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TIEMPO DE ACTUAR
C
ada vez que volvía a Menzoberranzan después de años en la superficie, Jarlaxle se sorprendía, porque mientras el mundo de la superficie había cambiado de forma notable en las últimas siete décadas, la Ciudad de las Arañas parecía congelada en el tiempo, al menos para él. La Plaga de los Conjuros había causado allí una gran conmoción, más o menos como la Guerra de la Reina Araña y antes de eso la Era de los Trastornos, pero en cuanto los proyectiles relampagueantes y las bolas de fuego se aquietaron, cuando los gritos de los magos y de los sacerdotes que se habían vuelto locos por la destrucción del Tejido y la caída de los dioses hubo terminado, Menzoberranzan siguió igual.
La Casa Baenre, el lugar de nacimiento de Jarlaxle y de su familia de sangre, seguía reinando como primera Casa, y fue hacia allí que el mercenario drow dirigió sus pasos para reunirse con Gromph, archimago de Menzoberranzan, su hermano mayor.
Jarlaxle se disponía a llamar con los nudillos a la puerta de Gromph, pero antes de que pudiera hacerlo oyó una voz.
—Te esperaba. —Y la puerta se abrió por medios mágicos.
—Tus exploradores son eficientes —dijo Jarlaxle, entrando en la habitación.
Gromph estaba sentado en el otro extremo y hacia un lado, mirando por una lente mágica un pergamino desplegado sobre uno de sus escritorios.
—Nada de exploradores —dijo el archimago sin alzar la vista—. Hemos oído los temblores en el oeste. Sin duda, temes que tu rentable ciudad de Luskan sea esta vez blanco del primordial que se despierta.
—Se habla de un campo de cenizas fuera de la última línea de devastación.
Gromph le dedicó una mirada impaciente.
—Un campo así habría sido el resultado evidente de la erupción.
—No de la erupción —aclaró el mercenario—. Un campo de cenizas mágicas.
—¡Ah, sí!, el Anillo de Pavor de esa criatura llamada Sylora Salm, entonces —dijo Gromph. Meneó la cabeza y lanzó una risita maliciosa—. Una cosa espantosa.
—Hasta para un drow.
Ese comentario cogió a Gromph desprevenido. Ladeó la cabeza y tardó algún tiempo en responder con una sonrisa.
—A pesar de todo, es una buena forma de reunir un ejército —añadió Jarlaxle.
Gromph meneó una vez más la cabeza y volvió a su trabajo, un libro de conjuros abierto en el cual había estado transcribiendo un conjuro de reciente adquisición.
—El nuevo despertar de la bestia podría tener un alto precio para Bregan D’Aerthe —admitió Jarlaxle—. Y siendo así, yo pagaría bien para mantener al primordial en su agujero.
Gromph alzó la vista, y Jarlaxle tuvo la sensación de que su hermano mayor estaba mirando a través de él, una sensación que había tenido a menudo en su larga vida.
—Estás furioso —dijo el archimago—. Quieres vengarte de la thayana por haberte transformado en uno de sus servidores. Hablas de beneficios, Jarlaxle, pero tus deseos obedecen a tu orgullo.
—Vales más como mago que como filósofo, hermano.
—Hace años te dije como encerrar al primordial.
—Los cuencos, sí —replicó Jarlaxle—, y la palanca, pero no soy mago.
—Tampoco eres un enano Delzoun —le dijo Gromph con una risita—. Y sin embargo, hay pocos en el mundo más hábiles que tú con los artilugios mágicos. Estos cuencos no deberían constituir un reto importante para alguien como tú.
Jarlaxle se lo quedó mirando, dubitativo, y al mago le llevó algo de tiempo caer en la cuenta.
—¡Ah! —dijo Gromph, por fin—. Lo que pasa es que no te apetece volver en persona a Gauntlgrym.
Por toda respuesta, Jarlaxle insinuó un gesto de indiferencia.
—¿No tiene Bregan D’Aerthe unos cuantos soldados ociosos?
Jarlaxle mantuvo la vista fija en su hermano.
—Ya veo —añadió Gromph—. De modo que no quieres arriesgar tus propios activos en esta empresa. Como ya dije, es una cuestión de orgullo, no de gasto.
Lo único que pudo hacer Jarlaxle fue sonreír. Entre todos los drows, Gromph era el último al que a Jarlaxle se le ocurriría engañar. No era prudente hacerlo.
—Puede ser que las dos cosas —admitió.
