1
Los toques en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Roberta Moretti plegó la carta y la introdujo de nuevo en el sobre. Solo entonces dijo un «Adelante», alto y claro. La puerta se abrió y Alfonso Benítez se asomó.
—Madame Moretti, ¿da usted su permiso?
—Adelante, señor Benítez. ¿Se sabe algo de mi asistente?
Hablaba español, correcto y fluido, con un pronunciado acento francés y, aunque atenuados por la edad y el tiempo fuera de Italia, mantenía algunos de los ademanes propios de la impetuosa entonación del italiano.
—A eso vengo, madame Moretti. La señora de Montejano acaba de llegar y está en mi despacho.
—Le ha costado decidirse.
—No diría yo eso, madame Moretti. Por lo visto, era su marido el que no se decidía.
—¿Y ya lo ha hecho?
Sonaba displicente, apurando un café que se le había quedado frío, absorta en la correspondencia recibida.
—No exactamente, su esposo está muy enfermo y le han tenido que ingresar en un hospital.
—Entonces no me sirve, no quiero problemas. En este país una mujer no es nada sin la firma de un hombre —añadió con reproche.
—Ha firmado un sacerdote en ausencia de su esposo. Actúa como su representante legal. Todo es correcto.
Ella pareció aprobar la nueva situación.
—Entonces…, ¿puedo contar con esa mujer?
—Sí, madame Moretti, aquí le traigo el contrato. ¿Quiere que haga subir a la señora de Montejano, o prefiere recibirla en algún otro sitio?
—No, hágala subir aquí.
Roberta Moretti cogió el contrato, esperó a que Alfonso Benítez saliera de la habitación y lo leyó por encima. Luego lo dejó sobre la mesa de madera junto a la bandeja del café; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana para contemplar la fuente de Neptuno y la gente que iba y venía con prisas, sobrellevando el frío incrementado por el aire gélido que los obligaba a caminar encogidos para protegerse de su azote.
Un toque en la puerta le hizo girarse; dio la última calada al pitillo ya apurado y alzó la voz para decir «Adelante». Entró primero Alfonso Benítez, y detrás y a su orden, lo hizo Marta Ribas, despacio, apocada e insegura porque no se había podido arreglar el pelo ni pintarse como lo hizo el día de la entrevista con el señor Benítez.
—Madame Moretti —dijo Benítez con cierta solemnidad—, doña Marta Ribas, señora de Montejano.
—Déjenos solas, señor Benítez, se lo ruego.
—Lo que usted mande, madame Moretti. Con su permiso.
Y con el mismo ceremonial que al entrar, Alfonso Benítez salió cerrando la puerta con suavidad, como si no quisiera molestar.
Las dos mujeres se miraron a distancia: Marta junto a la puerta, las manos juntas con el bolso colgando de su muñeca; Roberta Moretti de espaldas a la ventana por la que había estado mirando a la calle, con los brazos cruzados, observando a la recién llegada como si la estuviera analizando. Al cabo de un rato de silencio, se acercó a los sillones donde había estado sentada; cogió el paquete de tabaco que estaba encima del pequeño velador y se lo ofreció.
—¿Fuma? —preguntó, sentándose en la butaca con parsimonia.
—No —contestó Marta.
—Siéntese, aquí, a mi lado.
Marta se sentó obediente en otra butaca sin quitarse el abrigo.
—¿Tiene frío?
Marta la miró desconcertada y negó con un gesto.
—Entonces, quítese el abrigo. Tenemos muchas cosas de que hablar y me agobia verla tan abrigada.
