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LOS MALDITOS
Año de los Conocimientos Desenterrados
(1451 CV)
E
l artefacto que había diseñado era bastante ingenioso. Consistía en una pieza cónica similar a un dedal, hecha de madera de cedro pulida y con la punta afilada como la de una lanza, que tenía una abertura para poder introducir el dedo. Se lo puso e hizo girar suavemente un nudo de la madera, tras lo cual se transformó de mundano a mágico; se redujo la punta afilada y se transformó en un hermoso anillo de zafiros.
La joya centelleante encajaba perfectamente con la majestuosa imagen de Dahlia Sin’felle. Su ágil silueta de elfa estaba coronada por una cabeza completamente afeitada, salvo por una única y fina trenza de mechones negros y rojos, que estaban entrelazados de modo que cayeran por el lado derecho de su bien proporcionada cabeza y se posaran en el hueco de su cuello, aparentemente delicado. Tenía los dedos largos, adornados con más anillos y llevaba las uñas bien cuidadas, pintadas de blanco y decoradas con minúsculos diamantes. Con una simple mirada de sus fríos ojos azules podía helarle el corazón a un hombre, o derretírselo. Dahlia parecía encarnar la idea que un artista pudiera tener de la aristocracia de Thay, la más grande de las damas, una joven que, al entrar en una habitación, podía hacer que todas las miradas se volvieran hacia ella con lujuria, asombro o celos incontrolables.
Llevaba siete diamantes en la oreja izquierda, uno por cada amante al que había asesinado, además de dos pequeños y brillantes pendientes en la derecha para los amantes que debía matar aún. Al igual que varios hombres de la época, y muy pocas mujeres, Dahlia se había tatuado el cuero cabelludo con tintura de añil. Llevaba decorada la parte derecha de su cabeza, casi sin pelo, y de su rostro con puntos azules y morados, que formaban un diseño delicado y cautivador que había sido encantado por el maestro artista para que adoptara distintas formas. Cuando giraba graciosamente la cabeza hacia la izquierda, se podía adivinar una gacela en plena carrera entre juncos azules. Cuando la giraba bruscamente hacia la derecha, enfadada, se podía ver un gran felino preparándose para atacar. Cuando su mirada brillaba de deseo, su objetivo, ya fuera hombre o mujer, podía quedar indefenso y atrapado entre las formas vertiginosas del añil, prisionero y fascinado quizá para siempre.
Llevaba un vestido carmesí sin mangas, abierto en la espalda y con un escote pronunciado que hacía que sus senos suavemente curvados destacaran bajo la suntuosa y ceñida tela. El vestido casi tocaba el suelo, pero tenía una abertura en el lado derecho que llegaba hasta muy arriba, lo cual atraía las miradas lujuriosas tanto de hombres como de mujeres, desde las uñas de los pies, pintadas de rojo brillante, pasando por las delicadas tiras de sus sandalias y subiendo por la piel de porcelana de su pierna bien torneada, hasta llegar casi a la cadera. Desde ahí, las miradas no podían evitar desviarse hacia la base del escote en «V», para después subir hasta la punta de la extraña trenza negra y roja, enmarcada por el cuello ancho, alto y abierto del vestido que hacía que el cuello fino de Dahlia y su proporcionada cabeza parecieran un jarrón de cristal tintado con un ramo de flores frescas.
Dahlia Sin’felle conocía el poder de su cuerpo.
La expresión en el rostro de Korvin Dor’crae cuando entró en sus aposentos privados no hizo sino confirmarlo. Se acercó a ella ansioso, tomándola entre sus brazos. No era un hombre alto ni musculoso, pero la fuerza de su abrazo se veía incrementada por su aflicción, y la atrajo hacia sí con rudeza, cubriendo su mandíbula con una miríada de besos.
—No pasará mucho tiempo antes de que te sirvas tú mismo, pero ¿qué pasa conmigo? —preguntó ella con un deje de sarcasmo bajo la inocencia que su voz expresaba.
Dor’crae retrocedió lo suficiente como para mirarla a los ojos, esbozando una gran sonrisa que dejó a la vista sus colmillos de vampiro.
—Pensaba que os gustaban mis festines, mi Señora —dijo, y volvió a acercarse a ella, mordiéndola suavemente en el cuello.
—Calma, querido —susurró Dahlia, pero se movió de manera provocativa mientras hablaba, para asegurarse de que Dor’crae no hiciera semejante cosa.
Le acarició la oreja con dedos juguetones y le hizo remolinos en el largo y espeso pelo negro. Después de todo, llevaba toda la noche provocándolo, y como no quedaba mucho para el alba, él no tenía demasiado tiempo, y menos en aquella torre llena de ventanas. Intentó llevarla de nuevo a la cama, pero ella se mantuvo firme, para lo que puso todavía más empeño y la mordió con más fuerza.
—Tranquilo —susurró con una risita que lo animó aún más—. No me vas a convertir en uno de vosotros.
—Juega conmigo durante toda la eternidad —respondió Dor’crae, que se atrevió a morder más fuerte, con lo que sus colmillos finalmente atravesaron la hermosa piel de Dahlia.
Ella bajó la mano derecha hasta el costado, alcanzó con el pulgar el anillo mágico que llevaba en el dedo índice y golpeó suavemente la gema. Después, deslizó ambas manos por el pecho de Dor’crae; le desató los cordones de cuero de la camisa y se la abrió mientras recorría suavemente su piel con los dedos. Él gimió, se apretó más contra ella y la mordió con mayor fuerza.
