21

LA HERENCIA, EL DESTINO

D

rizzt se apoyó contra la pared de una oquedad defensiva que había en el corredor de algo más de tres metros de ancho. Dahlia estaba del lado opuesto, en un hueco similar. Oyeron la persecución y supieron que eran los secuaces elementales del primordial. El drow volvió a mirar al otro lado, donde el corredor se abría a una estancia cuadrada, cuya puerta estaba demasiado destrozada como para usarla para detener a las bestias que los perseguían.

—¡Deprisa! —susurró Drizzt a Bruenor y a los demás.

Bruenor había identificado esa sala particular como el lugar donde estaba la primera instalación para uno de los cuencos mágicos, una de las conexiones mágicas con los zarcillos de la Torre de Huéspedes.

Drizzt echó una mirada a toda la extensión del corredor, a las muchas placas de metal, todas decoradas con diversas imágenes de enanos, y ninguna con una clave aparente que indicara cual podría ser la opción correcta. En ese momento, un ruido corredor abajo arrancó a Drizzt de sus cavilaciones. Miró a Dahlia y le hizo una señal afirmativa con la cabeza.

La mujer, que sostenía el bastón desmontable, le sonrió ansiosa, pero su sonrisa desapareció casi de inmediato. Alzó la mano y con los dedos hizo una serie de intricados movimientos.

Tu espada.

Drizzt miró la cimitarra que llevaba al cinto, Muerte de Hielo, y enseguida se dio cuenta de la causa de su preocupación. En el punto en el que la empuñadura de la espada tocaba la vaina, se veía una línea de luz azul. Muerte de Hielo tenía naturalmente una tonalidad azulada, y a menudo relucía con más fuerza, en especial cuando se enfrentaba a una criatura de fuego. Después de todo, la cimitarra era un arma hierro de escarcha, construida para combatir a criaturas de fuego, un arma ávida de la sangre de elementales de fuego.

Sin embargo, Drizzt jamás la había visto brillar antes de desenvainarla. Asió la empuñadura y al sacarla apenas un poco, su hueco en la piedra quedó inundado de luz azulada.

Volvió a deslizarla en la vaina y respiró hondo, diciendo para sus adentros que se debía sólo a la cercanía de la suprema criatura de fuego: el primordial.

Miró de nuevo a Dahlia y alzo la mano para responder, pero antes de hacerlo se dio cuenta de algo muy sorprendente e inesperado: Dahlia le había hablado en el intricado lenguaje drow de los signos. Drizzt jamás había conocido a nadie que no fuera drow que supiera usar ese lenguaje.

—¿Cómo conoces el código? —le preguntó por la misma vía.

La bonita cara de Dahlia se crispó mientras trataba, sin éxito al parecer, de seguir sus movimientos.

Hablas como un drow —le transmitió Drizzt con más lentitud.

Dahlia sostuvo la mano horizontal y la movió adelante y atrás, indicando que sólo tenía un conocimiento superficial de la lengua. Acabó con un gesto de humildad y un encogimiento de hombros.

De todos modos, Drizzt estaba impresionado. Muy pocos que no fueran drows y que no hubieran sido educados desde su más tierna infancia en la Academia, eran capaces de formar ni siquiera las palabras más rudimentarias en ese código tan complicado.

Corredor abajo, una puerta se abrió de golpe, y Dahlia se apretó más contra la pared, estrujando entre las manos el bastón mágico. Drizzt sacó una flecha de su carcaj encantado y la colocó en la cuerda de Taulmaril. Hincó una rodilla en tierra y al asomarse al corredor vio una multitud de salamandras de piel roja que se deslizaban hacia él.

—Deprisa, enano —dijo Jarlaxle, mirando nerviosamente hacia la puerta de la cámara—. Estoy seguro de que nuestros enemigos llegarán de un momento a otro.

Bruenor dio un sonoro resoplido y se quedó de pie con los brazos en jarras, mirando la pared lateral de la cámara. Había nada menos que diez placas metálicas en esa pared y otras tantas en la opuesta.

—Arráncalas todas —sugirió Athrogate.

Bruenor negó con la cabeza.

—Tengo que acertar. Las demás tienen trampa y, sin duda, producen la muerte.

