5
UN DROW Y SU ENANO
S
i no hubiera sido por los dos manguales que llevaba cruzados a la espalda, con las cabezas de cristalacero balanceándose a cada paso, Athrogate bien podría haber pasado por diplomático y no por guerrero a los ojos de los viandantes. Llevaba el espeso cabello negro bien cuidado, y la larga barba recogida en tres prolijas trenzas adornadas con brillantes piedras de ónice. Llevaba otro ónice —uno mágico— engastado en un aro en la cabeza, y su ancho cinturón teñido de negro le otorgaba una gran fuerza. Las botas negras que calzaba tenían marcas de mil montañas y caminos. El resto de su ropa era de corte elegante y tenía un estilo impecable: pantalones de terciopelo gris oscuro, una camisa color burdeos y un coselete de cuero negro que le servía también como arnés para las poderosas armas que llevaba sujetas a la espalda.
Se lo veía a menudo por Luskan, y su misteriosa relación con los elfos oscuros era el secreto peor guardado de la Ciudad de las Velas. Aun así, Athrogate recorría las calles abiertamente y con frecuencia, aparentemente solo. Además, no había nada que le gustara más que una buena pelea, aunque últimamente le había costado encontrar tal entretenimiento, ya que su compañero no lo aprobaba.
Se dirigió hacia la esquina de un edificio que estaba frente a su taberna favorita, La Mordedura del Tiburón, un nombre adecuado para cualquiera que hubiese probado su provisión privada de Revientabuches. En la esquina de un callejón, Athrogate apoyó la espalda contra el muro y saco una enorme pipa curvada que comenzó a cargar.
Ya llevaba un rato fumando, formando con el humo anillos que flotaban lentamente por la calle, cuando una elfa impresionante salió de La Mordedura del Tiburón y se detuvo cerca de un grupo de borrachos, quienes, a su vez, empezaron a lanzarle comentarios sugerentes y obscenos.
—Entonces, ¿la ves? —dijo entre dientes el enano, todavía con la pipa en la boca.
—Es difícil no verla —contestó una voz entre las sombras que tenía detrás.
Con el sugerente corte de su falda, las botas altas y negras en esas piernas bien torneadas, el amplio escote de su blusa y la llamativa trenza negra y roja, sus palabras se quedaban cortas.
—Sí, y me apuesto lo que quieras a que uno de esos imbéciles irá a por sus joyas. Y, bueno, entonces sabrán en menos que canta un gallo que sus palos suenan como tambores sobre un cráneo.
La voz entre las sombras dejó escapar un suspiro.
—Nunca envejece, ¿verdad? —preguntó Athrogate, bastante satisfecho de si mismo.
—Nunca fue joven, enano —respondió, y Athrogate soltó una de sus risotadas.
—Quizá algún día llegue a seguir el hilo de tus pensamientos. Ese día, me temo, tendré que suicidarme.
—¿Y qué hay que saber? —preguntó Athrogate—. Uno de ellos se propasará, y ella acabará con todos.
En ese instante, uno de los borrachos dio un paso hacia la elfa y extendió las manos para tocarle el trasero. Ella lo esquivó limpiamente y sonrió, agitando el dedo índice y advirtiéndole que se marchara.
Pero él insistió.
—Se acerca el momento —predijo Athrogate.
Daba la impresión de que el hombre había caído sobre ella, envolviéndola en un abrazo, al menos desde la posición estratégica que ocupaban el enano y su compañero; pero cuando el enano empezaba a congratularse de haber tenido razón, la voz entre las sombras señaló que el borracho estaba de puntillas. Este comenzó a girar lentamente, y la mujer hizo lo mismo hasta ponerse de espaldas a la calle. La elfa le había dado la vuelta al bastón y había lanzado un golpe ascendente; encajándole la punta bajo la barbilla, le había obligado a enderezarse hasta que había quedado de puntillas.
Aun así, seguía sonriendo dulcemente mientras le hablaba con un tono de voz tan bajo que sus compañeros no parecían orla; además, había colocado al rufián en el ángulo apropiado para que estos no pudieran ver el bastón. Lo dejó libre y se apartó unos pasos, tras lo cual el hombre se tambaleó y a punto estuvo de caer, por lo que volvió a avanzar para cogerlo de la barbilla mientras tosía para acompañar las carcajadas de sus amigos.
—¡Bah!, pensé que les iba a dar una tunda a todos —rezongó Athrogate.