La mano derecha de Dahlia le palpó el pectoral derecho y se deslizó con delicadeza hacia el esternón, retrayendo el dedo índice como si fuera una víbora preparándose para atacar.
—Repliega tus colmillos —le advirtió, aunque todavía con voz profunda y provocativa.
Él gimió, y la víbora atacó.
Dor’crae aspiró, a pesar de que no necesitaba respirar, dejó el cuello de Dahlia y se apartó, haciendo muecas de dolor a cada centímetro que la punta afilada de madera penetraba en su carne y se acercaba a su corazón. Intentó retroceder, pero Dahlia avanzó expertamente al mismo ritmo, manteniendo la presión justa como para infligirle un dolor insoportable y abrumador sin llegar a matar a la criatura directamente.
—¿Por qué me obligas a atormentarte así, querido? —preguntó—. ¿Qué he hecho para merecer que me concedas semejante placer?
Giró la mano ligeramente mientras hablaba, y el vampiro pareció encogerse frente a ella, además de fallarle las piernas.
—¡Dahlia! —consiguió decir, suplicante.
—Han pasado diez días desde que te encargué la tarea —respondió. Dor’crae abrió mucho los ojos, aterrorizado.
—Un Anillo de Pavor —soltó de repente—. Szass Tam los expandió.
—¡Eso ya lo sé, por supuesto!
—¡A zonas nuevas!
Dahlia gruñó mientras giraba la pequeña púa, y Dor’crae se dejó caer sobre una rodilla.
—¡Los shadovar se han hecho fuertes en el Bosque de Neverwinter, al sur de la ciudad! —resopló el vampiro—. Han dado caza a los paladines de la fortaleza de Helm y patrullan el bosque sin que nadie se lo impida.
—¡Imagínate! —exclamó Dahlia con sarcasmo al recibir más datos conocidos por todo el mundo.
—Se oyen ruidos sordos… La Torre de Huéspedes… Protecciones mágicas y energía desatada…
La malvada Dahlia inclinó su proporcionada cabeza muy a su pesar, y relajó la presión del dedo ligeramente.
—Todavía no conozco toda la historia —dijo el vampiro, que ahora hablaba con mayor facilidad—. Está envuelta en un misterio más antiguo que el más viejo de los elfos, en la época lejana en la que la Torre de Huéspedes del Arcano fue construida por vez primera en Luskan. Hay… —Dejó de hablar con un gruñido cuando el dedo cubierto de madera volvió a apretar.
—Ve al grano, vampiro. No tengo toda la eternidad. —Lo miró con expresión taimada—. Y si vuelves a ofrecérmela, haré que la tuya acabe de inmediato.
—Hay inestabilidad mágica en ese lugar, debido a la caída de la Torre de Huéspedes —soltó Dor’crae—. Es posible que podamos provocar una carnicería a una escala lo suficientemente…
La mujer volvió a silenciarlo con un giro de su dedo. Luskan, Neverwinter, la Costa de La Espada… la importancia de esa región no era ningún misterio para Dahlia. La sola mención removía recuerdos de su infancia, recuerdos que guardaba muy cerca de su corazón, como recordatorios permanentes de la maldad del mundo.
Se deshizo de las imágenes que la atormentaban; no era el momento, sobre todo teniendo en cuenta que tenía sujeto a muy poca distancia a un peligroso vampiro.
—¿Qué más? —preguntó.
El vampiro le lanzó una mirada de pánico, ya que era obvio que no tenía nada sustancioso que añadir y esperaba un repentino final de su existencia a manos de la despiadada elfa.
Sin embargo, Dahlia estaba más intrigada de lo que parecía. Retiró la mano tan repentinamente que Dor’crae se desplomó a cuatro patas y, cerrando los ojos, dio las gracias en silencio.
—No hay ni un sólo momento en que estés cerca de mí que no pueda matarte —dijo la mujer—. La próxima vez que lo olvides y trates de afligirme, te destruiré completa, feliz y placenteramente.
Dor’crae alzó la mirada hacia ella con cara de no dudar de su palabra ni por un instante.
—Ahora hazme el amor y, por tu propia seguridad, hazlo bien.
El viaje hasta el arroyo para ir a por agua había sido largo. Los renacuajos acababan de salir del huevo y la niña elfa de doce años se había pasado horas entretenida observando sus juegos. Su madre le había dicho que no se apresurara, ya que, de todos modos, aquel día su padre había salido a cazar y no necesitarían el agua hasta la hora de la cena.
Dahlia llegó a lo alto de la pendiente, vio el humo, oyó los gritos, y supo que los seres oscuros habían llegado.
Debería haber huido, haberse dado la vuelta, haber salido corriendo hacia el arroyo y atravesarlo. Debería haber abandonado su poblado, que ya estaba condenado, para salvarse con la esperanza de poder reunirse más adelante con su padre.
Pero se encontró corriendo hacia su casa y llamando a gritos a su madre.
Los bárbaros netherilianos estaban allí, esperando.