Athrogate se había acercado a una de las placas mientras Bruenor hablaba, y ya se disponía a tirar de una, pero retiró la mano rápidamente y, tras respirar hondo, se volvió a mirar a Bruenor.

El rey señaló dos placas más debajo de donde estaba Athrogate.

—Esa.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy —dijo Bruenor, y Athrogate avanzó hacia donde le había indicado. Enganchó con los dedos el borde de la placa y tiró, pero no sucedió nada.

Se oyeron gritos en el pasillo.

Athrogate lo intentó otra vez, aplicando una fuerza considerable, pero la placa ni se movió. La soltó con un gruñido y dio un salto hacia atrás, escupió en ambas manos y se disponía a intentarlo otra vez cuando intervino Bruenor. El rey enano se acerco a la placa, alzó una mano y empezó a hablar en un idioma que sonaba como la lengua enana, tanto que a Athrogate le llevó un momento darse cuenta de que no entendía una palabra de lo que Bruenor estaba diciendo.

Bruenor dio un leve tirón a la placa de metal y la puerta del compartimento secreto se abrió.

—¡Por los Nueve Infiernos! —se quejó Athrogate.

—¿Guarda relación con la magia del trono? —se preguntó Jarlaxle en voz alta.

El drow se colocó rápidamente al lado de Bruenor para poner el cuenco en la base de aquel compartimento estrecho y profundo. Rebuscó un momento en su bolsa y sacó una pequeña ampolla, que le entregó al enano.

—Para activar la magia del cuenco… —empezó a decir el drow, pero Bruenor le impuso silencio, alzando una mano.

Podía hacerlo. No sabía cómo, pero conocía las palabras. Quitó el tapón de la pequeña ampolla y vertió el agua mágica en el cuenco, después, suavemente, empezó a menear el recipiente mientras canturreaba en voz baja.

El agua pareció aumentar de volumen y de forma al removerse en el interior del cuenco, como una figura humanoide de agua que se henchía de poder, y por un momento, dio la impresión de que el hecho de haberla sacado del plano donde habitaba la ponía furiosa.

Siguió creciendo hasta que se volvió demasiado grande para caber en la hornacina. Se derramó hacia el exterior y con su altura dominaba al enano. Jarlaxle retrocedió, y Athrogate le dio un grito de advertencia a Bruenor al mismo tiempo que sacaba sus manguales, aunque no sabía que daño podrían hacerle a semejante criatura.

Bruenor, sin embargo, se mantuvo impertérrito. Había sido el quien había hecho acudir a esa criatura gracias a la magia del cuenco, y mandaba sobre ella. Estiró la mano más allá del elemental como si este no le molestara más que una planta en una maceta, y deslizó el cuenco más hacia el fondo del hueco. Señaló el estrecho túnel y con su voluntad indicó al elemental que se replegase hacia la oscuridad, ya que en el otro extremo de aquel compartimento había un zarcillo abierto de la Torre de Huéspedes, un lugar pensado para que lo llenara una criatura como esa.

El elemental se debatió resistiéndose; unos apéndices gruesos, a modo de brazos, le brotaron a ambos lados, y con los enormes puños de agua quiso pegarle a Bruenor.

El enano se limitó a gruñir y a señalar, obligando al elemental a obedecer. En cuanto se retrotrajo al hueco, Bruenor cogió la placa de metal e hizo una pausa para estudiar los ruidos que se producían dentro de la hornacina, como el de las olas al romper en la costa.

Luego, respiró hondo, con gran alivio, al ver que la criatura realmente había obedecido su orden, y tras cerrar el hueco, se volvió y encontró a Jarlaxle montando guardia junto a la puerta.

—Debemos seguir nuestro camino —le gritó el drow, pero Bruenor negó con la cabeza.

—El segundo está aquí mismo —explicó, señalando la pared opuesta.

En el pasillo, el tumulto aumentaba.

—¡Oh, buen enano!, date prisa —dijo Jarlaxle, sacando un par de delgadas varitas y acercándose a la pared que había al lado de la puerta.

Una tras otra, Taulmaril, el Buscacorazones, disparó flechas que dejaban una estela de plata relampagueante al surcar el aire del corredor. Con una rodilla en tierra, Drizzt, asomándose desde su hueco defensivo, mantuvo su andanada todo el tiempo que pudo, derribando a un salamandra con cada disparo, a veces a dos con una sola de sus poderosas flechas, y en una ocasión, incluso a tres.

