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EL DÍA EN QUE EL MUNDO VOLÓ EN PEDAZOS
S
abía que la estaban siguiendo. Llevaba un buen rato pensando que debía de ser su imaginación, su miedo real de haber hecho enemigos muy poderosos allá abajo en Gauntlgrym, enemigos que no permitirían que escapara tan fácilmente a su ira.
Pero ¿cómo la habían encontrado? ¿No deberían haber conjeturado que había muerto en la antigua ciudad enana?
Era de suponer que Sylora daba por hecho que los ashmadai que había dejado atrás habían muerto. Pero entonces, Dahlia se llevó la mano al pecho y tocó el broche que todavía llevaba, el que le confería algo de poder sobre los no muertos y la ataba a Szass Tam. Horrorizada, se lo arrancó de la blusa y lo arrojó a la primera alcantarilla que encontró.
Después siguió una ruta en zigzag por la ciudad, metiéndose por todos los callejones que encontraba; en un momento dado se subió a un tejado, y después salió corriendo todo lo deprisa que pudo. Aún así, cuando empezó a acusar el cansancio y aminoró el paso, notó que la habían seguido.
Dahlia dobló la esquina en el siguiente callejón, decidida a volver por el otro lado para poder echarles un vistazo a sus perseguidores. En el fondo había una valla de madera, pero era fácil de escalar. Cuando le faltaba poco para llegar, aceleró el paso para saltar, pero se detuvo bruscamente al ver que dos hombres fornidos, dos tiflin, salieron de detrás de un montón de cajas para cerrarle el paso.
—Hermana Dahlia —dijo uno de ellos—, ¿por qué corres?
La elfa miró hacia atrás, sin que la sorprendiera ver a tres más de aquellos corpulentos semidemonios acercándose a ella por el callejón. Todos llevaban la vestimenta típica de los habitantes de Luskan, pero ella conocía su verdadera identidad, cosa que vio confirmada cuando la llamaron «hermana».
Sylora había sido rápida en empezar a perseguirla.
Dahlia se irguió, cambiando su expresión preocupada por una divertida. Así era ella. Cuando no se le presentaba ocasión de huir, todavía le quedaba el placer de la batalla.
Abrió su bastón de golpe y lo sostuvo horizontalmente, dejando caer los dos extremos de sesenta centímetros.
—¿Alguno me va a desafiar directamente, o debo mataros a todos a la vez? —preguntó, comenzando a hacer girar lentamente los extremos. Ningún ashmadai fue hacia ella, ni adoptó una postura defensiva, ni sacó un arma, y eso puso nerviosa a la elfa.
¿Qué era lo que sabían?
—¿Piensas seguir adelante? —preguntó una voz de mujer frente a ella, mientras estaba mirando por encima de su hombro a los tres ashmadai que tenía detrás.
Se volvió para ver a Sylora de pie entre los dos tiflin, con un aspecto magnífico, como siempre, con un vestido rojo escotado y el cuello alto y rígido que enmarcaba su cabeza sin pelo.
—¿Convertirías tu fracaso en traición? Pensaba que tenías más cabeza.
Dahlia se tomó su tiempo para asimilar aquellas palabras, sin saber muy bien como responder.
—Cuando llegó su momento de gloria, Dahlia fracasó —se explicó Sylora—. ¿De veras crees que a nosotros, que servimos fielmente a Szass Tam, nos sorprendió que nuestra descarada hermana pequeña no fuera capaz de ejecutar el inicio del anillo de pavor? ¿Crees que nosotros…, que yo hubiera esperado algo mejor de ti? Por eso intervine, para asegurarme de que Szass Tam no quedara decepcionado. Después de todo, hiciste un excelente trabajo localizando al primordial, aunque después…
—Después, trataste de matarme —la interrumpió Dahlia.
Sylora se encogió de hombros.
—No podía confiar en que vinieras con nosotros contando con tan poderosos aliados, ese enano y su patrón drow. No me dejaste elección, e incluso intentaste detener lo que debía de hacerse.
