11
LA GUERRA DE LO OSCURO
Y LO MÁS OSCURO
D
e la tierra agostada y muerta se elevaba una columna de humo en espiral. Al igual que si fuera un río de muerte, una línea de podredumbre y magia nigromántica salía del mismo centro del desastre, cruzando por medio de un campo para ir a meterse en la nube piroclástica, para buscar los espíritus que hubieran quedado atrapados en el interior de sus marchitas carcasas corpóreas y llamarlos para servicio.
Sylora Salm observó ese nuevo reclutamiento con el típico brillo en la mirada y la sonrisa de satisfacción. A pesar de que se acercaba a la cuarentena, los años no habían apagado la belleza de la hechicera. Quizá la habían cambiado un poco, ya que tenía la cintura algo más redonda, la piel menos suave y unas pequeñas arrugas alrededor de los ojos. Pero aquellos cambios físicos inevitables, más que actuar como contrapeso, habían aportado a la formidable mujer más esencia y fuerza interior, más confianza y un halo de poder creciente. Se veía en su mirada, y en su manera de sonreír.
Su Anillo de Pavor se estaba convirtiendo en una realidad por fin, a pesar de que el número de muertos en la poco poblada zona del Bosque de Neverwinter, incluso antes del cataclismo, había sido estimado como inadecuado por los embajadores de Szass Tam, la mayoría de los cuales eran rivales de Sylora. No obstante, Szass Tam había confiado en el criterio de la mujer, por lo que siguió teniendo fe en que haría honor a esa muestra de confianza y su Anillo de Pavor acabaría cristalizando, otorgándole al lord lich el control que tanto tiempo había deseado en la Costa de la Espada.
La nube piroclástica comenzó a agitarse debido a los temblores que afectaron a la negra piedra volcánica. Algunas cenizas sueltas y algo de polvo cayeron en las grietas cada vez más grandes. Apareció una pequeña mano gris, marchita y reseca, con los dedos retorcidos en una posición de dolor eterno. Poco a poco, pero con un frenesí cada vez mayor, la mano fue agarrando y apartando los trozos de roca. Un par de asistentes ashmadai fueron hacia allí para ayudar al nuevo hijo de Szass Tam a liberarse de lo que había sido su tumba durante décadas, pero Sylora los retuvo con un gesto de la mano.
Esbozó una amplia sonrisa, e incluso llegó a emitir una risita, mientras el zombie apartaba suficientes escombros como para poder asomar el otro brazo. A continuación separó los brazos y sacó la cabeza de su matriz piroclástica. Escarbó a un ritmo cada vez más frenético; necesitaba desesperadamente liberarse y salir a cazar vivos, pero sólo a aquellos vivos, por supuesto, que no comulgasen con su omnipotencia Szass Tam.
Dahlia, de pie junto a Sylora, resultaba mucho menos imponente que hacía una década, aunque tenía exactamente el mismo aspecto gracias a su herencia élfica. Llevaba su atuendo de viaje: las botas negras altas, el sombrero negro con la cinta roja, la blusa blanca bajo el coselete de cuero negro, la falda negra con el corte en diagonal que le llegaba casi a la cadera, y los nueve diamantes en la oreja izquierda y otro en la derecha. Le habían ordenado no quitárselos ni cambiar el patrón como recordatorio para Korvin Dor’crae de que la intervención de Sylora lo había beneficiado. Y por supuesto, todavía tenía el control sobre la Púa de Kozah. Aún así, el hecho de que algo más formidable rodeara a Sylora, algo más sólido y una mayor confianza, hacía empequeñecer a Dahlia.
No sonrió mientras observaba el nacimiento de su nuevo servidor. Apenas sonreía ya.
—Anímate, jovencita —le dijo Sylora, más como provocación que como gesto de buena voluntad—. Mira lo que hemos conseguido.