Dahlia expulsó aquellos recuerdos de su cabeza, canalizándolos, como siempre, a través de su necesidad de dominación. Apartó al vampiro bruscamente y rodó sobre él, para hacerse con el control. Dor’crae era un amante excepcional (esa era la razón por la que Dahlia lo había mantenido con vida tanto tiempo), y la distracción de la mujer le había dado ventaja. Pero había durado poco tiempo. Lo atacó enfadada, convirtiendo el sexo entre ambos en algo violento; lo golpeó, le clavó las uñas y le mostró la púa de madera en el momento justo para arrebatarle el placer y experimentar el suyo propio.
Después se apartó de él y le ordenó que se fuera, no sin antes advertirle que su paciencia estaba a punto de agotarse y que no volviera ni se atreviera a presentarse ante su vista hasta que no tuviera más información acerca de La Torre de Huéspedes y el potencial catastrófico que albergaba el oeste.
El vampiro se escabulló como un perro apaleado, dejando a Dahlia sola con sus recuerdos.
Los bárbaros asesinaron a los hombres, a las mujeres más viejas y a las más jóvenes, las que no estaban en edad de procrear. Además, se condujeron con excepcional crueldad con las dos pobres embarazadas que había en la aldea; les sacaron del vientre a los bebés y los dejaron en el suelo para que murieran.
Respecto de las demás, los netherilianos las fecundaron con su semilla repetidamente y con violencia. En su clemente fascinación por la mortalidad, buscaban los vientres de las elfas como si estuviesen compartiendo un elixir de la eterna juventud.
Llevaba un vestido muy parecido al que Dahlia había llevado ese mismo día, de cuello alto y abierto, bastante escotado, y nadie podía negar que Sylora Salm tenía un aspecto muy tentador con él puesto. Al igual que su rival, lucía el cráneo completamente rasurado, sin un sólo cabello en su hermosa cabeza. Era varios años mayor que Dahlia, y aunque era humana, su belleza había permanecido intacta.
Estaba al borde de un bosque muerto, en el lugar donde los árboles enfermos que quedaban, antaño gloriosos, permanecían en los bordes del Anillo de Pavor más reciente, un círculo creciente de devastación total. No quedaba nada vivo en el interior de aquella oscura perversión, donde las cenizas sólo podían ser cenizas, y el polvo no era más que polvo. A pesar de que iba vestida como para asistir a un baile real, Sylora no parecía estar fuera de lugar allí, ya que la envolvía un aura de frialdad que se complementaba perfectamente con la muerte.
—El vampiro estuvo haciendo preguntas —le explicó su solitario compañero, Themerelis.
Era un joven corpulento que apenas sobrepasaba los veinte años. Su única vestimenta consistía en un falda corta, botas de media caña y un coselete de cuero abierto que dejaba a la vista su prodigiosa musculatura. El espadón que llevaba cruzado a la espalda exageraba aún más la anchura de sus hombros.
—¿Por qué estará esa bruja tan fascinada por la Torre de Huéspedes del Arcano? —se preguntó Sylora mientras se apartaba de Themerelis—. Ha pasado casi un siglo desde que cayó esa monstruosidad, y lo que queda de la Hermandad Arcana no ha dado muestras de tener intención de reconstruirla.
—Tampoco podrían —dijo Themerelis—. La esencia mágica de sus ligaduras estaba más allá de sus posibilidades incluso antes de la Plaga de los Conjuros. Lástima de toda la magia que se ha perdido.
Sylora lo miró con una expresión abiertamente burlona.
—¿Eso es algo que oíste en la biblioteca mientras espiabas a Dahlia? —Alzó la mano antes de que su consorte llegara a responder. Aquel hombre era demasiado estúpido como para entender el insulto—. ¿Por qué sino ibas a estar en una biblioteca? —preguntó, y puso los ojos en blanco, hastiada, al ver su mirada confusa.
—No os burléis de mí, Señora —la advirtió el guerrero.
Sylora se volvió bruscamente hacia él.
—¿Y eso por qué? —preguntó—. ¿Desenvainarás tu espadón y me partirás en dos?
Themerelis la fulminó con la mirada, pero eso sólo hizo que la hechicera thayana se echara a reír.
—Prefiero otras armas —dijo Sylora, provocándolo mientras levantaba la mano para acariciar el poderoso brazo de Themerelis.
El hombre fue a acercarse a ella, pero Sylora alzó la mano con la palma hacia afuera para detenerlo.
—Tendrás que ganártelo —dijo.
—Se marcharán hoy mismo —respondió Themerelis.
—Entonces, haz rápido tu trabajo. —Le dio un ligero empujón para apartarlo hacia atrás y le dijo adiós con la mano.
Themerelis soltó un bufido cargado de frustración y se dio la vuelta para alejarse. Caminando pesadamente para entre los árboles, colina arriba, en dirección a las puertas del castillo.
Sylora lo observó mientras se alejaba. Sabía que se estaba acercando con facilidad a la desconfiada y peligrosa Dahlia, y quería odiarlo por ello, incluso llegar a matarlo, pero se dio cuenta de que no podía culpar al joven. Entorno la mirada con una expresión de puro odio. ¡Como ansiaba librarse de Dahlia Sin’felle!
—Esos pensamientos no te benefician, hermosa mía —dijo una voz conocida que provenía del interior del anillo de pavor. Incluso si no hubiera reconocido la voz, sólo una criatura se habría atrevido a penetrar en un anillo tan reciente.
—¿Por qué la toleras? —dijo Sylora.
