aunque eso no evitó que le resultara difícil respirar cuando llegó al saliente donde estaban el resto de sus compañeros.

Se encontraban en una terraza natural que daba a una enorme sala que tenía más o menos un tercio del tamaño de Menzoberranzan. Ya fuera producto de algún liquen o de magia residual, el caso es que había suficiente luz como para adivinar los contornos de la caverna en general. Frente a ellos había un estanque cuyas aguas serenas y oscuras sólo se veían interrumpidas por una serie de estalagmitas, algunas rodeadas por tramos de escaleras y balcones que antaño debían de servir como puestos de guardia o lugares de intercambio. También había estalactitas colgando del techo en el extremo de la caverna en que se encontraban, y Jarlaxle percibió construcciones parecidas en algunas de ellas. Se dio cuenta de que los enanos que habían trabajado en la caverna habían adoptado el estilo drow, utilizando las formaciones naturales como viviendas. Jarlaxle jamás había oído algo semejante, pero no dudaba de que así fuera. El trabajo en las estalagmitas y las estalactitas no había sido realizado por los drows, ya que no era tan delicado y le faltaba curvatura, además de carecer del característico brillo del fuego feérico.

—Hay balistas ahí arriba —dijo Dor’crae, que había vuelto a adoptar su forma humana, señalando las estalactitas—. Deben de ser puestos de guardia para vigilar la entrada.

—No…, no puede ser —susurró Athrogate, desplomándose sobre el disco como si lo hubiera abandonado toda su fuerza.

Pero Jarlaxle percibió, más que nada, esperanza en el tono de voz del enano, como si reconociera algo que jamás se hubiera atrevido a soñar, así que no se preocupó por él en ese momento y en su lugar siguió estudiando la caverna.

En el extremo más alejado del estanque, a unos trescientos cincuenta metros o más de su posición, había media docena de grupos de pequeñas estructuras, cada uno al final de una vía que conducía a una mina, y muchas de ellas con un antiguo vagón estropeado y oxidado. Las vías se unían a poca distancia de la terraza y se dirigían hacia la parte de atrás de la amplia caverna, saliéndose de su campo visual, a pesar de que podía ver en la oscuridad.

—Vamos —los llamó Dahlia con una especie de graznido.

Se deslizó por encima de la barandilla natural de la terraza y bajó volando sobre las aguas con sus alas de plumas negras. Dor’crae se transformó de nuevo en murciélago y la siguió rápidamente, al igual que Valindra con su disco.

—¿Vienes con nosotros? —le preguntó Jarlaxle a Athrogate cuando vio que el enano no hacía ningún movimiento.

Athrogate lo miró como si acabara de despertar de un sueño muy profundo y agitado.

—No puede ser —susurró, hablando con gran dificultad.

—Bueno, veamos qué es, amigo mío —respondió Jarlaxle para después comenzar a alejarse.

Apenas había descendido a ras del agua cuando Athrogate pasó junto a él, aparentemente más despejado y manejando su disco a máxima velocidad.

Tras cruzar el estanque, Dahlia, que volvía a ser una elfa, estaba ayudando a Valindra a descender del disco, mientras que Athrogate se limitó a bajar de un salto, a pesar de que este flotaba todavía a casi dos metros del suelo. Sin embargo, la caída no disuadió al enano, ya que, de hecho, no pareció ni siquiera notarla mientras volvía a ponerse de pie con un bote y avanzaba a trompicones siguiendo la vía central del ferrocarril.

—En este lugar se libraron muchas batallas —comentó Dor’crae, deshaciéndose de su forma de murciélago y agachándose para recoger un hueso blanqueado—. Esto debió de pertenecer a un goblin, o a un orco pequeño.

Jarlaxle echó un vistazo a su alrededor para confirmar las observaciones del vampiro. El terreno era blando y tenía muchas marcas, aparte de numerosos fragmentos de hueso que se veían claramente. Sin embargo, era más interesante lo que había más adelante, la imagen que hizo que Athrogate se postrara, y aunque estaba de espaldas al drow, este pudo imaginar perfectamente las lágrimas que le inundaban el barbudo rostro.