La obediente Dahlia asintió y se preguntó, por enésima vez, cómo había pasado aquello, como había caído tan bajo. Era evidente que había descendido en las filas de la jerarquía de Szass Tam por culpa de aquellas punzadas de conciencia que había tenido hacía años, su fracaso a la hora de llevar a cabo la misión y comenzar con aquello que había prometido. Tampoco la había ayudado, por supuesto, que Sylora Salm hubiera sido la que había acudido a rescatar la misión. El hecho de que le hubieran permitido seguir con vida tras ser capturada en Luskan todavía la sorprendía, y no estaba segura de si aquel gesto de piedad se había debido a su trabajo para localizar al primordial, o sencillamente a que Sylora quería subyugarla y mantenerla así.
Dahlia deseó muchas veces que la hubieran matado aquel día.
Sin embargo, más que su predecible descenso en la jerarquía, había otra pérdida que inquietaba mucho más a Dahlia: la pérdida de su arrogancia, su lujuria y su actitud despreocupada, que le habían servido tantas veces de guía a lo largo de su vida.
—Le he hablado de ti a Szass Tam —comentó Sylora mientras le ordenaba al zombie que se pusiera en marcha y saliera a cazar shadovar al bosque. Le dedicó una sonrisa irónica—. Le ha complacido tu disposición para someterte a mi voluntad.
Dahlia intentó con todas sus fuerzas que no aflorase el odio a sus ojos azules, pero por la creciente sonrisa de Sylora se dio cuenta de que no lo había logrado del todo. Era evidente que Sylora quería llegar justo a ese punto. Había disfrutado enormemente poniendo a Dahlia en su sitio día tras día, año tras año. Jamás le había infligido castigos físicos, como solía hacer con los ashmadai. No, abusaba de Dahlia emocionalmente, un juego mental del gato y el ratón, usando el doble sentido en cada comentario.
—Nuestra bestia esta despertando una vez más —prosiguió Sylora—. En esta ocasión, la destrucción y la muerte serón mayores, lo cual alimentará el Anillo de Pavor y nos asegurara el control que ejercemos aquí. Incluso sin eso, los agentes del Enclave de las Sombras están retrocediendo.
—Todavía están por aquí —se atrevió a decir Dahlia.
—Pero ya no están en la ciudad —dijo Sylora—. Antes de que yo despertara a la bestia, su control sobre la ciudad era indiscutible, ¿no es cierto?
El tono que utilizó al hacer aquella última pregunta le reveló a Dahlia que esperaba una respuesta.
—Sí, mi Señora —respondió la guerrera elfa obedientemente.
—Ahora sólo permanecen aquí porque buscan unas reliquias élficas en el Bosque de Neverwinter, pero lo que encuentran día tras día es a mis servidores, surgidos de las cenizas y ansiosos de matar.
Sylora hizo una pausa y se entretuvo en mirar a unos ashmadai que se encontraban al otro lado de aquel pequeño campo, de pie junto a tres zombies distintos, que no eran del color de la ceniza, sino más bien de un tono más oscuro. Dos de ellos presentaban heridas, como si se hubieran alimentado de los cadáveres, que había sido exactamente lo que había pasado.
—Ese es el genio de su omnipotencia, ¿no crees? Otros ejércitos merman con la muerte, pero este aumenta con cada enemigo caído.
Los ojos de Dahlia se fijaron en el tercero de los cadáveres, que había muerto por un único y potente golpe en un lado de la cabeza. Ella lo había hecho, venciendo al hombre en combate singular, y había sido una buena muerte contra un oponente digno. En el pasado, hubiera saboreado esa victoria, pero al mirar aquel cadáver le vino un regusto amargo a la boca.
—Mañana par la mañana irás a la ciudad de Neverwinter —le ordenó Sylora—. Deseo saber cuántos residen allí actualmente, y cuántos netherilianos asolan sus calles.