Marta se quitó el abrigo y lo dejó en sus rodillas, luego puso el bolso sobre él y se dispuso a escuchar, intentando disimular sus nervios. La diferencia entre su atuendo y el de la señora Moretti era tan evidente que se sentía incómoda; llevaba unas medias preciosas de cristal y calzaba unos zapatos negros con tirilla abotonada, tipo Mary Jane, o merceditas como se llamaban en España; cuando se pusieron de moda en Inglaterra en los años veinte, Marta los había usado por su elegancia y comodidad. Pero lo que más le impresionó fue el vestido: verde esmeralda con adornos en granate, de seda y terciopelo, con un corte que realzaba su galanura; del cuello le colgaba un collar de perlas de color claro sin llegar a ser blancas, con dos vueltas que le caían más abajo del pecho. Intuyó Marta que aquel traje no era de ninguna boutique de Madrid, sino, más bien, de París o de Londres. Tragó saliva y pegó el brazo al torso en un vano intento de ocultar su vestido pasado de moda y tazado por el uso.
La observación mutua de las dos mujeres duró unos minutos. Madame Moretti se encendió otro cigarrillo con el mechero de oro, que sonó metálico al abrirlo y al cerrarlo apagando su llama azulada; expulsó por la boca una bocanada de humo blanquecino, con parsimonia, como si el tiempo le perteneciera; con la otra mano cogió el contrato y lo miró, sosteniendo entre los dedos el pitillo humeante.
—Su nombre es Marta…, Marta Ribas.
Marta afirmó sin abrir la boca.
—Cuarenta y dos años, nació en Paris, nacionalidad española, casada con Antonio Montejano… —Levantó los ojos y la miró mientras se llevaba el cigarro a los labios, aspiró con fuerza y, mientras soltaba el humo por la boca y la nariz, continuó hablando—: ¿Tiene hijos, señora Ribas?
—Sí, señora, una hija de diecisiete años; cumplirá los dieciocho en abril.
—¿Ha trabajado alguna vez?
—No he tenido necesidad. Mi marido ha podido mantener a la familia…, al menos hasta ahora.
—Según me han informado, se encuentra enfermo.
—Sí, señora, anoche lo ingresaron en el hospital San Juan de Dios.
—¿Qué tiene?
—Neumonía, pero le han ingresado porque la penicilina que se inyectó estaba adulterada.
Madame Moretti dio otra calada. Sus ojos entornados observaban a Marta. Luego volvió a mirar al contrato y lo estuvo leyendo un rato.
—Además del español —dijo sin levantar los ojos del papel—, habla usted italiano y francés, inglés y alemán.
—Sí, señora. Mi madre era italiana y mi abuela paterna alemana; viví en París hasta que me casé. Me manejo bien en esos idiomas.
—Me alegra saberlo. —Roberta Moretti dejó el contrato sobre la mesa con cierto desdén—. ¿Qué ha sido de ellos…? De sus padres, quiero decir.
—Murieron —contestó con sequedad.
Un silencio incómodo dio lugar a otra larga calada que llenó de humo la garganta de Roberta Moretti.
—¿Hace mucho?
Marta se sintió incómoda. Bajó los ojos a sus manos y pensó un rato lo que iba a decir.
—No…, bueno, sí, dos años es demasiado tiempo… Pero la última vez que los vi fue en la Navidad del 39.
—¿Tuvieron problemas con los alemanes o con los aliados?
Marta levantó los ojos y los clavó en los de Roberta Moretti, que se mantuvo impertérrita ante aquella mirada en la que mostraba una especie de desafío por meterse en un terreno que no le correspondía.
—No creo que sea de su incumbencia.
Roberta Moretti, displicente, se llevó el cigarro a la boca y aspiró el humo, sin dejar de mirarla.
—Señora Ribas, quiero dejarle claro una cosa: hay muy pocas personas que trabajan para mí, las elijo con mucho tiento porque no soporto la traición, ni la deslealtad, ni la pereza ni la ignorancia; quiero a mi lado gente preparada e inteligente que no tenga secretos que yo no pueda conocer. Todos tenemos pasado, señora Ribas, nadie se libra de sus sombras, si no es por nosotros mismos, lo es por aquellos a quienes hemos querido o a los que, equivocadamente, nos hemos unido en la vida. Todo lo que quiera saber de usted lo puedo conocer mañana mismo sin apenas esfuerzo; es lo que tiene este país, no hay información que no pueda ser comprada. Y yo, señora Ribas, tengo capacidad de compra, se lo aseguro.