—Es demasiado lista para eso —dijo la voz en la oscuridad—. Aunque, si ahora la persiguieran, estaría más que justificado que hiciera buen uso de esa arma suya.
Sin embargo, no hubo tal persecución, y la elfa subió calle arriba, hacia donde estaba Athrogate.
—Te ha visto —comentó la voz.
El enano hizo otro anillo de humo y cruzó el callejón, siguiendo su camino tras haber cumplido con su cometido.
La elfa fue hacia donde había estado el enano, y echando un rápido y disimulado vistazo a ambos lados, se deslizó al interior del callejón.
—Jarlaxle, supongo —dijo.
El drow estaba de pie frente a ella, con su enorme sombrero de ala ancha adornado con plumas, sus pantalones de color morado, su flamante camisa blanca abierta, que le dejaba el pecho de piel negra al descubierto, y su colección de anillos y otros accesorios brillantes.
—Me gusta tu sombrero, lady Dahlia —respondió Jarlaxle, haciendo una reverencia.
—Quizá no sea tan ostentoso como el tuyo —dijo Dahlia—, pero llama la atención de todos aquellos a los que quiero distraer.
—Osten… —tartamudeó Jarlaxle, como si se sintiera herido—. Tal vez yo use el mío para distraer la atención de aquellos a los que quiero hacer daño.
—Yo tengo otros métodos para hacer eso. —Dahlia fue rápida en su respuesta, lo cual hizo sonreír a Jarlaxle.
—Tienes un compañero algo peculiar —continuó Dahlia—. Un drow y un enano, codo con codo.
—No somos ni mucho menos corrientes —le aseguró Jarlaxle. Volvió a sonreír, al acordarse de otra pareja que conocía, drow y enano, que habían ido forjando una increíble amistad a lo largo de muchas décadas—. Pero sí, Athrogate es una extraña criatura, eso seguro. Quizá por eso lo encuentro tan interesante, e incluso entrañable.
—Sus palabras no condicen con su atuendo.
—Si es que las risotadas se pueden considerar palabras —respondió Jarlaxle—. Créeme cuando te digo que lo he conseguido civilizar mucho más de lo que esperaba. Ahora es mucho más refinado.
—Pero ¿lo has domesticado?
—Imposible —le aseguró Jarlaxle—. Podría luchar contra un titán él solo.
—Nos vendrá bien.
—Eso me ha contado Athrogate, y también que has encontrado un lugar repleto de tesoros enanos, su antigua patria.
—Pareces escéptico.
—¿Por qué ibas a acudir a mí? ¿Por qué una elfa querría aliarse con un drow?
—Porque necesito aliados en esta empresa. Es un camino peligroso, además de subterráneo. He estudiado los poderes existentes en Luskan y, al parecer, los elfos oscuros son más fiables que los Grandes Capitanes, o los piratas. Eso hace que sólo quedes… tú.
Jarlaxle seguía sin parecer muy convencido.
—Porque el lugar está plagado de fantasmas enanos —reconoció Dahlia.
—¡Ah! —dijo el drow—. Entonces, principalmente necesitas a un enano, uno que pueda hablar con sus ancestros y mantener a las hordas a distancia.
La elfa se encogió de hombros, sin negarlo.
—Te ofrezco el cincuenta por ciento del botín —dijo—, que espero sea considerable.
—¿Qué cincuenta por ciento?
Esa vez fue Dahlia la que lo miró, confundida.
—¿Tú te quedas con el mithril y yo me llevó una montaña de monedas de cobre? —se explicó Jarlaxle—. Me quedaré con el cincuenta, pero de lo que yo prefiera.
—Uno a uno —replicó Dahlia, refiriéndose a alternarse en la selección del botín.
—Yo escojo primero.
—Yo segunda, y tercera.
—Segunda y cuarta.
—¡Segunda y tercera! —exigió Dahlia.
—Que tengas un buen viaje —respondió Jarlaxle, tocándose la punta del sombrero y comenzando a alejarse.
—Está bien; segunda y cuarta —cedió la elfa cuando no se había alejado ni tres pasos.
»Sí, te necesito —admitió cuando el elfo se dio la vuelta para mirada—. He tardado meses en descubrir ese lugar, y he pasado varias semanas más haciendo una criba con mi principal candidato a guía.
—¿Principal candidato? —dijo Jarlaxle.
—Principal candidato —repitió Dahlia, que observó la misma expresión dubitativa de antes en el rostro de Jarlaxle.