—Y ahora has venido a matarme —dijo Dahlia, más como una afirmación que como una pregunta, y sus hermosos ojos azules emitieron un destello de excitación—. ¿Te esconderás detrás de tus fanáticos servidores nuevamente, o te unirás a la batalla esta vez?
—Si por mí fuera, ya estarías muerta —respondió Sylora, y le arrojó algo a los pies.
La guerrera elfa se agachó, preparándose por si era una bola de fuego o algún artefacto similar que fuera a estallar, pero al ver que no ocurría nada le echó un buen vistazo al objeto que le había arrojado Sylora y reconoció el broche que acababa de tirar.
—Nuestro Señor todavía ve potencial en ti —le explicó Sylora—. Me ha pedido que te acoja bajo mi protección, como mi sirviente.
—¡Jamás!
Sylora levantó un dedo.
—Tienes la oportunidad de salir viva de esta, Dahlia, y volver a servir en las filas del Señor lich. Quizá incluso puedas redimirte ante sus ojos, e incluso ante los míos. Es eso, o la muerte. ¿Perderías la vida tan fácilmente?
Dahlia meditó la oferta durante unos instantes. Sabía que Sylora le haría la vida imposible, por supuesto, pero al menos así tendría una oportunidad.
—Vamos —la instó Sylora—. Piénsatelo. Hay en marcha una acalorada batalla en el sur, y nada menos que contra los netherilianos. Te gustaría matar algunos shadovar, ¿verdad que sí?
Dahlia sintió que su resistencia la abandonaba tan completamente que se preguntó si Sylora le habría lanzado algún encantamiento. Sin embargo, la preocupación le duró poco, ya que conocía el motivo de la desaparición de su determinación. ¿Acaso había algo en el mundo que Dahlia odiase más que a los netherilianos?
Miró a Sylora con desconfianza.
—Querida, si te quisiera muerta, ya lo estarías —respondió Sylora a aquella expresión suspicaz—. Podría haber llenado este callejón de magia mortífera, o de asesinos ashmadai. —Le tendió la mano—. Nuestro camino nos conduce al sur, a luchar contra los netherilianos. Estarás entre mis lugartenientes, y mientras luches bien, no te molestaré demasiado.
—¿Debo confiar en Sylora Salm?
—No mucho. Pero sirvo a Szass Tam, y él tiene sus esperanzas depositadas en ti. Cuando la bestia llegue, reclamaré el mérito de la catástrofe, como debe ser. Tu papel será considerado secundario, el de una agente recabando información y fracasando en el momento crítico. Pero aún eres joven, y te redimirás con cada bestia netheriliana que sacrifiques.
Dahlia detuvo el bastón y volvió a unir los extremos. Se inclinó para coger el broche, y lo sostuvo durante unos segundos antes de volvérselo a poner.
Al otro lado de la valla de madera, Barrabus el Gris escuchaba cada palabra. No obstante la evidente gravedad de lo que se estaba hablando, lo preocuparon especialmente las referencias a un drow y un enano que de algún modo estaban vinculados a la guerrera elfa, Dahlia. No había averiguado demasiado durante su breve estancia en Luskan, a pesar de que había viajado a las catacumbas y había hablado con la filacteria que contenía el espíritu de Arklem Greeth.
Todavía no era capaz de juntar todas las piezas, pero creía que tenía suficiente como para satisfacer al desgraciado de Alegni.
Partió poco después, cabalgando a toda velocidad hacia el sur sobre un corcel de pesadilla que no se cansaba y observando, a cada zancada, la columna de fuego que se elevaba en el cielo despejado de finales de verano en dirección sudeste.
Al mismo tiempo que Barrabus, pero a muchos kilómetros de distancia Drizzt Do’Urden también viajaba sobre una montura mágica y observaba esa misma columna de humo. Había dejado a Bruenor en su último alojamiento, un pueblecito en el que habían intercambiado trabajo por comida y refugio, la primera tarde que había visto la columna de humo.
Las grandes zancadas de Andahar lo llevaban con rapidez, ya que el unicornio atravesaba con la misma facilidad bosques y colinas. Drizzt dejó que las campanillas de la armadura del unicornio cantaran durante el camino, alegrándose de tener una distracción.
