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A TRAVÉS DE LOS OJOS DE UN ANTIGUO REY

—F

ue pura suerte —insistió Dor’crae—. Había diez cuevas en las que podrían haber…

—Se trata de elfos oscuros en la Antípoda Oscura, imbécil —interrumpió Sylora—. Es probable que hayan descartado la mayor parte de las demás con solo olfatear las corrientes de aire.

Dor’crae se encogió de hombros y trato de responder, pero un gruñido de Sylora le aconsejó que guardara silencio.

—No dejaré que sujeten al primordial —insistió la hechicera thayana—. Su despertar sellará el destino de los netherilianos en el norte de la Costa de la Espada, cerrando así el Anillo de Pavor y asegurando mi victoria.

—Sí, mi Señora —dijo Dor’crae con una reverencia—. Son una fuerza formidable. La traidora Dahlia inspira terror incluso a los animosos ashmadai, y ese elfo oscuro, Drizzt, es una leyenda en todo el norte. Sin embargo, estamos hablando de un primordial, un ser divino encerrado. ¿Podría el propio Elminster, incluso en su momento de mayor apogeo, calmar a semejante bestia?

—Ya en una ocasión fue atrapado para servir a Gauntlgrym, y su encarcelamiento duró varios milenios.

—Una cárcel cerrada por la Torre de Huéspedes del Arcano, que ya no existe.

—Pero que irradia magia residual —le advirtió Sylora—. No dudes de que si hay una manera de reconstruir la prisión, el agudo Jarlaxle ya la habrá encontrado. Son una amenaza.

—Los ashmadai los persiguen —le aseguró Dor’crae—. Y gracias a mi reciente visita a Gauntlgrym os puedo asegurar que ha sembrado su lugar de reposo de guardas seguras, poderosas criaturas del plano del fuego que han respondido a su incoherente llamada. Un pequeño ejército de hombres serpiente de piel roja merodea por las cuevas.

—Salamandras… —musitó Sylora—. Entonces, tienes tiempo de volver allí y unirte a la batalla.

La expresión de terror que apareció en la cara de Dor’crae al oírla hizo brotar una sonrisa en los labios de la hechicera. El vampiro se había mostrado vacilante desde el principio, y todavía albergaba temores de que Dahlia quisiera cambiar aquella décima astilla de diamante, la que lo representaba a él, de su oreja derecha a la izquierda.

—En esto no puedo correr riesgos —prosiguió Sylora un momento después—. Despertar al primordial provocando otro acto de devastación es nuestro penúltimo objetivo aquí. Por desgracia, el objetivo último apremia, ya que los netherilianos continúan luchando conmigo por el Bosque de Neverwinter, aunque me sigo preguntando por qué, y no me atrevo a dejar este lugar. Por eso te mando a ti, con respeto y confianza.

La expresión de Dor’crae le decía a las claras que no creía para nada en sus cumplidos, pero hizo una reverencia.

—Soy vuestro humilde siervo, mi Señora.

—Llevarás a Valindra contigo —dijo Sylora cuando Dor’crae se irguió, y los ojos del vampiro se agrandaron de sorpresa y de miedo—. Ahora es mucho más luminosa —lo tranquilizó Sylora—. Y que sepas que Valindra Shadowmantle odia a Jarlaxle más que a nada en el mundo, y tampoco le cae bien ese otro drow, al que culpa, y no poco, de la pérdida de Arklem Greeth.

—Es impredecible y a menudo a duras penas controla su poder —le advirtió Dor’crae—. Podría tener un ataque con manifestación mágica capaz de favorecer exactamente lo que Vos más teméis.

Sylora miró al vampiro de forma amenazadora, recordándole que no le gustaba nada que pusieran en tela de juicio su discernimiento. Sin embargo, todo quedó en eso, porque los temores de Dor’crae no estaban totalmente exentos de fundamento. De hecho, sopesando en ese momento su decisión se le ocurrió que el vampiro podía tener razón, que Valindra era en gran medida «la inesperada sacudida de los huesos», por usar el antiguo dicho thayano.