—Bien, ahora que hemos dejado clara esa nimiedad, ¿qué es lo que quieres de mí? No creerás que voy a ir a Gauntlgrym para librar por ti esa batalla contra un primordial. —Un gesto sarcástico reforzó su comentario—. ¿Te crees que he conseguido sobrevivir todos estos siglos por ser lo bastante tonto como para permitir que cualquier cantidad de oro me tentase a luchar contra una criatura semejante?
—Has dado a entender que no es necesario enfrentarse directamente a la criatura.
—Necesitarías a un primordial de agua que lo hiciera por ti, o a un dios, si encuentras alguno que se preste.
Jarlaxle inclinó la cabeza, reconociendo que tenía razón.
—Sólo quiero poner al primordial otra vez en su agujero…, que se vuelva a dormir, si quieres, como estaba antes de que esa bruja thayana y su vampiro obligaran a Athrogate a liberarlo.
—¿Cómo estaba antes? Supongo que te habrás dado cuenta de que incluso antes de que tu apestoso compañerete tirara de la palanca y liberase a los elementales de agua, dejando libre al primordial, la magia se estaba debilitando. La caída de la Torre de Huéspedes del Arcano no puede volverse atrás con ninguna magia que conozcamos en la actualidad.
—Lo entiendo —contestó Jarlaxle—, pero aceptaría incluso esa prisión atenuada si con eso se demorara la liberación de la bestia el tiempo suficiente como para sacar de Luskan todo lo que pueda.
—¿De verdad? ¿O lo bastante como para fastidiar a la bruja thayana privándola de su anillo de pavor?
—Consideraremos que eso es un beneficio añadido.
Gromph se rio, no con una risita maliciosa, sino con una auténtica risotada, y eso era algo que pocas veces se oía en Menzoberranzan.
—Te dije como hacerlo —repitió el archimago—. Diez cuencos, ni uno menos, y sus esclavos reagrupados. Una vez hecho esto, enciérralos con la palanca.
—No sé donde colocarlos —admitió Jarlaxle.
—Pero ¿los tienes?
—Sí.
—No voy a ir contigo, ni tengo secuaces de los que pueda prescindir para que te acompañen en tu viaje. Los valoro más de lo que valoras tú el forraje de tu ejército mercenario. Por Lloth, haz que esa maldita criatura psiónica que tienes se encargue de esto. Atraviesa la piedra con la misma facilidad con que te mueves tú en el agua.
—Kimmuriel no está disponible —explicó Jarlaxle.
Gromph lo miró con curiosidad y no tardó en aparecer una ancha sonrisa en su cara de archimago.
—No se lo has dicho, ¿verdad? —preguntó—. A ninguno de ellos.
—Bregan D’Aerthe no suele venir mucho por Luskan —replicó Jarlaxle—. Con la llegada de la Plaga de Conjuros, hay tantos otros…
—¡A ninguno de ellos! —rugió Gromph, aparentemente muy complacido de sí mismo, y otra vez se rio por lo bajo.
Jarlaxle tuvo que suspirar y aceptar, porque el sabio y viejo mago había adivinado la verdad: Jarlaxle no había hablado con Kimmuriel ni con ninguno de sus lugartenientes de Bregan D’Aerthe; no le había dicho a nadie más que a Gromph lo que había sucedido en Gauntlgrym.
—¡Ah!, tu orgullo, Jarlaxle —le reprochó el archimago, y siguió riendo hasta que paró de repente y añadió— pero a pesar de todo yo no voy a Gauntlgrym, ni tengo soldados que prestarte.
Jarlaxle no respondió, pero tampoco demostró intención alguna de marcharse, a pesar de que Gromph volvió a fijar la atención en el cristal y el pergamino, y reanudó su trabajo. Sólo después de algunos segundos volvió el archimago a alzar la vista.
—¿De que se trata?
Jarlaxle rebuscó en una bolsa y sacó la gema en forma de calavera.
—¿Otra vez has traído aquí a ese idiota? —preguntó Gromph, molesto al reconocer la filacteria de Arklem Greeth.
Gromph había entrevistado al chiflado lich largamente hacía ya varios meses, cuando Jarlaxle había acudido a él por primera vez para reunir información sobre el primordial liberado y la magia decreciente de la Torre de Huéspedes.
—El primordial se despierta —dijo Jarlaxle, dando la impresión de haber recuperado el control después de las mordaces observaciones de Gromph—. Yo no quiero eso. Vuelve a hablar con Greeth, te lo ruego…, y sí, también voy a pagarte. Me gustaría conocer el mejor camino para volver a encontrar Gauntlgrym, y saber como proceder una vez que llegue allí…
—Ya te he dicho cuál es el procedimiento.