¿Y quién se lo echaría en cara? El mismo Jarlaxle, que sólo conocía parte de las leyendas acerca de los enanos Delzoun, podía adivinar fácilmente que habían dado con Gauntlgrym, la legendaria patria de esos enanos, la leyenda más sagrada de su historia y el lugar que el mismo Bruenor Battlehammer llevaba buscando más de medio siglo.

Estaban delante de una gran muralla que sellaba el final de la caverna. Su construcción era muy similar a la que uno esperaría en un castillo de la superficie, con torres a cada lado de las enormes puertas de mithril, y una serie de almenas alineadas en lo alto de la muralla que abarcaba toda la caverna; parecía como si ambos extremos hubieran sido construidos en el interior de la roca. Lo más extraño, aparte de las gigantescas puertas plateadas, era lo ajustado que estaba todo. Cuando Jarlaxle alzó la vista hacia la muralla, casi esperaba ver el cielo azul sobre ella, pero en su lugar había un espacio muy pequeño hasta el techo natural de la caverna. Un humano de estatura considerable hubiera encontrado difícil enderezarse en ese lugar, e incluso Jarlaxle tendría que agacharse en varios puntos.

—No puede ser —decía Athrogate mientras Jarlaxle lo alcanzaba y confirmaba que el enano estaba realmente llorando.

—Pues no sé que otro lugar podría ser, amigo mío —respondió Jarlaxle, dándole unas palmaditas en el hombro.

—Entonces, ¿lo sabéis? —preguntó Dahlia, situándose tras ellos, seguida por Dor’crae y Valindra.

—Contemplad Gauntlgrym —explicó Jarlaxle—, antigua patria de los enanos Delzoun, un lugar de cuya existencia fuera de las leyendas se dudaba…

—¡Jamás lo dudó ningún enano! —rugió Athrogate.

—Muchos que no pertenecen a la raza enana —concluyó Jarlaxle, dedicándole a su amigo una sonrisa—. Ha sido un misterio incluso entre los elfos, cuyos recuerdos llegan muy atrás, y entre los drows, que conocen la Antípoda Oscura mejor que nadie. Y no dudéis que hemos estado buscándola durante siglos. Si una décima parte de lo que se dice acerca de los tesoros de Gauntlgrym es verdad, entonces tras esa muralla y esas puertas se esconden riquezas inimaginables.

Hizo una pausa y reflexionó acerca de lo que estaba viendo en ese momento, el lugar donde estaban y la profundidad en una región que no era en absoluto remota según los estándares de la Antípoda Oscura.

—Una magia muy poderosa debe de haber ocultado este lugar durante todos estos años —dijo—. Una caverna como esta no podría haber pasado desapercibida en la Noroscuridad durante tantos siglos.

—¿Cómo sabes que es Gauntlgrym? —preguntó Dor’crae—. Los enanos han construido y han abandonado muchos reinos.

Antes de que Jarlaxle pudiera responder, Athrogate se puso a recitar unos versos:

De plata las salas, de mithril las puertas.

Murallas de piedra que sellan la caverna.

Las mejores vistas que jamás se vieran

en la herrería, la mina y la taberna.

Duro trabajo en la noche sin día.

¡Levantad la jarra para brindar!

Bebed para mantener la cabeza fría

en la forja en que a un dragón se podría asar.

¡Venid, Delzoun, todos a la par!

En traer a vuestros parientes daos prisa.

Decidles que aquí los espera su hogar,

que en Gauntlgrym todo serán risas.

—Es una vieja canción —explicó Athrogate—, que conocen todos los niños enanos.

—Ya veo, la muralla de piedra y las puertas de mithril, pero si esa es la única prueba…

—Es la única que necesito —respondió Athrogate—. En ningún otro lugar se construyeron unas puertas como esas. Ningún enano lo haría; es cuestión de respeto. Nadie intentaría imitar lo que no puede ser copiado. Sería un insulto ¡Os lo aseguró!

—Sabremos más cuando estemos dentro —dijo Jarlaxle.

—Ya he estado dentro —explicó Dor’crae—, y no puedo confirmar que haya salas de plata ni he descubierto grandes tesoros, pero comprendo el verso acerca de la forja.