Se volvió para quedar frente a frente con el palpitante muro de cenizas en suspensión que marcaba la circunferencia del punto de poder nigromántico.
De hecho, no podía ver a Szass Tam a través de aquel velo opaco, pero podía sentir su presencia como si fuera una ráfaga de viento invernal que transportara oleadas de punzante aguanieve.
—Es sólo una niña —respondió Szass Tam—. Todavía no ha aprendido las normas de etiqueta de la corte de Thay.
—Lleva aquí seis años —protestó la mujer.
Szass Tam se burló del enfado de la mujer con una risa socarrona.
—Controla la Púa de Kozah, y eso no es ninguna tontería.
—El bastón desmontable —dijo Sylora, asqueada—. Un arma. Una simple arma.
—No resulta tan simple para los que sienten su picadura.
—Si la despojamos de la belleza del puro lanzamiento de conjuros y el poder de la mente, es tan sólo un arma.
—Es más que eso —respondió Szass Tam con un susurro, pero Sylora no le hizo caso y siguió hablando.
—Artimañas de aventurero —dijo ella—. Todo luces deslumbrantes y golpes que un niño debería poder esquivar.
—Ya son siete las víctimas —le recordó el lich—, entre las que se inducen tres figuras de renombre y conocida reputación. Si no pudiera traerlas de vuelta con una forma mucho más deseable, me temo que lady Dahlia mermaría mis filas demasiado deprisa.
La forma tan despreocupada que tenía de hacer referencia al hecho de reanimar a los muertos hizo que Sylora sintiera escalofríos aun más fríos que ella misma.
—No creas que se debe a sus habilidades —lo advirtió Sylora—. A todos los engatusó para dejarlos en una situación de vulnerabilidad. Su juventud y hermosura los engañaron, pero ahora ya lo sé. Todos lo sabemos.
—¿Incluso a lady Cahdamine? —dijo Szass Tam, arrancándole una mueca de dolor a Sylora.
Cahdamine y ella habían sido coetáneas, aunque realmente nunca habían sido amigas, y habían compartido muchas aventuras, incluida la de echar a los campesinos del lugar donde estaba el mismo Anillo de Pavor frente al que se encontraba en ese momento (o, al menos, expulsar las almas de los campesinos, ya que sus cadáveres putrefactos habían servido para alimentar al anillo). Durante aquella placentera época, hacía tres años, Cahdamine hablaba a menudo de lady Dahlia y de cómo había acogido a la joven elfa como su protegida para instruirla adecuadamente tanto en las artes carnales como en las marciales.
¿Acaso Cahdamine había subestimado a Dahlia? ¿La había cegado la arrogancia frente al peligro que la despiadada elfa representaba?
Sylora sabía que Cahdamine se había convertido en el diamante central de la oreja izquierda de Dahlia, el cuarto de siete, ya que había descubierto el simbolismo que encerraban. Además, Dahlia llevaba dos pendientes sin brillante en la oreja derecha. Dor’crae era uno de sus amantes, por supuesto, y… Sylora se quedó mirando en dirección al lejano castillo y al camino que Themerelis había tornado.
—Durante algunos meses, puede que incluso años, no tendrás que aguantar su presencia aquí —comentó Szass Tam como si le hubiera leído la mente—, ya que va a partir hacia Luskan y la Costa de la Espada.
—¡Ojalá los piratas la descuarticen!
—Dahlia me sirve bien —la advirtió la voz sin cuerpo de Szass Tam.
—Dices eso para evitar que la destruya.
—Tú también me sirves bien —respondió el lich—, y eso es lo que le he dicho también a Dahlia.
Sylora, indignada, se dio la vuelta y partió. ¿Cómo se atrevía a elevar a aquella huérfana caprichosa a su mismo nivel con semejante insinuación?
Ella sabía que aquella era una noche importante, y que tenía que representar bien su papel. Mirarse al espejo no era cuestión de vanidad para Dahlia, sino de técnica. Su arte debía llegar a la perfección, puesto que, en caso contrario, representaría su sentencia de muerte.
Las botas de cuero negro le llegaban más arriba de las rodillas, hasta tocar su falda, también de cuero negro, a juego, en la parte exterior de su muslo izquierdo. Sin embargo, el resto de la falda no tocaba las botas, ya que tenía un corte en diagonal que subía muy por encima de la mitad de su bien torneado muslo derecho. Llevaba un cordón rojo a modo de cinturón con dos bolsitas colgando a la altura de las caderas, ambas negras con costuras rojas. Vestía una blusa blanca, de mangas anchas, de la mejor seda; estas estaban ceñidas por unas bocamangas de diamantes que le permitían libertad de movimiento. Un coselete de cuero le proporcionaba cierta protección, pero su verdadera armadura consistía en un anillo mágico, una capa encantada y unos pequeños brazales también mágicos que llevaba escondidos bajo las bocamangas de la blusa.
Como hacía con el resto de sus trajes, Dahlia llevaba la parte superior del escotado coselete desabrochado, y el cuello almidonado subido, para que enmarcara su delicada cabeza. Sin embargo, no le haría bien recorrer los caminos a pleno sol con la cabeza afeitada y descubierta, por lo que llevaba puesto un sombrero de cuero negro y ala ancha, sujeto con alfileres por la derecha, con lo que dejaba ver la trenza roja y negra, entrelazada con una cinta de seda roja con una pluma del mismo color atada al extremo.