—Necesito detalles, Gromph —insistió Jarlaxle—. Dónde colocar los cuencos, por ejemplo.
—Si es que esos lugares no fueron sellados para siempre con magma después de la primera rabieta del primordial —replicó Gromph—. Además, yo no sé donde colocarlos, ni lo sabrá Greeth. Sólo podemos confiar en que la propia Gauntlgrym te muestre el camino, siempre y cuando la vuelvas a encontrar.
Jarlaxle se encogió de hombros.
—Y cuando hayas terminado, tendría que expulsar a Arklem Greeth de su filacteria a un… lugar aparte, para poder tener otra vez control de la gema en forma de calavera.
—No.
—¿No?
—La magia de esa gema es lo único que contiene al lich.
—Seguramente habrá otras filacterias.
—Ninguna que pueda contenerlo a menos que estén debidamente encantadas, y yo no sé cómo puede conseguirse eso. Cuando me traigas un recipiente adecuado, Jarlaxle, y yo esté convencido de que pueda contenerlo, colocaré el espíritu de Arklem Greeth en su interior. Hasta entonces, seguirá en esa gema. No creo haberme granjeado su afecto en esos meses de interrogatorio, y no quiero tener a un poderoso lich persiguiéndome. Ya he jugado antes a ese juego, y no fue una experiencia agradable.
—Mis esfuerzos contra el primordial serán más difíciles sin la gema —explicó Jarlaxle—. Por Gauntlgrym pululan no muertos, fantasmas de la ciudad.
—Entonces, tienes un problema —dijo Gromph.
Jarlaxle se quedó mirando al indómito mago unos instantes; después, le pasó la gema en forma de calavera para que pudiera iniciar una nueva ronda de interrogatorios.
—Dentro de diez días —dijo Gromph—. Y trae tu oro.
Jarlaxle era demasiado listo para pedirle que lo hiciera en menos tiempo, de modo que con una inclinación de cabeza se despidió.
Gromph sonrió al ver partir al mercenario. Colocó la gema a un lado de su escritorio y volvió a su tarea.
Sólo por un momento, sin embargo. Hasta que percibió en la gema algo que despertó su curiosidad. Se la quedó mirando unos instantes, y después se dirigió a su biblioteca en busca de un libro de conjuros que contenía los encantamientos adecuados.
Esa misma noche, Gromph hizo llamar otra vez a Jarlaxle.
—Hace poco tuviste un encuentro con un espíritu de Gauntlgrym —le dijo el archimago al sorprendido mercenario.
—En Luskan —confirmó Jarlaxle—. Varios andaban detrás de mi socio, Athrogate, rogándole que les ayudara a salvar lo que queda de su patria.
Gromph Baenre le mostró la gema.
—Tu filacteria capturó a uno de ellos.
Jarlaxle lo miró con los ojos muy abiertos.
—O quizá haya sido Greeth, que quería apoderarse de un espectro para no estar tan solo.
—Entonces, ¿Greeth está libre? —preguntó Jarlaxle, alarmado, pero la sonrisa de Gromph disipó esa perturbadora posibilidad incluso antes de responder.
—Todavía sigue ahí, pero también está el enano. La suerte te sonríe…, como de costumbre.
—¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos! —recitó Gromph en un dialecto muy antiguo de la lengua enana—. ¡Sienta a un rey en el trono de Gauntlgrym y domina a la bestia, te lo rogamos!
—¿Qué significa eso?
El archimago se encogió de hombros.
—Sólo puedo contarte lo que me dijo el espectro enano. Le hice muchas preguntas, y a todas ellas me respondió con una variación de la misma respuesta.
—¿Puede guiarme el enano en mi regreso a Gauntlgrym? —inquirió Jarlaxle.
—En este mismo momento, ese espíritu esta siendo consumido por Arklem Greeth —explicó Gromph—. Se está alimentando de él tal como tú o yo nos comeríamos una chuleta de rothe. Arklem Greeth jamás lo dejará ir, y yo no tengo intención de meterme ahí y pelear con él por un enano.
—Tienes los cuencos mágicos —prosiguió Gromph—. Tienes las ampollas de agua cristalina. Ya has estado en Gauntlgrym.
—¿Funcionará? ¿Queda suficiente magia residual de la Torre de Huéspedes?