Herzgo Alegni, con los puños cerrados a los lados del cuerpo, posó la mirada sobre la ciudad de Neverwinter, concentrando toda su ira en aquella hermosa estructura alada que era el centro de la reconstrucción.
Durante unos días lo habían llamado el puente Herzgo Alegni. En los años que siguieron, al igual que el resto de las casas en Neverwinter, no se le había dado ningún nombre; simplemente, era parte del desastre y no había nadie por allí que se fijara en él.
Pero su nombre volvía a ser puente del Draco Alado. Ninguno de los nuevos colonos había oído hablar de la proclama que lord Hugo Babris había hecho hacía diez años.
Hugo Babris había muerto, al igual que el resto de los que se encontraban en la ciudad o sus alrededores en aquel día terrible, excepto los nobles shadovar que, como Alegni, habían usado el paso de las sombras para volver a Shade, el Enclave de las Sombras.
Y otro más: el hombre que estaba de pie junto a Alegni en aquel momento, y que lo había informado del cambio de nombre del puente, quizá con un exceso de alegría en la voz.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Alegni.
—Fue una de las misiones que me encomendaste para preparar tu llegada —respondió Barrabus el Gris—. ¿Alguna vez te he fallado?
La respuesta sarcástica hizo que el tiflin se volviera para mirar con cara de odio a su servidor.
—No seremos bienvenidos allí —prosiguió Barrabus.
—Entonces, quizá no deberíamos pedirles permiso para entrar —dijo Alegni con una sonrisa burlona antes de devolver la mirada a la lejana ciudad y el puente que tanto había codiciado.
Barrabus ni siquiera esperó a que el tiflin se volviera para dirigirle un encogimiento de hombros, pero añadió:
—Estos no son enemigos a los que podamos vencer fácilmente; estos hombres y mujeres a los que nos enfrentaremos en Neverwinter tampoco son amigos de los nigromantes, que sacan no muertos de las minas. Estas gentes son guerreros experimentados y hechiceros que han defendido ese trozo de tierra con tesón contra una legión de zombies que ha aparecido entre ellos.
—Mis shadovar matan a esas criaturas con impunidad. Y la mayor parte de los monstruos fueron sacados de Neverwinter y partieron mucho antes de que los primeros colonos llegaran, de acuerdo con tu primer informe.
—Eso es cierto, pero te advierto para que los tomes en serio, o nos encontraremos luchando a muerte por este campamento que ellos insisten en llamar Neverwinter, y eso sin contar con los enemigos que nos esperan en los bosques.
Herzgo Alegni siguió con la vista fija en aquel claro de piedra ennegrecida que antaño había sido una ciudad floreciente, y se pasó la mano por el rostro cansado. El tiflin, que siempre era un forastero, incluso entre los netherilianos, se había enfrentado a un serio castigo después del cataclismo, e incluso algunos shadovar lo culparon personalmente por no haber previsto la amenaza de Thay y no haber acabado con los servidores de Szass Tam antes de que pudieran infligir un daño semejante. Pocos netherilianos habían muerto en el cataclismo, ya que apenas pasaban tiempo en la ciudad de Neverwinter, ocupados como estaban en el bosque, buscando el antiguo tesoro que tanto ansiaban.
Durante la última década, la expedición había continuado, pero no habían enviado de vuelta a Herzgo Alegni para liderarla. Sin embargo, con los nuevos temblores de tierra y la ventaja que estaban ganando los secuaces de Szass Tam, que podía convertirse en algo permanente de llegar a completarse el anillo de pavor, Alegni había solicitado que se le concediera una oportunidad para redimirse, cosa que le habían concedido. Había vuelto hacía apenas un mes para reemplazar al comandante actual, con órdenes de continuar la búsqueda del enclave de Xinlenal y de eliminar la intrusión de Thay costara lo que costase.