—Entonces, no es necesario que me pregunte más. Compre la información.
Roberta Moretti no se inmutó, solo alzó un poco la barbilla, observando seria, fija, evaluando la conveniencia o no de aquella actitud de Marta, una extraña combinación entre una sutil arrogancia y un pávido desafío; en el fondo consideró que le agradaba.
—Señora Ribas, yo le preguntaré todo lo que me venga en gana… —Frunció la frente—. ¿Se dice así?
Marta no dijo nada.
—Su padre era diplomático —insistió—, ¿qué le pasó?
—Ya le he dicho que murieron —Marta contestó resignada; no había nada que ocultar; nunca se había avergonzado de sus padres y no iba a hacerlo delante de aquella dama—. Y no me pregunte más porque sé muy poco, y con el paso del tiempo sigo sin entender nada. Me enviaron una carta diciendo que los habían procesado, sentenciado…, y ejecutado. —Tragó la saliva amarga que le impedía pronunciar las palabras con fluidez. Mientras hablaba, sus ojos estaban perdidos en un vacío extraño de recuerdos pasados—. De lo único que estoy convencida es de que mis padres nunca hicieron daño a nadie. Pero en una guerra la vida vale más o menos según en el bando en el que a uno le toque en suerte. Aquí en España sabemos mucho de eso.
—¿Le gustaría conocer lo que pasó realmente?
Marta la miró y, después de un rato pensativa, afirmó con un gesto.
—Tal vez… Sería un consuelo… —agregó.
—Es posible que sí… Pero a veces conocer la verdad puede resultar más doloroso que ignorarla cuando de nada sirve descubrirla.
—Puede que tenga razón. Sin embargo, si tengo que elegir, me quedo con el dolor de la certeza al tormento de la incertidumbre.
Roberta Moretti mantuvo la mirada sobre Marta, valorando sus palabras. Sus ojos volvieron a centrarse en el contrato.
—Veo que tiene la carrera de música… ¿Toca algún instrumento en especial? —preguntó cambiando radicalmente de tema con una naturalidad estudiada.
—Sí, señora, aprendí piano desde los cinco años.
—¿Y no ha utilizado nunca esos conocimientos para…, no sé, componer, interpretar, dar conciertos?
Marta sonrió por primera vez desde que había entrado por la puerta. Sus ojos brillaron por un instante.
—Cuando era muy jovencita quería ser concertista, pero ahora…, llevo mucho tiempo sin tocar. No estoy segura de que fuera capaz de interpretar nada con una mínima corrección.
—Hay cosas que nunca se olvidan. Es como montar en bicicleta o nadar, ¿sabe montar en bicicleta?
—Cuando era pequeña, en París, mi madre me llevaba a montar a un parque que había frente a la casa en la que vivía. De ahí a que fuera capaz de mantener el equilibrio pedaleando sobre dos ruedas va un trecho.
—Tal vez al principio, pero si aprendió en su día, lo podría volver a hacer —guardaron silencio un instante—. ¿Quiere tomar algo, un café, un té?
—No, gracias, muy amable.
—No tiene usted buena cara. Tómese un café caliente, le vendrá bien.
Sin esperar su respuesta, acostumbrada a decidir por otros, cogió la cafetera y sirvió el café en una taza, luego echó la leche y se la tendió.
—Le pido disculpas por mi aspecto, pero no he dormido nada, y Próculo…, bueno, don Próculo, el sacerdote que ha firmado el contrato por mi marido, me dijo que tenía que venir esta misma mañana sin falta.
—Sí, de hecho, llevo esperándola desde el martes.
Marta sorbió un poco de café, que le supo a gloria.
—No vine porque mi marido no estaba de acuerdo en que aceptase el trabajo.
—¿Por qué? Pago bien y no es un mal trabajo.