—¿No será Borlann el Cuervo? —preguntó Jarlaxle con un resoplido burlón—. ¿De veras crees que alguien con tanto atractivo como tú puede pasar inadvertido en esta ciudad?
—Borlann colaboró en la búsqueda, pero jamás fue el objetivo —respondió Dahlia—. Antes me llevaba a esos borrachos que hay calle abajo. —Le devolvió la sonrisa traviesa al drow—. No te tiene en gran estima, por cierto, ni a tus muchos camaradas de piel oscura. Se enorgullece enormemente de haberos expulsado de la Ciudad de las Velas.
—¿Y tú lo crees?
La elfa no contestó.
—¿Crees que he sido expulsado de la misma ciudad en la que estoy ahora? —se explicó Jarlaxle—. ¿O que mis… asociados temen la ira de Borlann el Cuervo o de cualquiera de los Grandes Capitanes? ¿O que todos ellos pueden unirse contra nosotros, cosa que, por cierto, jamás harían? No será necesaria una suma muy grande de dinero para sobornar a un par de ellos y que se volvieran contra los otros tres, o a tres contra los otros dos, o a los cuatro contra Borlann, si fuera eso lo que quisiéramos. ¿Acaso tú, que afirmas haber descubierto los secretos de Luskan, lo dudas?
Dahlia pensó en lo que le había dicho Jarlaxle durante un instante y respondió:
—Aun así, por la información que he podido reunir, sé que los drows escasean en la ciudad en los últimos tiempos.
—Porque ya la hemos usado. Hace tiempo que hemos despojado a Luskan de todos los tesoros que nos interesaban. Permanecemos entre las sombras, ya que la ciudad sigue siendo una valiosa fuente marginal de información. Algunos barcos todavía fondean aquí, provenientes de todos los puertos de la Costa de la Espada.
—Así que Borlann el Cuervo y los otros Grandes Capitanes son los que ostentan realmente el poder, después de todo.
—Si nos beneficia el hecho de que así lo crean, pues bien está.
Jarlaxle se dio cuenta de que esa respuesta había conseguido, por primera vez, hacer que Dahlia se inquietara, aunque lo disimuló muy bien. Tendría que jugar sus cartas con cuidado. Ella tenía otros motivos, y no quería espantarla haciéndole pensar que se iba a ver implicada en asuntos que no eran de su interés. No obstante, la elfa lo intrigaba, y el simple hecho de que hubiera engatusado a Athrogate para llevarla hasta él le hizo pensar que estaba muy bien preparada… para cualquier cosa que hiciera.
—Los intereses de mis asociados en Luskan son poco importantes en estos tiempos —le aclaró—. Tienen una red muy amplia y apenas representa esfuerzo alguno.
—¿Tienen?
—Tenemos, cuando me resulta útil —respondió Jarlaxle.
—¿Y qué hay de mi propuesta?
El drow se quitó su gran sombrero e hizo una reverencia.
—Jarlaxle a tu servicio, querida dama —dijo.
—Jarlaxle y Athrogate —lo corrigió Dahlia—. Lo necesito más a él que a ti.
Jarlaxle se enderezó y se enfrentó a su mirada severa con una sonrisita maliciosa.
—Lo dudo.
—No lo hagas —dijo, y salió del callejón.
La sonrisa de Jarlaxle se hizo más grande al observar cuidadosamente sus seductores movimientos mientras ella se alejaba.
—El poder podría residir en los montes del oeste —le dijo Sylora a Szass Tam—. Los temblores son cada vez mayores. Existe un gran peligro, y muchas posibilidades, de que se encuentre allí.
—¿Has hablado con nuestro agente?
Sylora sacó el espejo que llevaba a todas partes y lo levantó; cerró los ojos y usó su magia escrutadora una vez más. La lustrosa superficie se volvió opaca, como si en su interior hubiera niebla, y solo quedó libre un pequeño círculo en el centro del cristal. Ya no mostraba el reflejo del anillo de pavor, sino una imagen clara de un único objeto, un cristal con forma de calavera.
—La gema con forma de calavera es mucho más que una filacteria —le explicó Sylora—. Me sirve como canal de comunicación con nuestro agente y, cuando llegue el momento, de mi viaje como guía.
—¿Deseas marcharte de inmediato?
—Hubiera sido mejor que fuera yo, en vez de Dahlia —respondió la hechicera thayana.
—¿Me estás cuestionando?
—Neverwinter está plagada de netherilianos.
—Un culto del advenedizo Asmodeus ha acudido, a petición mía, para… causarles problemas.
