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EL ÚLTIMO VIAJE DE UN VIEJO ENANO

—E

ra tan sólo un muchacho… Fue hace muchos años, —protestó la mujer.

Le masajeó los hombros a su anciano padre, quien, no había duda, se sentía incómodo con la evidente contradicción que existía entre su historia y la realidad que ahora se presentaba ante ellos. Drizzt Do’Urden alzó las manos en un gesto conciliador, para demostrarle al anciano que no dudaba de sus palabras.

—Estaba aquí —dijo el hombre, Lathan Obridock—. Era el bosque más maravilloso que jamás se haya visto, o del que puedan haber hablado. Estaba lleno de primavera, calidez, canciones y campanillas. Todos lo vimos, Espragan y yo, y Addadearber y… ¿cómo se llamaba la capitana?

—Ashelia —respondió Drizzt.

—¡Eso! —dijo el anciano—. Ashelia Larson, que era la que mejor conocía el lago. Era la mejor capitana, aunque no se le daba bien pescar, ¿sabéis? Entonces, atravesamos el lago…

El hombre señaló hacia las oscuras aguas del lago Dinneshere, trazando una línea distante hacia lo poco que quedaba del embarcadero, y las ruinas de una casucha que había a poca distancia orilla arriba.

—Estábamos llevando a aquel explorador… Roundie. Sí, eso es, Roundie. Supongo que le pagó a Ashelia para cruzar el lago. Deberíais hablar con él.

—Ya lo hice —respondió Drizzt, tratando de no parecer exasperado.

Esto mismo era lo que le habían dicho una docena de veces a lo largo del día, y el día anterior el doble de ocasiones. Hacía un año que Drizzt, ante la insistencia de Jarlaxle, se había encontrado con el explorador, conocido normalmente como Roundabout, o Roundie, al sur del Valle del Viento Helado.

La descripción que el explorador había hecho del bosque era exactamente la misma que la de Lathan: un lugar mágico, habitado por una hermosa bruja de cabellos color caoba y un guardabosques halfling que vivía en una cueva acondicionada como casa en la falda de la colina, junto a un pequeño estanque. Según Roundabout, sin embargo, sólo el mago Addadearber había visto al halfling, y sólo él mismo y un hombre llamado Spragan habían visto a la mujer, de la que se habían llevado impresiones totalmente opuestas. Al explorador le había parecido una diosa que danzaba sobre una escalinata de estrellas, pero Spragan, según lo dicho por Roundabout, algo que Lathan acababa de confirmar, jamás había llegado a recuperarse del horror de aquel encuentro.

Drizzt suspiró mientras paseaba la mirada por los escasos árboles y el suelo pedregoso de aquel resguardado rincón al final de un pequeño entrante de agua, que estaba bien oculto tras una serie de salientes rocosos. En lo alto de la colina había varios pinos típicos del Valle del Viento Helado, muy alejados entre sí y ninguno de gran tamaño.

—Quizá fuera al norte de aquí —aventuró Drizzt—. Hay muchos valles resguardados a lo largo del terreno alto que rodea la orilla noroeste del lago Dinneshere.

El anciano meneó la cabeza con cada palabra. Señaló en dirección a la cabaña.

—Justo detrás del refugio —insistió—. No hay ninguna otra construcción por aquí cerca. Ese es el lugar, estoy seguro. El bosque estaba aquí.

—Pero no hay ningún bosque —dijo Drizzt—, ni ninguna señal de que lo haya habido, aparte de esos pocos árboles.

—Ya se lo he dicho —dijo Lathan.

—Volvieron tras el encuentro —dijo su hija, Tulula—. Lo buscaron, por supuesto, al igual que muchos otros. Roundie había estado aquí muchas veces antes de aquel día, y regresó muchas más veces después, pero jamás volvió a ver el mismo bosque, ni a la bruja o al halfling.

Drizzt apoyó la mano en la cadera con expresión dubitativa mientras seguía inspeccionando el lugar, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera llevarle a Bruenor, quien, junto con Pwent, estaba de visita con algunos enanos del clan que vivían en los túneles bajo la solitaria montaña conocida como la cumbre de Kelvin, el complejo que había alojado al clan Battlehammer en las décadas anteriores a que Bruenor reclamara Mithril Hall.

