8

PODER PRIMORDIAL

A

throgate siguió caminando a ese ritmo sólo un rato, pero pronto llegó a un punto donde se detuvo abruptamente, mirando con actitud vacilante. Las paredes a ambos lados de los escalones, de repente, se detenían, y la estrecha escalera de caracol seguía girando peligrosamente hacia abajo, sin siquiera una barandilla, en una amplia sala abierta por la que se entrecruzaban varios puentes y vías de ferrocarril. Era muy profunda y las paredes estaban ensombrecidas por la oscuridad. Muy, muy abajo, los ríos de lava que cruzaban el suelo emitían un fulgor anaranjado. El calor hacía que se formara calima en el aire.

Además, se oían los fuertes sonidos que hacían las cadenas, las piedras al rozar unas con otras y el rugir de los enormes fuegos.

—Al menos la escalera no está húmeda —se dijo el enano.

Se limpió el abundante sudor que le cubría el rostro y comenzó a descender más despacio, sabiendo que cualquier paso en falso conduciría a una larga, larga caída.

El descenso pareció durar eternamente, escalón tras escalón, tras escalón…, cientos de ellos. Athrogate y los demás, que lo seguían a poca distancia, se sintieron bastante vulnerables mientras bajaban por aquella escalera tan desprotegida. A continuación, tras haber bajado cientos de metros por debajo de la sección que tenía paredes, se dieron cuenta de que no estaban solos.

Había criaturas humanoides recorriendo apresuradamente los pasadizos paralelos inferiores, y sin duda eran conscientes de la presencia de los intrusos. Les llevó un buen rato darse cuenta de que las criaturas se movían de forma coordinada, como si estuvieran organizando una defensa contra ellos. Muchas de las otras pasarelas estaban lo bastante cerca como para que un arquero o un lancero los alcanzara, y también había sobre ellos, lo que los dejaba muy desprotegidos.

—Sigue adelante —le imploró Jarlaxle al enano. Era raro ver a Jarlaxle Baenre preocupado, pero así estaban las cosas.

La red se cerraba sobre ellos poco a poco, y todos lo sabían, excepto Valindra, por supuesto, que eligió ese preciso momento para empezar a cantar otra vez.

Las criaturas desconocidas respondieron a la canción con sus propias llamadas, que parecían trinos de pájaros pero más guturales, como si alguien hubiera mezclado un arrendajo azul con un feroz mastín.

—Son corbis terribles —murmuró Jarlaxle.

—¿Cómo? —preguntó Athrogate.

—Hombres pájaro —explicó el drow—. Son raros en la Antípoda Oscura, pero no desconocidos. Están a medio civilizar y no temen a… nada. Además, son increíblemente territoriales.

—Al menos, no son orcos —dijo Athrogate.

—¡Ojalá lo fueran! —respondió Jarlaxle—. Vamos, buen enano.

Athrogate ni siquiera había bajado al siguiente escalón cuando justo por encima de ellos se oyó un golpe seco. La canción de Valindra adquirió una tonalidad inesperada cuando una piedra le rebotó en el hombro, aunque no pareció notarlo.

Athrogate volvió a detenerse. Justo por debajo de su posición había varias pasarelas de piedra arracimadas cerca de la escalera central, y no estaban vacías. Los corbis terribles, del tamaño de un hombre, con el cuerpo negro y cabeza de pájaro, corrían por las estrechas pasarelas rápidamente y con facilidad, y era obvio que no tenían miedo de tropezar y caerse. Algunos alzaban la vista hacia los intrusos y graznaban, abriendo los brazos y dejando a la vista unas membranas que iban desde el antebrazo hasta las costillas, como si los apéndices estuvieran a medio camino entre los brazos humanos y las alas de un pájaro.

—Así que nos va a tocar pelear —dijo Jarlaxle. Con dos golpes de muñeca hizo salir de sus brazales sendas dagas—. Dor’crae, encuentra puntos débiles entre sus filas y tíralos de las cornisas.

—Un momento —dijo Dahlia, antes de que nadie pudiera actuar—. ¿No son simples animales?

—No —le explicó el drow—, pero casi: son tribales y de costumbres bárbaras.

—¿Son supersticiosos?

—Supongo que sí.

—Esperad aquí —les dijo la elfa, dejándose caer al vado con una sonrisa y echándose la capa por encima de la cabeza mientras descendía.

Se transformó en un enorme cuervo y emitió una serie de gritos agudos y resonantes para anunciar su vuelo. Describió un vuelo rasante cerca de los corbis terribles que estaban abajo, y cuando vio que no le lanzaban piedras, se atrevió a aterrizar en la pasarela, en el centro de un grupo.

Los hombres pájaro cayeron de rodillas y apartaron la mirada.

Dahlia volvió a graznar más alto, intentando parecer enfadada, y todos se dieron cuenta de que lo había conseguido cuando las criaturas se dispersaron.

—Vamos —le rogó Jarlaxle a Athrogate.

Y el enano comenzó a bajar con toda la rapidez que pudo por aquella vertiginosa escalera abierta. Dahlia volaba a su alrededor, cayendo en picado sobre los corbis terribles que se atrevían a acercarse demasiado. Atravesaron una zona en que se cruzaban varias pasarelas y llegaron a un rellano inferior, donde Dor’crae le indicó al enano que doblase a la izquierda por una pasarela de piedra abierta.