Había sido un verano difícil y frustrante para el drow y su amigo enano. Habían ido de decepción en decepción, llegando siempre a un punto muerto, y eso había empezado a hacer mella en Bruenor. Drizzt se daba cuenta de que el antiguo rey echaba de menos a su tosco amigo Pwent, aunque, por supuesto, Bruenor jamás lo admitiría.
También Drizzt se sentía inquieto, pero hacía bien en ocultárselo al enano. ¿Cuántos años podría pasarse explorando agujeros en busca de alguna señal que los condujera a un antiguo reino enano? Sentía el mismo afecto por Bruenor que por el resto de los amigos que había tenido, pero habían estado solos los dos durante mucho tiempo. Su separación hacía dos días había sido de mutuo acuerdo.
El drow presionó a Andahar para que fuera más deprisa y, cuando por fin encontró una ruta comercial, no se quedó en los márgenes, como exigía la prudencia en aquellos tiempos de pillaje en los salvajes Riscos. No se atrevió a pensar en ello abiertamente, ni a admitirlo ante sí mismo, pero Drizzt Do’Urden hubiera dado casi cualquier cosa en ese momento por un enfrentamiento con unos cuantos bandidos, o incluso un grupo de tamaño considerable. Hacía mucho que sus cimitarras permanecían envainadas, y Taulmaril, el Buscacorazones, llevaba demasiado tiempo quieto a su espalda.
Cabalgó en dirección al humo, esperando que señalara algún tipo de problema, alguna batalla que estuviera por empezar o que ya hubiera empezado.
Mientras quedaran enemigos con los que mereciera la pena luchar…
Siguió hacia el sur por otro camino, sin ir en línea recta hacia la columna de humo. Conocía bastante bien el terreno, y se dio cuenta de que el humo procedía del monte Hotenow, una de las pocas elevaciones de los Riscos lo bastante alta como para que se la pudiera llamar montaña. Tenía dos picos, uno más bajo, que apuntaba al norte, y otro más alto, que apuntaba al sur-sudeste, ambos de piedra desnuda por culpa de algún incendio ocurrido hacía mucho tiempo, que había arrasado todos los árboles permitiendo que la erosión se llevase la mayor parte de la tierra fértil.
Drizzt sabía que la mejor ruta para aproximarse a la montaña de dos picos era por el sudeste, donde podría echarle un buen vistazo a la zona antes de internarse en ella. Después de rodearla, viró, desviándose aún más y dirigiéndose hacia el sudeste, donde había otra colina bastante alta desde la que podría contemplar una perspectiva más ventajosa. Parecía como si el humo saliera de lo alto del pico más bajo, el que daba al norte.
Drizzt despidió a Andahar a los pies de la escarpada colina boscosa. La escaló con el arco en la mano, yendo de árbol en árbol para estar preparado antes de tener que seguir subiendo. Por fin, llegó a la cima y pensó en trepar a un árbol, pero le pareció mejor opción subirse a un peñasco que estaba en la cara oeste de la colina, ya que daba directamente a la montaña de dos picos.
Salió a cielo abierto y se puso una mano sobre los ojos para ver mejor el lejano pico humeante. No vio ningún ejército por la zona ni dragones sobrevolando el cielo azul.
¿Quizá una hoguera de un campamento bárbaro? ¿La forja de un gigante?
Ninguna de esas opciones parecía tener sentido. Para mantener encendido un fuego de tal magnitud durante tanto tiempo —la columna de humo era visible desde hacía varios días— haría falta un bosque entero. Por supuesto, Bruenor había afirmado que debía de ser una forja enana, un fuego enano, un antiguo reino enano…, pero siempre hacía esa afirmación ante cualquier señal.
Drizzt continuó escrutando el horizonte durante largo rato, siguiendo la línea lo más cerca posible de la montaña. También se fijó en que, de vez en cuando, una brisa despejaba aquel velo opaco y se veía una especie de brillo rojo que surcaba las rocas.
Y entonces, el mundo estalló.