Mithril Hall. Habían pasado cuatro décadas desde que habían abandonado aquel maravilloso reino enano, desde que Bruenor había abdicado del trono de un modo bastante extremo e irreversible. Cuántas aventuras habían compartido con el gnomo Nanfoodle y Jessa, la orca. Drizzt no pudo evitar sonreír mientras pensaba en aquellos dos, que habían abandonado el grupo hacía ya más de veinte años.

Y una vez más se había encontrado visitando el Valle del Viento Helado, la tierra en la que Drizzt había tenido su primer hogar de verdad, la tierra de los compañeros de Mithril Hall; de Catti-brie, y Regis, y Wulfgar, de un rey enano expatriado y un díscolo elfo oscuro que estaban buscando, siempre buscando, un lugar que pudieran llamar legítimamente su hogar. ¡Menuda compañía habían sido! ¡Cuántas aventuras habían vivido!

Drizzt y Bruenor habían dejado muy atrás a aquellos tres amigos desaparecidos, por supuesto, y hacía mucho tiempo que habían renunciado a la esperanza de encontrar a los espíritus perdidos de Catti-brie y Regis, o de reunirse con Wulfgar, ya que había pasado más tiempo del que duraba una vida humana, más de dos tercios de siglo, y ninguno de los tres era joven en aquellos días funestos, hacía tanto tiempo. En compañía de Pwent, Nanfoodle y Jessa habían explorado los accidentados riscos que había al este de Luskan y las faldas de las montañas de la Columna del Mundo en busca de Gauntlgrym, la esquiva vieja patria de los enanos Delzoun. Un millar de mapas los había conducido a un millar de rastros, a través de decenas de profundas Cuevas, concentrados sus pensamientos únicamente en Gauntlgrym. Y en aquellos momentos en que Bruenor y Drizzt recordaban en silencio a los hijos adoptivos de aquel y a su amigo halfling, era sólo para compartir aquellos recuerdos que tanto atesoraban.

Un encuentro inesperado con Jarlaxle en Luskan hacía unos años había reavivado una vez más las esperanzas y el dolor. Justo después de la pérdida de Catti-brie y Regis, tanto Drizzt como Bruenor le habían encargado al mundano Jarlaxle que los encontrara, fuera cual fuese el precio. Habían pasado más de setenta años, pero, al parecer, eso no había disuadido al inteligente elfo oscuro, o quizá había sido un golpe de suerte, pero Jarlaxle había dado con una leyenda que se estaba extendiendo por el noroeste de Faerun, la leyenda de un bosque mágico habitado por una hermosa bruja, que, por lo que decían, impresionantemente guardaba un gran parecido con la hija humana del rey Bruenor Battlehammer.

La búsqueda había conducido a Drizzt, Bruenor y Pwent hasta Roundabout el explorador, en el pequeño pueblo montañés de Auckney, y este los había enviado al lago Dinneshere, uno de los tres lagos a cuyo alrededor se situaban las colonias que daban nombre a Diez Ciudades.

Drizzt miró a Lathan, cuya historia confirmaba la que les había contado el viejo explorador en Auckney, pero ¿dónde estaba el bosque? El Valle del Viento Helado había cambiado poco en los últimos cien años. Diez Ciudades no habían crecido; de hecho, a Drizzt le daba la impresión de que había menos gente que cuando él había vivido allí.

—¿Estás siquiera escuchándome? —lo regañó Tulula, y su tono de voz le hizo pensar al despistado Drizzt que debía de haberle hecho la misma pregunta unas cuantas veces.

—Sólo estaba pensando —se disculpo—. ¿Así que ellos y más gente buscaron el bosque, pero jamás encontraron nada? ¿Ni siquiera algún rastro, alguna pista?

Tulula se encogió de hombros.

—Tan sólo rumores —dijo—. Además, cuando yo era una niña, llegó una embarcación con toda la tripulación presa de una gran agitación. ¿Te acuerdas de eso, padre?

