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TÚNELES PARALELOS
E
n el salón había grandes columnas colocadas regularmente en tres largas filas. Cada una de ellas era, en sí misma, una obra de arte, el resultado de la laboriosidad de cien artesanos enanos. Cada columna tenía una decoración diferente, tratada y tallada de forma individual con gran amor. Ni siquiera el polvo acumulado a lo largo de los siglos podía ocultar la majestuosidad del lugar. Caminando entre ellas, los cinco compañeros, especialmente Bruenor y Athrogate, podían imaginar las reuniones que en una época se habrían celebrado allí. El despertar del primordial había ocasionado un daño considerable, pero gran parte de la gloria que en otro tiempo había tenido Gauntlgrym se mantenía intacta. Habían pasado por docenas de cámaras y habían recorrido muchas escaleras y corredores, con puertas que daban acceso a mansiones y sótanos, talleres y cocinas, comedores y salas de entrenamiento. Antes de la evasión del primordial, Gauntlgrym había sido más grande que Mithril Hall, la Ciudadela Abdar y la Ciudadela Felbarr juntas. Una patria gloriosa para el clan Delzoun.
—He perdido la cuenta —anunció Bruenor cuando estaban casi a mitad de camino por la enorme cámara.
Con los brazos en jarras miró la placa de metal que había en la columna más próxima e hizo un gesto de desaliento.
—Veintitrés —dijo Drizzt, y todos los ojos se volvieron hacia él—. Esa es la placa numero veintitrés del salón.
Lo dijo con total seguridad, y dado que Drizzt se caracterizaba por su fiabilidad, nadie dudó de su palabra, aunque todos volvieron la cabeza hacia atrás, sorprendidos al ver que habían pasado delante de tantas columnas gigantescas. Lo cierto era que la cámara era enorme y que el techo se perdía en las sombras por encima de ellos.
Bruenor meneó la cabeza y miró a izquierda y derecha, luego se volvió y señalo la columna central, que era la siguiente en la fila.
—Placa del medio, dos docenas a cada lado —anunció.
Caminó hacia ella con confianza absoluta, tanto en los conocimientos que había adquirido gracias al trono mágico como en la cuenta de Drizzt. Asió el borde y la desprendió con facilidad, dejando al descubierto la hornacina que había detrás y que era diferente de las seis anteriores, menos profunda y más alta. Bruenor metió la cabeza dentro, miró hacia arriba y muy lejos; probablemente, en el punto más alto de la mismísima columna vio un resplandor verde que le resultaba familiar.
—Zarcillo —señaló en tono triunfal.
Pusieron el cuenco dentro, el séptimo de diez, y Jarlaxle se acercó y le entregó una ampolla. Con el encantamiento de rigor, Bruenor vació el líquido mágico en el cuenco y observó el remolino mientras el elemental tomaba forma.
Casi de inmediato, la magia de los zarcillos se apoderó de él.
—No hay más en este salón —anunció Bruenor, cerrando la puerta de metal—. El próximo esta al sur.
—Adelante, entonces —dijo Dahlia, tomando la delantera, pero Bruenor la corrigió enseguida.
—Sur —insistió—. Eso está a la izquierda.
Dahlia se encogió de hombros, resignada, y los enanos y Jarlaxle marcharon hacia una puerta que había a un lado del salón, mientras Drizzt acompasaba el paso al de la elfa.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Dahlia.
—El trono, no sé cómo… —respondió Drizzt.
—No me refiero a la disposición del complejo —le aclaró Dahlia—. ¿Cómo puede…, cómo podéis saber todos vosotros dónde está el sur y dónde el norte?
Drizzt le sonrió y asintió con la cabeza. Le habría respondido de haber sabido la respuesta. Las criaturas de la Antípoda Oscura sabían esas cosas; era algo innato.
—Tal vez sea la energía de los cuerpos celestes —conjeturó—. Es posible que mientras el sol y la luna cruzan el cielo su energía se sienta aquí abajo.
—Yo no la siento —se quejó la elfa con una sombra de amargura.
La sonrisa de Drizzt se hizo más ancha.
—Cuando estás en el mundo de la superficie y quieres saber la dirección, ¿cómo lo haces?
Dahlia lo miró, frunciendo el entrecejo.
—Miras al cielo, o al horizonte, si te resulta conocido —dijo Drizzt—. Sabes por dónde sale y por dónde se pone el sol, y basándote en eso determinas los cuatro puntos.
—Pero aquí abajo no puedes hacer eso.
Drizzt volvió a encogerse de hombros
—Cuando estás en el bosque en una noche oscura, ¿no se agudiza tu oído?
—Eso es diferente.