Finalmente, salieron de la enorme sala abierta y se introdujeron en otro complejo de viejas tiendas y salas. Sin embargo, apenas habían entrado, y Dahlia todavía seguía fuera volando, cuando se encontraron de frente con un grupo de feroces hombres pájaro.

Un par de ellos se lanzaron a por Athrogate, que entonó un canto de guerra seguido de una risotada e hizo girar sus manguales; los golpeó y salieron despedidos hacia los lados. Cargó de un modo temerario, embistiendo con el hombro mientras atravesaba otra entrada, con lo cual apartó hacia los lados todavía a más corbis.

—¡Fuera, fuera! ¡Malditos monstruos! —gritó el enano mientras hacía oscilar rápidamente sus potentes armas, que rompían huesos y empujaban a las criaturas hacia los extremos—. ¡Este no es vuestro sitio!

Jarlaxle iba corriendo detrás de Athrogate por el lado izquierdo. Como una riada de dagas iba abriendo camino y haciendo retroceder a un grupo de hombres pájaro. Dejó de lanzar dagas cuando se acercó, transformando el último par de ellas en espadas con un doble golpe de muñeca y saltando sobre los corbis, aguijoneados y agachados, con una floritura impactante. Lanzó cuchilladas, giró, hizo un barrido con una de las espadas, dio unos pasos rápidos y lanzó una fuerte estocada de refilón y hacia atrás con la otra espada.

Pero seguían entrando más criaturas en la habitación, provenientes de multitud de puertas sumidas en tinieblas.

—¡Ara…, Arabeth! —exclamó Valindra—. ¡Oh!, obsérvame, Arabeth; hazlo. Soy fuerte, ¿sabes?

Acto seguido, dio un fuerte pisotón y de su pie surgieron llamaradas que recorrieron el suelo en todas direcciones, bajo los pies del drow y del enano, para acabar formando frente a ellos un círculo de llamas hirvientes. Jarlaxle y Athrogate retrocedieron, sorprendidos, y los corbis terribles chillaron y se alejaron; sus gritos desaparecieron bajo el volumen aumentado mágicamente de la canción de la lich.

—¡Ara…, Arabeth! ¿Has visto? ¿Tienes miedo? ¡Ara…, Arabeth!

Dahlia, que todavía conservaba la forma de un gigantesco cuervo, aterrizó frente al grupo de hombres pájaro quemados y graznó para expresar su desagrado.

Los corbis se alejaron corriendo, y la expedición pudo seguir adelante.

El segundo grupo que bajó por la escalera de caracol no tuvo la misma protección que había tenido Dahlia contra los agitados y feroces hombres pájaro.

Comenzaron a lloverles piedras a las docenas de ashmadai y a la hechicera thayana del vestido rojo mientras descendían cuidadosamente en pos de Dahlia.

Los guerreros fanáticos respondieron a los ataques con ballestas en vez de con piedras, y mientras la mayoría disparaba a sombras distantes, hubo bastantes corbis que gritaron de dolor al ser atravesados por proyectiles con púas. Sylora se abstuvo de usar su magia hasta que la situación se tornó más peligrosa, en el punto en el que las numerosas pasarelas convergían bajo la escalera.

Lanzó una bola de fuego en mitad del cruce para expulsar de allí a los hombres pájaro, y cuando llegó al mismo nivel que las pasarelas, dirigió varios rayos hacia cada una de ellas. Chasqueó los dedos y los guerreros ashmadai saltaron desde lo alto de la escalera, aterrizaron en las pasarelas, usaron sus últimos proyectiles y fueron ansiosos al encuentro de los hombres pájaro, para entablar combate cuerpo a cuerpo y enarbolar los cetros rojos.

Cuando se unieron a la batalla, comenzaron a caer miembros de ambos bandos. Sylora y su grupo principal siguieron bajando hasta llegar por fin a los túneles. Unos cuantos cadáveres de hombres pájaro y los restos del fuego les indicaron el camino y, siempre que se les planteaba una elección, Sylora alzaba la calavera en la palma abierta y dejaba que le señalara el camino hacia Dor’crae.

Incluso podía sentir a que distancia estaba el vampiro, ya que la gema mágica había conectado bien con él.

Se llevó un dedo a los labios para recordarles a los ansiosos ashmadai que debían guardar silencio, y siguieron adelante.

Atravesaron varias puertas rotas y, tras pasar por un arco bajo, los cinco aventureros se encontraron con los cadáveres de diversas criaturas; los de los corbis terribles eran los más recientes. Luego, al echar un vistazo por el amplio pasillo lleno de columnas que tenían delante, vieron a los fantasmas de Gauntlgrym observándolos.

En el otro extremo de la sala, cruzando otro arco y un rastrillo con barrotes, percibieron el brillo de las fraguas, y a pesar de los fantasmas, o quizá en parte por su causa, Athrogate sintió el impulso de avanzar. Los demás permanecieron tras él, muy pegados, observando con cautela a los espíritus que repetían cada uno de sus pasos.

Pero la protección de un enano Delzoun resultó ser eficaz una vez más. No encontraron ninguna manivela cerca del pesado portón, así que Athrogate lo intentó una tercera vez con su poema.

No ocurrió nada.

Antes de que Jarlaxle o Dahlia pudieran hacer cualquier sugerencia, el enano gruñó y se apoyó contra el rastrillo, cogiendo una de las barras horizontales con ambas manos. Podía ver claramente el objetivo final de su expedición allí delante: una fila de hornos y fraguas, la gran forja de Gauntlgrym. Y el calor que le azotaba el rostro mientras miraba a través del rastrillo le insufló algo de vida al corazón de aquel viejo enano.

