EPÍLOGO

D

rizzt estaba de pie al borde de la sima, contemplando el remolino del agua y los elementales. Cada tanto podía distinguir una cara acuosa en la interminable vorágine que se producía en el fondo, y a lo lejos, muy a lo lejos, veía al primordial que como un gigantesco ojo líquido, lo miraba desde las profundidades.

—Todo está como la primera vez que lo encontramos —le dijo Dahlia que llegó junto a él y le rodeó la cintura con el brazo en un gesto informal—. Lo hemos conseguido. Bruenor lo ha conseguido.

Drizzt siguió mirando la pared opuesta, tratando de distinguir a través de la cortina de agua la cornisa en la que había estado Athrogate, donde había ido Jarlaxle, pero no había nada. Por supuesto que no había nada. ¿Acaso algo podría haber sobrevivido al aliento del primordial?

El drow se sorprendió al ver cuanto le dolía todo aquello. No sólo Bruenor, sino la pérdida de Pwent, y no sólo eso, sino también la de Jarlaxle e incluso la de Athrogate. No había coincidido demasiadas veces con Jarlaxle ni con Athrogate a lo largo de los años, pero el simple hecho de saber que estaban allí, en Luskan, no demasiado lejos, hacía que se sintiera reconfortado.

Y ahora se habían ido, y también Thibbledorf Pwent, y el propio Bruenor Battlehammer. Era cierto que su querido amigo había muerto de la forma que él mismo había elegido, no sólo tras haber encontrado Gauntlgrym, sino salvándola además de la destrucción total; pero el profundo dolor retrotraía a Drizzt a otros tiempos y a otro Lugar, al momento en que había visto a Catti-brie y a Regis desaparecer atravesando una pared maciza de Mithril Hall montados sobre un unicornio espiritual, dirigiéndose a la paz de Mielikki.

Jamás había pensado que podría volver a sentir semejante dolor.

Estaba equivocado.

Al otro lado, unos enanos irrumpieron en la sala. Stokely Silverstream y Torgar Hammerstriker vieron a Drizzt y a Dahlia, y empezaron a llamarlos mientras más de los suyos entraban en la cámara.

Dahlia dejó que su mano se deslizara de la cintura de Drizzt hasta su costado y le cogió la mano.

—Dispara una flecha y salgamos de aquí —le dijo en un susurro.

En un lugar oscuro, muy oscuro, Jarlaxle Baenre abrió los ojos y se atrevió a producir una pequeñísima luz. Pudo ver el agua que se precipitaba y supo lo que significaba, y oyó a Athrogate que se removía a su lado.

Vio a su elemental, el último de los diez, el que no había sido devuelto a su lugar, que todavía montaba guardia a la entrada del agujero portátil que había servido para apartarlos, a él y a Athrogate, del primordial. Esa criatura del plano de agua elemental parecía disminuida, indudablemente por el esfuerzo de repeler los fuegos de la destrucción, y Jarlaxle percibió que también estaba agitada, ansiosa y frustrada al mismo tiempo.

—Te libero —dijo el drow, y con la misma facilidad, el elemental saltó fuera del agujero y se lanzó de lado al torbellino de agua encantada.

El drow se puso un anillo en un dedo, se ajustó el parche del ojo y sumergió el cuerpo en un conjuro de clarividencia, buscando respuestas, respuestas que encontró en cuando su vista se elevó por encima de la sima. Vio a Drizzt y Dahlia, y a los enanos del otro lado, y también a unas formas inertes debajo de la arcada.

Jarlaxle se volvió hacia Athrogate, que estaba casi desfallecido, con la piel llena de ampollas y una pierna rota bajo el cuerpo tendido boca abajo.

—Es hora de irse —le susurró Jarlaxle, y el drow sacó otro anillo, un instrumento de teletransportación capaz de enviarlos a casa.

—No voy a conseguirlo —le respondió Athrogate en el mismo tono, al límite de sus fuerzas.

Jarlaxle le sonrió.

—Mis sacerdotes nos encontrarán en Luskan y te atenderán, amigo mío. No ha llegado la hora de tu muerte. Por hoy, los de tu especie ya han perdido demasiado.

Empezó a realizar su magia, pero Athrogate lo asió torpemente del brazo para llamar su atención.

—¡Podrías haberme dejado! —dijo, sarcástico.

Jarlaxle se limitó a sonreír haciendo un gesto afirmativo, antes de volver a su canturreo, pero Athrogate volvió a interrumpirlo.

—Espera —le rogó el enano—. ¿Está hecho? ¿Lo ha conseguido el rey Bruenor?

Jarlaxle le dedicó una cálida sonrisa y en sus ojos carmesíes se insinuó una lágrima.

—Larga vida al rey —le aseguró a su barbudo amigo—. Larga vida al rey Bruenor.

Enterraron a Bruenor Battlehammer, octavo rey de Mithril Hall, bajo unas rocas junto al túmulo de Pwent. Lo enterraron con su yelmo de un solo cuerno, con su escudo encantado y con su poderosa hacha llena de melladuras, pues ¿qué otro enano que no fuera Bruenor Battlehammer podía merecer semejantes armas?

