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GRITOS DESDE UN PASADO LEJANO

M

elnik Buenaforja enganchó su pico en un trozo de roca que se le resistía y lo retorció, tirando con todas sus fuerzas.

—Vamos, pedazo de moco de goblin —gruñó, poniendo toda la carne en el asador.

Podía ver el brillante metal plateado que había detrás y quería llegar hasta esa veta.

—¡Bah!, pero el moco de goblin ya te habría roto el pico —dijo otro minero, Quentin Rompepiedras, que estaba trabajando al otro lado del túnel.

Melnik gruñó y siguió intentándolo.

—Oye, ¿me has traído el almuerzo? —preguntó Quentin, pero Melnik se dio cuenta de que estaba mirando túnel abajo, en vez de mirarlo a él, así que simplemente siguió con su trabajo. Por fin, la piedra se desprendió.

Melnik, sin embargo, no lo celebró. Lo tenía confuso el hecho de que su compañero estuviera hablando con quién sabía quién en la parte de abajo del túnel. Esa parte no estaba habitada, como la parte de arriba, que quedaba justo debajo de la cumbre de Kelvin, en el Valle del Viento Helado. Estaban trabajando al final de la mina, y no había más enanos en esa parte del túnel.

—Bueno, entonces, ¿qué dices…? —preguntó Quentin, o al menos empezó a hacerlo. De repente, se calló, no sin antes emitir un grito ahogado, y retrocedió, tambaleante.

Fue entonces cuando Melnik se apartó de la pared para mirar hacia donde el túnel hacía una curva, y también se quedó sin aliento.

Unos enanos se aproximaban a ellos, pero nunca habían visto enanos como aquellos.

—¡No están vivos! ¡Corre! —gritó Melnik, pero ni él ni su compañero fueron capaces de moverse.

«Ayúdanos —oyó dentro de su cabeza—. Ayúdanos, descendiente de los Delzoun».

—¿Has oído eso? —preguntó Quentin mientras empezaba a retroceder.

—¡He oído algo!

Quentin dio un grito, se volvió y salió corriendo.

Varios fantasmas se acercaron a Melnik, que sintió que se le ponían todos los pelos de punta. Pero se mantuvo en su sitio, e incluso se puso con los brazos en jarras, abriendo las piernas para ganar estabilidad.

—¿Y ahora qué queréis? —preguntó.

«Rey de los Delzoun… —oyó Melnik en su cabeza, junto con un revoltijo de palabras—: …Bestia ha despertado…, ríos de lava… Gauntlgrym bajo asedio…».

Se podrían haber ahorrado lo demás y haber dicho sólo una palabra, «Gauntlgrym», ya que Melnik, al igual que todos los enanos descendientes de los Delzoun, la conocía. El enano retrocedió tambaleante, tropezando con los pies y con las palabras. Los fantasmas lo siguieron, llenándole la cabeza de ruegos y peticiones de ayuda, aunque, por supuesto, no tenía ni idea de que hacer.

—¡Stokely Silverstream! —gritó Melnik, aunque estaba muy, muy lejos de la parte habitada del complejo.

Los fantasmas parecían más que dispuestos a seguirlo, sin embargo. De hecho, cuando se volvió y empezó a correr, continuó mirando hacia atrás de vez en cuando y comprobó que no los perdía, que podían seguirlo fácilmente.

Darse cuenta de que no podía escapar de ellos aunque quisiera lo puso de los nervios, pero los fantasmas habían pronunciado el nombre de la antigua patria, y Stokely Silverstream también debía oírlo.

—Tú sigue llenándola, o te doy un puñetazo tan fuerte en el ojo que te atravieso la cabeza —dijo Athrogate, y todos los que lo rodeaban, especialmente Genesay, la camarera, sabían que no hablaba en vano.

Genesay se dio prisa en rellenarle la jarra al enano.

—¡Eh!, no le hables así a Genesay —dijo un hombre que estaba sentado cerca de Athrogate.

—No pasa nada, Murley —dijo la camarera, vigilando a Athrogate mientras pronunciaba cada palabra, ya que parecía cada vez más enfadado.

El enano respiró profundamente, volviendo a vaciar su jarra, y miró a Genesay, señalándola mientras se volvía lentamente para mirar al hombre que tenía al lado.