Athrogate gruñó y tiró con fuerza del rastrillo. Al principio no ocurrió nada, pero entonces el enano debió de romper algún mecanismo de cierre, porque el portón se elevó unos centímetros.

—Debe haber una palanca —sugirió Jarlaxle, pero Athrogate no lo escuchaba, no estando la forja de Gauntlgrym tan cerca.

Una especie de niebla paso junto a él, y Dor’crae se materializó al otro lado del rastrillo.

—Aquí no hay fantasmas —informó el vampiro—. ¿Busco alguna manera de abrir el portón?

El hecho de ver al vampiro en el interior de la forja de Gauntlgrym sólo hizo que el enano lo intentara con más ahínco. Gruño y gimió, y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas, ya que su fajín mágico les confería la fuerza de un gigante a sus musculosos miembros. El rastrillo volvió a subir. Lo agarró más abajo, por el siguiente barrote, y volvió a tirar; consiguió levantarlo hasta la altura de su cintura. Dio un tirón brusco y giró las manos, agachándose debajo del rastrillo y haciendo fuerza, entre jadeos, con cada centímetro que subía, hasta que logró enderezarse de nuevo.

Jarlaxle pasó por debajo, Dahlia lo hizo después y persuadió a la distraída Valindra para que fuera detrás de ella.

—Intentaré echarte una mano —dijo Jarlaxle, poniéndose delante de Athrogate y agarrando los barrotes—, pero no tengo tanta fuerza como tú.

Justo cuando terminó de hablar, oyeron un chasquido procedente de la piedra que rodeaba el pesado rastrillo, y tanto el drow como el enano retrocedieron lo justo como para darse cuenta de que había encajado.

—Hay una habitación a uno de los lados —explicó Dahlia, señalando con la barbilla hacia una puerta que Dor’crae estaba atravesando.

Athrogate entró apresuradamente en la forja y dio un traspié al acercarse a la fragua central, que era la más grande. Tenía una enorme y gruesa bandeja frente a la rejilla, y al mirar en su interior, Athrogate se sintió como si estuviera mirando a través del frontal del yelmo de algún grandioso dios del fuego.

No sabía lo cerca que estaba eso de la verdad.

—¿Habías visto alguna vez tanto poder, elfo? —le preguntó a Jarlaxle cuando este se situó junto a él.

—¿Cómo puede seguir funcionando después de tantos siglos? —preguntó Jarlaxle. Dejándose llevar por el impulso, el drow sacó un cuchillo de lanzar y lo arrojó a través de la rejilla.

No pareció dar contra nada, sino que se convirtió en líquido y desapareció entre llamas.

—«En la forja en que a un dragón se podría asar» —murmuró Athrogate.

—Increíble —coincidió el drow.

Finalmente, consiguieron apartarse de la cegadora imagen para estudiar el yunque ornamentado que había al otro lado de la bandeja y darse cuenta de que había una puerta de mithril en una pared lateral de la forja principal.

—Hay más cosas que ver ahí detrás —dijo Dor’crae—… pero no pude abrir la puerta la otra vez. Tuve que deslizarme al interior a través de una portezuela utilizando otros medios.

Athrogate ya estaba junto a la puerta. Comenzó de nuevo con su rima, pero de pronto hizo una pausa y sencillamente empujó la portezuela, que se abrió con facilidad hacia el interior para mostrar un pequeño pasadizo que conducía a otra puerta resplandeciente.

El vampiro fue blanco de varias miradas dubitativas, pero simplemente se encogió de hombros.

Dahlia se dirigió la primera hacia la nueva puerta, pero se encontró con que no se abría por fuerte que la empujara. Pero cuando Athrogate llegó, simplemente con tocarla se abrió con tanta facilidad como la anterior.

—Al parecer, estos viejos enanos poseían una magia muy poderosa, si sus puertas reconocen a los de su sangre —comentó Jarlaxle.

—Y pueden distinguir a un rey de un campesino —añadió Athrogate, recordando el trono del nivel superior.

Athrogate los guio a través de una tercera puerta y de una cuarta, y cuando esta última se abrió, el grupo oyó el ruido que hacía el agua al caer, como una catarata. El aire se llenó de humedad y se volvió más denso. El túnel giraba durante unos cuantos metros antes de acabar abruptamente en un saliente que rodeaba una habitación ovalada llena de vapor, en cuyo centro había un foso de bastante anchura y profundidad. Y fue allí donde el enigma de Gauntlgrym dejó sin aliento a todos, ya fueran enanos, drows, elfos, vampiros o liches.

Al bajar la vista desde aquel gran saliente apenas se podían ver las paredes del foso. Había un remolino de agua que se movía continuamente a gran velocidad, como una gran ola movida por un huracán, o una catarata sesgada de forma perpetua. El agua giraba hasta el fondo y daba paso a un burbujeante lago de lava. Al entrar en contacto con el calor, el agua emitía fuertes sonidos gorgoteantes, y el vapor que se formaba ascendía rápidamente por las chimeneas que había en la parte superior.

Y, de algún modo, aquel brillo anaranjado parecía ser más que roca fundida, más que magma inanimado. Casi parecía un gran ojo que los observaba… con odio.

—Nos encontramos debajo de las salas que estaban llenas de vapor —dijo Athrogate—. Debe haber una chimenea que conduce hasta allí.