No obstante, las bajas parecían enfurecer aun más a las monstruosas criaturas, y Drizzt sabía que no podría derribarlas a todas. Luchaban por el primordial, por su dios. Los cadáveres se apilaron en el corredor, pero por encima de ellos se arrastraron más salamandras, y cuando el drow derribó también a estas, las rabiosas criaturas se valieron de una táctica diferente: empezaron a empujar los cadáveres hacia adelante en lugar de trepar por ellos.

El drow hizo un gesto de contrariedad y siguió disparando. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tensó la cuerda del arco todo lo que pudo y apuntó a la masa central. Las flechas relampagueantes abrieron agujeros en la pila y sacudieron los cuerpos, en algunos casos llegando a herir a los parientes del elemental que se refugiaban detrás.

A pesar de todo, la presión se mantenía, y Drizzt estaba a punto de dejar a Taulmaril y desenvainar sus espadas cuando un par de auténticos proyectiles relampagueantes surcaron el corredor desde detrás de él, sobresaltándolo, cegándolo temporalmente y obligándolo a refugiarse en el hueco. Se asomó apenas y echó una rápida ojeada en derredor que le permitió ver una mezcolanza de restos ennegrecidos y humeantes desde detrás de los cuales se arrastraban los salamandras para recomponer la muralla móvil.

Drizzt reanudó su eficiente trabajo con el mortífero arco. Detrás de él, desde la puerta de la cámara, Jarlaxle usó otra vez sus varitas, dirigiendo los proyectiles relampagueantes hacia lo alto para que rebotaran en el techo e hicieran impacto detrás de la pared de cadáveres de salamandras.

—¡Englóbalos! —gritó Drizzt, a falta de una palabra mejor.

—¡Aparta! —le respondió Jarlaxle, y Drizzt se retiró al interior del hueco.

Un globo de pasta verde pasó volando y cayó en el suelo, justo delante de la masa de cadáveres.

A pesar de todo, los salamandras seguían avanzando, abriéndose camino a través de su macabra fortificación y pasándole por encima. Una pared voladora de lanzas abría la marcha, dando saltos y botando por todo el corredor.

—¡Están cerca! —advirtió Dahlia desde el otro lado del pasillo.

—¡Seguid la línea! —gritó Jarlaxle desde la puerta, y un doble destello de relámpago pasó retumbando por delante de la pareja, sacudiendo las piedras.

—¡Ahora! —gritó Dahlia en cuanto hubieron pasado las ráfagas, dando un salto al centro del corredor.

Drizzt se unió a ella espadas en mano, y justo a tiempo para colocar a Muerte de Hielo delante de Dahlia y desviar un tridente que le habían arrojado.

Los monstruos avanzaron de tres en tres, propinando furiosos lanzazos al drow y a la elfa.

Drizzt movía las cimitarras en círculos, parando todos los golpes: a veces uno, a veces dos, dependiendo del blanco de la criatura del centro, pero la longitud de las lanzas y los tridentes le impedía seguir adelante después de parar los golpes. No quería abandonar su posición al lado de Dahlia. Juntos formaban una poderosa pared defensiva, y algo más que defensiva, se dio cuenta Drizzt, cuando empezaron a coger el ritmo. El apabullante bastón de Dahlia, a veces de una pieza y otras como bastón triple o como dos mayales, le permitía llegar a diversas distancias y contrarrestar golpes. Drizzt se dedicaba más a la defensa, parando con facilidad los ataques del salamandra que estaba directamente frente a él y ejecutando continuos bloqueos contra el que ocupaba el centro.

—¡Así! —gritó Dahlia, que aparentemente había entendido su intención.

La elfa dio un paso atrás mientras Drizzt avanzaba de un lado al otro, desviando lanza tras lanza y tridente tras tridente en rápida sucesión. El drow hacía su trabajo de pared a pared. Sus pies se movían con tal rapidez que se desdibujaban, lo mismo que sus manos, que manejaban las espadas desviando cualquier ataque, todos los ataques.

