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Introdujo el dinero en su bolso y lo cerró. Cogió el abrigo y, mientras se lo ponía, echó un vistazo a su alrededor, buscando algo…, o tal vez no… Quería mirar por última vez aquella alcoba que nunca llegó a ser suya, aquella casa que era prestada, aquella vida que tanto le pesaba. Dio un largo suspiro y salió de la habitación. Juana estaba en la cocina haciendo unos retorcidos de aceite, y por la puerta entornada se escapaban aromas a canela, anís y azúcar tostada; canturreaba la canción de La falsa moneda. Su voz era dulce y armónica; a Marta le gustaba oírla, incluso algunas veces la había acompañado con el piano en sus incursiones cantoras. Ella decía que si la vida le hubiera dado otro trato, le habría gustado ser cantante, pero como Imperio Argentina, que le gustaba más que la Piquer.
Marta se detuvo y apoyó la espalda en la pared a escuchar por última vez el sonido grato de aquella voz; la letra tantas veces oída, tan conocida: «… como la farsa monea, que de mano en mano va, y ninguno se la quea…». El miedo que le retorcía las entrañas volvió a despertar y la estremeció un escalofrío; respiró hondo y avanzó por el pasillo en dirección al recibidor. Al pasar por delante de la cocina, Juana la vio.
—¿Va a salir usted, señora Marta?
Se detuvo y empujó la puerta.
—Sí, Juana, voy a salir.
—Pero si hace una tarde de perros. Ahora mismo está jarreando el cielo.
—Lo sé, Juana, no se preocupe. Me abrigaré.
Se hizo un silencio mientras Juana continuaba con su tarea, ahora sin cantar, mirando de vez en cuando el gesto ido de su nueva señora, los ojos ausentes en la masa que tenía sobre el mármol blanco, enrollándola en tiras en las cañas, doradas de otros usos.
Marta hizo un amago de seguir su camino, pero se paró de nuevo.
—Juana…, quisiera pedirle un favor.
—Dígame usted en qué puedo ayudar, señora Marta.
—Cuide de Antonio. ¿Lo hará?
La mujer interrumpió su actividad y la miró, quieta, sorprendida.
—Señora, yo he intentado hacer bien mi trabajo… Tal vez estoy hecha a las costumbres de mi pobre doña Fermina…, pero…
—No…, no, Juana, hace usted su trabajo muy bien, es más, no lo considero como un trabajo. Estos meses…, desde que estamos aquí… Ha sido usted…, cómo le diría yo…, ha sido usted como una madre. Por eso le pido que cuide de él… Lo va a necesitar.
Juana atisbó una sombra en los ojos de Marta Ribas y tuvo un mal presagio. Sintió que el estómago se le encogía. Dejó la tira de masa y la caña que tenía en la mano y se limpió los restos de harina en su delantal.
—Señora Marta. —Su tono se hizo más grave, más trascendental—, la vida a veces nos golpea duro, pero siempre aparece un resquicio por el que respirar. Tenga paciencia con él, su marido es un buen hombre, y la quiere, se lo digo yo…, la quiere con locura. Dele otra oportunidad y no se arrepentirá.
Aquellas palabras fueron un mazazo a su conciencia. Apretó los labios y esquivó la mirada. Se marchó rápido, cerrando con un portazo. Al salir a la calle, sintió la bofetada de un aire frío que pareció clavarse en sus entrañas y la lluvia le mojó el rostro. Su cuerpo tembló. Abrió el paraguas y, bajo una lluvia perpendicular, negra y espesa, se perdió en las calles oscuras de aquella tarde más de invierno que otoñal. Su mirada, hundida en el gris del asfalto, no atisbó el rostro desencajado de Antonio que la observaba desde la esquina de enfrente. Tenía que darse prisa, el tren saldría en una hora, a las seis en punto. Flavio la esperaba en la estación con los billetes y con su vida. Nada de equipaje, no había que levantar sospechas. En Barcelona le daría tiempo a comprar algunas cosas, lo más básico para el viaje. El barco que los llevaría a Italia no zarparía hasta el día siguiente. Él se había encargado de todo.
Aquella misma mañana habían estado juntos, amándose con una pasión enardecida. «No me puedo creer que tan solo nos queden horas para estar juntos el resto de nuestra vida —le había susurrado ella al oído—. Me siento tan feliz». «No debería dejarte marchar —le había dicho él—. Temo tanto perderte para siempre». Ella se había arrullado en su pecho, sintiendo la calidez de su piel; le gustaba tanto su tacto, su olor, todo en él le parecía nuevo, extraordinariamente nuevo y vivo, tan vivo que la hacía olvidar todo y a todos.
Les había costado despedirse, desprenderse el uno del otro, como dos amantes aferrados a la mágica idea de que un tren los alejase del mundo real y los llevase a vivir su propio mundo, su propio universo.
Marta había llegado a casa preocupada porque se había retrasado; sin embargo, cuando entró, Juana le anunció que Antonio había salido y que no volvería a comer. Se había extrañado; no le había dicho nada por la mañana, antes de salir al nuevo local que había comprado y con el que parecía tan ilusionado como si el mundo flotase alrededor de él. El dinero que el Gobierno francés ya había ingresado en la cuenta común estaba dándole alas para volver a tomar el vuelo tanto tiempo frustrado, tanto fracasado, tanto esperado. Su vida empezaba a tener de nuevo sentido, esas eran sus palabras, repetidas hasta la saciedad, un sentido claro y vívido reflejado en su sonrisa, que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, volvía a iluminar su rostro mostrándose tierno, galante, alegre, incluso le había prometido tratarse su adicción a la morfina. Todo para él era futuro, un futuro en el que ella había decidido no estar.