—Ahí —dijo Dor’crae, señalando hacia una estrecha pasarela metálica que, afortunadamente, tenía barandillas.

La pasarela cruzaba el foso y terminaba en un saliente que había en medio; una ancha arcada ornamentada que daba paso a una pequeña sala apenas visible.

—Hay más.

Sylora y los ashmadai podían sentir el odio de los fantasmas enanos que los rodeaban, pero la hechicera de Thay sostuvo en alto la gema en forma de calavera, que brillaba gracias al poder que contenía, y era lo bastante fuerte como para mantener a raya a los antiguos defensores de Gauntlgrym.

Pasaron junto a la estúpida y ansiosa mujer ashmadai que había entrado en la habitación antes de consultarlo con Sylora. Los mismos fantasmas que estaban frente a ellos la habían desmembrado rápidamente de una manera terrible. Pero así eran las cosas. Eran ashmadai, y la mujer había muerto al servicio de su dios. Todos murmuraron una oración a Asmodeus por su hermana perdida mientras pasaban por encima de las distintas partes de su cuerpo.

—No puedo tocarla —explicó Dor’crae.

El vampiro estaba de pie frente a una gran palanca fijada al suelo de lo que no pasaba de ser un gran hueco al otro lado de la arcada que daba al foso de lava rodeado por agua.

—Cuando lo intenté, me lanzó por los aires. La protege una magia poderosa.

—Sólo un enano podría hacerlo, zoquete. Es igual que con las puertas.

—No se te ocurra tocarla —dijo Jarlaxle.

El drow se había apartado unos pasos para estudiar las viejas runas inscritas en la parte curvada de la arcada. Activó uno de los poderes de su parche encantado, que le permitía comprender casi cualquier lenguaje conocido, incluso lenguajes mágicos, pero aquella escritura estaba más allá de los poderes del artefacto.

—No sabemos lo que podría desencadenar.

Siguió estudiando las runas y se dio cuenta de que eran muy antiguas; algunas estaban escritas en una remota lengua élfica que tenía puntos en común con la lengua drow, y algunas en enano antiguo. No pudo descifrarlas por completo, pero le pareció que aludían a algún tipo de memorial, un tributo, quizá un relato conmemorativo de alguna cosa importante que aquella sala representaba.

A medida que pasaba el tiempo, Athrogate se iba acercando inevitablemente a la palanca, disfrutando de la expectación. Estaba justo delante de ella cuando Jarlaxle le apoyó una mano en el hombro para detenerlo. El enano, tras mirar al drow, siguió la dirección de la mirada de este por las paredes y el techo de la habitación, que estaban cubiertas profusamente por los zarcillos de la Torre de Huéspedes.

—¿Qué es? —preguntó Athrogate.

—Creo que es la palanca que suministra energía a todo Gauntlgrym —respondió Dor’crae—. Luces mágicas y vagones que se mueven solos… ¡Magia para darle vida a la ciudad una vez más!

Athrogate avanzó, ansioso, pero Jarlaxle lo sujetó de nuevo. El drow se volvió hacia Dahlia inquisitivamente.

Dor’crae… conoce el lugar mejor que yo —se justificó la mujer.

Jarlaxle soltó a Athrogate, que se inclinó hacia la palanca, y el drow se quedó mirando a Dahlia sin hacer ademán de detenerlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jarlaxle, ya que le había notado algo extraño en la voz, algún tipo de incertidumbre, o de duda, que el drow no había detectado con anterioridad.

—Yo… estoy de acuerdo con Dor’crae en que seguramente haga volver a la vida a Gauntlgrym —comentó Dahlia, dirigiéndose a Athrogate.

—O también podría desatar los poderes de la caída Torre de Huéspedes sobre nosotros —dedujo el drow. Sabía que ella mentía, y que estaba luchando consigo misma por ese motivo.

—Entonces, ¿deberíamos dejarlo y buscar la cámara del tesoro? —preguntó Dahlia, agitando la mano como si la idea le resultara absurda, aunque el gesto le salió demasiado displicente.

—Es una buena idea —dijo Jarlaxle—. Siempre estoy a favor de las chucherías.

Sin embargo, Dor’crae le susurró a Athrogate a espaldas del drow:

—Tira de la palanca, enano.

Jarlaxle sabía que era algo más que una petición; que el vampiro estaba tratando de emplear su influencia de no muerto con el enano. Eso, por supuesto, puso sobre aviso al drow. Avanzó hacia Athrogate, pero tuvo que detenerse bruscamente cuando Valindra se materializó justo frente a él con una mirada hambrienta, agitando los dedos en el espacio que quedaba entre ellos.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó a Dahlia.

—Me gustas, Jarlaxle —respondió ella—. Es posible que te permita vivir.

—¡Athrogate, no! —gritó Jarlaxle, pero Dor’crae siguió susurrándole hasta que el fornido enano asió la palanca.

En su mente volvía a ser una niña, apenas una adolescente, que estaba de pie al borde de un precipicio con su bebé en brazos.

El hijo de Herzgo Alegni.

Lo arrojó al vacío y lo mató.

Dahlia llevaba con orgullo nueve diamantes en la oreja izquierda, uno por cada amante al que había derrotado en un combate a muerte. Siempre contaba nueve muertes.

Pero ¿qué pasaba con el bebé?

¿Por qué no llevaba diez pendientes en la oreja izquierda?