Sylora trató de imaginar una forma de anular su orden de que Valindra lo acompañara. Pensó que podría fingir que sólo había sugerido lo de Valindra como una forma de poner a prueba la comprensión que tenía Dor’crae de la situación. No obstante, semejante sugerencia ni siquiera le resultó creíble a ella, de modo que la desechó. Eso solo le dejaba a la empecinada líder una opción.

—Valindra hará que tu regreso a las cavernas sea más rápido. Y una vez allí, es capaz de moverse con tanta rapidez como tú por los túneles.

—A menos que se desvíe —se atrevió a decir el vampiro en un susurro, y Sylora le lanzó una mirada furiosa.

—Tú la guiarás —le dijo con tono que no admitía réplica—, y cuando hayas alcanzado a tus enemigos, señálale a los dos drows, recuérdale quiénes son y lo que les hicieron a su amada Torre de Huéspedes y a Arklem Greeth. Acto seguido, observa con sorpresa cómo la poderosa lich derriba la vieja Gauntlgrym sobre las cabezas de sus enemigos.

—Sí, mi Señora —replicó Dor’crae con otra reverencia, aunque su tono no parecía del todo satisfecho.

—Y piensa —le lanzó Sylora por puro gusto— que si Valindra puede liderar el asalto contra nuestros enemigos, tal vez no tengas que luchar con Dahlia, aunque sé lo mucho que acaricias la idea de retarla.

El mordaz sarcasmo, la expresión descarnada de su propio miedo, desactivaron cualquier respuesta del vampiro, que pareció desmoronarse al oírlo.

Sabía que Sylora tenía razón.

Lo mismo que la caverna exterior, la entrada circular había sobrevivido al cataclismo casi intacta. El trono todavía estaba allí, testimonio silencioso de lo que había sido, como un guardián del pasado manteniendo su puesto.

El lugar había dejado a Drizzt boquiabierto, al igual que a Jarlaxle y a Athrogate —e incluso a Dahlia— la primera vez que habían atravesado el salón de audiencias. Bruenor, por su parte, se sintió tan abrumado que a punto estuvo de caerse al suelo.

Drizzt se recompuso pensando en su amigo, su querido compañero de tantas décadas, allí de pie, en el vestíbulo de entrada del lugar en torno al cual había girado su vida durante más de medio siglo. El rey tenía los ojos llenos de lágrimas y respiraba entrecortadamente, como si se le hubiera olvidado hacerlo y luego tuviera que forzar la entrada y la salida del aire.

—Elfo —susurró—, ¿lo ves, elfo?

—En toda su magnificencia, amigo mío —respondió Drizzt.

Cuando el drow se disponía a decir algo más, Bruenor empezó a apartarse de él, como atraído por una fuerza invisible.

El enano atravesó la estancia, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con los ojos fijos en su meta, como si el trono lo llamara por su nombre. Subió el pequeño estrado, seguido por los otros cuatro que procuraban darle alcance.

—¡No lo hagas! —empezó a advertirle Athrogate, pero Jarlaxle le hizo señas de que se callara.

Bruenor extendió la mano, cauteloso, para tocar el brazo del fabuloso trono.

De inmediato, retiró la mano y dio un salto atrás, con los ojos muy abiertos. Empezó a andar en círculos mirando a un lado y a otro, con los brazos abiertos como dudando entre huir o luchar.

Los demás se acercaron corriendo, y Bruenor, visiblemente relajado, se volvió hacia el trono.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Athrogate.

Bruenor señaló el trono.

—No es un asiento corriente.

—¿A mí me lo vas a decir? —dijo Athrogate, que había sido lanzado al otro lado del salón por el poder de aquel trono.

Bruenor lo miró con expresión perpleja.

—Cierto, es un trabajo fabuloso —reconoció Athrogate tras una mirada a Jarlaxle.

—Es más que eso —dijo Bruenor sin aliento.

—Impregnado de magia —conjeturó Dahlia.

—Rebosante de magia —le aseguró Jarlaxle.

—Rebosante de recuerdos —los corrigió Bruenor.

Drizzt se colocó junto a Bruenor y lentamente acercó la mano al trono.

—No lo hagas —le advirtió Bruenor—. Sobre todo, ni tú, ni él —añadió, señalando a Jarlaxle—. Ninguno de vosotros. Sólo yo.

Drizzt miró a Jarlaxle, que asintió.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó.