—¿No estarías hablando conmigo, verdad? —preguntó.

—Trata a Genesay con mejores modales —insistió Murley mientras se levantaba y sacaba pecho.

—¿O qué?

—O te… —comenzó Murley, pero se interrumpió cuando un par de amigos lo flanquearon y lo cogieron por los brazos.

—Déjalo, Mur —dijo uno de ellos.

—Sí, no te enfrentes con este —dijo el otro—; tiene amigos poderosos. Amigos de piel oscura.

Eso hizo que Murley se desinflara un poco, y Athrogate se dio cuenta de que todo el mundo en la taberna los miraba.

—¿Qué tienen que ver mis amigos en todo esto? —preguntó el enano—. ¿Crees que necesitaría ayuda para acabar con vosotros tres?

—Buen enano, tu jarra está llena —dijo Genesay.

Athrogate se volvió para mirarla, sonriendo al ver que intentaba distraerlo y cambiar de tema.

—Si que lo está —dijo, y la cogió, haciendo oscilar el brazo y arrojándoles la bebida a Murley y sus amigos.

—Ahora vuelve a llenarla —le dijo a Genesay.

Murley rugió y se liberó del abrazo de uno de sus amigos, que cayó hacia atrás mientras la cerveza lo empapaba. Dio un paso hacia Athrogate, pero el enano se limitó a sonreír y le miró el cinturón, del que colgaba una espada curva. Le pareció un arma verdaderamente penosa comparada con los poderosos manguales gemelos que llevaba cruzados a la espalda.

—Podrías desenvainarla —lo provocó Athrogate—; incluso puede ser que consigas darme antes de que te arranque la cabeza.

—¡Sí, no pelees con él, Murley! —gritó una mujer desde el otro extremo de la taberna—. Sus armas están llenas de magia; no eres rival para él.

—¡Oh!, Eres muy duro, enano —lo provocó Murley—. Te escondes detrás de los malditos elfos drows y detrás de la magia de tus armas. Me encantaría pillarte sin ninguna de las dos cosas y enseñarte modales.

—¡Murley! —lo regañó Genesay, que ya había presenciado la misma jugada con anterioridad y sabía que el pirata Murley caminaba por terreno fangoso.

—¡Buajajá! —rio Athrogate, pero sin que llegara a ser una de sus típicas risotadas. Fue un sonido triste y suave. Se volvió hacia su jarra, que todavía estaba vacía—. ¡Llénala! —le dijo a Genesay con brusquedad.

—¡Enano! —le gritó Murley.

—No te preocupes, tendrás tu oportunidad para cerrarme la boca —le prometió Athrogate.

En el momento en que Genesay le llenó la jarra, la cogió y se bebió su contenido de un trago; después, se bajó de un salto de la banqueta y se encaró con Murley y sus dos amigos.

—Creéis que me estoy escondiendo de vosotros, ¿verdad? —dijo. Athrogate echó mano de la hebilla de su arnés y la abrió, encogiéndose de hombros y dejando caer el coselete y los manguales al suelo tras de sí.

—Bueno, muchacho, pues se ha cumplido tu deseo.

Dio un paso al frente y se tambaleó, ya que había bebido más de doce jarras esa noche. Murley se liberó de sus compañeros y se lanzo contra él; descargó un fuerte revés con la mano derecha en la cara del enano antes de que pudiera recuperar el equilibrio.

—¡Buajajá! —aulló Athrogate por toda respuesta.

Hizo caso omiso del gancho de izquierda y el corto de derecha que siguieron, bajo el hombro y cargó contra Murley.

El hombre dio un giro lateral y estuvo a punto de esquivarlo, pero Athrogate lo cogió por la muñeca. Sin embargo, el enano no pudo detener su impulso hacia adelante, y aunque el fuerte apretón de Athrogate le debía de estar machacando la muñeca, el hombre se puso sobre el enano, que estaba postrado.

Apoyado sobre el codo derecho y doblado hacia la izquierda, ya que le estaba agarrando con fuerza la muñeca a Murley con la mano de ese lado, Athrogate sólo se podía defender del brazo derecho del hombre con su dura cabeza. Recibió un golpe y tiro más fuerte de la muñeca de Murley; después recibió otro, y cuando el pirata tiró hacia atrás, dejó que llegara hasta donde dieran sus brazos extendidos.