Se había hablado de llevarlo a Mithril Hall para enterrarlo allí. Stokely incluso había sugerido la cumbre de Kelvin en el Valle del Viento Helado como un lugar adecuado para su eterno descanso. Sin embargo, Gauntlgrym, el más sagrado y antiguo de los asentamientos Delzoun, les pareció el lugar más apropiado.

Enterraron, pues, a sus héroes, que fueron muchos aquel aciago día, y recorrieron lo que quedaba de la antigua Gauntlgrym. Fuera de la muralla principal, en la vasta caverna del estanque, se despidieron. Tanto Stokely como Torgar le ofrecieron a Drizzt un hogar, el Valle del Viento Helado o Mirabar.

El drow los rechazó sin pararse siquiera a pensarlo. Sabía que ninguno de los dos era lugar para él, y tampoco lo era Mithril Hall.

En realidad, tenía la impresión de que ningún lugar era un hogar adecuado para él.

Cuando por fin salió de los túneles al lado este de las montañas, con Guenhwyvar a su lado, Drizzt Do’Urden se volvió hacia el norte, hacia el Valle del Viento Helado, el lugar que más identificaba con un verdadero hogar, el lugar donde había encontrado a sus amigos más auténticos.

Y estaba solo.

—¿A dónde te lleva tu camino, drow? —le preguntó Dahlia, colocándose a su lado.

Guenhwyvar la recibió con un suave ronroneo.

—¿Y el tuyo? —preguntó él a su vez.

—¡Ah!, me propongo poner fin a esta cuestión con Sylora Salm; no dudes de eso —le prometió la guerrera elfa sin la menor vacilación—. Mi camino me lleva al Bosque de Neverwinter. Voy a decirle a la cara a esa bruja que su Anillo de Pavor ha fracasado, que su bestia está encerrada otra vez. Le voy a decir eso inmediatamente antes de matarla.

Drizzt pensó en sus palabras unos instantes antes de corregirla:

—Antes de que la matemos.

Dahlia se lo quedó mirando con una sonrisa que decía claramente que eso era lo que esperaba oír.

Drizzt la miró de pies a cabeza y se dio cuenta de que se había cambiado el último diamante de la oreja derecha a la izquierda. Ahí había una historia. Había muchas historias en los recuerdos y en el corazón de aquella elfa realmente extraña.

Y él quería oírlas todas.

Bruenor Battlehammer se incorporó apoyándose en los codos, abrió los ojos y sacudió la cabeza para aclarar la confusión.

Sin embargo, su confusión no hizo más que agravarse al ver que se encontraba en un bosque en primavera y no en los salones oscuros de Gauntlgrym.

—¿Eh? —dijo entre dientes, mientras se ponía de pie de un salto, con una energía y una juventud que hacía siglos que no recordaba.

—¿Pwent? —llamó—. ¿Drizzt?

—Bienvenido —dijo una voz a su espalda, y al volverse vio a Regis allí, de pie, con aspecto juvenil y saludable, que lo saludaba con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Panza Redonda…? —dijo con un hilo de voz.

Sus palabras se convirtieron en un tartamudeo cuando por la puerta de una pequeña casa que había detrás de Regis salió otro. Bruenor se quedó boquiabierto y ni siquiera trató de hablar. Los ojos se le llenaron de lágrimas porque allí estaba su chico, Wulfgar, otra vez joven, alto y fuerte.

—Has mencionado a Pwent —dijo Regis—. ¿Estabas con él cuando caíste?

Esas últimas palabras golpearon al enano como si le hubieran arrojado una piedra porque cayó en la cuenta de que realmente había caído, estaba muerto. Y también lo estaban los que tenía delante, en un lugar que lo confundía tanto…, todavía más, porque seguramente no eran los Salones de Moradin.

—Thibbledorf Pwent está ahora con Moradin —dijo Bruenor, más para sí mismo que para los demás—. Tiene que estarlo, pero ¿por qué no lo estoy yo también?

A duras penas notó el sonido de la musica detrás de si, cada vez más cercano, pero cuando alzó la vista, vio a Wulfgar que miraba por encima de él con una expresión arrobada. También Regis miró por encima del hombro de Bruenor. El halfling le hizo un gesto con la barbilla, y Bruenor se volvió para ver.

Tendió la mirada hacia el otro lado de un estanque pequeño y de aguas tranquilas, donde había unos árboles.

Y allí estaba ella danzando, su amada hija, ataviada con un traje blanco de varias capas con pliegues y fino encaje, encima del cual lucía una capa negra que la seguía en todas sus vueltas y movimientos.

—¡Por los dioses! —musitó el enano, completamente abrumado.

Por primera vez en su larga vida, una larga vida ya acabada, Bruenor Battlehammer cayó de rodillas literalmente superado por la emoción y, enterrando el rostro entre las manos, rompió a llorar.

Y eran lágrimas de alegría, lágrimas de justa recompensa.