Cuando doblaba la pierna derecha y la giraba con cuidado, ensayando una pose seductora, ¿qué hombre podía resistírsele?
Pero lo que vio en el espejo no le hacía verdadera justicia a su belleza.
La atraparon fácilmente y la tiraron al suelo, pero no se le echaron encima uno tras otro como habían hecho con las demás. Dahlia se encontró con la mirada de un fornido bárbaro, el shadovar de gran tamaño y fuerza que había liderado el asalto. Mientras la mayoría de los asaltantes eran humanos de piel oscura, era evidente que el líder era un converso, un demonio cornudo, un tiflin.
Decretó que la joven y delicada prisionera, que apenas era una mujer, era suya.
La desnudaron y la sujetaron para el sacrificio. Fue entonces cuando, por primera vez, Dahlia se dio cuenta realmente de lo estúpida que había sido al volver corriendo a la aldea; en ese momento, comprendió lo que ella, y no el resto de su gente, tenía que perder.
Oyó como su madre gritaba su nombre, y con el rabillo del ojo vio a la mujer correr hacia ella, pero la derribaron y se le sentaron encima. Entonces, el enorme tiflin se puso sobre Dahlia, lanzándole una mirada lasciva.
—Relájate y pónmelo fácil, muchacha, y dejaré vivir a tu madre —le prometió.
La tenía a su merced. Consiguió girar la cabeza para mirar a su madre mientras él se tendía sobre ella y logró reprimir los gritos mientras desgarraba su interior, aunque sintió como si la estuviera partiendo por la mitad. El acto en sí terminó deprisa, pero su humillación acababa de empezar.
Dos bárbaros la cogieron por los tobillos y la levantaron por los aires, cabeza abajo.
—Conservarás la semilla de Herzgo Alegni —se burlaron mientras la manoseaban y le daban cachetes.
Después de un rato la bajaron, dejándola con la cabeza dolorosamente torcida sobre el suelo. Consiguió girarla lo suficiente como para lograr ver a su madre, aunque distorsionada y al revés. También vio cómo Herzgo Alegni se cruzaba en su campo de visión.
El tiflin volvió la vista hacia Dahlia y sonrió. ¿Podría alguna vez olvidar esa sonrisa? Después, con un ademán despreocupado, le pisó la nuca a su madre y se oyó cómo los finos huesos de la elfa se rompían por el impacto.
Dahlia respiró profundamente y cerró los ojos, tratando con todas sus fuerzas de mantener el equilibrio. Se desvaneció muy brevemente, puesto que ya no era aquella niña de hacía diez años. Esa joven elfa había muerto, asesinada por Dahlia interiormente y reemplazada por la exquisita y letal criatura que veía en el espejo.
Se pasó la mano por el firme vientre y recordó, como de pasada, que había estado embarazada… de él, de aquel bárbaro sarcástico.
Respiró hondo una vez más, se ajustó el sombrero y se apartó rápidamente del espejo para coger la Púa de Kozah. El fino bastón de metal medía casi dos metros y medio, y a pesar de que parecía suavemente pulido incluso a corta distancia, tenía un tacto sólido y firme. Las cuatro uniones eran prácticamente invisibles, pero Dahlia las conocía como la palma de su mano.
Con un movimiento rápido lo dividió por la mitad, de manera que se dobló mediante un balanceo, para formar un cómodo bastón de viaje de metro veinte. Notó la ligera descarga de energía que la invadía mientras lo balanceaba, y los músculos de su antebrazo se removieron inquietos bajo los suaves pliegues de la manga.
Paseó la vista por el dormitorio. Dor’crae se había llevado el equipaje más pesado al carromato, pero se quedó allí unos segundos, para asegurarse de que no se dejaba nada.
Cuando se marchó ni siquiera miró atrás, aunque estaba segura de que pasarían varios años, quizá muchos, antes de que volviera a posar la mirada sobre aquel lugar, que había sido su hogar durante más de media década.
Las raíces tenían un sabor amargo y no pudo evitar sentir arcadas mientras se las metía en la boca una tras otra. Pero los ancianos le aseguraron que los netherilianos iban a volver. Sabían dónde estaba y que llevaba en su vientre al hijo de su líder.
Una anciana elfa había tratado de convencerla de que se suicidara para acabar con todo aquello, pero aquella muchacha que había vuelto corriendo a su aldea ya estaba muerta.
Poco después notó pinchazos en el abdomen y al rato las terribles contracciones y los horribles dolores de un parto para el que su cuerpo era demasiado joven.
Aun así, Dahlia no emitió ni un sonido; tan sólo se oía su pesada respiración mientras contraía todos los músculos y empujaba con todas sus fuerzas para sacar a aquel niño bestial de su interior. Finalmente, cubierta de sudor y agotada, sintió una tremenda sensación de alivio al oír el primer llanto del bebé, el hijo de Herzgo Alegni. La matrona se lo puso en el pecho y la invadió una sensación de rechazo, mezclada con un inusitado sentimiento de calidez, que le desgarró las entrañas al igual que lo había hecho el shadovar, y su hijo al nacer.
No sabía qué pensar, y se sintió algo reconfortada al oír cómo las mujeres discutían acerca de su éxito, ya que se había anticipado varias semanas al regreso del padre y de sus esbirros.