—¿Saber? —replicó Jarlaxle—. Sé lo que ya preveía. Este Lugar está lleno de fantasmas, lleno de magia y lleno de recuerdos. Mi esperanza era que un rey Delzoun, nuestro amigo Bruenor aquí presente, pudiera encontrar una vía de acceso a esos recuerdos. —Al terminar de hablar se quedó mirando a Bruenor, al igual que Drizzt y los demás.

Bruenor se tranquilizó.

—Veamos, entonces —dijo.

Respiró hondo, y audazmente volvió a subir el estrado, hasta estar de pie delante del trono. Con los brazos en jarras se quedó mirándolo largo rato y finalmente asintió con la cabeza, se dio la vuelta y se sentó de golpe en el asiento, aferrándose a los apoyabrazos sin dudarlo. Athrogate dio un respingo y agachó la cabeza.

Pero Bruenor no fue rechazado por el antiguo trono. Durante unos instantes se quedó mirando a sus cuatro amigos…, después desaparecieron. Sus formas se desdibujaron y parpadearon hasta disiparse en la nada.

El enano no estaba sólo. La habitación lo rodeaba y palpitaba con su piel y repetía el eco de los susurros de mil conversaciones.

Bruenor se tranquilizó y no entró en pánico. «Es la magia del trono», se dijo. No había sido apartado de sus amigos, ni ellos de él, pero su mente retrocedía a través de los siglos, hasta la época de Gauntlgrym.

Ante él había un grupo de elfos ataviados con el tipo de vestimenta que uno consideraría propio de un mago, y a su lado, enanos que parecían importantes: líderes de clan, evidentemente, por sus ricas vestiduras y su porte.

Bruenor tuvo que hacer un esfuerzo consciente por respirar cuando vio a uno que llevaba el emblema de la jarra espumosa del Clan Batdehammer en su pectoral. ¡Gandalug! ¿Era Gandalug, el primero y el noveno rey de Mithril Hall? ¿Podía ser?

Sin duda, el enano se parecía al fundador de Mithril Hall, pero lo más probable era que fuese el padre de Gandalug, o el padre de su padre. Después de todo, Gandalug jamás había mencionado Gauntlgrym en el poco tiempo que Bruenor lo había conocido, tras su huida de la prisión temporal de los drows, y Gauntlgrym era muchísimo más antigua que Mithril Hall, por lo que Bruenor tenía entendido, como para que ese fuera Gandalug Battlehammer.

Bruenor supo entonces que el símbolo del pectoral del enano no era una coincidencia. Era realmente el antepasado de Mithril Hall el que tenía delante. Ahí estaba, de pie ante el rey de Gauntlgrym. Bruenor se sintió invadido por una sensación de comunidad, de intemporalidad, de ser parte de algo más grande, una sensación que lo llenó de calidez y serenidad.

Hizo un esfuerzo por no dejarse atrapar por esa tentadora distracción y por centrarse en el momento que tenía ante sí. Se dio cuenta entonces de que estaba viendo a través de los ojos del rey de Gauntlgrym, como si su propia conciencia hubiera atravesado los mares del tiempo para asentarse en una época muy remota. Luchó con todas sus fuerzas por despejar su mente entonces, para limitarse a absorber lo que veía y dejar la interpretación para más tarde.

Sus otros sentidos se sumaron al esfuerzo, y pronto empezó a oír más claramente las conversaciones de los que lo rodeaban.

Estaban hablando de la Torre de Huéspedes del Arcano. Los visitantes elfos eran de esa torre. Estaban hablando de los zarcillos de magia y de atrapar un primordial para alimentar la forja de Gauntlgrym.

A duras penas podía creer lo que estaba teniendo lugar ante él. Los elfos estaban preocupados de que su regalo a los enanos pudiera ser robado por sus parientes de piel oscura, los drows, para sembrar la devastación por todo Faerun. Los enanos discutían denodadamente. Uno sostenía que ya habían discutido todo eso antes de que el clan Delzoun hubiera ayudado a construir la Torre de Huéspedes del Arcano en aquel pueblo lejano.

Pueblo…, no ciudad.