—Pero no para vencerlos. Hay un Anillo de Pavor que crear, forjándolo con los secretos que Dahlia pretende revelar, un poder que originara una catástrofe incontrolable y de exquisita belleza.
—Entonces, Dahlia tiene aun más mérito —le recordó Szass Tam—. Fue ella la que identificó las señales del peligro que se aproximaba y fue a aprovecharlas.
—La situación le viene grande —insistió Sylora.
Apenas podía ver a Szass Tam a través de la nube de cenizas en el interior del Anillo de Pavor —algo bueno, dado el espantoso aspecto que tenía el archimago lich—, pero le daba la impresión de que era indiferente a su excitación.
—Dahlia no esta sola —le aseguró Szass Tam—. Cree que lo está, y eso nos beneficia. Espero que no nos necesite en absoluto para cumplir con su misión. Pero tú la vigilarás y sabrás lo que está ocurriendo, para poder… ayudarla en caso necesario.
—¿Debo, entonces, partir hacia el Bosque de Neverwinter, como hablamos? —preguntó Sylora.
La hechicera thayana no quería seguir insistiendo. Sabía cuando Szass Tam había tenido suficiente y también que discutir con él era una manera segura de recibir una invitación a su oscuro reino… como esclavo.
—Todavía no —dijo—. El culto, los ashmadai, mantendrán ocupados a nuestros amigos netherilianos. El premio más importante saldrá del trabajo de Dahlia, así que me gustaría que averiguaras todo lo que pudieras, tanto con tu trabajo aquí, en nuestras bibliotecas, como contactando regularmente con tu agente. Es algo de importancia capital. Si tenemos éxito, obtendremos otro anillo de pavor, uno mejor, y surgirá en gran parte gracias a los sufrimientos de esas antiguas reliquias, los netherilianos.
—¿Es esa mi misión?
—Lo es.
—¿Y mis méritos? —insistía la hechicera.
—¿En tu rivalidad con Dahlia? —respondió Szass Tam con una risita maliciosa que termina bruscamente mientras seguía hablando en un tono mucho más severo—. Dahlia fue la que sospechó que había un vínculo entre la creciente catástrofe y la caída de la Torre de Huéspedes del Arcano, no tú. Su actuación ha sido increíble, aunque te duela admitirlo. Te sugiero que lo hagas igual de bien, en favor de nuestra gran causa y de tu propio bienestar. Te he otorgado esta posibilidad de redimirte y alcanzar la excelencia dada tu historia con Dahlia; si hay alguien en Faerun que sé que vigilará todos sus movimientos, eres tú.
»Pero me sirves a mí, Sylora —le recordó Szass Tam—. Sirves a mis propósitos, y no a los tuyos porque, te lo aseguro, si no es así, encontrarás rápidamente tu fin. Mi deseo es que Dahlia tenga éxito, y tú trabajarás con ese objetivo. Nuestros enemigos son los shadovar.
El tono de su voz no invitaba al debate.
—Sí, omnipotencia —respondía Sylora, bajando la cabeza en una breve reverencia.
El único consuelo de Sylora, entonces, era que Dahlia era demasiado joven e inexperta, aparte de entregada, como para tener éxito en la facilitación de la requerida catástrofe. La maga albergaba la muy fundada esperanza de tener que acudir al rescate de la victoria de Szass Tam en el oeste. Esperaba que entonces el archimago lich fuera capaz de ver las verdaderas limitaciones de aquella maldita elfa.
—¿Borboy?, ¿de veras? —preguntó Athrogate por décima vez, riendo, desde que Jarlaxle había visto a Dahlia entrar en la fortaleza del gran capitán Borlann.
La estrecha torre de piedra, conocida como el Nido del Cuervo, había sido construida recientemente en la isla de Closeguard, de Luskan, donde el río Mirar iba a desembocar en el mar Impenetrable.
Jarlaxle seguía regocijándose con el mote peyorativo que tantos en Luskan le habían puesto al gran capitán Borlann. Ostentaba el título de su padre, y tenía la mágica Capa del Cuervo, que había pertenecido a su abuelo Kensidan. Pero ahí se acababan las semejanzas, al menos así lo decían los viejos lobos de mar que rondaban por los callejones de Luskan.
—Es un enclenque flacucho —comentó Athrogate.
—Al igual que Kensidan —respondió Jarlaxle—, sólo que el abuelo poseía un carisma capaz de llenar una habitación.
—Sí, lo recuerdo. Era un viejo pájaro resistente. ¡Buajajá! Pájaro, ¿eh?