Dahlia reposó la cabeza y cerró los ojos. No podía permitir que volvieran, ni que decidieran el rumbo que iba a tomar su vida.
—¿Aún no te has ido? —Sylora Salm sorprendió a Dahlia tan pronto como esta salió de la habitación—. Pensaba que ya estarías a mitad de camino de la Costa de la Espada.
—¿Vienes para reclamar algún objeto de valor que me haya dejado aquí, Sylora? —respondió Dahlia. Se detuvo para adoptar una pose pensativa antes de añadir—: Llévate el espejo; espero que te haga buen servicio.
Sylora se rio de ella.
—Estoy segura de que prefiere mi reflejo.
—Quizá tengas razón, aunque dudo de que haya muchos que estén de acuerdo. Aun así, humana, no importa, ya que dentro de nada estarás avejentada, tendrás el pelo canoso y un aspecto demacrado, mientras que yo seguiré joven y lozana.
Sylora la fulminó con la mirada, y Dahlia agarró con algo más de fuerza la Púa de Kozah, aún sabiendo que la hechicera no provocaría la ira de Szass Tam.
—Campesina —respondió Sylora—. Hay maneras de evitar eso.
—¡Ah, sí!, el método de Szass Tam —masculló Dahlia, y con un movimiento repentino, acercó la cara a la de Sylora para que sintiera el calor de su aliento—. Cuando Themerelis y tú os entrelazáis y aspiras fuertemente su olor, ¿no notas como si yo estuviera junto a ti en la habitación? —susurró.
Sylora emitió un grito ahogado y se echó hacia atrás, haciendo ademán de abofetearla, pero la joven elfa fue más rápida y ya se había anticipado a su reacción.
—Además, estarás pálida y no respirarás —dijo mientras cerraba la mano libre en forma de copa y la llevaba a la entrepierna de Sylora—, fría y seca, mientras yo permanezco cálida y…
Sylora dejó escapar un lamento, y Dahlia se volvió mientras reía, dando saltitos a lo largo del pasillo.
La hechicera rugió de pura rabia, pero Dahlia se dio la vuelta rápidamente, con repentina seriedad.
—Espero que tu ataque sea rápido y definitivo, bruja. —La advirtió mientras la apuntaba con la Púa de Kozah—, ya que sólo conseguirás lanzar un hechizo antes de que te envíe a un reino tan oscuro que ni siquiera Szass Tam pueda sacarte de allí.
A Sylora, dominada por una furia casi incontrolable, le temblaban las manos. Por supuesto, no dijo una sola palabra, pero Dahlia no necesitaba oírla para saber lo que estaría pensando: «¡Esta niña! ¡Esta impertinente muchacha elfa!». Sus pequeños pechos se elevaban y descendían al ritmo de su agitada respiración mientras trataba de recobrar la compostura, cosa que fue consiguiendo poco a poco, hasta que dejó caer las manos a los lados.
Dahlia se mofó de ella.
—Eso pensaba —dijo, para después volver a recorrer el pasillo dando saltitos.
Cuando ya se acercaba a la salida de la fortaleza, se abrieron ante ella dos pasillos. A la izquierda estaba el patio de armas, donde Dor’crae la esperaba con las carretas, y a la derecha estaban el jardín y su otro amante.
Había escogido bien el lugar; lo supo tan pronto como llegó al borde del precipicio que se cernía sobre el campamento de los bárbaros shadovar de Herzgo Alegni. No podrían llegar hasta ella sin caminar al menos un kilómetro hacia el sur, y no podían alcanzar el punto más alto del despeñadero, a treinta metros de altura, con arma o hechizo alguno.
—¡Herzgo Alegni! —gritó.
Alzó al bebé frente a ella, sosteniéndolo en el aire. Su voz rebotó en las piedras y resonó por todo el barranco hasta llegar al campamento.
—¡Herzgo Alegni! —volvió a gritar—. ¡Este es tu hijo! —Y siguió gritando hasta que empezó a ver movimiento en el campamento.
Dahlia se fijó en un par de shadovar que corrían en dirección sur, pero no se preocupó de ellos. Volvió a gritar una y otra vez. Unos cuantos se empezaron a reunir allá abajo mientras la miraban, y ella pudo imaginar su sorpresa al ver que aquella muchacha estúpida había acudido a su encuentro.
—¡Herzgo Alegni, este es tu hijo! —gritó, levantándolo aún más. Podían oírla a pesar de encontrarse a unos treinta metros más abajo.
Inspeccionó a la multitud en busca de la silueta del tiflin mientras volvía a gritar, llamando al padre de su hijo. Quería que la oyera y la viera.
Al salir al jardín, no fue capaz de interpretar con exactitud la expresión en el rostro de mandíbula cuadrada de Themerelis. Era una noche oscura, con pocas estrellas visibles bajo las espesas nubes que habían cubierto el cielo aquella tarde. Había varias antorchas encendidas, azotadas por el fuerte viento, que iluminaban la zona de manera muy irregular.
—No sabía si vendrías —dijo el hombre—. Temía que…
—¿Que me marchara sin despedirme como es debido?
El hombre iba a responder, pero no encontró las palabras y acabó por encogerse de hombros.
—¿Harías el amor conmigo una última vez? —preguntó Dahlia.
—Podría irme contigo a Luskan, si tú quisieras.