Xinlenal —un enclave netheriliano, una ciudad construida sobre una montaña flotante— era el primero de los legendarios asentamientos netherilianos. Había intentado huir de la Caída, pero solo había conseguido llegar a la frontera élfica del imperio de Netheril. Allí se derrumbó, al igual que había ocurrido con el resto de los enclaves, salvo el de Shade, cuando Karsus le robó el poder a una diosa y la magia misma falló. Hasta ese momento sólo habían logrado redescubrir Sakkors, que había sido reflotado y, después de un tiempo, repoblado. Los otros grandes enclaves habían acabado desapareciendo bajo las demoledoras arenas del desierto antinatural de los phaerimm. Pero Xinlenal había caído en algún lugar del bosque que más tarde se conocería como Bosque de Neverwinter, o al menos eso era lo que creían los Doce Príncipes, y el imperio de Netheril creía lo que ellos creyeran.
Evidentemente, lo primero que hizo Alegni cuando recuperó el mando de la expedición para dar con Xinlenal fue llamar de vuelta a su principal explorador y asesino, algo que no había complacido en absoluto a Barrabus el Gris. El asesino había estado viviendo con relativo lujo en Calimport, poniendo sus habilidades al servicio de los agentes netherilianos que querían controlar el comercio callejero de la ciudad. Además, lo mejor de todo había sido que apenas había visto a Herzgo Alegni durante ese período de tiempo.
El tiflin sabía perfectamente que lo que más detestaba Barrabus era la servidumbre. Podía formar parte de una jerarquía, y jamás había manifestado el deseo de cargar con las responsabilidades de un puesto de mando; pero Alegni no ignoraba que el asesino había actuado de manera independiente, sirviendo a los pachás de Calimport o a otros intereses a cambio de recompensas acordadas. Aquello había cambiado con Alegni, sin embargo, y el dominio que el tiflin y los demás netherilianos ejercían sobre Barrabus era fruto únicamente de una compulsión mágica.
En su mente, Barrabus el Gris era un esclavo. Pocas veces lo azotaban o lo atormentaban con su magia debilitadora, lo que pedían de él jamás había sido excesivo y, en general, vivía una vida muy cómoda según los estándares de Memnon o Calimport, o donde fuera que quisiera vivir. Pero la coacción seguía presente, y Alegni sabía que eso lo corroía por dentro.
El tiflin se volvió para mirar a Barrabus y dijo:
—¿Estás sugiriendo que nos olvidemos de la ciudad por ahora?
—Son enemigos de nuestros enemigos —respondió Barrabus—, pero también son amigos de Aguas Profundas, y por lo tanto, no pueden ser amigos nuestros.
Alegni siguió asintiendo.
—Entonces, dejemos que ellos y los thayanos se maten unos a otros. No pases mucho tiempo en la ciudad…, sólo el suficiente como para informarme de los cambios significativos.
—¿Y el puente?
—Que lo llamen como quieran —decidió Alegni, aunque no pudo evitar hacer una mueca de dolor y traicionar sus verdaderos sentimientos mientras pronunciaba aquellas palabras.
Alegni debía tener cuidado; debía encontrar una manera de recuperar su estatus en el imperio con los limitados recursos de que disponía y mucho que perder.
—Poco tiempo en la ciudad —le repitió al tiflin—. ¿El suficiente como para volver al sur mientras tanto?
—Aquí estamos en medio de una guerra, ¿y tú piensas en irte? —respondió, enfadado, Alegni, justo la respuesta que sabía que Barrabus el Gris se estaba temiendo—. Vas a ir al Bosque de Neverwinter. No te asignaré aún a ninguna compañía, pero espero que seas productivo en la lucha contra mis enemigos. —Le tendió a Barrabus una bolsita que parecía estar llena de viales metálicos cuando la agito—. Evita a los infelices no muertos y dirige tus ataques contra esos necios que se hacen llamar ashmadai. Y cuando estén muertos, esparce esta agua consagrada sobre ellos para negarle su alimento al anillo de pavor, además de nuevos seguidores.