Volvió hacia atrás y hacia la izquierda, y oyó un chasquido a su lado. Otra encarnación de la sorprendente arma de Dahlia: cuatro trozos iguales de bastón unidos extremo con extremo en una línea, de tal modo que podía usarlos casi como un látigo, y con grandes resultados, como descubrió el salamandra que estaba más a la derecha de Drizzt cuando el bastón del extremo giró con fuerza y en un círculo perfecto y le abrió un agujero en la frente.

Todavía no había caído muerto cuando una lanza llegó volando desde la siguiente línea, pero Drizzt estaba allí para desviarla limpiamente mientras Dahlia recogía su bastón. Con rapidez, el drow se volvió hacia el otro lado, sin dejar ningún claro en la defensa que ambos habían montado.

—¡Por encima! —dijo Dahlia desde atrás.

Drizzt se agachó instintivamente mientras la elfa, usando su bastón para impulsarse, saltaba por encima de él, aterrizando suavemente de pie, demasiado cerca para que pudieran alcanzarla lanzas y tridentes. Sin embargo, nada más tocar el suelo, con su bastón en una pieza y difícil de manejar en distancias cortas, volvió a gritar:

—¡Por encima!

Su salto no había sido más que una distracción, y saltó de nuevo hacia atrás. Tres lanzas trataron de darle alcance, pero ninguna acertó el blanco.

Drizzt avanzó rápidamente, por debajo de Dahlia, apareciendo como de la nada en medio de los salamandras. Sus cimitarras salieron como centellas a izquierda y a derecha, y acabaron con un doble tajo devastador en el centro, sacando del camino a las bestias. A continuación, bloqueó una lanza que habían arrojado, y una segunda, y una tercera, y más criaturas provistas de escudos cargaron como si pretendieran arrastrarlo hacia atrás, hacia la cámara.

—¡Por encima! ¡Arco! —gritó Dahlia.

Drizzt no tenía muy claro cómo iba a funcionar aquello, pero no se paró a discutir. Simplemente dio una voltereta hacia atrás mientras Dahlia plantaba el extremo de su bastón junto a él y saltó por encima.

Drizzt proyectó su trayectoria hacia el hueco defensivo, envainó las espadas y preparó a Taulmaril, y al salir de la voltereta, de inmediato, colocó una flecha.

Dahlia no había bajado. Permanecía en lo alto, sujeta al extremo del bastón de dos metros y medio que tenía plantado en el suelo, y repartía patadas sin parar, de una manera impredecible y feroz, a sus enemigos. Incluso cuando conseguían interponer un escudo, ella se valía de él para apoyar el pie y mantener su posición elevada.

Y Drizzt empezó a disparar por debajo de ella y consiguió clavar sus flechas por la parte inferior del escudo alzado de uno, desgarrando el torso de la criatura, y atravesando limpiamente el escudo del que tenía al lado.

Dahlia lanzó un grito y dio una fuerte patada contra un escudo, echándose hacia atrás mientras las lanzas se alzaban hacia ella desde la parte posterior de la fila más próxima de las bestias. Bajo en una voltereta controlada junto a Drizzt con los ojos desorbitados.

—¡Corre y no preguntes! —le dijo, y antes de que él pudiera decir nada, salió corriendo hacia la cámara.

Otra flecha salió disparada, y luego otra, y Drizzt tuvo que retirarse al interior de la oquedad para evitar una lluvia de lanzas. Volvió a su sitio para derribar a algunos más, pensando en cubrir la retirada de Dahlia, pero cuando se replegó, vio que las filas de sus enemigos se adelgazaban y que los salamandras se hacían a un lado, pegándose a la pared para dejar un camino despejado.

Entonces vio Drizzt lo que había visto Dahlia desde lo alto, y las palabras que le había dicho la elfa, «corre y no preguntes», surgieron vívidas en su mente.

—¡Dos! —anunció Bruenor, deslizando el segundo cuenco en el fondo de una hornacina y cerrando la placa.

Desde detrás de la puerta metálica oyeron el ruido del agua al penetrar el elemental en los zarcillos de la Torre de Huéspedes. El enano hizo un gesto de satisfacción y declaró:

—¡Dos de diez!

—Date prisa y sigue adelante —lo instó Jarlaxle.