Bruenor percibió la tensión de su anfitrión, el rey enano que estaba sentado en el trono de Gauntlgrym. Pudo sentir los músculos del rey tensándose como si fueran los suyos, y se preguntó si sus amigos estarían contemplando su propia forma corpórea en aquel lugar distante del futuro, y lo verían agarrándose a los brazos del trono y retorciéndose de rabia.

Una mujer elfa dio un paso adelante: le recordó mucho a lady Alustriel de Luna Plateada. Hablaba en un dialecto que a Bruenor le costó entender, un antiguo enano dificultado por su acento élfico, pero se imaginó que le estaba prometiendo al rey que su pueblo cumpliría el acuerdo que tenían.

Perro debes entenderr nuestrros temorres de que la bestia sea liberrada —farfullaba—, y de que los drrows arrastrren los foegos a la superrficie.

En mi reino no habrá ningún fuego drow —respondió el enano, tajante.

No es lo que te interresa —coincidió ella.

—¡De ninguna manera!

A Bruenor le daba vueltas la cabeza durante la discusión. Cayó en la cuenta de que era el momento más crítico del clan Delzoun. Era el momento álgido de su negociación con los magos, cuando la Torre de Huéspedes del Arcano los había recompensado con el poder de diseñar las armas y armaduras legendarias. Esa negociación le había dado al clan Delzoun la supremacía entre sus parientes del norte, y había dado lugar a los reinos que habían sobrevivido hasta la época de Bruenor. Estaba presenciando el momento más grande de la historia de su clan, tal vez el momento más grandioso de la historia de los enanos de Faerun.

Tendrréis vuestrros foegos —dijo por fin la regia elfa con una inclinación de cabeza.

El salón volvió a reverberar; las imágenes se hicieron borrosas como el aire sobre una piedra caliente en un día de calor abrasador.

Por un momento, Drizzt y los demás empezaron a tomar forma otra vez ante él, pero el enano rechazó esa imagen. ¡Ahora no! Todavía no podía volver con ellos. Tenía muchas casas que averiguar.

—¡Bruenor! —oyó la voz de Drizzt que lo llamaba, pero el rey enano dejó que el sonido le resbalara, permitió que se extinguiera y retrocedió siglos atrás.

La imagen se desvaneció y otra la reemplazó. Ya no estaba en el salón de audiencias. Vio a un par de elfos cogidos de la mano y de pie frente a una hornacina abierta en una pared. Dentro había un cuenco de agua, no muy diferente de los que había traído Jarlaxle. El agua del cuenco se removía mientras los elfos entonaban un cántico, invocándola. Se arremolinó formando una niebla que a su vez se convirtió en una forma viviente, de aspecto algo humanoide. Al principio se veía diminuta dentro de la hornacina. El agua del cuenco no era la totalidad de la bestia, sino simplemente un medio para hacerla aparecer. Pronto creció, hasta llenar por completo la pequeña hornacina, y dio la impresión de que iba a rebasar la oquedad como una gran ola rompiente.

Algo lo cogió y tiró de él desde dentro de la pared, y Bruenor vio como el elemental se alargaba hacia arriba y era absorbido por una chimenea del interior de la hornacina. Comprendió, entonces, que había un zarcillo de la Torre de Huéspedes en lo alto de la chimenea, que el elemental había sido absorbido y puesto en su sitio como un barrote viviente de la jaula del primordial.

Y así, uno por uno, los elfos fueron colocando los cuencos mágicos en su lugar. Bruenor perdió el sentido del tiempo mientras veía pasar ante sí los corredores de Gauntlgrym. Vio, en su mente, a través de los ojos del rey de Gauntlgrym —cuyo nombre todavía no conocía— la gran y legendaria forja de Gauntlgrym. Y la imagen era tangible, como si realmente estuviera allí.

Todo el complejo llego a serle familiar, como si su sangre Delzoun estuviera trasladándole a él los recuerdos de aquel rey desconocido. Comprendió el papel que habían desempeñado los enanos en la creación de la Torre de Huéspedes del Arcano, y el regalo que como compensación le habían hecho los elfos a Gauntlgrym.

Vio la sala de la forja, la forja de Gauntlgrym, y se sintió inspirado.

Y vio al primordial, liberado de las grandes profundidades y atrapado en la cámara del fuego delante de la forja, y tuvo miedo.