Pero entonces, Athrogate dio un tirón brusco con una fuerza aterradora y, mientras Murley caía sobre él, el cuerpo del enano se incorporó de golpe, y Athrogate le asestó un cabezazo en la cara. Murley gimió cuando su nariz estalló por el impacto, pero se mantuvo lo bastante centrado como para arrojarse sobre el enano.

Y lo mismo hicieron sus amigos, que enterraron entre todos a Athrogate en el mismo sitio donde estaba.

Por todo el bar resonaron los vítores de los espectadores, animando a los tres piratas, ya que muchos habían sentido los golpes de los pesados puños de Athrogate durante años, y algunos incluso sus mordiscos.

Y de hecho, parecía que el enano, por fin, estuviese recibiendo lo suyo, con tres hombres fuertes sobre él, aprisionándolo y golpeándolo sin cesar.

Athrogate se enroscó y se debatió hasta que consiguió incorporarse, y la multitud enmudeció. De algún modo, aunque parecía imposible, el enano se puso de pie, llevándose a los tres camorristas con él. Entonces, comenzó a golpearlos aun más salvajemente, haciéndoles perder el equilibrio y sin darles ocasión de que apoyaran los pies en el suelo durante demasiado tiempo. Después se colocó como es debido y los arrolló a los tres.

—¡Buajajá! —rugió el enano.

Un grupo de patrones sentados alrededor de una mesa redonda comenzaron a gritar y se echaron a un lado mientras el enano y su carga les caían encima; la mesa se hizo astillas, las sillas salieron despedidas hacia los lados y las jarras volaron. Se oyó como el cristal se hacía añicos contra el suelo y el metal caía con gran estruendo, al mismo tiempo que el enano y sus tres pasajeros.

Athrogate se puso a dar puñetazos; a uno de los camorristas le dio tal gancho de izquierda en las costillas que lo levantó por los aires. El hombre aterrizó varios pasos por detrás y se quedó mirando al enano sin poder creérselo, después cruzó los brazos sobre el pecho, se hizo un ovillo y se desmayó.

Athrogate no se quedó mirando. Se echó sobre el segundo hombre mientras este conseguía ponerse de rodillas y le dio dos cabezazos en la cara, que en ese momento miraba hacia arriba. Se hubiera desplomado en el acto, pero Athrogate lo tenía cogido firmemente por el chaleco y, tirando con una fuerza descomunal, lo levantó por los aires. El enano cerró con más fuerza el puño derecho, pero lo soltó con la izquierda para agarrarle los testículos y tirar de nuevo, hasta que se lo echó encima y lo sostuvo horizontalmente sobre la cabeza.

El tercer hombre se levantó con la ayuda de una silla y, sin perder un solo momento, se la estampo en la espalda al enano con fuerza suficiente como para hacerla astillas.

Athrogate se tambaleó hacia adelante, pero consiguió volverse mientras tanto, para ver como avanzaba el pirata enarbolando la pata de una silla a modo de arma. El enano arrojó a su indefenso pasajero sobre su amigo, pero este resultó ser ágil y se agachó. Ni siquiera hizo una mueca cuando su amigo cayó con gran estrépito sobre otra mesa llena de jarras y platos.

El hombre rugió y siguió adelante, lanzándole una serie de feroces puñetazos mientras lo atravesaba con la mirada. Athrogate levantó el brazo para bloquear los golpes. ¡Cómo dolía! Sin embargo, continuó, tratando de burlar sus defensas. Golpeó al hombre en la cintura con el hombro, forcejeando con el brazo que blandía el garrote e impidiendo a su adversario moverse con el otro.

Pero el hombre consiguió liberarse lo suficiente como para lanzarle un golpe directamente hacia abajo, dándole repetidamente con el extremo más ancho de la pata en lo alto de la cabeza.

Así que Athrogate renunció a bloquear los ataques y rodeo al hombre con el segundo brazo también. Se enderezó, levantando a su oponente del suelo, y apretó con todas sus fuerzas.