Las palabras casi sobraban dado el estruendo en el corredor justo al otro lado de la puerta destrozada. Los tres —Bruenor, Jarlaxle y Athrogate— se volvieron, y al mirar hacia allí, vieron que Dahlia entraba en la cámara dando un salto mortal. La elfa plantó su bastón a un lado y dio otra voltereta hacia el interior, apartándose a continuación hacia el lado opuesto de aquel donde estaban los tres.

—¿Qué…?

Fue todo lo que consiguió decir Bruenor antes de que una avalancha de llamas atravesara la puerta junto con una forma oscura, Drizzt, que era empujado por la mera fuerza de la explosión.

El drow aterrizó con una corta carrera cuando las llamas se disiparon, y miró a sus amigos mientras de su ropa salían hilillos de humo, con Taulmaril en una mano y Muerte de Hielo, que relucía ferozmente, en la otra.

—¡Vaya suerte! —dijo Drizzt con cara inexpresiva—. Tienen un dragón.

Bruenor abrió los ojos y la boca, y la misma cara de perplejidad puso Athrogate, y ambos lanzaron un aullido y corrieron a refugiarse en el fondo de la estancia mientras Dahlia corría para reunirse con ellos.

Jarlaxle, por si acaso, colocó otro proyectil relampagueante en la puerta abierta, y, por prudencia, lanzó otro globo mágico, pensando en frenar la persecución. Esa sustancia gomosa, como ventaja añadida, apresó a un trío de lanzas voladoras.

—Dos elementales en su sitio —le aseguró Jarlaxle a Drizzt cuando coincidieron vigilando la retaguardia de la retirada—. ¡Ocho más, y casi habremos terminado!

Drizzt no miró hacia atrás, sino que se fijó en Bruenor, que estaba en la salida del extremo más distante de la habitación, dispuesto a cerrar la pesada puerta.

—Ya me has oído cuando te he dicho que tienen un dragón —replicó el drow, y volvió a mirarlo meneando la cabeza.

—¡No es grande! —replicó el otro drow.

Drizzt seguía moviendo la cabeza con escepticismo cuando pasaron junto a Bruenor, que cerró tras ellos la puerta con un gran portazo. Cerca estaba Athrogate, con una pesada barra de hierro en la mano, y los dos enanos no tardaron en asegurar la entrada.

—¡He visto asar una vaca, he visto asar un venado —canturreaba Athrogate—, pero a fe mía, a punto estuve de ver un drow asado! Pero no hueles a asado, ni pareces tostado, y eso me lleva a preguntar: ¿eh, drow, qué tal? ¡Buajajá!

—Buena pregunta, si se hace sin seso —opinó Jarlaxle cuando el grupo reemprendió la marcha rápidamente.

Drizzt no respondió. Se puso a la cabeza, colgándose a Taulmaril del hombro y desenvainando su segunda cimitarra mientras marchaba.

—Esa maldita espada si que es buena —les comentó Bruenor a los otros tres al poco rato.

Muerte de Hielo… —dijo Jarlaxle, dándoles alcance.

—¿La maldita espada elimina las llamas? —preguntó Athrogate.

—En una ocasión la llevé conmigo y cabalgué sobre un dragón de fuego —explicó Bruenor.

—¿Un dragón de fuego? —preguntó Athrogate, al mismo tiempo que Jarlaxle, que iba un paso por detrás, articulaba en silencio esas mismas palabras.

—Sí, a punto estuve de cocerme.

El mercenario drow se limitó a sonreír e hizo un gesto admirativo con la cabeza. No era el quién para desmentir cualquiera de las portentosas historias que aquellos dos viejos aventureros, Drizzt Do’Urden y Bruenor Battlehammer, pudieran contar.

Sin embargo, su sonrisa se desvaneció cuando miró a Drizzt, que iba delante. En la mismísima manera de moverse del drow se advertía el trance en que se encontraba. Drizzt a menudo había parecido un luchador despreocupado, que participaba con gusto en la batalla, y eso le resultaba a Jarlaxle muy atractivo, pero lo que pudiera quedar de esa actitud displicente había cambiado, y de forma nada sutil. Tal vez pasara casi desapercibida para cualquiera que no supiera la verdad acerca de Drizzt Do’Urden, pero no para Jarlaxle. El cambio saltaba a la vista para él. Se excuso con los enanos y con Dahlia, y a grandes zancadas se acercó a Drizzt.