Aquello no era un rey orco, ni un gigante, ni siquiera un dragón. Era una divinidad encerrada en la tierra, una auténtica fuerza de la naturaleza capaz de cambiar la forma de los continentes.

¿Qué podía hacer contra eso?

Fue testigo de la inundación del agua cuando se activaron los zarcillos de la Torre de Huéspedes, alimentando con energía oceánica a los elementales atrapados. Vio y oyó el estruendo del agua en movimiento entrando en la cámara crítica, desbordándose y formando un potente torbellino en torno al pozo por encima del primordial para siempre jamás…, o al menos eso esperaban todos.

Vio cómo la Forja de Gauntlgrym se encendía por primera vez con energía primordial, reflejándose su resplandor en las caras asombradas de enanos y elfos, y supo que estaba presenciando el momento de mayor gloria que su pueblo había conocido jamás.

De pronto, se encontró de nuevo en el salón de audiencias, donde un millar de enanos alzaban las jarras coronadas de espuma para celebrar el hecho. Las lágrimas cayeron por las mejillas del rey, y Bruenor ya no sabía si eran suyas o de su anfitrión.

El sonido se fue amortiguando, la imagen se hizo borrosa, las formas vacilaron y perdieron el color. Entonces, a su alrededor se empezó a oír solamente el fragor de una batalla, y los enanos de aquella época eran fantasmas, y nada más.

Y volvió a ser Bruenor Battlehammer, sólo Bruenor, sentado en un trono en medio de un salón circular mientras sus cuatro compañeros luchaban por sus vidas contra un enjambre de criaturas humanoides altas y delgadas que andaban erectas y sostenían lanzas y tridentes como lo harían los hombres, pero de cuyos pies brotaban furiosas llamaradas. No, no eran pies. Eran colas. Parecían hombres solo de la cintura para arriba. El resto de sus cuerpos serpenteaba por las ásperas piedras como si fueran serpientes. Tenían la espalda erizada de largas púas de hueso negro, y de sus cabezas brotaban unas antenas retorcidas.

Entonces, Bruenor se vio asaltado por un vago recuerdo. Las conocía…, había oído hablar de ellas. Eran parientes del elemental: salamandras.

El rey enano abrió mucho los ojos y de un salto bajó del trono, abrazando su escudo y preparando el hacha en plena marcha. A los que estaban a su alrededor y que se volvieron al oír su grito, amigos y enemigos, les pareció que el enano se hinchaba de poder y fuerza, que sus músculos se engrosaban y que en sus ojos brillaba un fuego interior.

Cargó contra el grupo de salamandras más próximo con decisión, barriéndolos hacia los lados con grandes golpes de su hacha. Un tridente trató de ensartarlo desde la izquierda, pero el brazo del escudo actuó con rapidez y consiguió interceptar y desviar el ataque hacia arriba. Mientras Bruenor avanzaba, su hacha se iba abriendo camino con enorme potencia.

La criatura cayó partida en dos por la cintura.

Como si los propios dioses de los enanos se hubieran establecido dentro del rey Bruenor, avanzaba entre rugidos, dejando un reguero de devastación. Y convocó a sus aliados, no a Drizzt ni a los demás, sino a los fantasmas de Gauntlgrym.

—Por el duro trasero de Clangeddin —murmuró Athrogate desde detrás del trono.

El enano luchaba por mantener a los hombres serpiente apartados de Jarlaxle mientras el drow mercenario se concentraba en Drizzt y Dahlia, esperando que se produjeran claros mientras ellos zigzagueaban, saltaban y giraban adelante y atrás, adelantándose el uno al otro. Cada vez que encontraba un claro, el ágil elfo oscuro arrojaba una daga a través de él que casi con seguridad iba a clavarse en una de las criaturas.

Los cuatro luchaban bien juntos —de una forma muy parecida a como tres de ellos lo habían hecho allá en Espíritu Elevado muchos años antes—, pero era el rey Bruenor el que iba dejando una estela de devastación más ancha a su paso entre la masa de salamandras.

Drizzt había empezado a abrirse camino hacia su amigo en cuanto este se incorporó a la refriega. Dahlia, que se acompasaba a sus movimientos, lo había seguido, pero Drizzt había cambiado rápidamente de idea. Al observar a Bruenor en ese momento, se contuvo y se centró en defender su posición.