—¿Los llamas necios porque han jurado lealtad a un demonio? —dijo Barrabus, sonriendo con el objetivo evidente de hacerle saber a Alegni que se estaba refiriendo de un modo realmente rastrero a parte de la herencia del tiflin.
—Márchate, Barrabus —dijo Alegni—. Cada diez días me traerás noticias de la ciudad de Neverwinter en persona, y cuando vengas para informarme, también me ofrecerás como tributo marcas ashmadai. No me decepciones, o te pondré a servir con las tropas de choque en las filas de uno de mis comandantes de menor rango.
—¡Por allí! ¡Un hereje!
—¡Matadlo!
Los tres ashmadai se lanzaron a la carga blandiendo sus cetros.
—¡Se ha metido en el bosque! —gritó uno.
Efectivamente, se había internado en el bosque y había trepado a un árbol con tanta agilidad y rapidez que apenas había perdido velocidad al subir por el tronco. Barrabus el Gris estaba sentado en una rama observando, divertido, como se aproximaban. Podía entender perfectamente por qué Alegni odiaba tanto a aquellos adoradores, aunque no fueran enemigos mortales de los netherilianos. Parecían animales, o peor que animales, ya que dejaban a un lado la razón y la lógica para verse invadidos por un deseo salvaje de complacer a Asmodeus.
Aquellos idiotas adoraban a un dios demoníaco.
Barrabus meneó la cabeza ante tanta estupidez, bajando la vista para observar a las tres siluetas frenéticas que se internaban en el bosquecillo pisoteando los arbustos sin ningún cuidado. Se puso de pie sobre la rama, quitándose la capa, y rodeó el tronco para desaparecer en la maraña de hojas y ramas.
—¡Está en el árbol! —gritó una ashmadai instantes más tarde.
La mujer se había quedado señalando, e incluso se puso a dar saltitos de entusiasmo al ver que aparentemente habían acorralado a su presa.
—No, no lo está —respondió Barrabus desde detrás de los tres.
La mujer dejó de dar saltitos y todos se volvieron bruscamente.
—Pero quizá su capa si lo esté —dijo Barrabus.
Estaba de pie, con la mano izquierda apoyada sobre la empuñadura de una espada que llevaba colgando a la altura de la cadera, y el dedo pulgar de la mano derecha enganchado al cinto, a mitad de camino entre la hebilla mágica y otra arma, una elaborada y mágica daga de misericordia que le había dado como regalo una de las poderosas familias de la calle a su regreso a Calimport hacía casi una década.
—Supongo que deseabais hablar conmigo —dijo para provocarlos, y unos instantes después, cuando se recuperaron de su asombro, los tres ashmadai se lanzaron contra él entre aullidos.
Barrabus cruzó los brazos a la altura de la cadera, haciendo una breve pausa con la mano derecha para activar la hebilla mágica, y mientras seguía con el movimiento hacia el lado contrario para desenvainar la espada, lanzó rápidamente la daga.
La mujer, que estaba en el centro, detuvo la carga emitiendo un gorgoteo y se tambaleó hacia atrás con el cuchillo profundamente clavado en la garganta.
Los otros dos siguieron adelante. El que llegó por la izquierda soltó una estocada contra Barrabus, usando el arma como lanza, mientras que el otro balanceó su cetro carmesí como si fuera un garrote, sin que ninguno de ellos pareciera darse cuenta de que ya eran uno menos.