—La embarcación de Barley Farhook —dijo Lathan, asintiendo—. Sí, y Spragan quería hacerse inmediatamente a la mar. Lo hizo, después de tantos años soportando que la gente se riera de nuestra historia. De hecho, salimos con varias embarcaciones, pero cuando llegamos, no había nada y se volvieron a reír de nosotros.

—¿Dónde está ahora el resto de la tripulación? —preguntó Drizzt.

—¡Bah!, están todos muertos —respondió Lathan—. Addadearber desapareció en la Plaga de los Conjuros, y el barco de Ashelia se hundió en el lago con Spragan también a bordo. Todos se marcharon hace muchos años.

Drizzt inspeccionó con la mirada la casucha en minas y el valle que se extendía detrás, intentando averiguar si había algo más que pudiera hacer. No había esperado encontrar nada, por supuesto, ya que el mundo estaba lleno de disparatados relatos de lo más extraño, especialmente desde que la Plaga de los Conjuros había descendido sobre Faerun, hacía sesenta y seis años, y desde la muerte de Mystra y la gran confusión que había sacudido los cimientos mismos de la civilización.

Bien pensado, el mundo también estaba lleno de verdaderas sorpresas.

—¿Ya tienes bastante? —preguntó Tulula, volviendo la mirada hacia el lago—. Tenemos un largo camino hasta casa, y prometiste que estaríamos de vuelta en Caer-Dineval mañana.

Drizzt dudó un instante, inspeccionando sin esperanza el horizonte, para a continuación hacer un gesto de asentimiento.

—Ayuda a tu padre a subir al carromato —le dijo—. Pronto nos iremos.

El drow se dio una carrera corta hasta la casucha y curioseó unos instantes; después se internó en el bosquecillo de árboles ralos que apenas parecía un bosque. Las secas agujas de pino de temporadas anteriores crujieron a su paso. Buscó pistas, cualquier cosa: la insinuación de una puerta en la falda de una colina, un trozo de tierra que antaño pudiese haber sido un estanque, el débil sonido de la música flotando en el viento…

Giró la vista desde un lado del montículo y vio a Tulula en el carromato, junto a su padre. Le hizo señas con la mano a Drizzt para indicarle que estaban listos para partir.

Él dio unas cuantas vueltas más, esperando contra todo pronóstico que finalmente encontraría alguna cosa, cualquier cosa que le diera esperanzas de que aquel lugar —Roundie se había referido a él como Iruladoon— hubiera sido alguna vez el bosque que le habían descrito, que el guardabosques fuera Regis y la maravillosa bruja fuera Catti-brie. Pensó en la vuelta a la cumbre de Kelvin y se horrorizó al imaginar que tendría que decirle a Bruenor que su viaje al Valle del Viento Helado había sido en vano.

¿Adónde irían ahora? ¿Tendría el viejo Bruenor ganas de seguir viajando?

—¡Vámonos ya! —lo llamó Tulula desde el carromato.

El drow, con cierta reticencia, comenzó a bajar por la colina, todavía inspeccionando el terreno y los árboles con su aguda visión, buscando alguna señal.

Drizzt tenía una vista muy aguda, pero no lo bastante como para percibirlo todo. Al pasar, rozó con algunos árboles y viejas ramas, y algo se desprendió y cayó a sus espaldas. No se dio cuenta y siguió caminando hacia el carromato. Los tres se pusieran en marcha hacia el largo camino que los llevaría alrededor del lago y de vuelta a Caer-Dineval.

A medida que el sol se ponía sobre el lago, la luz se reflejó en un objeto blanco, la espina de un pez. Era una talla que retrataba a una mujer que sostenía un arco mágico.

El mismo arco que Drizzt Do’Urden llevaba a la espalda.

Hacía un frío anormal para aquella época del año, y unas nubes tormentosas se habían ido acumulando en el noroeste a lo largo de la mañana en que Drizzt se marchó de Caer-Dineval, lo cual le recordó que la estación cambiaría en breve. Se quedó mirando el lejano pico de la cumbre de Kelvin y pensó que quizá debería pasar un día más en la ciudad mientras escampaba la tormenta.