—¿De veras?
Dahlia empezó a contestar, pero se detuvo y también dejó de caminar. Miró al drow durante unos instantes.
—Tal vez cuando lleves un tiempo en la Antípoda Oscura llegues a intuir la dirección con la misma facilidad que en el mundo de la superficie —dijo Drizzt.
—¿Quién podría querer estar más tiempo del que ya hemos estado en la Antípoda Oscura?
La respuesta cortante y tajante de Dahlia cogió a Drizzt por sorpresa. Pensó en hablarle de todas las cosas hermosas que podían encontrarse en el mundo subterráneo que había debajo de Faerun. Incluso Menzoberranzan —que Dahlia, como elfa de la superficie no tenía probabilidades de ver a menos que fuera como esclava— era un lugar de apabullante belleza. Drizzt había elegido el mundo de la superficie para vivir, y realmente le encantaban las estrellas, e incluso la luz del sol, aunque tuvieron que pasar años antes de que sus sensibles ojos se acostumbraran a ella. Encontraba belleza en los bosques y en los cursos de agua, en las nubes y en los amplios campos, y en la magnificencia de las montañas, pero la belleza de las profundidades no tenía nada que envidiarle, lo sabía, aunque pocas veces pensaba en ello. En contadas ocasiones había estado en la Antípoda Oscura en el último medio siglo, y tal vez por eso había llegado a apreciarlo con otros ojos. Apreciaba su belleza, tanto la labor de los enanos como la belleza natural.
Sin embargo, no le dijo nada de eso a Dahlia. Allí la elfa estaba en desventaja, fuera de su elemento y rodeada por cuatro compañeros que no eran de los suyos. Drizzt se dio cuenta de que no le gustaba eso, y al mirarla mientras caminaba a su lado, la vio vulnerable. Había tomado la dirección equivocada antes de que Bruenor la corrigiera. No sabía identificar ninguna dirección. Por fin, su blindaje había mostrado una fisura.
Y en esa fisura, Drizzt notó una cicatriz, una herida vieja y profunda, un atisbo de dolor tras el brillo siempre intenso de sus ojos azules, una vacilación en su paso siempre confiado, un gesto defensivo en sus hombros siempre erguidos.
Su curiosidad lo sorprendió. En ese momento, su atractivo lo superó. Por supuesto había reparado en la belleza inusual de la elfa, especialmente en la sugerente gracia de su mortal danza guerrera, pero ahora surgía algo diferente, algo seductor, algo interesante.
—¡Echadlo abajo! ¡Echadlo abajo! —les ordenó Stokely Silverstream a sus enanos.
El equipo, formado por los mejores, obedeció, tirando de las cuerdas de ambos lados y derribando al suelo al gran lagarto rojo. Por delante, más enanos, ayudados por los fantasmas, combatían con los salamandras, pero la victoria de los enanos sobre el arma oculta de su enemigo, un lagarto de fuego voraz, temible, de seis metros de largo, fue el punto final.
El propio Stokely se acercó y despacho al monstruo, aunque fueron necesarios varios golpes decididos de su hacha para realizar la tarea.
Para cuando él y el guardia de la retaguardia alcanzaron a los demás, la lucha ya había terminado. El ancho y húmedo túnel estaba sembrado de salamandras heridos y muertos, a los que se sumaban tres de los chicos de Stokely. Los dos sacerdotes que acompañaban a la veintena de guerreros se pusieron a trabajar con denuedo, pero uno de aquellos enanos murió allí mismo, en el profundo corredor de Gauntlgrym, y a uno de los dos restantes hubo que llevarlo a cuestas.
No obstante, los enanos continuaban adelante, sin amilanarse, siguiendo a los fantasmas y a su destino.
Casi no había pasado una hora, cuando aún no habían hecho la comida de mediodía, oyeron un ruido que llegaba de un túnel lateral: una fuerza que avanzaba hacia ellos.
Stokely miró hacia adelante, dubitativo. Tal vez consiguieran superar a los del elemental, pero si más adelante se topaban con más resistencia, serían atrapados.
—Preparaos, muchachos —les dijo a los suyos—. Más para matar.
Ni uno sólo de los enanos se quejó. Sus caras expresaban decisión y sus manos aferraban las armas con fuerza. Los escasos fantasmas silenciosos que los habían llevado hasta allí desde el Valle del Viento Helado se desplazaron túnel arriba para salir al encuentro de la fuerza que llegaba, pero el grupo de Stokely no oyó ningún ruido de batalla.
Sólo un saludo y una ovación:
—¡Mirabar!
Y salieron dos veintenas y diez más, un pelotón de elite del Escudo de Mirabar.