Porque no estaba orgullosa de aquella muerte. Porque, de todas las cosas que había hecho en su desastrosa vida, aquella era para Dahlia la peor, la más malvada. Era el hijo de Alegni, pero no merecía ese destino. Alegni el bárbaro shadovar, el violador, el asesino, tenía merecido su destino, había merecido presenciar la larga caída, pero el bebé no…, jamás.

Sabía lo que provocaría la palanca. Había reclutado al drow por el enano. Sólo un enano Delzoun podía desactivar esa palanca, que era de lo que iba todo aquello, al fin y al cabo; desactivar la palanca e iniciar el cataclismo, liberar el poder que alimentaba a Gauntlgrym y crear un anillo de pavor.

El círculo de destrucción no se alimentaría del alma de Herzgo Alegni, ni de ningún otro malvado amante que mereciera su destino. Se alimentaría de inocentes, de niños, como aquel al que había arrojado desde el precipicio.

—¡Athrogate, detente! —se oyó decir a sí misma, aunque apenas podía creer que aquellas palabras hubiesen salido de su boca.

Todas las miradas se volvieron hacia ella: la del confuso enano, la del suspicaz drow, la del sorprendido vampiro y la de la lich, que lo encontraba todo tremendamente divertido.

—No la toques —dijo Dahlia, recuperando la seguridad en sí misma.

Athrogate se volvió hacia ella y puso los brazos en jarras.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó Jarlaxle.

La imagen que Athrogate tenía delante desapareció para ser reemplazada por visiones de fantasmas Delzoun. Se reunieron frente a él y le rogaron que tirase de la palanca.

«¡Libéranos!», le rogaban mentalmente.

«¡Vuelve a instilarnos vida, a nosotros y a Gauntlgrym!», le imploró uno de ellos.

«¡La elfa tiene miedo! —dijo otro—. ¡Nos teme, y teme el regreso del más grandioso reino enano!».

Athrogate miró a Dahlia con odio y se volvió hacia la palanca.

—¿Dahlia? —preguntó Jarlaxle.

La elfa se quedó transida mientras miraba al drow a los ojos. —Libera… a la bestia— susurró.

Jarlaxle volvió la vista hacia Athrogate y lo mismo hizo Dahlia. Ambos miraron, alarmados, mientras el enano agarraba la palanca con las dos manos.

—¡Athrogate, no! —gritaron al unísono, pero el enano oía otras voces en ese momento, unas voces que él creía que pertenecían a los fantasmas de sus ancestros.

—No puede oíros —les aseguró Sylora desde la entrada.

Se volvieron a la vez para mirarla, y el contingente de fieros guerreros ashmadai, que estaba justo al otro lado de la arcada, se apelotonó en ese lado de la sala del foso.

Tras ellos se oyó un chirrido mientras el enano tiraba de la pesada palanca.

—Díselo, Dahlia —dijo Sylora, cogiéndola por la barbilla y obligándola a girar la cabeza hacia Jarlaxle.

El suelo tembló bajo sus pies. De más allá de la antecámara llegó el ruido de una gran corriente de agua, como si una enorme cascada se precipitara sobre las piedras, y después un siseo que sonaba como un millón de serpientes gigantes.

Dahlia, dirigiendo la vista más allá de donde estaba Sylora, presenció como ascendía una enorme nube de vapor y, en su interior, pudo ver formas vivas de textura acuosa. Pensó que seguramente eran elementales.

—¿Qué hemos hecho? —preguntó Jarlaxle.

Sylora se rio de él.

—Vamos, Dor’crae —le dijo al vampiro—. Déjalos a su suerte.

—¡Me has traicionado! —le gritó Dahlia al vampiro. Vio una fugaz expresión de arrepentimiento cruzar su rostro; después cogió su bastón y se abalanzó sobre él, decidida a destruirlo primero.

Pero Dor’crae se transformó en murciélago en un abrir y cerrar de ojos. Pasó revoloteando junto a ella y Jarlaxle, y se dirigió a la antecámara, donde Sylora había abierto otro portal mágico a través del cual se iban marchando la mayoría de sus apreciados fanáticos ashmadai.

Valindra dejó escapar una risa histérica y después se teletransportó junto a Sylora.

—Sí, tú también, querida —le dijo Sylora, y le enseñó la gema en forma de calavera, su filacteria, instándola a entrar en el portal—. Díselo —le dijo a Dahlia justo antes de atravesar ella también el portal que la llevada hasta el Bosque de Neverwinter, donde podría presenciar la carnicería y la gloria de su triunfo—. Háblale a tu marioneta drow del fin del mundo. —Soltó una carcajada y desapareció, cerrando el portal y dejando atrás a una docena de ashmadai.

—Mantenedlos ocupados, para que no puedan irse —les ordenó la voz sin cuerpo de Sylora a sus guerreros.

—¿Elfo? —preguntó Athrogate desde el lugar que ocupaba junto al a palanca—. ¡Los fantasmas me dijeron que lo hiciera!

—Fue Sylora Salm la que te dijo que tiraras de la palanca —le explicó Dahlia con una voz que expresaba al mismo tiempo ira y arrepentimiento.

—Cuéntamelo —insistió Jarlaxle.

El suelo volvió a temblar bajo sus pies. Se oyeron más siseos procedentes del foso y ascendió otra nube de vapor. Después, les llegó un rugido gutural que sonó como si alguien hubiera molestado al mismo Faerun en medio de su sueño.

—No hay tiempo para eso —respondió Dahlia, que cogió el bastón y lo abrió del todo.