Drizzt se rio de sí mismo, de su cobardía, pero no por algo que tuviera que ver con el clima. No quería decirle a Bruenor que no había encontrado ni una sola señal, ni una sola pista. Sabía que no debía demorarse, por supuesto. El otoño estaba terminando y, en cuestión de pocos días, las primeras nieves llegarían al Valle del Viento Helado, de modo que el único paso que atravesaba las montañas hacia el sur quedaría bloqueado.

A la altura del acantilado rocoso situado entre la acogedora taberna de la ciudad y el viejo castillo de la familia Dinev, el drow se llevó a los labios el colgante del unicornio y sopló por el cuerno. Divisó a Andahar, que parecía un diminuto destello blanco, frente a él, acercándose a toda velocidad.

Al principio, el corcel parecía apenas más grande que su puño cerrado, pero a cada paso que avanzaba por la fisura interdimensional, su tamaño se duplicaba, y en pocos instantes, la poderosa bestia equina trotó hasta detenerse frente a Drizzt. Andahar piafó y sacudió el poderoso cuello, agitando las blancas crines.

Drizzt oyó el parloteo excitado de los guardias a las puertas de la ciudad, pero ni siquiera se volvió para reconocer su presencia, al igual que tampoco le sorprendió su reacción. ¿Quién no se sentiría impresionado al ver por primera vez a Andahar, con los arreos y la armadura brillando a la luz del día, adornados con hileras de campanillas y joyas?

Drizzt se agarró a las crines del corcel y montó ágilmente de un salto. A continuación, sí que saludo a la gente boquiabierta que se había congregado a las puertas antes de hacer que el magnífico unicornio se volviera hacia el norte y partiera a toda velocidad hacia la cumbre de Kelvin.

El drow se puso a pensar, y no era la primera vez, que Andahar había sido un regalo increíble. El consejo regente de Luna Plateada había encargado la montura para Drizzt, en agradecimiento por sus servicios prestados, tanto con la espada como con la diplomacia, en la Tercera Guerra Orca.

El viento le silbaba en los oídos mientras Andahar recorría kilómetro tras kilómetro al galope. El drow no tenía frío, gracias al calor generado por los potentes músculos del unicornio. Su cabello y su capa ondeaban al viento. Les pidió a las campanillas que cantaran al son de la carrera, y estas obedecieron su voluntad. Drizzt, confiando en Andahar, dejó que su mente vagara por agradables recuerdos de sus viejos amigos. Por supuesto, estaba decepcionado al no haber podido encontrar ni rastro de la misteriosa bruja del bosque, o el extraño guardabosques halfling, así como estaba decepcionado por el hecho de que se hubiera confirmado lo que él ya sabía que era verdad.

Todavía conservaba sus recuerdos, y en ocasiones como esa, cuando viajaba solo, acudía a su encuentro y no podía evitar sonreír mientras pensaba en su vida anterior.

Aquella vida anterior que sabía que debería olvidar.

Aquella vida anterior que sabía que podría olvidar.

El sol todavía brillaba alto en el cielo cuando dejó marchar a Andahar y penetró en los túneles de los enanos. Antaño, el complejo había sido el hogar del clan Battlehammer, y las pocas docenas de enanos que se habían quedado allí seguían considerándose a sí mismos como parte del mismo. Conocían a Drizzt, aunque sólo un par de ellos lo habían visto en persona. También conocían a Pwent y a la legendaria brigada Revientabuches, y se alegraban de acoger a los visitantes provenientes de Mithril Hall, incluido uno que se proclamaba primo lejano del fallecido rey Bruenor Battlehammer.

—¡A la salud del rey Connerad Buenaforja Battlehammer!

El líder de los Batdehammer de la cumbre de Kelvin, Stokely Silverstream, saludó a Drizzt cuando entró en la zona destinada a la forja principal. Stokely alzó una jarra para brindar y le hizo señas a un enano más joven para que le sirviera a Drizzt una bebida.

—Espero que le esté yendo bien —respondió Drizzt, que no estaba sorprendido de que, tras cuatro décadas, hubiera sucedido a su padre, Banak—. Es de buena casta.