—¡Bienvenidos! —dijeron a su vez Stokely y los demás, y las dos partes sintieron un gran alivio, ya que ambos grupos habían participado en una batalla tras otra con los seguidores del primordial durante los últimos días.
—¡Stokely Silverstream del Valle del Viento Helado, a vuestro servicio! —se presentó el jefe del norte.
De las filas de los enanos de Mirabar se adelantó un viejo de barba gris.
—¿El Valle del Viento Helado? —preguntó—. Entonces, ¿sois Battlehammer?
—Sí, y bienvenido —replicó Stokely—. Mithril Hall es nuestra patria desde hace mucho, y Gauntlgrym lo fue incluso antes.
—Torgar Hammerstriker, a tu servicio, y bien hallado, de verdad, primo —dijo el de la barba gris—. Durante cuarenta años consideré que Mithril Hall era mi hogar. Entré al servicio del rey Bruenor, que Moradin lo bendiga, y serví al rey Banak antes de que Mirabar me llamara a casa.
—¿Estabas allí cuando el rey Bruenor murió?
—No hay campana capaz de emitir un tañido lo bastante triste —replicó Torgar—, y pesadas son las piedras que cubren su tumba. Un día oscuro para Mithril Hall.
Stokely asintió, pero lo único que dijo en ese momento fue:
—Un día oscuro para toda la raza enana.
Tal vez le apetecería hablar largamente con Torgar sobre el final del rey Bruenor, pero tendría que ser más tarde. El protocolo exigía discreción a la hora de hablar de la fingida muerte de un rey enano abdicante, pero habiendo pasado tantos años, los rumores no estarían fuera de lugar.
—¡Torgar! —se oyó gritar desde un lado—. ¡Por el feo trasero de Obould!
Torgar vio por final enano que había gritado y se le iluminó la cara al reconocerlo y al evocar recuerdos de una antigua guerra.
—¿Es posible que seas tú? —replicó el líder mirabarrano—. ¿Acaso estoy viendo más fantasmas de los que pensaba?
No era ningún fantasma.
Drizzt dio una voltereta de frente y hacia la derecha, haciendo caso omiso del salamandra del que se había librado. Se puso de pie, buscando con las cimitarras al último par de bestias, y en ese momento, oyó un asqueroso plaf a su espalda, luego un gruñido y, finalmente, el golpe del salamandra jefe al caer al suelo.
Sus espadas paralelas trazaban círculos en sentido opuesto —la mano izquierda abajo hacia la izquierda, la mano derecha abajo a la derecha—, cada una encerrando a una lanza en un movimiento envolvente. Con un potente bufido, Drizzt lanzó sus armas y las arrojó lejos, hacia afuera, y abruptamente paró su carga, se echó hacia atrás, dio un salto y descargó una doble patada sobre los dos salamandras que tenía justo enfrente. El drow aterrizó de espaldas, pero sus músculos se movieron con tal perfección, arqueándose y enderezándose de golpe, que a cualquiera que lo mirase, incluidos sus dos sorprendidos adversarios, le habría parecido que un contrapeso oculto lo había impulsado para que volviera a ponerse de pie.
Sus cimitarras prosiguieron su trabajo, a izquierda y derecha, abriendo la garganta de la bestia de la derecha y haciendo un corte profundo en el hombro de la otra. Y a pesar de todo, con ayuda de Muerte de Hielo, Drizzt se libro del calor abrasador que irradiaban las bestias.
El salamandra herido dio unos pasos vacilantes para poner distancia entre él y el drow, tratando de enderezar su arma y organizar una semblanza de defensa.
Antes de que Drizzt pudiera perseguirlo, otra forma paso volando por encima. Dahlia completó su voltereta con una patada voladora al lateral de la cabeza del monstruo y lo derribó al suelo. Al aterrizar, a horcajadas sobre él, la elfa hizo girar su bastón y luego lo lanzó directamente hacia abajo, atravesando con él a la criatura. Cuando el metal golpeó la piedra, la Púa de Kozah dejó escapar una potente descarga relampagueante.
Sosteniéndolo en una mano extendida y con el otro brazo abierto hacia el lado opuesto, Dahlia daba la impresión de estar gozando de esa energía, de ese poder. Echó la cabeza hacia atrás y permaneció con los ojos cerrados y la boca abierta. La expresión de su cara era de puro éxtasis.
¡Drizzt no podía apartar los ojos de ella! De haber aparecido otro enemigo que lo atacara, seguramente habría acabado con él.
Dahlia permaneció así un largo rato, y Drizzt no dejó de mirarla en todo ese tiempo.
—Tenemos un problema. —La voz de Jarlaxle vino a romper el trance en que se encontraban.