Barrabus sacó de la funda la daga de misericordia y la cruzó por debajo del brazo derecho hacia la izquierda, y desenvainó la espada con tardanza, justo a tiempo para desviar el ataque de la lanza, que quedó atrapada entre la hoja y la empuñadura, que estaba astutamente puesta hacia arriba. Sin acabar siquiera de sacar la espada larga, Barrabus se agachó para esquivar el primer golpe del garrote y giró la muñeca izquierda, llevando la daga hacia abajo y después alrededor de la lanza. La espada volvió a la derecha para bloquear el segundo golpe del garrote, que venía por arriba, y el tercero, por debajo. Todo ese tiempo siguió girando la mano izquierda, obligando al ashmadai a ajustar la presión sobre la lanza para evitar que se la arrancaran de la mano.
Finalmente, el ashmadai separó la lanza, pero sólo pudo conseguirlo llevándola hacia un lado en un movimiento muy amplio, y en ese breve instante en que bajó la guardia, mientras seguía rechazando con pericia todos los golpes furiosos del otro oponente, Barrabus avanzó con rapidez y lo golpeó con fuerza en el hombro, al mismo tiempo que el ashmadai trataba de agacharse para esquivarlo. El fanático dejó escapar un quejido, pero recuperó el equilibrio rápidamente y cambió la orientación del arma, a pesar de haber retrocedido tambaleándose unos cuantos pasos.
El asesino no parecía hacerle mucho caso mientras usaba acompasadamente las dos armas contra un único enemigo. Luchaba completamente a la defensiva, dejando que la furia del ashmadai lo agotara y así cometiera el único fallo que le permitiría a Barrabus trabar el garrote con la daga de misericordia y abrir camino para la estacada definitiva.
El de la lanza reconoció la táctica y le dirigió un grito de aviso a su compañero mientras le arrojaba el arma a Barrabus. Desde una distancia de pocos metros, parecía un acierto seguro, y lo hubiera sido contra cualquier guerrero de Faerun.
Sólo que Barrabus no era cualquier guerrero.
Daba la impresión de que ni siquiera miraba de vez en cuando al ashmadai de la lanza, pero retrajo a la perfección el brazo izquierdo y calculó el movimiento de la mano a tiempo para que su daga interceptara y redireccionara el proyectil, que giró frente a él.
Al mismo tiempo, Barrabus, que de repente se dio la vuelta, descargó un golpe de espada hacia adelante y después hacia abajo, y se dispuso a lanzarla de frente.
Fue un lanzamiento extraño, por supuesto, y había pocas probabilidades de que le hiciera algún daño al ashmadai que blandía el cetro, pero lo cogió por sorpresa, y un momento de debilidad contra Barrabus el Gris significaba la muerte. El hombre levantó los brazos, sosteniendo en alto el garrote para desviar el proyectil; después aulló e invirtió el movimiento, tratando de rechazar violentamente el inminente ataque de su enemigo.
Pero la daga de misericordia del asesino bloqueo el descenso del garrote y lo hizo girar hacia la derecha mientras retrasaba el pie del mismo lado y hacía lo propio con el brazo derecho y la espada para despejar el camino. Antes de que el ashmadai hubiera tenido tiempo siquiera de detener el descenso, la espada de Barrabus arremetió a la velocidad del rayo por encima de su arma bloqueada. El fanático intentó parar la estocada con la mano, pero hubiera dado igual de todos modos, por lo que sólo le quedó hacer una mueca de dolor cuando la espada se le clavó en el pecho.
Se dejó caer hacia atrás, tambaleándose mientras la prenda de cuero comenzaba a mancharse de sangre. Al principio, pareció aliviado, como si pensara que había evitado una herida grave.
Pero Barrabus supo, por la manera de salir la sangre a borbotones, que su estupenda espada lo había alcanzado en el corazón; así pues, se despreocupó completamente de él y se volvió para enfrentarse al ashmadai desarmado, que detuvo su avance de inmediato al vérselas con las dos mortíferas hojas.
—Ambos están muertos —le aseguró Barrabus—, aunque probablemente ninguno de los dos lo sepa todavía.
El ashmadai miró a su compañera, que aun seguía de pie, tratando de coger aire mientras intentaba agarrar la empuñadura del cuchillo y reunía valor para tirar de ella.