—¿Has visto la forja?

—Se puede sentir su calor varios pisos más arriba.

—¿Todavía esta encendida? ¿Cómo es posible? —preguntó Jarlaxle.

El vampiro no supo responder.

—¿Estáis diciendo que hay alguien viviendo ahí dentro? —preguntó Athrogate.

Dor’crae miró a Dahlia, nervioso, y dijo:

—No encontré nada… vivo en ese lugar —aclaró—, pero el complejo no está desierto. Y sí, varios niveles más abajo de donde estamos hay una gran forja que está aún encendida. Desprende un calor como jamás había sentido, un calor que podría derretir una espada de mala calidad y reducirla a un charquito.

—¿Un calor con el que se podría asar a un dragón? —preguntó Jarlaxle con una sonrisa irónica.

—Hay túneles por los que sólo se puede avanzar a gatas que salen del parapeto —explicó el vampiro—, pero están todos bloqueados.

—Has dicho que estuviste dentro.

—Tengo mis métodos, enano —respondió Dor’crae—. Pero, seguramente, tengamos que cavar nosotros mismos algún túnel para poder entrar.

—¡Bah! —bufó Athrogate. Se volvió y caminó hasta las puertas—. ¡Por el brazo de Moradin y el cuerno de Clangeddin, por los trucos de Dumathoin y los hijos legítimos de los Delzoun, abrid os digo. Abrid las puertas! ¡Mi nombre es Athrogate, sangre Delzoun corre por mis venas y me han dicho que mi hogar me espera!

Las puertas se iluminaron con runas e imágenes de antiguos emblemas enanos que aparecieron entre brillos plateados, y como si un gigante de las montañas hubiera suspirado en sueños, se abrieron con un crujido.

—Por las barbas de los dioses —murmuró Athrogate. Se volvió para mirar a los demás, atónito.

—¿Una rima que todos los niños enanos conocen? —preguntó Jarlaxle, sonriente.

—¡Os dije que era Gauntlgrym! —chasqueó los dedos y se dirigió hacia la entrada.

Dor’crae fue rápidamente tras él y lo agarró por el hombro.

—¡Lo más probable es que haya trampas! —le advirtió—. Seguro que está fuertemente custodiada por antiguas protecciones mágicas y mecanismos con resorte que sin duda todavía funcionan.

—¡Bah! —resopló Athrogate, apartándolo—. ¡No hay trampas ni protecciones mágicas Delzoun preparadas para atacar a un enano Delzoun, zopenco!

Sin dudar ni un segundo, Athrogate se introdujo en el complejo y los demás lo siguieron rápidamente, más aún cuando Jarlaxle les advirtió que quizá fuera conveniente mantenerse muy cerca del enano.

A mitad de camino de la entrada, Dahlia encendió la luz azul chispeante de su bastón. Jarlaxle, a quien no le gustaba ser superado, sacó una daga de un brazal mágico con un golpe de muñeca, para después alargarla con otro golpe de muñeca hasta tener una magnífica espada. Susurró algo a la altura de la empuñadura y la espada comenzó a emitir un brillo blanquecino que iluminó la zona tanto como un farol.

Fue entonces cuando vieron las siluetas más adelante, moviéndose para evitar la luz.

—¿Mis hermanos? —preguntó Athrogate, claramente desconcertado.

—Fantasmas —le susurró Dor’crae—. El lugar esta plagado de ellos.

Pronto llegaron a una gran sala circular, cruzada por varias vías férreas que procedían de cada una de las otras tres salidas. A lo largo de toda la pared curva se veían fachadas de edificios, muchos con letreros descriptivos colgando: un mercader de armaduras, un armero, un cuartel, una taberna —cómo no—, otra taberna —por supuesto—, etcétera, etcétera.

—Es como las catacumbas de Mirabar —comentó Jarlaxle, aunque aquello era mucho más grande.

Mientras avanzaban hacia el centro de la sala, Athrogate cogió a Jarlaxle por el brazo y tiró de él hacia abajo, para que la espada iluminara el suelo. Era un mosaico, un gran mural, por lo que tuvieron que recorrerlo con la luz durante un trecho antes de darse cuenta de que representaba a los tres dioses enanos de la antigüedad: Moradin, Clangeddin y Dumathoin.