Gromph respondió con un encogimiento de hombros, y al parecer, muy divertido, por no saber la respuesta a esa pregunta en particular.
—¿Hasta qué punto se considera afortunado mi hermano?
Dahlia atravesaba el campo corriendo, a través de las hileras de árboles que delimitaban la sección más activa del Anillo de Pavor en expansión. Tenía cuidado de evitar la negra ceniza nigromántica, porque aunque su broche la protegería de sus poderes drenantes de la vida, siempre sentía como si su mera presencia en un Anillo de Pavor les diera a Szass Tam y a sus principales agentes, incluida la aborrecida Sylora, algún poder sobre ella.
O tal vez les permitiera ver en su interior, y tanto daba una cosa como otra, a Dahlia no le gustaba nada esa posibilidad.
Llegó hasta donde estaba Sylora, de pie en el borde del anillo, donde sus poderes absorbentes tocaban algo de la roca volcánica. Siguiendo la mirada de Sylora, observó una mano gris semitraslúcida que salía de la piedra y se abría y se cerraba como si el Anillo de Pavor le produjera al fantasma una gran aflicción.
—No es un zombie —comentó Dahlia—. ¿Es esto una señal de que el Anillo de Pavor se esta fortaleciendo? ¿Puede invocar espectros, furias y fantasmas?
—Este fue un fantasma antes de llegar aquí, y el Anillo de Pavor lo capturó y lo retuvo —explicó Sylora—. Hay otros: fantasmas que viajan en grupo, con una misión. —Miró directamente a Dahlia y añadió—: Fantasmas enanos.
—De Gauntlgrym —conjeturó Dahlia
—Sí; al parecer, algunos de ese complejo sobrevivieron al despertar del primordial. Cierra los ojos y abre la mente, y podrás oírlos.
Dahlia hizo lo que le pedía y casi de inmediato sintió que se formaba en su mente la palabra «¡Ayúdanos!».
—Quieren ser liberados del anillo —supuso, pero Sylora negó con la cabeza. Otra vez se concentró Dahlia en la llamada telepática de los espíritus enanos.
«Ayúdanos —oyó de nuevo—. La bestia se despierta. ¡Ayúdanos!».
Dahlia abrió los ojos, estupefacta, y se quedó mirando a Sylora como embobada.
—¿Vienen de Gauntlgrym con una advertencia de que el primordial se está despertando otra vez?
—Eso parece —replicó Sylora—. Y si vienen aquí, es probable que también hayan viajado a otras partes. Me preguntó quién acudirá a su llamada.
—Nadie —respondió Dahlia con presteza—. ¿Y es que alguien sería capaz siquiera de encontrar Gauntlgrym en caso de que lo intentara?
—Yo sé de uno, de dos tal vez, que podrían —respondió Sylora.
Dahlia se quedó dándole vueltas a eso unos instantes antes de asentir.
—Algunos fantasmas podrían haber encontrado el camino hacia la ciudad subterránea de Luskan. Los zarcillos de la Torre de Huéspedes conducen allí.
—¿Y qué vamos a hacer al respecto?
La manera en que Sylora pronunció la pregunta no le dejó ninguna duda a Dahlia sobre las intenciones de la mujer thayana.
—Cuando el primordial vuelva a despertarse, su devastación fortalecerá nuestra obra; producirá una carnicería suficiente como para completar el anillo de pavor, y eso, a su vez, asegurará nuestra victoria sobre los netherilianos. No evitaré que eso suceda, ni siquiera lo retrasaré.
—¿Queréis que yo vaya a Luskan para enfrentarme a Jarlaxle y Athrogate?
—¿Necesitas preguntarlo?
—No subestiméis a esos dos —le advirtió Dahlia—. Son en sí mismos formidables, y Jarlaxle no carece de amigos poderosos.
—Lleva a una docena de ashmadai…, una veintena si lo crees necesario —replicó Sylora—. Y a Dor’crae.
—La lich ayudaría.
—Valindra se queda conmigo. Ella casi ha recuperado sus facultades, pero todavía no ha recobrado su poder. No es prescindible.
Eso último golpeó a Dahlia como un proyectil relampagueante.
—¿Y yo sí?
Sylora se rio de ella y volvió a prestar atención al espectro enano de la roca de lava. Había aparecido su cara, con un rictus desesperado, y eso le resultaba placentero a la thayana.
—¿Y también lo es Dor’crae? —insistió Dahlia, sólo porque se dio cuenta de que el vampiro andaba cerca y sabía que había oído la última parte de la conversación.
