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Doña Celia se dirigió a la cama; estaba cansada; había sido una tarde algo movidita aunque el personal había sido muy correcto, ya que antes de las diez se habían ido todos. Pero lo que más le había agotado fue soportar la visita del pesado de Dionisio, que en su afán por disculparse de la metedura de pata con la visita de Julita y Elena, se había presentado a las siete con una bandeja de bollos rellenos de crema (dos exactamente, aunque por el paquete cualquiera hubiera pensado que envolvía una docena), y no había podido quitárselo de encima hasta casi las nueve. No era mal chico, pero resultaba muy pesado y algo aburrido, y doña Celia, poco dada a comprender los amoríos y, sobre todo, el desenfreno propio de la gente joven (al fin y al cabo, ella no había tenido hijos y nada sabía sobre esas cosas, tan lejanas en el recuerdo para ella), no soportaba la quejumbrosa voz del chico, que, en vez de contar la pena que tenía por haberla importunado y sus desasosiegos con respecto a Julita, parecía estar recitando los artículos de la Ley Hipotecaria.
Estaba sentada en la cama, rezando el último avemaría de los cinco que acostumbraba a invocar antes de desprenderse de la mañanita para introducirse tiritando entre las sábanas, que continuaban heladas y húmedas —a pesar de que, un rato antes de acostarse, metía el brasero de cama bajo las mantas para hacer más llevadera esa entrada—, cuando le sobresaltó el primer timbrazo. Se levantó con pesadez porque a aquellas horas ya tenía el cuerpo muy fatigado, y casi a trompicones acudió a la salita para contestar al teléfono, que no había parado de sonar una y otra vez, insistente, mientras por el camino iba repitiendo un «Ya voooy», raramente convencida de que podía oírla el que estaba al otro lado de la línea. Al descolgar y escuchar la voz de Basilio Figueroa pidiéndole la habitación grande para una hora —seguro de que le sobraría tiempo—, doña Celia se negó en rotundo, mostrando su enfado y contrariedad por haber llamado a esas horas, pero Basilio utilizó todas sus artes de persuasión (muy abundantes, si se lo proponía) y con mucha maña fue aplacando primero el enfado, luego la aduló con lisonjas que al principio la mujer rechazaba pero con las que al final cayó, al decirle que le pagaría cuarenta duros por esa hora. Cuando colgó el teléfono, doña Celia frunció el ceño y se fue refunfuñando porque no acababa de entender cómo terminaba siempre por convencerla ese truhan, que lo único que hacía era traerle problemas, aunque también había que reconocer (muy en el fondo, pero lo reconocía) que ese mismo chisgarabís le reportaba buenos beneficios cada vez que se dejaba caer por allí. Se puso la bata, se abrigó con la mañanita de lana, y con los rulos enroscados de aquellas maneras en la cabeza, cubiertos con su redecilla oscura, se dispuso a esperar, con cierto disgusto y el rosario en la mano, al zote de Basilio Figueroa.