En el mismo centro se erguía un estrado circular con un único trono sobre él, y el hecho de que emitiera destellos mientras se acercaban revelaba que no era un asiento cualquiera. Tenía gemas engastadas y era grande, con amplios apoyabrazos y un respaldo alto y ancho hecho de mithril, plata y oro. Era el trono de un gran rey. Ni siquiera el estrado era un bloque normal de piedra, sino que era un diseño compuesto de esos mismos metales preciosos y estaba engastado con líneas de joyas centelleantes.

Jarlaxle agitó la espada luminosa cerca de él, revelando el rico tejido de color purpura, que seguía estando intacto.

—Una magia muy poderosa —comentó.

—Deshazla, para que podamos sacar las gemas —insistió Dor’crae.

Eso provocó una mirada de odio de Athrogate.

—Si le sacas una sola piedra a ese trono, te juro que lleno el hueco con tu negro corazón, vampiro —le advirtió el enano.

—Entonces, ¿hemos venido aquí para hacer turismo y nada más? —replicó Dor’crae—. ¿Para dejar escapar gritos ahogados y maravillarnos con su belleza?

—Estoy seguro de que encontrarás muchos tesoros por ahí, más de los que podamos llevarnos —respondió Athrogate—, pero hay cosas que no vas a profanar.

—Ya basta —dijo Dahlia—. Dejemos de hacer suposiciones y de pelearnos. Apenas hemos entrado. Hay mucho más que debemos descubrir acerca de este lugar.

Athrogate hizo ademán de hacer justo eso. Dio un paso vacilante hacia el trono y se volvió para sentarse en él. Se detuvo un instante, sin llegar a sentarse y sin que sus manos tocaran los apoyabrazos esculpidos y enjoyados del enorme asiento.

—Cuidado con eso —lo previno Jarlaxle.

El drow sacó una varita, apuntó con ella hacia el trono, y pronunció la palabra de mando. Casi se le salen los ojos de las órbitas cuando notó la fuerza de la magia contenida en aquel trono, una magia muy antigua y poderosa, la más poderosa que Jarlaxle hubiera vista jamás.

—Athrogate, no —dijo con voz ronca, sin aliento.

—¡Es un asiento enano! —discutió Athrogate, y antes de que Jarlaxle pudiera detenerlo, se sentó.

El enano abrió los ojos desmesuradamente y la boca emitió un grito silencioso mientras miraba a su alrededor.

—No es un rey —dijo sin aliento, pero ni siquiera sabía que lo estaba diciendo.

Athrogate salió despedido del trono, aterrizó a unos cinco metros y se deslizó después por el suelo de mosaico. Se quedó allí tendido largo rato, temblando y cubriéndose la cara con las manos, hasta que por fin Jarlaxle lo ayudó a ponerse de rodillas.

—¿Qué has visto? —preguntó Dahlia, yendo hacia el trono.

—¡No eres enana! —gritó Athrogate.

—Tú sí, pero te rechazó igualmente —respondió Dahlia.

—¡Te dejará seca!

—Dahlia, no lo hagas —le advirtió Jarlaxle.

La elfa se detuvo frente al trono y extendió una mano hasta casi tocar el asiento. Pero no se atrevió a hacerlo.

—Dijiste «no es un rey» justo antes de salir despedido —dijo Jarlaxle.

Athrogate sólo pudo mirarlo, desconcertado, y agitar su peluda cabeza. Después dirigió la vista hacia el trono y asintió, profundamente respetuoso.

Jarlaxle lo ayudó a levantarse y lo dejó a su aire. El enano acudió inmediatamente junto al trono para admirarlo. Sin embargo, no lo tocó, ni tampoco tenía la menor intención de volver a sentarse en el jamás.

—Descansemos aquí —sugirió Jarlaxle, que se detuvo e inclino la cabeza, como si oyera un sonido muy lejano—. Sospecho que necesitaremos estar bien descansados para atravesar estas salas. Dor’crae, tu ya has estado aquí —añadió—, ¿qué tipo de… estancias nos podemos encontrar?