—Pero ya que no puedes…
Fue hacia ella con los brazos abiertos, mendigando un abrazo, pero Dahlia dio un paso atrás y hacia un lado para guardar las distancias.
—Por favor, amor mío —dijo—, regálame un instante para el recuerdo hasta que volvamos a vernos.
—¿Una última púa que clavarle a Sylora Salm en el costado? —preguntó Dahlia.
La tremenda confusión que provocó en Themerelis apenas duró un instante, hasta que comprendió del todo la idea y la curiosidad se transformó en una mirada de incredulidad.
Dahlia se rio de él.
—¡Oh!, pienso apuñalarla esta noche —prometió—. Tú, sin embargo, no vas a apuñalarme.
Con un amplio movimiento, llevó su brazo derecho al frente, para después, con un golpe de muñeca, extender el bastón completamente.
Themerelis dio un traspié hacia atrás, con expresión atónita.
—Ven, querido —se burló Dahlia.
Desplazó el bastón, hasta que quedó en posición horizontal frente a su pecho. Hizo un sutil movimiento que su oponente no alcanzó a percibir y dividió el bastón en tres trozos: uno central, de un metro veinte de longitud, que sostuvo en sus manos, y dos laterales, de sesenta centímetros, que colgaban de dos cortas cadenas. Dalia, nuevamente con delicados movimientos, hizo girar las secciones laterales, primero hacia adelante, y después una al frente y la otra hacia atrás. Entonces, dio vueltas a la parte central en el aire, haciendo bajar los extremos de forma alterna y con giros cada vez más altos.
—No hay por qué…
—¡Oh, claro que sí! —le aseguró la mujer.
—Pero nuestro amor…
—Nuestra lujuria —lo corrigió—. Ya estoy aburrida, y estaré lejos unos cuantos años. Vamos, cobarde. Presumes de ser un gran guerrero… Seguro que la minúscula Dahlia no te da miedo. —Hizo girar el bastón desmontable en un frenesí ascendente; la sección central daba vueltas delante de ella, a la vez que mantenía ambos extremos girando.
Themerelis puso los brazos en jarras y la miró con dureza.
Dahlia agarró el centro del largo bastón con una mano y rompió la rotación. Cuando los extremos se balancearon hasta alcanzar su posición original, contra la sección central, generaron una serie de rayos que Dahlia dirigió hacia su oponente con excepcional pericia.
Themerelis salió despedido hacia atrás al recibir el impacto de los rayos punzantes. Realmente no le causaron heridas, pero la risa de Dahlia sí pareció haberlo herido profundamente. Desenvainó su espadón y lo alzó con ambas manos, respirando con intensidad y separando bien los pies, justo en el momento en que Dahlia cargó contra él.
Dio un salto mientras golpeaba con la sección central de la Púa de Kozah adelante y atrás, y además extendió las secciones laterales para hacerlas girar nuevamente. De repente, echó el pie izquierdo hacia atrás, retrajo la mano izquierda mientras extendía la derecha, y se volvió para que la sección lateral, en pleno giro, golpeara a Themerelis en la cabeza.
El joven, excelente guerrero y experimentado en la batalla, bloqueó el ataque con la espada; a continuación, movió el arma hacia el lado contrario, justo a tiempo para rechazar el ataque de la otra sección lateral, mientras Dahlia cambiaba de posición y lanzaba una estocada.
Pero ella volvió a girar el borde principal de atrás hacia adelante, haciéndolo ascender, y pasó a sujetar la sección central por el lado contrario, en tanto el arma daba vueltas por debajo. Lanzó un golpe frontal con el extremo más adelantado de la barra central, que alcanzó a Themerelis en el pecho.
Él volvió a tambalearse hacia atrás.
—Patético —lo provocó, retrocediendo un paso para permitirle adoptar nuevamente su posición de combate.
El guerrero atacó con repentina fiereza. Lanzó tajos con el espadón, describiendo amplios arcos que producían potentes zumbidos.
Pero sólo le dio al aire.
Dahlia saltó a un lado, completó una voltereta y aterrizó nuevamente de pie, dándole la espalda a Themerelis. Cuando el guerrero fue tras ella, lanzándole una estocada, ella se volvió rápidamente y golpeó la espada con la parte izquierda del bastón, para después hacer girar la hoja con la sección central cerrada en ángulo y golpear de nuevo con la sección derecha, que seguía girando, con lo que las tres secciones lanzaron descargas eléctricas que penetraron en la espada y después en Themerelis.
El hombre se desplomó, apretando la mandíbula mientras trataba de dominar los espasmos.
Dahlia comenzó a girar otra vez el bastón a una velocidad vertiginosa, moviendo las secciones laterales a tal velocidad que era imposible seguirlas. Fingió ir a la carga, pero en su lugar se echó hacia atrás, extendiendo los brazos para que la sección central quedara frente a ella en posición horizontal. Avanzó doblando los brazos de manera que el bastón le golpeara el pecho, lo cual hizo que se partiera en dos.
Themerelis apenas era capaz de seguir los movimientos cuando Dahlia hizo bailar salvajemente las dos armas más pequeñas, cada una formada por una pareja de palos de metal, de unos sesenta centímetros de largo, unidos por unos treinta centímetros de cadena. Hizo girar ambos mayales lateralmente, a ambos costados de su cuerpo, haciendo pasar uno u otro, e incluso ambos o ninguno, por debajo y alrededor de su hombro…, o uno por la espalda, para acabar agrandándolo con la mano opuesta mientras el otro se movía hacia el frente y, de modo similar, lo pasaba a la otra mano.