—Luchaste con su padre.

—Muchas veces —respondió Drizzt, aceptando la jarra y tomando un gratificante trago.

—¿Y tu brindis? —preguntó Stokely.

—Sólo puede haber uno —respondió Drizzt, al mismo tiempo que alzaba bien alto su jarra, esperando a que todos los enanos de la sala se volvieran a mirarlo.

—¡Por el rey Bruenor Battlehammer! —dijeron a la vez Drizzt y Stokely, tras lo cual se oyó una gran ovación en toda la estancia. Todos tomaron un buen trago y después se dirigieron en tropel a rellenar las jarras.

—Yo era apenas un niño cuando mi padre nos trajo de vuelta al Valle del Viento Helado —le explicó Stokely—. Pero podría haberlo conocido, y bien, si no hubiera sido tan estúpido de quedarme tan cerca de mi hogar.

—Serviste a tu propio clan —respondió Drizzt—. Los momentos de descanso en el Valle del Viento Helado suelen ser cortos. ¿Acaso a tu padre le hubiera ido tan bien si tú y otros con ansias de conocer mundo os hubierais marchado a Mithril Hall?

—¡Bah, tienes razón! ¡Supongo que yo y mis muchachos tendremos que conformarnos con tus historias, elfo, y te haremos cumplir esa promesa! A ti y al viejo Pwent, y a Bonnego Battle-axe, de los Battle-axe de Adbar.

—Esta misma noche —le prometió Drizzt.

El drow dejó la jarra sobre la mesa y le dio unas palmaditas en el hombro a Stokely mientras pasaba junto a él en dirección a los túneles inferiores, donde sabía que estarían sus amigos.

—Bien hallado seas, Bonnego —le dijo a Bruenor al entrar en la pequeña habitación lateral, donde lo encontró, como siempre, extendiendo mapas sobre el suelo y tomando notas.

—¿Qué has averiguado, elfo? —preguntó, quizá demasiado esperanzado.

Drizzt hizo una mueca de dolor ante tal optimismo y dejó que la expresión de su rostro le hiciera ver que los rumores eran ciertos.

—Sólo unos cuantos pinos y algunos animalillos famélicos —dijo Bruenor, suspirando mientras meneaba la cabeza, ya que eso era lo que les había dicho casi todo el mundo en el Valle del Viento Helado acerca del supuesto bosque encantado.

—¡Ah, mi rey! —dijo Thibbledorf Pwent, entrando justo detrás de Drizzt, cojeando.

—¡Chsss, pedazo de zopenco! —lo regañó Bruenor.

—Quizá antaño hubo un bosque allí —dijo Drizzt—. Tal vez estaba encantado de algún modo, y había allí una hermosa bruja y un guardabosques halfling. La historia de Lathan es idéntica a la de Roundabout, y ambas me parecen verosímiles.

—Verosímiles pero equivocadas —dijo Bruenor—. Tal y como suponía.

—¡Ah, mi rey! —dijo Pwent.

—¡Que dejes de llamarme así!

—Sus palabras ya no son precisas —continuó Drizzt—, pero eso no significa que sus recuerdos estén equivocados. Tú mismo viste la mirada de ambos hombres cuando recordaban aquella época. Pocos podrían fingir esa expresión, y menos aun podrían contar historias que coincidieran en tantos puntos, habiendo estado separados a mucha distancia durante décadas.

—¿Crees que la vieron?

—Creo que vieron algo muy interesante.

Bruenor gruño e hizo volcar una mesa.

—¡Debería haber venido aquí, elfo! Hace tantos años, cuando perdimos a mi chica por primera vez. Enviamos a esa rata de Jarlaxle a buscarla, pero debió ser tarea mía.

—Y ni siquiera Jarlaxle, con más recursos de los que podamos imaginar, encontró ni rastro —le recordó Drizzt—. No sabemos si ese bosque llamado Iruladoon es real o una fantasía, amigo mío, y de todos modos, jamás lo habríamos encontrado a tiempo. Hiciste lo que tu cargo requería, pasando por tres guerras que hubieran destruido toda la Marca Argéntea si el sabio rey Bruenor no hubiera estado allí para acabar con ellas. Todo el norte te debe gratitud. Hemos visto el mundo más allá de esa tierra a la que una vez llamamos hogar, y es un lugar muy, muy oscuro.