—Dor’crae es lo bastante ágil como para escapar en caso necesario —respondió Sylora sin la menor vacilación.
Siempre parecía ir un paso por delante de Dahlia. La elfa sabía que era su propia debilidad, su propia incapacidad para recuperarse de la humillación de su fracaso en Gauntlgrym lo que la colocaba por detrás. Desde su regreso de aquel lugar, Dahlia siempre había andado sobre un sendero menos firme. Si antes había sido agresiva, ahora reaccionaba… en exceso. Y las criaturas como Sylora sabían aprovechar esa indecisión.
—Encuéntralos y averigua si van a volver a Gauntlgrym —ordenó Sylora.
—Ni siquiera estoy segura de que estén en Luskan. Hace ya diez años…
—¡Averígualo! —le soltó Sylora—. Si están allí, si van a volver a Gauntlgrym, impídeselo. Si no, averigua si alguien más tiene intención de acudir a la llamada de los espectros enanos. No debería ser necesario explicarte esto.
—No lo es —respondió Dahlia con tranquilidad, pero con firmeza—. Entiendo lo que hay que hacer.
—¿Has encontrado a ese campeón del enclave de las Sombras que asola el bosque de Neverwinter?
—Así es. Es humano, pero hay en él algo de la sombra.
—¿Y has luchado con él?
Dahlia asintió, y Sylora, impaciente, le hizo señas de que siguiera adelante.
—Escapó —mintió Dahlia—. Se le da mejor esconderse que luchar, aunque también maneja bien la espada. Sospecho que cuando mata lo hace, sobre todo, por sorpresa.
Sylora pareció un poco confundida en ese momento y miró por encima del hombro al Bosque de Neverwinter.
—No es probable que vuelva a encontrarme pronto con él —dijo Dahlia.
La elfa no quería que Sylora reconsiderara sus prioridades. Más bien se alegraba de tener la oportunidad de apartarse de aquella criatura al menos durante algún tiempo, y tampoco ansiaba un segundo encuentro con el Gris.
—La magia acabará con él, entonces —dijo Sylora, y Dahlia hizo bien en contener un suspiro de alivio.
—Tú, a Luskan, a toda prisa —prosiguió la hechicera thayana—. Encuentra a tus antiguos compañeros y asegúrate de que ni ellos ni nadie más apacigüe la furia de nuestra feroz mascota.
Dahlia asintió y se alejó.
—No me falles en esto —le dijo Sylora mientras se alejaba, con un tono que dejaba claro cuáles serían las consecuencias de un fracaso.
Guenhwyvar pegó las orejas al cráneo y emitió un gruñido grave. Se agachó, afirmando bien las garras traseras, como preparándose para dar un salto.
Drizzt hizo un gesto afirmativo al observar su actitud, una confirmación de que a él lo había invadido la misma sensación, como un escalofrío de otro mundo que le había erizado los pelos de la nuca y de los brazos. Presentía que algo andaba rondando, y que tal vez provenía del Páramo Sombrío o, al menos, del Enclave de las Sombras, pero eso era todo lo que se atrevía a conjeturar.
Se movió lentamente, sin querer provocar un ataque de algún ser o fuerza que no pudiera ver. Con las manos en las empuñaduras de sus cimitarras se colocó detrás de Guenhwyvar, y confiado en que ella interceptaría cualquier ataque proveniente del frente o de los lados, el drow centró su atención en la otra dirección.
De pronto, se sintió más cómodo, ya que sus sentidos le decían que fuera lo que fuese lo que había pasado cerca, se había alejado. Empezó a relajarse.
El repentino grito de Bruenor puso fin al respiro.
Drizzt salió corriendo hasta la cueva poco profunda en la que habían establecido su campamento. Guenhwyvar le iba pisando los talones. Cuando llegó a la entrada, ya tenía las armas en la mano e iba dispuesto a irrumpir en la cueva y a combatir junto a su amigo.
Sin embargo, Bruenor no estaba luchando. Muy al contrario. Estaba con la espalda pegada a la pared del fondo, con las manos abiertas por delante, como en actitud de rendición. Respiraba con dificultad, casi entrecortadamente, y su expresión mediaba entre el miedo y…
«¿Y qué?», se preguntó Drizzt.
—¿Bruenor? —llamó en un susurro, porque aunque también sentía una presencia, del mismo modo que la había sentido antes afuera, un escalofrío y una presencia de otro mundo, no veía nada que pudiera aterrar al enano hasta tal punto.