Los ashmadai se lanzaron a la carga.

Jarlaxle los hizo retroceder con una súbita ráfaga de dagas voladoras que aparecieron de la nada; después, Athrogate los obligó a retroceder aún más. Se metió entre la elfa y el drow enarbolando ambos manguales y lleno de una ira incontrolable.

—¡Profanado! —se lamentó—. ¡Perdido!

Guerreros tiflin y humanos lo atacaron desde todos los frentes, lanzando golpes y estocadas con los cetros carmesíes. Sin embargo, Athrogate ni siquiera intentó parar los golpes, ya que lo único que le preocupaba era pelear a la ofensiva. Uno de sus manguales le destrozó la cabeza al humano que tenía a la izquierda, y otro aplastó al semielfo de su derecha. Finalmente, le dio un testarazo al tiflin del centro con la cabeza cubierta por el yelmo.

Después, siguió con su embestida, sin dejarse amilanar. El tiflin, aturdido, se desplomó frente a él, cosa que aprovechó para pasarle por encima y llegar hasta el siguiente mientras hacía girar los manguales de forma frenética.

Salvando el hombro derecho del enano pasó una ráfaga de dagas que despejó el flanco. Posteriormente, ocurrió lo mismo por el lado izquierdo.

Entonces, llegó Dahlia corriendo, apoyó el extremo inferior del bastón en el suelo y lo usó para impulsarse, pasando junto a Athrogate. Cuando aterrizó, ya había desmontado el bastón en los dos mayales gemelos. Giraban de un lado a otro, de arriba abajo, golpeando cetros y brazos sin distinción, y rompiendo cráneos cuando alguien se le acercaba demasiado.

Athrogate, que no quería ser superado, le seguía el ritmo, a pesar de que la furia de Dahlia no era menor que la de él.

La tierra dio otra sacudida y se abrieron grietas en el suelo. La pared se partió en un lateral de la antesala y del techo empezaron a desprenderse piedras y polvo.

Cuando estuvieron cerca del borde del foso, los ashmadai rompieron filas y huyeron por la pasarela, perseguidos por Athrogate y Dahlia, ya que aquel era el único camino que había.

Jarlaxle llegó el último y se obstinó en detenerse y esperar a que la nube de vapor caliente se disipara lo bastante como para poder ver la lava. Para poder verle la cara al primordial de fuego.

Entonces, comprendió cuál era la fuente de poder de la afamada forja de Gauntlgrym. Comprendió también que la magia de la Torre de Huéspedes consistía en suministrar grandes elementales de agua provenientes del océano para que le sirvieran de amos a aquella bestia endiosada. Era evidente que esa magia se había ido disipando desde la caída de la Torre de Huéspedes; de ahí, los terremotos que habían asolado la región durante años.

Y Athrogate había cerrado del todo el suministro de magia.

Los elementales estaban huyendo y la bestia quedaría libre.

El drow volvió la vista hacia la palanca, aunque el vapor no le permitía verla. Quizá pudieran volver a accionarla y a atar a la bestia de nuevo.

Llamó a gritos a Athrogate, pero su voz no se oía por culpa del viento y el sonido siseante del vapor. Después, las llamas se mezclaron con el vapor y ascendieron, rodeando la pasarela y al drow, así que no le quedó más remedio que huir, ajustándose bien el piwafwi y la capucha para cubrirse los ojos y el resto de la piel.

Alcanzó a Dahlia y Athrogate en la sala de la forja, enfrentándose a la media docena de ashmadai que quedaban, ya que a estos no les había quedado más remedio que tratar de mantener su posición contra el rastrillo, nuevamente cerrado. Al otro lado de aquella puerta se agolpaban los furiosos fantasmas de Gauntlgrym.

—¡Si os rendís, os sacaremos de aquí! —les gritó Jarlaxle, sosteniendo una espada mientras se situaba en el flanco de Athrogate.

—Son ashmadai —le explicó Dahlia—, fanáticos de Asmodeus. No temen a la muerte; van a su encuentro.

—Entonces, habrá que complacerlos —gruñó Athrogate, y acto seguido, se lanzó a la carga.

A Jarlaxle lo impresionó mucho que Athrogate no hiciera ninguna rima en aquel momento, cuando la cercanía de la batalla estaba tan clara. Pero, de hecho, el enano temblaba de pura rabia en ese instante, mientras canalizaba todo su poder hacia aquellos demoledores manguales.

Los ashmadai aullaron y recibieron jubilosos el ataque del enano. Dahlia lo flanqueó por la izquierda, haciendo girar sus armas gemelas al mismo ritmo que los manguales de Athrogate, y Jarlaxle se lanzó al ataque desde la derecha. Quedaron uno contra dos por un lado, y por el otro, dos contra dos, y comenzó la batalla.

Con la mano libre, Jarlaxle sacó una fila de dagas voladoras. Al principio las lanzó bajas, mientras se acercaba a su primer oponente, un tiflin que llevaba un extraño símbolo tatuado en su piel oscura. Pero después las lanzó más altas, obligando al fanático a levantar el brazo para desviar los proyectiles. Fue en ese momento cuando el tiflin perdió de vista al elfo durante un breve instante.

Un breve instante que en su caso fue demasiado largo.

Jarlaxle avanzó, deslizándose sobre una rodilla y usando al tiflin como escudo contra su propio compañero. Lo apuñaló en la parte posterior de la pierna, lo cual dejó al ashmadai tambaleándose e incapaz de mantenerse en pie por mucho tiempo, ya que le había dañado el tendón.