—Ya te había entendido.
—Entonces, ¿por qué no te ríes?
—Adivina.
El enano meneó la cabeza y murmuró algo sobre encontrar un compañero que tuviera más sentido del humor.
—¿Crees que se estará acostando con él? —preguntó Athrogate después de un rato.
—Dahlia utiliza todas las armas que tiene a su disposición, estoy seguro.
—Pero ¿con ese? ¿Borboy?
—Espero que no te estés poniendo celoso por una elfa —comentó Jarlaxle, enarcando las cejas.
—¡Bah! —resopló el enano—. No es nada de eso, zoquete.
Athrogate puso los brazos en jarras mientras hacía una pausa y miraba hacia una ventana iluminada por una vela, en lo alto de las paredes cubiertas de musgo del Nido del Cuervo. Después dejó escapar un pequeño suspiro.
—Aun así, tendría que estar muerto para no ver en ella la diversión y la lucha.
Jarlaxle esbozó una sonrisita irónica, pero lo dejó estar. Se quedó vigilando la torre igual que el enano. Pasó un largo rato sin que nada pareciera fuera de lugar, hasta que se oyó un grito proveniente de la ventana que parecía el chillido excitado de un cuervo gigante. El enano y el elfo avanzaron un paso, observando con mayor atención aquella ventana solitaria…, pero alguien apagó la vela rápidamente. Se veían hombres corriendo por todo el complejo, y se oyeron otros dos gritos al mismo tiempo que la ventana se iluminaba con una serie de destellos blanquiazules, como si fueran rayos.
A continuación se oyó otro chillido aun más alto, hubo un destello, todavía más brillante y un ruido atronador que hizo temblar la tierra bajo sus pies. La ventana estalló hacia fuera y comenzaron a caer cristales y… plumas negras.
Athrogate emitió un ruido extraño, como si tragara saliva, y luego una gran risotada. Al otro lado de la calle, un pájaro negro gigante saltó por la ventana, desplegó las alas y planeó por encima del complejo, después sobre las aguas y, finalmente, cayó al suelo en picado a los pies de Jarlaxle y Athrogate.
Antes de que ninguno de los dos pudiera decir una palabra, el disfraz de cuervo volvió a transformarse en una hermosa y lustrosa capa que dejó al descubierto a su nuevo propietario.
—Vámonos, deprisa —les dijo Dahlia, que pasó junto a ellos mientras se toqueteaba uno de los pendientes que llevaba en la oreja derecha—. Borlann era una molestia menor, pero los tentáculos asesinos de su Casa son largos.
—¿Deprisa… adónde? —preguntó Athrogate, pero Dahlia no aminoró el paso.
—Illusk —respondió Jarlaxle antes de que ella pudiera hacerlo, y echando la vista atrás, hacia el complejo, el drow se puso en marcha y se llevó al enano consigo—, y la ciudad subterránea.
Athrogate, algo aturdido, murmuró, masculló, soltó una risita y finalmente comentó:
—¡Apuesto a que Borboy habría preferido que te hubieras marchado ayer!
Korvin Dor’crae caminaba de un lado a otro en la habitación decorada de Valindra Shadowmantle. Se detuvo y se quedó mirando fijamente un gran espejo, imaginándose el reflejo que antaño había visto en superficies semejantes, intentando utilizar los recuerdos de su vida pasada como distracción.
No funcionó.
Pronto volvió a pensar en Dahlia, esperando su regreso junto a Jarlaxle y el enano. Había ido a visitar a Borlann el Cuervo, su nuevo diamante, su nuevo amante. Dor’crae no estaba en absoluto celoso. No daba importancia a asuntos tan nimios como el sexo, aunque la promiscuidad de la elfa tenía consecuencias para él.
El vampiro se pasó la mano por los cabellos negros y pudo imaginar perfectamente el reflejo del movimiento en el espejo, aunque, por supuesto, este no mostró ninguna imagen. Borlann era el décimo amante de Dahlia —al menos, que él supiera—, y todos ellos estaban identificados: dos en su oreja derecha, Borlann y Dor’crae, y ocho en la izquierda. Entre los thayanos, Dahlia había recibido muchos apodos, la mayor parte relacionados con una cierta especie de araña conocida por aparearse y después comerse al macho, aunque no todos los diamantes de la oreja izquierda de Dahlia representaban machos.