El hombre siguió golpeándolo y pronto la sangre comenzó a apelmazar el pelo negro del enano. Pero los golpes eran cada vez más débiles. El hombre había perdido el equilibrio, y Athrogate gruñía y apretaba cada vez más, dejándolo sin aliento y retorciéndole la columna vertebral.

Athrogate comenzó a vapulearlo de delante hacia atrás y su víctima gritó pidiendo ayuda. El enano lo mordió en la tripa, sacudiendo la cabeza como un perro de presa, y el pirata aulló de dolor.

El enano no vio venir el siguiente golpe, y ni siquiera supo que procedía de uno de sus manguales. Todo lo que supo fue que, de repente, notó un estallido de dolor y lo invadió una súbita debilidad mientras caía hacia un lado, llevándose a su víctima con él. Entonces, varios más se le echaron encima, golpeándolo y pateándolo, dejándolo a oscuras mientras el resto de la gente que los rodeaba gritaba sin parar.

—¡Mátalo! —decían unos.

—¡Dejad que el pobre tipo se vaya! —gritaban otros.

Pero sin saber como volvió a levantarse. Le llevó unos instantes darse cuenta, por lo poco que podía ver a través de sus ojos inflamados, que había un tiflin agarrándolo por un brazo y un enano por el otro.

—¡Vete a dormirla! —le gritó al oído el enano—. ¡Y no vuelvas por aquí a menos que estés de mejor humor!

Athrogate quiso discutirlo, quiso pedir que le devolvieran sus armas, pero veía que la puerta se acercaba cada vez más deprisa (al menos, eso era lo que parecía), y le llevó unos segundos darse cuenta de que era él el que se acercaba a la puerta. Salió disparado y cayó en mitad de la calle.

Volvió a levantarse, con tenacidad, y se tambaleó mientras se daba la vuelta para mirar al grupo que se había reunido en el porche de la taberna, observándolo.

—¡Y que sepas que vas a pagar la puerta y las mesas, y todo lo que hayas roto o derramado, Athrogate! —le gritó el enano.

Athrogate se llevó la mano a la boca para limpiarse la sangre.

—Traedme mis manguales —dijo. Se miró el hombro ensangrentado y desgarrado por una de esas mismas armas—. Los dejé en el suelo con buenos modales.

—Cogedlos —le dijo el enano, que era uno de los propietarios de la taberna, al grupo que tenía detrás.

Un par de ellos se colaron al interior de la taberna, pero cuando volvieron, informaron que los manguales y el arnés habían desaparecido.

Athrogate, completamente abatido, aturdido, maltrecho y hecho polvo, vagó por las calles de Luskan. Aquella no era su primera pelea, por supuesto, ni siquiera la primera en la que participaba en los últimos diez días, ni tampoco era la primera vez que acababa tirado boca abajo en medio de la calle. Siempre lo reconfortaba saber que había dado más de lo que había recibido, pero sin los manguales de cristalacero que lo habían servido tan bien a lo largo de tantas décadas, no se sentía muy reconfortado. Además, sus heridas eran peores que las de otras veces.

Pensó en volver a su propia cama, pero ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba. Miró a su alrededor, confuso, incapaz de coordinar el cerebro con lo que veía o con sus pasos. Siguió avanzando a tumbos durante un tiempo, hasta desplomarse finalmente en un callejón, donde se dio contra una pared y se deslizó hasta el suelo.

—¡Oh!, les vamos a sacar unas cuantas monedas a estas bellezas —le dijo un pirata roñoso al otro, a solas en la bodega de su barco atracado en los muelles. Sostuvo el arnés en alto con uno de los manguales de Athrogate, mientras que tenía el otro en la mano—. Qué suerte que el enano fuera tan noble como para dejarlos caer.

—¡Eh! —dijo su amigo—. Estoy pensando que podríamos comprarnos nuestro propio barco. Me gustaría ser capitán.

—¿Qué? ¿Tú el capitán? ¡Fui yo el que cogió las cosas! Y yo fui el que golpeó al enano con uno de ellos en la pelea —protestó el otro—. ¡Bah!, primero vendámoslos y veamos cuanto nos dan, y después ya hablaremos. ¡A lo mejor podemos incluso compramos dos barcos!