Después, llegó el otro, que le lanzó una estocada a la cabeza con su cetro.

Pero Jarlaxle sacó una segunda espada e hizo un barrido hacia arriba para acabar con un giro de muñeca que le permitió rechazar el ataque a la perfección. Fue entonces cuando acometió con la primera espada y pilló indefenso al ashmadai.

Athrogate se metió por medio, nuevamente haciendo caso omiso de la cuchillada que le lanzaba uno de los fanáticos, y el pesado golpe de otro. Recibía golpes a cambio de darlos, y sus armas eran infinitamente mejores. Un ashmadai humano le asestó una profunda puñalada en la parte delantera del hombro mientras giraba el brazo, pero eso no detuvo el golpe, ya que el enano no sentía el dolor en ese momento terrible, al darse cuenta de que había destruido la patria más sagrada y antigua de los enanos.

Sintió desgarrarse sus músculos, pero no le importó, y completó el movimiento giratorio. El mangual se estrelló contra el hombro más adelantado del humano, que también estaba más bajo, con tal fuerza que lo tiró de cara contra el suelo.

Athrogate pisó violentamente el cuello del ashmadai mientras se volvía para enfrentarse al segundo, y recibió un golpe que hizo crujir la mano con la que sostenía el otro mangual. Ese era el precio de fallar un bloqueo. Normalmente, un golpe así le hubiera arrancado el arma de la mano, pero no cuando Gauntlgrym se estaba haciendo pedazos a su alrededor.

Siguió adelante a un ritmo frenético; mientras ambas armas oscilaban, el fanático iba retrocediendo hacia el rastrillo.

El ashmadai se quedó sin espacio detrás, así que movió el cetro con furia para desviar y bloquear sus ataques. Sin embargo, uno de los golpes atravesó sus defensas y lo alcanzó en el costado con ruido de huesos rotos y haciendo que se encogiera de dolor. Un segundo golpe proveniente del otro lado lo enderezo de nuevo, solo para volver a encajar uno nuevo un poco más arriba.

Después, lo aporreó y le machacó todos los huesos, desgarrándole la piel y haciendo que salpicara sangre y sesos, alternativamente, a un lado y a otro.

Cayó de rodillas, y Athrogate siguió con su desenfreno, hasta que lo único que mantenía en pie al fanático muerto eran los golpes del enano.

Dahlia se condujo de un modo mucho más cauto. Manejaba sus armas a la defensiva, eligiendo cuidadosamente cada estocada y cada barrido, y todavía seguía luchando contra dos enemigos, una mujer humana y un semiorco, mucho después de que Athrogate comenzara a acosar a su último oponente y lo hiciera retroceder.

Jugaba a aprovechar los errores de sus enemigos, que, aunque eran buenos, no lo eran tanto como ella.

El ashmadai que tenía a su izquierda —el semiorco— intentó flanquearla, y la mujer, de un modo bastante predecible, la atacó a su vez de manera directa, lanzándole un golpe a la altura de la cadera mientras Dahlia giraba.

Pero la elfa se volvió hacia el lado contrario, y se veía que el barrido iba dirigido a interceptar el cetro con el arma izquierda y desviar el ataque.

El semiorco se preparó para hacer frente a su treta, pero Dahlia lo cogió por sorpresa cuando en su lugar llevó el arma derecha primero hacia arriba y después hacia abajo, casi arrancándole el cetro de las manos; de hecho, si esa hubiera sido la intención de Dahlia, se lo habría arrancado. En su lugar, se separó con un giro sutil, permitiéndose apoyar el peso sobre la rodilla que tenía más adelantada, la derecha, cambiando a continuación el sentido del giro del arma y haciendo un barrido por abajo dirigido a las piernas de la humana, que la derribó al suelo.

Después hizo un giro completo para golpear con la segunda arma, a pesar de que no tenía ángulo para hacerle demasiado daño con el mayal giratorio.

Pero ya no tenía un mayal en la mano izquierda, sino una lanza de un metro veinte que le clavó a la mujer en la cara con una ligera torsión, justo cuando abrió la boca para gritar. El impacto provocó una explosión eléctrica que pareció pegarle una sacudida a Dahlia y la puso de nuevo en pie; después, volvió a separar el bastón en dos mayales gemelos para ir a por el oponente que quedaba.

El semiorco se vio obligado a retroceder, a pesar de que a aquella horrenda bestia no le faltaba habilidad y había conseguido aguantar mientras Dahlia tomaba impulso.

Un destello plateado brilló sobre el hombro de Dahlia, y esta se apartó rápidamente, mirando al mismo tiempo por encima del hombro. Sin embargo, se volvió nuevamente hacia su enemigo al darse cuenta de que el destello procedía de una de las infinitas dagas de Jarlaxle, que se había clavado profundamente en el ojo izquierdo del semiorco.

La elfa se volvió de nuevo cuando su último oponente se desplomó y vio a Jarlaxle corriendo hacia el rastrillo. Sorprendentemente, Athrogate había vuelto a levantarlo hasta la altura de los hombros.

Jarlaxle pasó por debajo, y Dahlia no tardó en hacer lo mismo, temiendo que aquellos dos lo dejaran caer y la abandonaran allí para morir. ¿Quién podía reprochárselo?