El vampiro se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Sólo vi fantasmas enanos, cientos de ellos —respondió—. Estuve aquí muy poco tiempo, siguiendo los zarcillos de la Torre de Huéspedes, un camino muy estrecho en un complejo tan grande, y no se puede recorrer en línea recta. Pero sólo vi a los fantasmas, y no dudo de que nos atacarían en masa si no fuéramos armados para defendernos de ellos. Pero lo estamos. —Miró a Athrogate y después a Dahlia para apoyar su tesis—. Permiten el paso a aquellos que tienen sangre Delzoun, tal y como vimos con las puertas.

—Porque confían en que no te permitiré saquear este lugar —respondió Athrogate—. Y ya te digo que han depositado su confianza correctamente. Si arañas un sólo altar, le sacas una sola gema de los ojos a la imagen del rey, los fantasmas serán el menor de tus problemas.

—No son fantasmas lo que oigo —le aseguró Jarlaxle a Dor’crae—. Oigo los pasos de algo… corpóreo.

—Quizá sean ghouls —respondió el vampiro—. ¡O enanos vivos!

—Por las barbas de los dioses —murmuró Athrogate, tratando de imaginar lo que le diría a un enano de Gauntlgrym.

—Habrían estado en las murallas para recibirnos, y no exactamente con amabilidad —dedujo Jarlaxle.

—¿Entonces? —preguntó Athrogate, que parecía molesto con el drow por haberle arrebatado su momento de fantasía.

—La lista es muy larga, amigo mío —respondió Jarlaxle—. Hay muchas opciones y, según mi dilatada experiencia, es muy raro encontrar una cueva desierta en la Antípoda Oscura.

—Pronto lo sabremos —intervino Dahlia—. Descansad y continuemos nuestro camino.

La elfa miró a Dor’crae y asintió, y el vampiro se alejó hacia el otro extremo de la sala circular, hasta que desapareció de su vista.

—Explorará nuestra ruta —explicó Dahlia—, con el fin de encontrar túneles que nos aproximen a la forja de Gauntlgrym.

Eligieron la zona que rodeaba el estrado central y extendieron los sacos, aunque no pudieron descansar demasiado, especialmente Athrogate, que estaba tremendamente nervioso y abrumado. ¿Qué enano de Faerun no había soñado con ese momento, con el descubrimiento de Gauntlgrym?

Dor’crae regresó varias horas después, seguro de haber encontrado los túneles que los acercarían a la forja. Además, confirmó las sospechas de Jarlaxle, ya que, a pesar de no haber visto ningún monstruo —enanos, ghouls, goblins o lo que fuera—, sí que había oído que algo se movía en la oscuridad.

No obstante, aquel informe tan agorero no consiguió disminuir la excitación del grupo, ya que confiaban en poder apañárselas con cualquier cosa que los atacara.

Athrogate iba en cabeza, con Dor’crae justo a su espalda dándole indicaciones. Salieron de la sala circular por detrás de la puerta por la que habían entrado, recorrieron amplios pasillos que todavía tenían muchas tiendas y dieron con un templo de Clangeddin en el que Athrogate tuvo que detenerse a rezar una oración.

Constantemente veían con el rabillo del ojo los movimientos etéreos de los fantasmas que iban flotando y que los observaban quizás con curiosidad, aunque nunca se acercaban.

Llegaron a una gran escalinata que descendía trazando un área suave, y solo después de bajar unos doce escalones, al alcanzar la zona que había debajo de la gruesa piedra que soportaba el peso del primer nivel, se empezaron a dar cuenta de lo enormes que eran la escalinata y el complejo. Bajo sus pies se abría la gigantesca caverna, apuntalada con contrafuertes de más de treinta metros de alto que subían desde el lejano suelo como enormes y estoicos centinelas. Había dos filas de pilares gigantes que soportaban una sección inferior de la vasta sala dividida en varias partes, cada una decorada con miles de relieves y símbolos grabados.

Tras descender otros doscientos pasos, acercándose ya al suelo, vieron que la escalinata continuaba hacia niveles inferiores. Dor’crae les indicó que debían seguir bajando.

—¡No puedes pedirme que atraviese este lugar sin echar un vistazo! —protestó Athrogate, alzando la voz más de lo que era conveniente.