Dahlia, sin embargo, no asesinaba a sus amantes. No, los retaba a un combate justo y después los destruía por completo. Cuando Dor’crae había comenzado su aventura amorosa con la elfa, ya era plenamente consciente de ello, y confió en poder derrotarla llegado el caso. De hecho, había albergado la idea no solo de derrotarla, sino de llegar a convertirla en una servil vampiresa.
Sin embargo, sus conocimientos habían aumentado desde entonces. Había luchado con Dahlia mentalmente mil veces, la había visto entrenarse con la Púa de Kozah y había sido testigo de dos de las peleas con sus antiguos amantes. Y, más que eso, había llegado a apreciar la astucia de la guerrera elfa.
No podía vencerla, y lo sabía. Cuando Dahlia tuviera bastante, cuando decidiera seguir adelante, ya fuera por conveniencia o para enviarle un mensaje a Szass Tam, o se cansara de él, le esperaría el olvido.
—Tu amiga ha vuelto —dijo Valindra, sacando a Dor’crae de sus cavilaciones.
Se volvió y se quedó mirando hacia la puerta, esperando que la lich se refiriese a Dahlia. Sin embargo, al no ver a nadie, volvió la vista hacia Valindra, que dirigió la mirada hacia la gema en forma de calavera que estaba vacía, su propia filacteria, que había llegado a tener un uso totalmente distinto para el vampiro.
Los ojos de la gema emitían un brillo rojo.
Dor’crae, presa de una gran agitación, volvió la vista hacia la puerta y, de haber podido respirar, habría contenido el aliento.
—Ya viene —le susurró al espíritu que ocupaba el interior de la gema—. Trae a nuestros aliados para el viaje hacia la fuente de poder.
Los ojos de la calavera brillaron más intensamente.
—Szass Tam está vigilando —respondió una voz femenina, que sonaba metálica y débil a través del conducto mágico—. No está dispuesto a permitir que se nos escape esta oportunidad.
—Lo comprendo —le aseguró Dor’crae.
—Él le echará la culpa a uno, y yo al otro —le aseguró la voz de Sylora.
—Entiendo —respondió diligentemente el vampiro, justo antes de que los ojos flamígeros se apagaran.
Dahlia entro en la habitación y, tan pronto como Dor’crae la vio, se fijó en la nueva disposición de sus pendientes: nueve a uno. Valindra también vio entrar a Dahlia, pero más que nada por la presencia del drow y el enano, que la seguían a poca distancia. La lich siseó débilmente cuando apareció Athrogate, pero consiguió mantener la compostura lo suficiente como para darle la bienvenida a Jarlaxle.
—Ha pasado mucho tiempo, Jarlaxle —dijo—. Me siento sola.
—Desde luego, mucho tiempo, querida dama, pero los negocios me han mantenido alejado de vuestra hermosa ciudad.
—Siempre son los negocios.
—A ver si te mueres ya, cosa putrefacta —masculló Athrogate, aquí en evidentemente no le inspiraba mucho afecto Valindra.
—¿Supone esto un problema? —le preguntó Dahlia a Jarlaxle—. Ya sabíais que Valindra nos acompañaría.
—Mi pequeño amigo no les tiene un particular aprecio a los no muertos —respondió Jarlaxle.
—Es antinatural —murmuró el enano.
Jarlaxle miró a Dor’crae y le preguntó a Dahlia:
—¿Es este tu socio?
—Korvin Dor’crae —respondió ella.
Jarlaxle estudió al vampiro durante un instante antes de sonreír, comprendiendo.
—Y este es mi socio, Athrogate —le dijo a Dor’crae—. Seguro que os llevaréis estupendamente.
—Sí, sí, encantado, y todo eso —añadió Athrogate, haciendo un escueto gesto con la cabeza. El enano volvió a mirar otra vez a Valindra con expresión sombría, lo cual reveló que, muy probablemente, no se había percatado de la verdadera naturaleza del vampiro.
—Partamos cuanto antes —dijo Dahlia.
La elfa se dirigió hacia Valindra para conducirla a la otra salida mientras hacía gestos a Jarlaxle y Athrogate para que fueran en cabeza.
Tan pronto como hubieron salido todos, Dor’crae comenzó a guiarlos, pero dando un rodeo para pasar junto a la gema en forma calavera. Se la metió silenciosamente en el bolsillo y los ojos brillaron cuando lo hizo, revelándole que su aliada invisible estaba todavía allí, en el bolsillo extradimensional de la filacteria. El vampiro hubiera jurado que la gema inanimada le sonreía mientras desaparecía entre los pliegues de su ropa.