—Una batalla tras otra —comentó.

Drizzt asintió y no pareció molestarse en absoluto.

—Claro que todas valen la pena por el bien que podemos hacer aquí, ¿no te parece? —añadió Jarlaxle.

Drizzt lo miró como si no estuviera en su sano juicio.

—Me he pasado medio siglo buscando este lugar, lo he hecho por mi amigo —respondió.

—¿Y no te importa que el trabajo que estamos haciendo aquí pueda salvar una ciudad?

Drizzt se encogió de hombros.

—¿Has estado en Luskan últimamente? —preguntó.

Jarlaxle desechó aquel comentario e inquirió a su vez:

—¿Habrías venido aquí de no ser por Bruenor?

En los ojos de Drizzt hubo un destello de rabia, y Jarlaxle no esperó una respuesta. Se lanzó a por Drizzt y, cogiéndolo por la pechera de su chaleco de cuero, lo aplastó contra la pared.

—¡Vete a las redes de Lloth! —dijo—. ¡No trates de aparentar que te trae sin cuidado!

—¿Y a ti por qué te importa? —le respondió Drizzt con un gruñido, tratando de desasirse de las manos del otro.

Sin embargo, Jarlaxle estaba tan enfadado que aumentó aún más la presión.

—¿No ha habido nadie que haya cambiado algo? —preguntó, con la cara casi pegada a la de Drizzt.

Drizzt lo miró fijamente.

—Eso fue lo que dijiste, allá en el Cutlass. Así te describiste: «Alguien que no ha podido cambiar nada». —Jarlaxle cerró los ojos y finalmente lo soltó, apartándose de él—. ¿De verdad crees eso? —preguntó más calmado—. La verdad…, tu verdad. ¿Crees que nunca has cambiado nada?

—Tal vez no haya nada que cambiar —replicó Drizzt como si estuviera escupiendo cada palabra.

—Cambiar nada permanentemente, quieres decir.

Drizzt se quedó pensando un momento y al final aceptó la corrección con un gesto.

—¿Porque al fin y al cabo todos mueren? —prosiguió Jarlaxle—. ¿Catti-brie? ¿Regis?

Drizzt dio un bufido y negó con la cabeza, poniéndose otra vez en marcha corredor abajo, pero Jarlaxle lo sujetó por el hombro y volvió a empujarlo contra la pared. Su cara reflejaba tanta furia que la mano de Drizzt buscó instintivamente la empuñadura de la cimitarra.

—Jamás digas eso —le dijo Jarlaxle, lanzando saliva con cada palabra.

Drizzt introdujo sus manos a modo de cuña entre los brazos de Jarlaxle, y cuando el mercenario empezó a soltarlo, le dio un empujón.

—¿Y a ti por qué te importa? —inquirió Drizzt.

—Me importa porque fuiste tú el que escapó —respondió Jarlaxle.

Drizzt lo miró como si no tuviera la menor idea de lo que quería decir Jarlaxle.

—¿No lo entiendes? —prosiguió el mercenario—. Yo te observaba…, todos te observábamos. Cada vez que una madre matrona, o cualquier otra hembra de Menzoberranzan estaba presente, pronunciábamos tu nombre con rencor, prometiendo vengar a Lloth y matarte.

—Tuviste ocasión de hacerlo.

Jarlaxle continuó como si Drizzt no hubiera dicho nada.

—Pero cuando no estaban presentes, el nombre de Drizzt Do’Urden se pronunciaba con envidia, con respeto. No lo entiendes, ¿verdad? Tú ni siquiera reconoces como cambiaste las cosas para muchos de nosotros en Menzoberranzan.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque tú fuiste el que escapó.

—¡Estás aquí conmigo! —sostuvo Drizzt—. ¿Estás atado a la Ciudad de las Arañas por algo que no sean tus propios designios? ¿Por Bregan D’Aerthe?

—No estoy hablando de la ciudad, necio obstinado —replicó Jarlaxle, bajando el tono de voz.

Otra vez Drizzt lo miró, perplejo.

—Estoy hablando del legado —explicó Jarlaxle, con voz aún más baja al oír que se aproximaban los demás—. Del destino.