El eco resonó a su alrededor una y otra vez.

—Podemos volver en otra ocasión, buen enano —dijo Dahlia.

—¡Bah! —bufo Athrogate.

—Athrogate…, mira allí —dijo Jarlaxle, señalando con una varita hacia la pared más cercana.

Cuando los otros miraron en la dirección que había indicado, Jarlaxle activó la varita, y su magia iluminó la zona en cuestión. Incluso Valindra dejó escapar un gritito de sorpresa y asombro al ver aquello.

La pared había sido tallada y coloreada con distintos tipos de metal, joyas y pintura, hasta formar un retrato gigante del dios Moradin, de diez veces el tamaño de un enano mortal. El Forjador de Almas tenía el hombro protegido tras un escudo enjoyado, mientras que en la otra mano sostenía un gran martillo de guerra a la espalda. La expresión de su rostro barbudo parecía una mezcla entre sed de sangre, sed de batalla y disposición para enfrentarse y derrotar a cualquier enemigo.

Jarlaxle bajó la vista hacia Athrogate, que estaba de rodillas, cubriéndose la cara con las palmas de las manos mientras trataba de controlar la respiración entrecortada.

Después de un rato siguieron adelante; bajaron nivel tras nivel, recorrieron pasadizos anchos y también estrechos, y atravesaron grandes salas y modestas estancias. Durante un largo trecho, la única alteración presente en la gruesa capa de polvo que se había ido asentando en aquel lugar fueron sus propias pisadas, y así fue hasta que llegaron a una resistente puerta de piedra que había sido bloqueada con una barra de hierro por aquel lado.

—Aquí es donde acaba la ciudad propiamente dicha —explicó Dor’crae, haciéndole un gesto a Athrogate para que quitara las barras que bloqueaban la puerta—. Las zonas que hay más allá están menos trabajadas y dan a las minas. Hay un único camino que lleva a la forja.

—¡Ah!, pero me gustaría cerrarla detrás de nosotros —dijo Athrogate cuando quitaron la última barra—. No me gustaría ser el que dejara Gauntlgrym abierta para cualquiera que recorra las profundidades.

—Cuando nos marchemos, volveremos a cerrar la puerta —le aseguró Dahlia.

Notaron el cambio de atmosfera en el momento mismo en que cruzaron la puerta. Aunque antes los había acompañado un silencio fantasmal, únicamente roto por el sonido de sus pisadas (e incluso entonces lo habían amortiguado la gruesa capa de polvo y el aire viciado), al otro lado de la puerta de piedra había ruidos: crujidos, gemidos, piedras rozando unas con otras. Antes se habían movido con las temperaturas agradables que reinaban en la Supraoscuridad, pero allí, la temperatura había subido bastante, además del nivel de humedad. Las escaleras de piedra estaban húmedas, resbaladizas y tenían un color más oscuro que el resto de la ciudad, cubierta por un gris polvoriento y apagado.

Siguieron adelante, a pesar de que la inestabilidad del terreno los obligaba a ir despacio y a bajar la escalera con cuidado. Dahlia y Valindra hablaban de la repentina humedad —casi parecía que estuvieran caminando bajo una neblinosa lluvia de primavera—, y la elfa preguntó cómo era eso posible, pero nadie le ofreció una explicación.

Cuando llegaron al siguiente rellano, tras haber bajado unos doscientos escalones o más, el pasillo se dividía en tres. Uno de los desvíos estaba cubierto de roca labrada, mientras que los otros dos eran cuevas naturales o minas excavadas toscamente. Dor’crae dudó ante lo que parecía la elección más obvia: el pasadizo de roca labrada.

—Estamos cerca —les aseguró a sus compañeros.

—Escuchad —dijo Jarlaxle, inclinando la cabeza.

—No oigo nada —respondió Athrogate.

—Yo sí —dijo Dahlia—. Fraguas. La forja, a bastante distancia.

—Llévanos hasta allí —le pidió el enano a Dor’crae—. La forja de Gauntlgrym…

A pesar de sus dudas con respecto a que dirección seguir, el vampiro los condujo por el túnel de roca labrada, que los llevó a salas más amplias y túneles aún más largos. Pero, lo que era más importante, los condujo hasta una puerta cerrada tras un velo impenetrable de vapor.