Antonio Montejano la había visto salir de nuevo del portal de aquel hombre. Había sentido un desgarro hilarante que le retorció las entrañas. Se estremeció al verla desde aquella maldita esquina. Su mano apretó con fuerza el mango del puñal que sujetaba en el fondo del bolsillo de su gabardina. Dio varios pasos para ir tras ella…, para clavarle el frío acero hasta quebrarle el alma… Pero se quedó quieto, parado en medio de la acera, empapado por una lluvia pertinaz que le calaba hasta los huesos, viendo cómo se alejaba por la calle, encogida, con paso apresurado, radiante…, traidoramente radiante. Cuando desapareció de su vista, aflojó el agarre del cuchillo. Se sintió desolado, a punto de un llanto humillante y cobarde. Tragó saliva y sintió una fría punción en la garganta del aire helado que aspiraba.
Sus ojos se posaron en el portal de Tassoni.
Flavio pensó que era ella. Algo se le habría olvidado, y había abierto la puerta con una sonrisa, esperando encontrarla. Pero su risa había quedado congelada en los brazos de Antonio Montejano; su abrazo mortal le dejó abismado en todos sus recuerdos pasados, en los proyectos frustrados por el frío metal clavado en el corazón con la saña de un enamorado. «Ella me pertenece —le había oído susurrar en su oído al asesino—, es mía…». Sin embargo, herido de muerte, Flavio Tassoni había acertado a decir solo una frase, clavadas sus rodillas a los pies de su rival, que en esa batalla había triunfado: «Nunca será tuya…, porque su amor me pertenecerá para siempre…».
La estación de Atocha bullía de gente que iba y venía con bultos y maletas. Marta buscaba entre los rostros ajenos sus ojos conocidos, anhelaba encontrar su mirada, deseaba envolverse en sus brazos y sentir el calor de su cuerpo, protegida y a salvo. En su mente resonaba la sonata que había compuesto para ella; la Sonata del silencio era la melodía más hermosa que jamás había escuchado. Se le erizaba la piel cada vez que recordaba aquellas notas, aquella cadencia de sonidos endulzados de pasión y amor. Iba a estrenarla en Milán, arrancaría con ella el concierto, siempre dedicada a ella en gratitud por el amor devuelto, por la vida recuperada en sus brazos.
Le agobiaba aquel gentío como si estuviera inmersa en una torrentera de agua y lodo que la zarandeaba en una extraña y hueca soledad. Entre empujones y gritos que la ensordecían buscaba, en aquella multitud de rostros extraños, el rostro suyo, el adorado rostro de su amado.
Había llegado al andén con el tiempo justo, recorriendo con los ojos ansiosos cada vagón, cada cara. Aquello parecía un panal de abejas, arremolinados unos alrededor de otros, los que se marchaban, los que se despedían, abrazos y besos, bultos alzados e introducidos a través de las ventanillas, voces ensordecedoras que aislaban más la soledad de Marta. Su corazón latía con fuerza desbocada en medio de aquel bullicio y le costaba respirar, de tan espeso que le parecía el aire. Preguntó si era el tren que salía para Barcelona, «Sí, señora, y suba ya, que nos vamos», le advirtió el revisor uniformado con su gorra y su silbato, que hizo sonar de inmediato. Aquel pitido le hendió el alma. Inquieta, continuó atisbando cada rostro asomado desde los vagones, los cuerpos arracimados con los brazos extendidos hacia los que permanecían en el andén, plantados, como raíces, unidas sus manos, queriendo mantener el último contacto antes de la despedida definitiva, de que la inminente separación los alejase. El tren vibró como si se agitase por dentro descargando toda la energía de sus entrañas, y el cuerpo de ella se estremeció quebrado al comprobar que el tren se movía lento. Gritó su nombre, lo gritó con fuerza inútil porque su alarido de lamento quedó ahogado en el chirriar de la máquina que se llevaba su sueño, su último sueño.
Un toque en su espalda la hizo girarse creyendo intuir su presencia, y sus ojos quedaron clavados en la mirada arrasada por un llanto seco y aletargado.
—Marta…, vamos a casa…
La voz de Antonio se le clavó en el pecho como un acerado cuchillo. Se sentía morir, sin aire que respirar. Él alzó una mano hacia la húmeda y ardiente mejilla de ella y la acarició un instante.
—Volvamos a casa…
Sintió un terrible frío en su interior, como si de repente hubiera caído a un pozo oscuro y húmedo. Todo se nubló ante ella. Atrapada entre sus brazos, percibió el temblor de su cuerpo, enlazado a ella como a una tabla de salvación en medio de un inmenso océano.
Carente de voluntad propia, sin nada en sus manos a lo que aferrarse, se dejó llevar, y aquel pozo se convirtió en un abismo sin fondo, y sintió que, poco a poco, a cada paso, se le entumecía el alma percibiendo el frío mismo de la muerte.