El primero empezó a asentir mientras se reía de una proposición tan grandiosa.

—¡Qué buena suerte! —repitió.

—¿Realmente lo crees? —dijo una tercera voz desde el pie de la escalera.

Ambos hombres miraron en esa dirección. Fue entonces cuando palidecieron, ofreciendo un marcado contraste con la piel oscura del extraño.

—N…, nos las encontramos —tartamudeó el segundo.

—Claro, y aquí esta vuestra recompensa por haberlas encontrado —dijo el drow.

Arrojó una pieza de cobre al suelo, que cayó entre ambos.

«¡Ayúdanos!».

—¿Eh? —respondió Athrogate, sin estar seguro de lo que acababa de oír, en el caso de que hubiera oído algo.

Abrió uno de los ojos hinchados, al principio sólo un poco, y después algo más cuando vio al enano que tenía enfrente…, y más aún cuando se dio cuenta de que no era el propietario de la taberna que acababa de destrozar, sino uno de los fantasmas enanos con los que se había encontrado hacía una década en un Lugar que intentaba olvidar.

—¡Ahhh! Pero ¿qué es lo que quieres? —exclamó Athrogate, apoyando los talones y echándose hacia atrás con tanta fuerza que su espalda comenzó a ascender por la pared.

Había vivido más de cuatro siglos, y jamás nadie lo había acusado de tener miedo. Había luchado contra drows y dragones, gigantes y hordas de goblins. Había luchado junto con Drizzt y Bruenor contra el dracolich en Espíritu Elevado, y había luchado contra Drizzt antes de eso. Faerun jamás había conocido un ejemplo más cabal de guerrero intrépido que Athrogate, curtido en mil batallas y lanzador de escupitajos.

Pero tenía miedo. Palideció por completo y le castañeteaban los dientes mientras hablaba con un nudo en la garganta tan grande que podría haber sido uno de sus manguales.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, sudando copiosamente—. No quería hacerlo, ¡te lo juro! No quería… Jamás hubiera destruido Gauntl… ¡Oh, por el trasero furioso de Moradin!

«Ayúdanos…», oyó en su cabeza.

«La bestia ha despertado…».

«Sangre de Delzoun…».

Empezó a rodearlo un enjambre de enanos fantasmales que extendían sus brazos hacia él, implorantes, y Athrogate intentó meterse en la pared de lo aterrorizado que estaba. Las voces de su cabeza no callaban, sino que aumentaban cada vez más el volumen y la insistencia, hasta que Athrogate levantó los brazos, gritó y salió dando tumbos del callejón, corriendo calle abajo para escapar de los fantasmas de Gauntlgrym y de sus terribles recuerdos de la gran forja y de lo que había hecho.

Recorrió la ciudad a trompicones, tambaleante, mientras todas las miradas se posaban en él, sin duda pensando que había perdido la cabeza. Y el enano pensó que quizá fuera cierto. Quizá el sentimiento de culpa de los últimos diez años lo había derrotado por fin, haciéndolo alucinar con fantasmas y metiéndole sus palabras en la mente. Finalmente, llegó a la posada y alquiló una habitación.

Era una buena posada, la mejor de Luskan, y tenía unas estupendas vistas del puerto, además de una salida independiente desde el balcón de la segunda planta. Athrogate bajó apresuradamente la escalera exterior de madera, tan deprisa que tropezó y se golpeó las rodillas. Al final, llegó al balcón y terminó de subir.

Allí estaba Jarlaxle, mirándolo con expresión entre divertida y decepcionada.

El drow sostenía en alto el arnés de armas de Athrogate, con los dos manguales en su sitio.

—Pensé que quizá querrías esto —dijo Jarlaxle, tendiéndoselo.

Athrogate fue a cogerlo, pero se detuvo, viendo una mancha de sangre en una de las tiras. Miró a Jarlaxle.

—No pensaron que la recompensa por encontrarlos fuera suficiente —se justificó el drow, encogiéndose de hombros despreocupadamente—. Tuve que convencerlos.

Mientras Athrogate cogía el arnés, Jarlaxle se quedó mirando al puerto, donde se había organizado un alboroto en uno de los barcos atracados, que al parecer tenía la línea de flotación muy baja. Mientras seguía mirando, Athrogate se dio cuenta de que el barco parecía estar hundiéndose, a pesar de los frenéticos esfuerzos de la tripulación.