El drow se apresuró a sujetar con el hombro un extremo del rastrillo, y Dahlia hizo lo mismo con el otro; así, Athrogate consiguió pasar, no sin cierta dificultad.

El suelo retumbó y las paredes temblaron. Los fantasmas de Gauntlgrym estaban todos de rodillas, alzando la mirada y rezándole a Moradin.

Los tres siguieron corriendo.

Cuando consiguieron llegar a la escalera de caracol, el complejo temblaba violentamente. Mientras subían hacia la caverna abierta, vieron como los corbis terribles caían al vacío, agitando manos y pies. Los puentes de piedra que habían sobrevivido a los milenios se partieron en dos y se sumieron en el olvido.

—¿Qué es lo que he hecho? —gimió Athrogate—. ¡Soy una criatura maldita!

—¡Sal volando! —le gritó Jarlaxle a Dahlia—. Conviértete en cuervo y márchate, estúpida.

Dahlia tiró de la capa, pero no para activar su magia. Se la quitó y se la arrojó a la cara.

—¡Márchate! —le gritó a Jarlaxle.

El drow apenas podía creerlo, pero no se puso la capa para huir. En su lugar le metió prisa a Athrogate y tiró de Dahlia para que no se quedara atrás.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera, estaban agotados, pero no podían pararse a descansar. La violencia de los temblores disminuyó a medida que iban subiendo, pero los arcos se rompían y se desplomaban, y las jambas se iban inclinando, sellando puertas quizá para siempre.

Pero aún así siguieron corriendo, hasta que volvieron a la sala circular con el trono enjoyado, y siguieron corriendo a través del túnel, saliendo por las puertas y apresurándose a llegar a la orilla del lago subterráneo.

Jarlaxle le devolvió la capa a Dahlia.

—Vete por tu lado —le dijo—; nosotros iremos por el nuestro.

—¿Cómo cruzaréis? —preguntó.

Jarlaxle la miró como si estuviera loca.

—Soy Jarlaxle —dijo—. Ya encontraré la manera.

Dahlia se puso la capa y se convirtió en un enorme pájaro. Se alejó volando sobre las aguas en dirección a los túneles.

Apenas dos días después salió a las sucias calles de Luskan, sorprendida al ver que la ciudad seguía en pie, y que la vida continuaba su curso normalmente. Miró hacia el sudeste, hacia el punto del cielo que estaba sobre Gauntlgrym.

No vio nada.

Quizá había sobrestimado el poder del primordial atrapado. Quizá simplemente habían cerrado la forja, en vez de desatar un cataclismo.

—No le cuentes nada a nadie sobre nuestra aventura —le dijo Jarlaxle a Athrogate cuando también llegaron a Luskan, un poco más tarde ese mismo día, después de cabalgar sobre sus monturas invocadas (el jabalí demoníaco y el corcel de pesadilla) todo el camino desde Gauntlgrym. Habían cruzado el lago subterráneo a lomos de un pájaro gigante que no podía volar, una creación de Jarlaxle a partir de la pluma de su sombrero; afortunadamente, no era muy profundo.

—Deberías haberme dejado morir allí —respondió Athrogate, que se sentía intensamente mortificado.

—Encontraremos un modo de arreglarlo —le prometió Jarlaxle—, si es que es necesario —añadió, ya que a él también lo sorprendía que la vida en Luskan se desarrollara con normalidad.

Poco después, sin embargo, a la mañana siguiente, se dio cuenta de que sí haría falta arreglarlo, ya que Athrogate vio una columna de humo a lo lejos, en dirección sudoeste, que se elevaba lentamente hacia el cielo.

—Elfo —dijo con voz lúgubre.

—Lo veo.

—¿Qué es?

—La catástrofe —contestó Jarlaxle.

—Dijiste que lo arreglaríamos —le recordó Athrogate.

—Por lo menos se lo haremos pagar a los que lo hicieron.

—¡Fui yo! —dijo Athrogate, pero Jarlaxle meneó la cabeza con sensatez.

Y es que el elfo, que había visto mucho mundo, había reconocido el atuendo distintivo de aquella mujer que había llegado hasta la antesala para burlarse de Dahlia y marcharse con Valindra y Dor’crae. Era de Thay; sin duda, una discípula de Szass Tam.

Mientras pensaba en todo aquello, Jarlaxle volvió a mirar la columna de humo negro que, aunque estaba a una distancia considerable, todavía resultaba visible en el cielo matutino. No sabía gran cosa acerca del archimago lich de Thay, pero por lo poco que sabía pensó que quizá saldrían mejor parados si se enfrentaban al primordial.

Desde su habitación en una posada del centro de la ciudad, Dahlia también estaba planeando su venganza cuando vio la columna de humo.

Sin embargo, su investigación había sido buena y sabía que el humo no era el final. Tampoco albergaba esperanzas de que se pudiera evitar la catástrofe.

El primordial se sacudiría de encima los últimos elementales, que eran formidables criaturas de agua que habían sido puestas allí por los antiguos magos de la Torre de Huéspedes para aprovechar el poder de aquel ser ardiente y casi divino en beneficio de la forja enana.

Dahlia sabía que se habría liberado con el tiempo, ya que la caída de la Torre de Huéspedes había provocado el principio del desgaste de aquella magia.

Pero no debería haber sido tan pronto, sin tiempo para avisar a los magos y escribas de la Costa de la Espada.

El desastre llegaría rápida y completamente, y no habría nada que ella ni nadie pudieran hacer para evitarlo o retrasarlo.