—Pronto notará el veneno —le explicó Barrabus—. Sería mejor para ella si simplemente se clavara el puñal más profundamente para que todo terminara deprisa.
El hombre que sangraba le gritó que lo matara, pero aunque el grito empezó con fuerza, de repente se calló y a su rostro asomó otra mueca de dolor. Cuando el ashmadai que quedaba lo miró, el guerrero cayó de rodillas, apretándose la herida mortal con la mano derecha y sosteniendo el cetro obstinadamente con la izquierda.
—¿Se dirigía a mí o a ti? —se burló Barrabus.
Soltó una risita, pensando en lo absurdo de la situación, mientras el tercer adorador, que quizá no fuera un seguidor tan devoto de su dios demoníaco como creía, se daba la vuelta para huir.
—¡Estoy justo detrás de ti! —gritó Barrabus, aunque no hizo ningún movimiento para seguirlo.
Se volvió hacia el hombre arrodillado, que estaba inclinado hacia adelante y había apoyado la mano en el suelo para evitar desplomarse.
Al asesino lo invadió un ligero sentimiento de culpa mientras pasaba junto al hombre en dirección a la mujer, que se apartó de él, tropezando contra un árbol. Todavía tenía el cuchillo clavado en la garganta.
—Si te tomara como prisionera, los netherilianos te torturarían de mil maneras indescriptibles antes de matarte —dijo mientras le sacaba el cuchillo y, al mismo tiempo, le clavaba la espada en el corazón.
Ella hizo una mueca de dolor y se puso tensa, luchando contra lo inevitable durante un instante antes de caer inerte. Entonces, Barrabus retiró la espada y dejó que se deslizara hasta el suelo. Retrocedió hasta el hombre y terminó su lucha con un único golpe en la cabeza.
Barrabus, dejando escapar un hondo suspiro, volvió a envainar la daga de misericordia y sacó un par de viales de la bolsita que Alegni le había dado. Estaban hechos de una especie de metal traslúcido que no reconoció, pero que le permitía ver el líquido negro humeante que contenían. Le dio la vuelta al ashmadai con el pie, le quitó el tapón a uno de los viales y vertió el contenido sobre la frente del hombre.
Dio un paso atrás y se volvió mientras la magia despojadora hacía su trabajo. Una capa gris oscura se extendió por todo el cuerpo del hombre, desde la frente, pasando por la cara y después más abajo, como si fuera un molde.
Barrabus se apartó bruscamente, enfadado, después metió la espada bajo el cuello de la prenda y se la arrancó. No disfrutó del trabajo de cortarle el trozo de piel que tenía la marca ashmadai, pero lo hizo de todos modos. Luego hizo lo mismo con la mujer; vertió el líquido del segundo vial sobre ella y cogió su marca.
Se dirigió de vuelta al campamento netheriliano más cercano, para librarse de los trofeos. A cada paso, Barrabus pensaba en lo descabellado de aquella forma macabra de intercambiar soldados. Si no hubiera despojado los cuerpos, los thayanos habrían alimentado con ellos el creciente anillo de pavor, para conferirle más fuerza y animar a los muertos, transformándolos en guerreros zombies que pudieran enviar una vez más contra los netherilianos. Al parecer, los ashmadai vivos debían de pensar que ese era el mejor regalo que podían ofrecer.
Sin embargo, ya que Barrabus había impregnado los cuerpos con aquella sustancia sombría, su destino sería el mismo, salvo por sus Señores. Los netherilianos recogerían los cadáveres y los enviarían a un laboratorio arcano en algún lugar de la conquistada Sembia, donde los imbuirían completamente de la misma sustancia que el Plano de las Sombras para levantarse como zombies de la sombra, criaturas de la noche que se volverían contra sus antiguos aliados.
—Ridículo —susurró Barrabus el Gris, hablando con los árboles.