Volvió a mirar a Jarlaxle, que se tocó la punta del exagerado sombrero de ala ancha, decorado con una pluma. Entonces, Athrogate se acordó de los agujeros portátiles del drow. ¿Qué haría uno de esos si lo arrojara a la bodega de un barco?

—No lo has hecho —murmuró el enano.

—Están convencidos —respondió Jarlaxle.

«Ayúdanos…». —La voz resonó otra vez en la cabeza de Athrogate, y la agradable distracción de las travesuras de su amigo se desvaneció al instante.

«La bestia ha despertado».

«¡Sálvanos!».

El enano empezó a jadear mientras miraba a todas partes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jarlaxle.

—Están aquí, te lo juro —respondió Athrogate.

El enano corrió hasta la barandilla, mirando hacia abajo. Abrió los ojos como platos y se volvió, prácticamente derribando a Jarlaxle mientras corría hacia la puerta de su habitación.

—¡Los fantasmas de Gauntlgrym! ¡La bestia ha despertado y me están echando la culpa!

Athrogate dio un portazo, y Jarlaxle no hizo ademán de seguirlo. Esperó y observó.

Y sintió… una sensación de frío, como una corta ráfaga de viento, glacial, que lo inundaba. El drow, que estaba confuso porque no podía ver a los fantasmas, a pesar de que si los había visto en Gauntlgrym, echó mano de una de sus múltiples bolsas mágicas y sacó algo que no había llevado a menudo desde la Plaga de los Conjuros: su parche mágico. Suspiró, vacilante, y después se lo llevó a la cara y lo ató, cerrando ambos ojos un instante antes de atreverse finalmente a abrirlos.

Muchos años atrás solía llevar el parche constantemente, ya que lo había protegido de escrutinios mágicos indeseados y le había mostrado cosas que no eran de esta dimensión y que habían resultado ser bastante útiles en algunas situaciones desesperadas. Pero en los setenta y siete años que habían pasado desde la Plaga de los Conjuros, la visión del otro mundo del parche había resultado confusa, por decir algo.

Se volvió hacia la puerta justo a tiempo de ver a un enano fantasmal atravesándola y, como era predecible, Athrogate comenzó a gritar nuevamente.

Jarlaxle fue hacia la puerta y la abrió de un golpe, echando un vistazo al interior para confirmar que los fantasmas no estaban haciéndole daño a su desesperado amigo.

No le estaban haciendo daño. Simplemente, le estaban rogando. Por alguna razón, los fantasmas de Gauntlgrym habían ascendido a la superficie.

El mercenario drow suspiró profundamente, tan vacilante y reticente como lleno de miedo. Había invertido bastante tiempo, y también mucho dinero, investigando el desastre que había provocado su viaje con la hechicera de Thay, decidido a vengarse por aquel horrible engaño. A Jarlaxle no le gustaba nada que lo tomaran por tonto, y aunque no era una persona muy compasiva, la carnicería que había tenido lugar en Neverwinter lo había ofendido enormemente.

Pero al final lo había dejado por imposible, aunque había reunido información bastante valiosa y sabía que lo que más ansiaba Athrogate en el mundo era rectificar el gran mal que había provocado al tirar de aquella palanca. Jarlaxle lo había dejado porque la mera idea de volver a aquel lugar oscuro y seguramente completamente destruido no le hacía ninguna gracia, y porque no estaba tampoco seguro de que pudiera encontrar de nuevo Gauntlgrym. El cataclismo había derrumbado el único túnel que conocía, y sus exploradores no habían encontrado la manera de sortearlo.

Sin embargo, los fantasmas habían llegado, afirmando, por lo que decía Athrogate, que la bestia había vuelto a despertar, y de hecho, el norte de la Costa de la Espada estaba siendo sacudido por temblores.

Quizá el primordial iría a por Luskan, una ciudad que todavía le proporcionaba algunos beneficios a Bregan D’Aerthe.

El mercenario suspiró una tercera vez. Había llegado la hora de volver a casa, y eso era algo que siempre hacía a su pesar.