Bruenor daba la impresión de no haber notado siquiera que él estaba allí.
—¿Bruenor? —volvió a llamar, en voz más alta.
—Quieren mi ayuda —explicó el enano—. ¡Y no sé qué ayuda quieren!
—¿Ellos?
—¿No los ves, elfo? —preguntó Bruenor.
Drizzt aguzó la mirada, tratando de ver mejor en la cueva mal iluminada.
—Fantasmas —susurró Bruenor—. Fantasmas enanos. Me piden ayuda.
—¿Ayuda para qué?
—Soy un gnomo barbudo si lo sé. —La voz de Bruenor se fue apagando al terminar la frase y en su cara se reflejó la confusión. Entonces, abrió tanto los ojos que Drizzt pensó que se le iban a salir de las órbitas.
—Elfo —musitó, como si su voz no pudiera superar un obstáculo que tenía en la garganta—. Elfo —repitió.
Drizzt se dio cuenta de que cada vez se pegaba más a la pared de piedra y que, de no haber existido esa pared, habría sido muy probable que se hubiera caído. Junto a Drizzt, Guenhwyvar gruñó y volvió a agazaparse, evidentemente agitada.
Bruenor dio una boqueada, como si le faltara la respiración. Drizzt empuñó sus espadas y se acercó con pasos cautelosos y medidos, dispuesto a atacar en cuanto fuera necesario. En ese momento, Bruenor decía algo entre dientes, pero no lo pudo oír hasta llegar muy cerca de él.
—Gauntlgrym —susurraba.
También Drizzt abrió mucho los ojos.
—¿Qué?
—Fantasmas —farfulló Bruenor—. Fantasmas de Gauntlgrym. Me piden ayuda. Hablan de una bestia que se despierta otra vez.
Drizzt miró a su alrededor. Sentía el escalofrío, cierto, pero no veía ni oía nada.
—Pregúntales dónde —le dijo a su amigo—. Tal vez puedan guiarnos.
Sin embargo, Bruenor empezó a negar con la cabeza e incluso se puso erguido de nuevo. Hasta que no vio ese movimiento no se dio cuenta Drizzt de que la sensación había pasado; los fantasmas se habían ido.
—Fantasmas de Gauntlgrym —dijo Bruenor con voz todavía temblorosa.
—¿Te lo dijeron ellos o es una suposición?
—Me lo dijeron, elfo. Es real.
Esas palabras le resultaron curiosas a Drizzt, en especial viniendo de Bruenor, que durante décadas lo había metido a él en una alegre búsqueda de Gauntlgrym; pero al pensarlo más detenidamente, entendió la sorpresa de Bruenor, porque incluso cuando uno cree firmemente en algo, la confirmación produce a menudo una conmoción.
Bruenor miró a lo lejos un momento, con la mirada perdida en la distancia, y luego parpadeó, como si acabará de tener una revelación.
—La bestia, elfo —dijo.
—¿Qué bestia?
—Se está despertando… otra vez.
El acento puesto en el final de la frase era intencionado, Drizzt lo sabía, pero todavía no veía con claridad adónde quería llegar Bruenor.
—Y cuando se despertó la última vez, Neverwinter desapareció —aclaró Bruenor.
—¿El volcán? —preguntó Drizzt, y Bruenor empezó a afirmar con la cabeza, como si empezara a tenerlo todo muy claro.
—Eso es. Esa es la bestia.
—¿Te lo dijeron?
—No —admitió Bruenor—, pero es esa.
—No puedes saberlo.
Sin embargo, Bruenor seguía insistiendo.
—Sientes que la tierra se mueve bajo tus pies —dijo—. Has visto crecer la montaña. Se está despertando. La bestia. La bestia de Gauntlgrym. —Miró a Drizzt a los ojos y asintió—. ¡Me están pidiendo ayuda, elfo, y la van a tener, o no soy más que un gnomo barbudo!
Asintió todavía con más determinación y, a continuación, se precipitó sobre la bolsa y empezó a rebuscar en sus mapas.
—Y ahora sabemos la zona general donde se encuentra. ¡Es real, elfo! ¡Gauntlgrym es real!
—¿O sea que vamos a ir allí? —preguntó Drizzt, y Bruenor lo miró como si la respuesta fuera tan obvia que Drizzt debía haber perdido la razón para preguntarlo siquiera.
—Y vamos a parar un volcán —explicó Drizzt.
Bruenor se quedó boquiabierto y dejó de revolver los mapas.
Después de todo, ¿cómo se paraba un volcán?