El curso de la batalla cambió rápidamente cuando un número cada vez mayor de enanos fantasmas empezaron a acudir a la cámara. En el extremo más alejado de la estancia, los salamandras trataban de rodear a Bruenor, y parecían haberlo conseguido. Drizzt dio un grito al ver la situación de su amigo y reconsideró su decisión de no acudir en su ayuda. Pensó que Bruenor estaba perdido, y creyó que su propia vacilación había sido la culpable.

Sin embargo, Bruenor se enfrentaba a sus enemigos con mirada feroz y una sonrisa malévola. Levantó un pie, pateó el suelo con fuerza, y una explosión relampagueante destelló formando un círculo a su alrededor que lanzó despedidos a los salamandras como si fueran hojas secas arrastradas por una tempestad.

—¡Por los Nueve Infiernos! —exclamó Athrogate.

—¿Drizzt? —inquirió Jarlaxle, claramente perplejo.

Junto a Drizzt, Dahlia, cuya propia arma podía lanzar fogonazos de luz semejantes, dio un respingo de sorpresa.

Y Drizzt Do’Urden se limitó a menear la cabeza.

En lo alto del gran salón, oculto entre las sombras, otro par de ojos contemplaba el devenir de la batalla con grandes esperanzas de que los servidores del primordial hicieran el trabajo por él. Tal vez él, Dor’crae, pudiera salir volando de la cámara y volver a las cuevas para decirles a Valindra y a los ashmadai que regresaran al Bosque de Neverwinter.

Rogaba encarecidamente que así fuera, hasta que observó con creciente incredulidad el espectáculo de Bruenor Battlehammer con poderes concedidos por un dios. Volvió a mirar el trono y tuvo miedo. Los acontecimientos parecían superarlo. Primero, Valindra y el poderoso don que le había dado Sylora, y ahora, el poderoso enano…

Echó la vista atrás, hacia la caverna que estaba más allá de Gauntlgrym, la aproximación de los ashmadai se produciría pronto, y consideró las palabras de advertencia de Sylora y el poder que había depositado en la lich. La idea de confiar en Valindra, y peor aún, de confiar en el poder que había recibido, hizo que Dor’crae sintiera ganas de volar de vuelta a Thay y de probar suerte con Szass Tam.

Volvió a la batalla, ansiando contra todo pronóstico que los servidores del primordial encontraran la forma de poner fin a la amenaza de los planes de su Señora.

La ráfaga de poder divino puso fin al asalto, ya que los salamandras se fueron corriendo por la primera salida que pudieron encontrar en su huida, dejando a su paso un rastro de fuego.

Bruenor dio caza a un grupo. De un salto supero fácilmente diez metros y aterrizó en medio de los que huían, y el filo feroz de su hacha acabó con todos, uno tras otro. Daba la impresión de que el enano había recibido varias heridas en esa arremetida descabellada, y a cada una Drizzt respondió con un grito de dolor mientras corría hacia su amigo.

Sin embargo, Bruenor no daba muestras de haber notado ninguno de los golpes. Cuando los otros cuatro llegaron a su lado, el rey enano estaba en medio de media docena de criaturas muertas. El resto había huido, y los fantasmas enanos habían salido en su persecución. Bruenor parpadeó varias veces, mirando a sus amigos.

—¿Qué has hecho? —preguntó Jarlaxle.

Bruenor se limitó a encogerse de hombros.

Drizzt examinó a su amigo más de cerca, incluso abriendo el cuello de su camisa, pero no encontró herida alguna.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Dahlia—. ¿Qué ha sido eso de dar una patada en el suelo como si fueras un dios del relámpago?

Bruenor repitió el gesto de perplejidad sin dejar de mover la cabeza.

Durante unos instantes pareció totalmente desorientado, pero después negó otra vez con la cabeza y desentendiéndose de todo lo que había pasado, se volvió hacia Jarlaxle.

—Ya sé donde tienes que poner tus cuencos —le dijo.

—¿Cómo puedes saberlo?

Bruenor se quedó pensando en eso un instante. Era una buena pregunta.

—Gauntlgrym me lo dijo —respondió con una sonrisa.