—¡Por los Nueve Infiernos! —exclamó Athrogate.

Jarlaxle levantó su espada brillante e incluso intentó cambiar el color de la luz, pero no sirvió de nada. Se dirigió hacia un lateral de la sala, encontró otra puerta y la abrió, pero todas las cámaras parecían estar igualmente llenas de una neblina impenetrable. Y aún peor, descubrieron que el vapor estaba empezando a llenar los pasadizos por los que habían pasado.

—Este no es el camino —decidió Dor’crae, y los condujo de vuelta por donde habían venido, cerrando las puertas a su paso. Después de un buen rato, por fin llegaron a la intersección, y Dor’crae señaló uno de los túneles, cuyo aspecto era más natural y que parecía ir en la dirección correcta.

—Pensaba que lo habías explorado antes —refunfuñó Athrogate:

—No podría haber llegado a la forja y haber vuelto en tan poco tiempo si hubiera ido caminando —replicó el vampiro.

—¡Vaya!, qué respuesta tan inteligente —dijo el enano—. Cada vez me gustas menos, y pronto empezaré a necesitarte cada vez menos, ya me entiendes.

Jarlaxle se dio cuenta de que Dahlia lo miraba como si le estuviera pidiendo que interviniese, pero el drow encontraba bastante entretenido todo aquel asunto, y tampoco lamentaría demasiado la destrucción de un vampiro, así que se limitó a sonreírle.

El túnel se desviaba, pero no parecía ir en dirección descendente. Pasaron por muchos pasadizos secundarios y el lugar pronto se convirtió en un laberinto.

—Quizá deberíamos volver a acampar y dejar que Dor’crae lo solucione —dijo Dahlia, pero el enano siguió caminando.

Iba a repetir la sugerencia cuando Athrogate los llamó, y al alcanzarlo, se lo encontraron de pie frente a otra increíble puerta de mithril, esa vez de tamaño enano y aparentemente sin picaporte.

Athrogate repitió la rima Delzoun que había abierto las puertas principales del complejo y volvió a funcionar; la antigua puerta se abrió sin hacer un solo ruido.

Fue entonces cuando oyeron las fraguas de Gauntlgrym, los fuegos furiosos y gruñones, aunque Jarlaxle no tenía ni idea de como podían seguir encendidas. Más allá de la puerta había una estrecha escalera que descendía. No estaba tan oscuro como antes, sino que se veía el fulgor anaranjado de algún fuego lejano.

Athrogate ni siquiera pestañeó; se lanzó escaleras abajo con tal rapidez que los demás, salvo Dor’crae, tuvieron que correr para alcanzarlo.

—Enseguida estoy con vosotros —dijo Dor’crae cuando Dahlia se volvió a mirarlo—. Hay otro pasadizo que me gustaría inspeccionar.

Ella asintió y salió corriendo para unirse al grupo, mientras el vampiro iba en la dirección opuesta.

Dor’crae se dio la vuelta, pero no se alejó. En su lugar, sacó la gema en forma de calavera y la dejó en un rincón protegido junto a la puerta, donde nadie esperase encontrarla. Se quedó mirándola con cara de pena, preguntándose, y no por primera vez, si había sido prudente aliarse con gente tan peligrosa. Pero Dor’crae volvió la vista hacia la escalera y pensó en Dahlia y el diamante solitario que llevaba en la oreja derecha, el que representaba a su último amante.

¿Acaso le había dejado elección?

Bajó la vista hacia la gema.

—Escaleras abajo, Sylora —susurró.

Se detuvo sólo un instante más antes de alejarse para alcanzar al resto del grupo.

Apenas el vampiro se hubo alejado un poco, los ojos de la gema comenzaron a emitir nuevamente un brillo carmesí y el artefacto cobró vida con el alma de Sylora. Poco después, hizo más que eso: empezó a emitir una niebla mágica que adoptó la forma de la gran dama de Thay.

Una vez que ella hubo pasado, abrir una puerta para sus servidores no fue demasiado difícil.