Bruenor meditó sus palabras unos instantes y asintió.

—¡Bah! —bufó, sin razón aparente—. Y yo quiero ver Gauntlgrym antes de que mis viejos huesos sucumban al paso de los años. —Señaló algunos mapas en el extremo más alejado de la habitación—. Creo que debe de ser uno de esos, elfo. Uno de esos.

—¿Cuándo pensáis salir de viaje? —preguntó Thibbledorf Pwent, y algo en su voz pilló a Drizzt totalmente desprevenido.

—Ha de ser pronto, muy pronto —respondió el drow, estudiando a Pwent mientras hablaba.

En ocasiones anteriores, el enano guerrero siempre se había mostrado ansioso, e incluso había demostrado una necesidad rayana en el fanatismo de acompañar a su rey Bruenor. Muchas veces, especialmente en sus poco frecuentes visitas a Luskan, Bruenor habría deseado no llevar a Pwent con él. El roñoso enano siempre era todo un espectáculo y llamaba bastante la atención, lo cual, en la Ciudad de las Velas, gobernada por piratas, no siempre resultaba una circunstancia deseable.

Pero había algo más en la mirada de Pwent, en su pose e incluso en el tono de voz que había empleado al hacer la pregunta.

—Entonces, nos iremos hoy mismo —dijo Bruenor, comenzando a enrollar un pergamino para volver a meterlo en su abultada mochila.

Drizzt asintió y fue a ayudarlo, pero volvió a observar al vacilante enano.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó finalmente Bruenor a Pwent, dándose cuenta de que el enano no acudía a ayudarlo con el equipaje.

—¡Ah, mi rey! —respondió Pwent con voz triste.

—Ya te he dicho que no me llames… —Bruenor comenzó a regañarlo, pero Drizzt le puso la mano sobre el hombro.

El drow miró a Pwent a los ojos largo rato; después, hizo un gesto de asentimiento, comprendiendo.

—No va a venir —explicó Drizzt.

—¿Eh, que estás diciendo? —Bruenor miró a Drizzt con expresión confundida, pero el drow desvió la mirada hacia Pwent.

—¡Ah, mi rey! —volvió a decir el guerrero—. Me temo que no podré ir. Mis viejas rodillas… —Suspiró hondamente con cara triste, como un perro que no pudiera seguir el ritmo de la cacería.

Thibbledorf Pwent no era tan viejo como Bruenor Battlehammer, pero los años y miles de combates especialmente violentos le habían pasado factura. El viaje hasta el Valle del Viento Helado le había costado mucho esfuerzo, aunque, por supuesto, jamás se había quejado. Pwent nunca se quejaba, salvo cuando lo dejaban fuera de alguna pelea o aventura, o cuando lo mandaban a darse un baño.

Bruenor se volvió hacia Drizzt, anonadado, pero el drow simplemente asintió con la cabeza, ya que ambos sabían que Thibbledorf Pwent jamás habría dicho una cosa semejante, a menos que supiera en el fondo de su viejo corazón que no podría hacer el viaje, que había llegado el fin de sus días de aventurero.

—¡Bah, pero si no eres más que un niño! —dijo Bruenor, más para levantarle el animo a su amigo que para intentar que cambiase de opinión.

—¡Ah, mi rey!, perdóname —dijo Pwent.

Bruenor lo observó unos instantes; luego se dirigió hacia él y lo envolvió en un fuerte abrazo.

—Has sido el mejor escolta, el mejor amigo que un viejo enano jamás pudiera tener —dijo Bruenor—. Has estado conmigo en todas las situaciones, ¿cómo puedes pensar que debo perdonarte algo? ¡Yo soy el que debería pedirte perdón! Porque toda tu vida…

—¡No! —lo interrumpió Pwent—. ¡No! Para mí ha sido una alegría, mi rey. Una alegría. No es así como debería acabar. He estado esperando esa última gran batalla. Morir por mi rey…

—Para mi corazón será mejor que vivas por mí, zopenco —dijo Bruenor.