—¿No ha podido invocar al elemental? —preguntó Drizzt.
—El cuenco está en su sitio —respondió Jarlaxle—. El octavo de diez, pero la novena placa está destruida, y también la hornacina que ocultaba.
Drizzt y Dahlia se miraron con preocupación y siguieron a Jarlaxle por el corredor y luego a través de unas cuantas cámaras pequeñas, hasta la sala más amplia, donde esperaban Bruenor y Athrogate… Aguardaban con los brazos en jarras y la mirada fija en una pila impenetrable de escombros y una pared desplomada.
—Era aquí —insistió Bruenor—. Ya no está.
—¿Qué significa eso? —preguntó Dahlia—. ¿Es que no podemos devolver la bestia a su agujero?
—¡Bah, seguro que nueve monstruos de agua serán capaces de hacerlo! —bramó Athrogate.
Los demás lo miraron.
—¡No hay otra posibilidad! —respondió con fuerza y convicción.
A su lado ya caían dos salamandras muertos, los dos abatidos por Athrogate en cuanto habían entrado en el salón. Para poner un verdadero punto de exclamación al final de su proclamación, el enano escupió sobre las criaturas muertas y, a continuación, tras un sonoro «Buajajá», le dio al rey Bruenor una fuerte palmada en el hombro.
Drizzt quedó sorprendido al ver que Bruenor le devolvía la palmada.
—¡Adelante, pues! —declaró el rey Bruenor—. ¡Los adoradores del demonio no pueden detenernos a los adoradores del fuego, y ni siquiera este primor…, este prim…, esta bestia volcánica nos detendrá! ¡Tengo otro monstruo de agua para colocar y una gran palanca de la que tirar, y que todo el mundo sepa que los fantasmas de Gauntlgrym volverán a descansar con tranquilidad!
De modo que siguieron su marcha. A Drizzt le hizo mucho bien ver a su viejo amigo tan animado y alegre, y tan lleno de fuego, y se lo quedó mirando un buen rato. Sin embargo, poco a poco, su mirada volvió a dirigirse a Dahlia, que caminaba tranquilamente a su lado. Notó entonces tres marcas en su oreja izquierda, justo por encima del único pendiente de diamante que llevaba.
¿Eran tres pendientes perdidos?
En eso había una historia, Drizzt lo sabía, y una vez más se vio sorprendido por la enigmática mujer y por la manera en que él mismo reaccionaba ante ella al darse cuenta de lo mucho que quería oír esa historia.
El ruido de agua corriendo por encima de sus cabezas hizo que los ashmadai alzaran la vista, alarmados.
—¡La magia vuelve! —gritó Valindra—. ¡La Torre de Huéspedes responde a la llamada de nuestros enemigos!
—¿Qué significa? —preguntó el comandante ashmadai.
—Significa que fracasaréis y que vuestro Anillo de Pavor no cantará las loas de Asmodeus —gruño Beealtimatuche, el demonio de las profundidades, y todos, excepto Valindra, se encogieron ante la potencia de la furiosa voz.
—Nada de eso —corrigió Valindra, y alzo su cetro para acallar cualquier intento de discusión del demonio—. Significa que debemos seguir adelante con más velocidad.
—Directos a la forja —sugirió el jefe ashmadai, que había estado allí años atrás, cuando Sylora había llegado para apoyar a la desfalleciente Dahlia.
Un enorme murciélago llegó a toda velocidad por el corredor y replegó las alas justo delante de Valindra y de Beealtimatuche, modificándose hasta adoptar la forma humana de Dor’crae una vez más. Su cara expresaba honda preocupación.
—El agua… —advirtió Valindra, pero Dor’crae meneó la cabeza.
—Nuestros enemigos bloquean el camino —explicó—. Los seguidores del primordial…, no el grupo de Dahlia.
—¡Entonces, morirán! —bramó Beealtimatuche, y todos los fanáticos lo ovacionaron.
Sin embargo, Dor’crae seguía negando con la cabeza.
—Tienen un dragón —explicó—. Un dragón rojo.
Dando un golpe tan fuerte con la garra que abrió un surco en el suelo e hizo que se sacudieran las paredes del corredor, el demonio de las profundidades salió lanzado mientras los adoradores se atropellaban para dejarle el camino expedito. Una fue demasiado lenta y el demonio la lanzó a un lado, golpeándola en el hombro con su gran maza y prendiendo fuego a su armadura de cuero y su pelo. Chocó contra la pared con un espantoso crujido de huesos rotos y cayó al suelo convertida en una masa informe de sangre y carne quemada.
Sin embargo, los ashmadai aclamaron a la bestia.