Herzgo Alegni y Barrabus el Gris, ambos de pie sobre el puente Herzgo Alegni de Neverwinter, también se fijaron en la columna de humo, que destacaba, enormemente, sobre el azul del cielo desde el punto en que se encontraban.
—¿Un incendio forestal? —aventuró Barrabus—. No conseguí acercarme demasiado al lugar, y la gente de Port Llast no sabe mucho más acerca del asunto que el resto de los habitantes de Neverwinter.
—¿No creíste prudente ir e investigar? —lo regañó Alegni.
—Pensé que mi información acerca de los thayanos y la catástrofe que estaban planeando era más urgente.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que ambos sucesos podrían estar conectados? ¿Hay quizá algún dragón rojo al nordeste de aquí que esté esperando a que esa tal Sylora lo llame?
Mientras hablaba, el comandante netheriliano caminó hacia el punto del puente que más cerca quedaba del lejano espectáculo y se agarró a la barandilla, escrutando el horizonte en dirección norte.
—Si fuera hasta allí y no pudiera volver con vos a tiempo, estaríais incluso menos preparado —replicó Barrabus.
Alegni no se volvió para mirarlo.
—Eso te lo garantizo —dijo el tiflin, tras una corta pausa—. Ve ahora hasta allí y averigua lo que puedas. —Miró por encima de su hombro y vio a Barrabus con expresión ceñuda—. No está tan lejos.
—Es un terreno difícil y está apartado del camino.
—Hablas como si… —comenzó a decir Alegni, pero se calló cuando Barrabus puso cara de sorpresa.
Herzgo Alegni se dio la vuelta rápidamente hacia la columna de humo, hacia la montaña baja…, la montaña baja que había saltado por los aires, al parecer, mientras se transformaba de roca sólida a algo maleable, como una nube de cenizas increíblemente densa.
Los ashmadai que estaban en el Bosque de Neverwinter cayeron de rodillas para rezar, de pura alegría, desbordados por la visión de lo que sabían que sería el principio de un gran anillo de pavor.
—¡Oh, los dioses están con nosotros! —exclamó Sylora cuando la montaña salió volando por los aires, y se fijó en el ángulo de la explosión—. Si hubiera apuntado yo…
La caída de la montaña parecía apuntar perfectamente a la ciudad de Neverwinter, y de hecho, lo estaba. El monte Hotenow no había entrado en erupción, sino que el furioso primordial buscaba carnaza con tanta voracidad como Szass Tam.
Sylora le pasó un brazo por los hombros a Dahlia y la sacudió con familiaridad.
—¡Debemos ponernos a cubierto, deprisa! —les ordenó a sus servidores, que ya estaban preparados—. ¡La bestia, nuestra bestia, ha rugido!
Los ashmadai iban de un lado a otro alrededor de Dahlia, recogiendo sus pertenencias y corriendo hacia la cueva que habían elegido como refugio. Dor’crae y Valindra ya estaban allí, protegiéndose de la ardiente luz del sol.
Dahlia no se movió, se sentía incapaz, paralizada por el miedo ante el espectáculo del primordial liberado y del volcán en erupción.
¿Qué era lo que había hecho?
Drizzt observó que el pico más bajo de la montaña, al parecer, se había desprendido sin más y había salido despedido por los aires. Se acordó de un cálido día de verano, hacía mucho tiempo, en una playa a las afueras de Aguas Profundas. Él y Catti-brie habían estado sirviendo con Deudermont a bordo del Duende del Mar y habían atracado en el puerto para aprovisionarse y descansar. La pareja había dado un paseo por la orilla para pasar una tarde tranquila.
En un momento tan terrorífico como ese, pensó en aquel día tan tranquilo porque había jugado a un juego que consistía en enterrar las piernas de Catti-brie bajo la arena húmeda de la playa.
Mientras observaba cómo la montaña se quebraba, se acordó de Catti-brie levantando las piernas cubiertas de arena. Las piedras a lo lejos parecían deshacerse como esa misma arena, pero dejaban al descubierto líneas de furiosa lava roja en vez de la suave piel del tobillo de la mujer.