—¿Así que piensas pasar tus últimos días aquí, en el valle? —preguntó Drizzt—. ¿Con Stokely y su clan?

—Sí, si me aceptan.

—Serían estúpidos sino lo hicieran, y Stokely no lo es —le aseguró Bruenor. Miró a Drizzt—. Nos iremos mañana en vez de hoy.

El drow hizo un gesto de asentimiento.

—Hoy, esta noche, beberemos y hablaremos de los viejos tiempos —dijo Bruenor, volviéndose para mirar a Pwent—. ¡Esta noche brindaremos antes de cada sorbo a la salud de Thibbledorf Pwent, el guerrero más grande que Mithril Hall haya conocido jamás!

Quizá fuera algo exagerado, ya que Mithril Hall había conocido a muchos héroes legendarios; el mismo rey Bruenor ocupaba un lugar privilegiado entre ellos, de hecho. Sin embargo, nadie que se hubiera enfrentado a la furia de Thibbledorf Pwent se habría atrevido a contradecir esa afirmación, al menos, los pocos que todavía seguían vivos después de haberlo hecho.

Pasaron todo el día y toda la noche juntos, los tres viejos amigos, bebiendo y recordando. Hablaron de cuando reclamaron Mithril Hall, de la llegada del drow, de sus aventuras en el camino, de los días oscuros de la biblioteca de Cadderly, de la llegada de Obould y las tres guerras que habían sufrido y a las que habían sobrevivido. Brindaron por Wulfgar, Catti-brie y Regis, viejos amigos que habían perdido, y por Nanfoodle y Jessa, nuevos amigos a los que también habían perdido. También brindaron por una vida plena y por las batallas bien libradas.

Pero, sobre todo, Bruenor alzó su jarra para brindar por Thibbledorf Pwent, quien, junto a Drizzt, era su amigo más viejo y querido. El viejo rey estaba casi avergonzado mientras pronunciaba palabras de gratitud y amistad, reprendiéndose en silencio por todas las ocasiones en las que se había avergonzado del comportamiento brusco y las escandalosas travesuras del Revientabuches.

Pero Bruenor se dio cuenta de que, al fin y al cabo, nada de eso importaba. Lo que importaba era el corazón de Thibbledorf Pwent, un corazón fiel y valeroso. Era un enano que no dudaría en saltar delante de un proyectil de balista que fuera dirigido a un amigo, cualquier amigo, no sólo a su rey. Bruenor comprendió, por fin, que era un enano que realmente comprendía lo que era ser enano, lo que era pertenecer al clan Battlehammer.

Abrazó nuevamente a su amigo a la mañana siguiente, con fuerza y durante largo rato, y cuando él y Drizzt se alejaron de la fortaleza de Stokely Silverstream, el rey Bruenor tenía los ojos húmedos. Pwent se quedó en la entrada, mirando como se iban y murmurando «mi rey», hasta que los perdió de vista.

—Es un gran enano, el rey Bruenor, ¿verdad? —dijo Stokely Silverstream, situándose junto a Pwent.

El guerrero lo miró con curiosidad y después puso cara de pánico, con los ojos muy abiertos, temiendo que acabará de traicionar el secreto de la identidad de Bruenor con sus estúpidas murmuraciones.

—Lo supe desde el primer momento, cuando llegasteis —le aseguró Stokely—. ¿Quién podía ser si no yendo contigo y con Drizzt?

—Bruenor murió hace muchos años —dijo Pwent.

—¡Sí, larga vida al rey Connerad! —respondió Stokely, que asintió mientras esbozaba una sonrisa—. No es necesario que nadie más lo sepa, pero no tengas ninguna duda, mi nuevo amigo, de que me alegra el corazón saber que todavía sigue ahí fuera, librando la batalla de los Battlehammer. Mi único deseo es que volvamos a verlo, que venga a pasar sus últimos días al Valle del Viento Helado.

En ese momento, Stokely le posó una mano en el hombro a Pwent, que se estremecía por los sollozos.