L
as luchas son cada vez más frecuentes, y eso me complace.
El mundo que me rodea se ha vuelto más oscuro, más peligroso…, y eso me complace.
Acabo de pasar por una etapa de mi vida de lo más aventurera y, sin embargo, extrañamente de lo más pacífica, en la que Bruenor y yo hemos trepado por cientos de túneles y nos hemos internado tanto en las profundidades de la Antípoda Oscura como en mi último regreso a Menzoberranzan. Encontramos batallas que librar, por supuesto, la mayor parte con las alimañas gigantes que pueblan lugares como ese, también algunas escaramuzas con goblins y orcos, tres trolls por aquí, un clan de ogros por allá. Sin embargo, jamás hubo una batalla continuada en la que poner a prueba de verdad mis cimitarras y, de hecho, el día más peligroso que he vivido desde que partimos de Mithril Hall hace tantos años, fue cuando un terremoto amenazó con enterrarnos vivos en los túneles.
Pero me doy cuenta de que ese ya no es el caso, y me complace. Desde aquel día del cataclismo, hace una década, cuando el volcán rugió y dibujó una línea de devastación que iba desde la montaña hasta el mar, enterrando a Neverwinter a su paso, el ambiente de la región ha cambiado. Es casi como si ese suceso hubiera supuesto una llamada al conflicto, un toque de rebato para seres siniestros.
En cierto modo fue lo que hizo. La pérdida de Neverwinter, en esencia, separó al norte de las regiones más civilizadas de la Costa de la Espada, donde Aguas Profundas se ha convertido en la vanguardia contra las tierras salvajes. Los comerciantes ya no viajan a través de la región, excepto por mar, y el atractivo de los antiguos tesoros de Neverwinter ha traído aventureros a montones, a menudo sucios y sin principios, a la ciudad devastada.
Algunos están intentando reconstruirla, desesperados por restablecer el ajetreado puerto y restaurar el orden que antaño se impuso en estas tierras inhóspitas. Sin embargo, han de luchar tanto como construyen. Llevan un martillo de carpintero en una mano, y un martillo de guerra en la otra.
Abundan los enemigos: shadovar, esos extraños ashmadai que han jurado lealtad a un dios demoníaco, bandidos oportunistas, goblinoides, gigantes y monstruos, tanto vivos como no muertos. Y de los agujeros más profundos han salido otras cosas más oscuras.
En los años que han pasado desde el cataclismo, el norte de la Costa de la Espada se ha vuelto mucho más oscuro.
Y eso me complace.
Cuando estoy en medio de una batalla, me siento libre. Cuando mis cimitarras le abren tajos a algún descendiente del mal es cuando me siento como si mi vida tuviera un objetivo. Muchas veces me he preguntado si esta ira que me corroe es simplemente un reflejo de una herencia que jamás me he podido quitar de encima. ¿La concentración en la batalla, la intensidad de la lucha, la satisfacción de la victoria… son solamente la confirmación de que soy, después de todo, un drow?
Y, si esa es la verdad entonces, ¿qué era lo que realmente sabía acerca de mi patria, de mi gente, y qué fue lo que pegué sobre la caricatura que había creado de una sociedad basada, sobre todo, en la pasión y la lujuria, y a la que aún no había empezado a comprender, o a experimentar?
Me pregunto —y temo saberlo— si habría algún tipo de profunda sabiduría inherente a las madres matronas de Menzoberranzan, algún tipo de entendimiento del regocijo y la necesidad de ser drow, que perpetuaba el estado de conflicto en la ciudad drow.
Parece un pensamiento ridículo, y sin embargo, sólo a través de la batalla he podido soportar el dolor. Sólo en ella he podido encontrar nuevamente una sensación de éxito, de avance, de mejorar la comunidad.
Esta verdad me sorprende, me llena de ira y, paradójicamente, aunque me ofrece esperanza para seguir adelante, me sugiere que quizá no debería dejarme llevar, que esta existencia es, después de todo, inútil, un espejismo, una ilusión.
Al igual que la búsqueda de Bruenor.
Dudo de que encuentre Gauntlgrym. Dudo de que exista y dudo de que él crea que la encontrará, o que alguna vez lo haya creído. Y aún así, cada día revisa su colección de mapas y pistas, y no deja ni un agujero inexplorado. Es su propósito. La búsqueda le da sentido a la vida de Bruenor Battlehammer. De hecho, parece ser la naturaleza de un enano, y de los enanos en general que siempre están hablando de las cosas pasadas y reclamando la gloria que una vez fue.
¿Cuál es, entonces, la naturaleza de los drows?
Incluso desde antes de perder a mi amada Catti-brie y a mi querido amigo halfling, supe que no era una criatura que pudiera vivir en la calma o en una tregua. Sabía que mi naturaleza era la del guerrero. También sabía que era más feliz cuando la aventura y la batalla me reclamaban, exigiéndome el uso de esas habilidades que había pasado toda mi vida perfeccionando.
Ahora lo saboreo más. ¿Será a causa de mi dolor y de mi pérdida, o simplemente es un reflejo más fiel de mi herencia?
Y si es ese el caso, ¿se ampliaron los motivos para entablar batalla?, ¿el código que guía mis cimitarras se hará mas laxo para admitir más momentos de felicidad? Me pregunto, y temo saber, ¿hasta qué punto interfiere en mi conciencia mi deseo de batalla, ese que guardo en el corazón? ¿Es ahora más fácil justificar el uso de mis espadas?
Ese es mi verdadero miedo, que esta furia que me invade se desate en toda su locura, de una manera explosiva, aleatoria y asesina.
¿Mi miedo?
¿O mi esperanza?
DRIZZT DO’URDEN