La montaña permaneció silenciosa durante un largo instante, para después expandirse y estirarse, retorciéndose y mezclándose con la espesa nube, para formar una extraña silueta, como si fuera el cuello y la cabeza de un pájaro.
Sólo entonces, Drizzt se dio cuenta de que el silencio se debía a que la onda expansiva, el devastador muro de sonido, aún no lo había alcanzado. Vio árboles a lo lejos que empezaban a caer en su dirección, alejándose de la montaña.
Después, la tierra bajo sus pies dio una sacudida y retumbó, y el ruido de un centenar de dragones rugiendo lo hizo caer a un lado y cubrirse las orejas. Vislumbró una vez más el volcán mientras la roca de la montaña se desplomaba formando una muralla de piedra y ceniza más alta que cualquier árbol, que se expandía rápidamente hacia el océano, enterrando y quemándolo todo a su paso.
—¡Por los dioses! —susurró Herzgo Alegni.
La montaña salió despedida hacia arriba, se desplomó y comenzó a rodar a una velocidad tremenda, devorándolo todo a su paso.
Y la ciudad de Neverwinter estaba justo en su camino.
—El fin del mundo —susurró Barrabus el Gris, y esas palabras dichas por aquel hombre, tan fuera de lugar, tan hiperbólicas y a la vez tan… inapropiadas, revelaron mucho para ambos.
—Me voy —anunció Alegni momentos después. Miró a Barrabus y se encogió de hombros—. Adiós.
Y Herzgo Alegni se introdujo en el cerco de sombras y dejó a Barrabus sólo en el puente.
Sólo, pero no durante mucho tiempo, ya que la gente de Neverwinter vio lo que se les venía encima y salió a la calle, corriendo y gritando, llorando y llamando a sus seres queridos.
Barrabus vio que la gente se metía en los edificios corriendo, pero con sólo una mirada a la avalancha de piedra fundida que se les venía encima tuvo claro que los edificios de adobe de Neverwinter no proporcionarían refugio alguno.
¿Hacia dónde debía correr? ¿Cómo iba a poder escapar?
El asesino bajó la vista hacia el agua, como era natural, y pensó durante un instante en saltar al río y nadar hasta el mar. Pero cuando volvió a mirar hacia el otro lado, vio que tenía la montaña casi encima y que en el río estaba condenado.
Comenzaron a caer enormes piedras fundidas a su alrededor, que salpicaban en el agua y destrozaban edificios.
¿Qué ser podría sobrevivir a eso?
Barrabus el Gris se inclinó contra el lateral del puente, pero no saltó ni se dejó caer. Se descolgó hasta la parte inferior y se metió dentro de la estructura metálica que lo sostenía.
Los gritos de los ciudadanos de Neverwinter aumentaron de volumen y tono, hasta que el rugido de cien dragones los ahogó a todos. Después, llegaron las explosiones y los crujidos de más edificios al ser destruidos, las salpicaduras de agua y los sonidos siseantes que emitían las piedras calientes al entrar en contacto con el río.
Barrabus se protegió lo mejor que pudo, sin siquiera atreverse a mirar mientras la lava pasaba por debajo de él hasta casi tocarlo. Notó el intenso calor, como si estuviese sentado con la cara a pocos centímetros de los fuegos de una fragua de herrero. El puente tembló, y pensó que seguramente se derrumbaría y lo arrojaría a una muerte segura.
Siguieron los truenos y el fuego, y caían bolas candentes; era la destrucción total de una ciudad.
Pero entonces se hizo el silencio; fue tan de repente como la primera oleada de ruido.
Era un silencio absoluto.
No se oía ni un grito, ni un gemido, ni un lamento. Sólo algo de viento, nada más.
Después de un buen rato, algo más de una hora, Barrabus el Gris se atrevió a salir a gatas de debajo del puente Herzgo Alegni. Tuvo que cubrirse el rostro con la capa para protegerse de las cenizas candentes que inundaban el aire.
Todo era gris y estaba inerte.
Neverwinter había muerto.