Sin detenerse ni un sólo momento, ni aminorar la velocidad, comenzó a chasquear los palos giratorios unos con otros. A cada golpe surgía el potente crepitar del rayo.
Por encima de sus cabezas, las nubes eran cada vez más espesas y empezaron a retumbar, como si el mismo cielo respondiera a la llamada de la Púa de Kozah.
Finalmente, con la misma furia de antes, Dahlia trató de alcanzar a Themerelis describiendo un amplio arco, pero falló estrepitosamente.
El fallo había sido a propósito.
Themerelis, después del golpe, atacó de repente, lanzándole una cuchillada.
Dahlia no paró de girar, sino que siguió adelante, dando un paso hacia atrás al mismo tiempo para esquivar la mortífera espada. Volvió a la carga parando el ataque por partida doble, golpeando el espadón con ambas armas, una detrás de otra.
Sin embargo, ninguna de las dos le lanzó a la espada una descarga eléctrica, cosa de la que Themerelis no se dio cuenta. De todos modos, el eficiente doble bloqueo hizo que bajara el ritmo al tener que retirar la espada, pero cuando Dahlia detuvo el impulso y cambió el sentido giratorio de la mano izquierda, volvió a arremeter contra ella.
Hizo dos paradas simultáneas, golpeando con las barras metálicas, una a cada lado de la espada, aunque la derecha estaba un poco más abajo que la izquierda. Después liberó la carga que se había acumulado en la Púa de Kozah.
La poderosa descarga eléctrica debilitó a Themerelis incluso mientras la mujer realizaba los giros, de modo que se le escapó la espada de las manos y cayó al suelo, tras dar una vuelta completa.
Fue a cogerla, pero Dahlia y su arma giratoria se lo impidieron, propinándole una rápida sucesión de golpes. Lo golpeó en un brazo, después en el otro, una y otra vez, y eso cuando conseguía bloquear los ataques. Cuando no era así, el bastón le daba en el pecho o en la cintura, incluso una de las veces le alcanzó en la cara, dejándole los labios hinchados.
Dahlia aprendió rápidamente a anticiparse a sus bloqueos y lo golpeaba desde todos los ángulos, una y otra vez, infligiéndole cortes y haciéndole verdugones. Le dio un golpe tan fuerte en el brazo izquierdo que ambos oyeron el chasquido del hueso antes de que él siquiera se hubiese dado cuenta de que lo había golpeado.
El guerrero, aturdido, desequilibrado y casi al límite de sus fuerzas, intentó desesperadamente golpear a Dahlia con los puños.
Ella se dejó caer y se volvió mientras hacía oscilar su brazo derecho hacia arriba; le rodeó por debajo el hombro cuyo brazo tenía extendido. Siguió girando, juntando la parte trasera de la cadera con la de él y haciéndolo doblarse sobre ella para después tirar de repente del bastón hecho un lazo, con lo que lanzó a Themerelis por encima de su hombro.
Cayó a plomo, de espaldas, sin respiración y completamente aturdido.
Dahlia no bajó el ritmo, sino que siguió girando hasta que finalmente se detuvo frente al hombre caído; dio una palmada y volvió a unir la sección central de la Púa de Kozah. Agitó el bastón a un lado y a otro, y después cambió, alineando de nuevo con pericia las secciones laterales y ordenándole al arma que se recompusiera. En el mismo momento en que volvió a sostener el extraño bastón de dos metros y medio, apoyó uno de los extremos sobre el suelo y se impulsó hacia arriba, utilizándolo como si fuera una pértiga. Giró el arma mientras ascendía, gritando en dirección a las nubes:
—¡Yee Kozah!
Aterrizó justo al lado de Themerelis y le clavó la punta delantera del bastón desmontable en el pecho, como si fuera una lanza.
Del lugar del impacto salieron varios rayos, y el arma atravesó al hombre; le perforó la columna vertebral hasta llegar al suelo.
Dahlia le gritó al antiguo y largamente olvidado dios del rayo nuevamente, mientras se erguía victoriosa. Sujetó con una mano el arma en su punto medio, y mantuvo el otro brazo estirado hacia el lado contrario; elevó la cabeza hacia el cielo.
Un enorme rayo, seguido de un tremendo trueno, golpeó la punta superior del bastón, que lo canalizó. Parte de su fuerza abrasadora penetró en Dahlia, bañándola en una serie de líneas reptantes de energía blanquiazul, pero la mayor parte sacudió a Themerelis con resultados fatales. Estiró brazos y piernas más allá de los límites concebibles, mientras se oían los estallidos de sus articulaciones. Los ojos estaban a punto de salírsele de las orbitas y tenía todo el pelo de punta, moviéndose sin control. Una gran explosión, que partía del arma que lo había atravesado, le dejó un enorme agujero al guerrero.
Dahlia siguió sosteniéndolo, disfrutando del poder que fluía a través de su esbelta silueta. Bajó la vista hacia los bárbaros que estaban allí reunidos.
Por fin divisó a Herzgo Alegni entre ellos, avanzando entre sus filas.
—¡Herzgo Alegni, este es tu hijo! —exclamó.
Acto seguido, arrojó al bebé por el precipicio.