—No es eso, señora Moretti, es que mi marido es muy suyo y no quiere que yo tenga que salir a trabajar fuera de casa, es…, es demasiado para él.
Roberta Moretti dio un largo suspiro dejando que el humo saliera por sus labios entrecerrados. Luego aplastó el cigarrillo en el cenicero de cristal cubierto de ceniza y colillas consumidas con manchas de carmín.
—Los hombres piensan que el mundo les pertenece y pueden hacer y deshacer lo que crean conveniente, incluyendo la vida de sus mujeres. Lo malo es que si les dejamos, lo seguirán haciendo hasta el final de los tiempos.
—Es mi marido y le debo un respeto…
—¿Me permites que te tutee…, Marta?
Ella asintió levemente.
—Trabajando para mí no vas a hacer nada que pueda molestar a tu esposo, a no ser que lo único que realmente le moleste sea el hecho de que salgas de casa para otras cosas que no sea comprar comida y que te ganes un buen dinero honradamente, en cuyo caso deberías pensarte tu relación con él. —Marta quiso contestar, pero Roberta Moretti la interrumpió con un gesto enérgico de la mano—. Es una opinión personal, puedes tomarla o dejarla. No es mi estilo obligar a nadie a hacer aquello que no quiere.
—Usted lo ve muy fácil porque es extranjera y tiene otra mentalidad. Pero aquí en España las cosas funcionan de otra manera.
—Al margen de este asunto, del que estoy segura no sacaríamos nada en concreto, al menos hoy, lo cierto es que has firmado un contrato conmigo y tienes que cumplirlo. —Alzó la mano mostrando el documento—. A partir de ahora, seré yo quien te pague y será a mí a quien debas respeto. Ese respeto no quita que se lo tengas a tu esposo, pero mientras seas mi asistente, te requiero para que estés a mi lado a cualquier hora y sin límite de horarios. A cambio te daré un buen sueldo, tres mil pesetas a la semana que te pagaré cada lunes.
Marta Ribas no daba crédito a las palabras de aquella mujer. Había dicho tres mil pesetas a la semana. Con solo una paga se pondría al día de casi todas sus deudas.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer?
—Por ahora, solo acompañarme allá donde yo vaya, estar a mi lado y escuchar todo sin decir ni una palabra si yo no te lo pido. En resumen, convertirte en mi sombra. ¿Entendido?
—¿Solamente acompañarla y escuchar?
—Te aseguro que no es poco.
—No he querido decir…
—No importa. Ya irás comprendiendo mi manera de actuar. Además de eso, requiero, exijo lealtad y silencio a todo lo que tú y yo hablemos. No puedo soportar a los chismosos. Nada ni nadie debe saber adónde vamos y con quién nos movemos. A eso se le llama aquí…, discreción, ¿no es cierto?
Marta afirmó convencida.
—Pues exijo discreción —calló un momento y la miró de arriba abajo con descaro—. Lo primero de todo será cambiar tu aspecto, no puedes ir a mi lado de esa… —dudó un instante como si no encontrase la palabra adecuada para expresar su aspecto— manera.
Marta se sintió humillada y Roberta Moretti lo notó.
—No quiero que te compadezcas delante de mí —agregó convencida—. Ahora estás a mi servicio, eres mi asistente y debes lucir perfecta. La elegancia es uno de mis principios para estar en este mundo. ¿No crees tú lo mismo?
—Por supuesto, señora, claro que lo creo, he vivido con principios parecidos hasta hace poco tiempo. —Se irguió y echó los hombros hacia atrás en un intento de mostrar un gesto de dignidad—. Y no me compadezco, no, señora, lo que ocurre es que para mantener esos principios hace falta dinero, y yo no lo tengo, ni para comprarme ropa y mucho menos para ir a la peluquería, apenas tengo para sobrevivir a diario.
—Pues eso lo arreglaremos de inmediato.
En la mesa, junto a la bandeja con el juego de café, había un teléfono. Madame Moretti descolgó y dio varias órdenes en francés a la persona que estaba al otro lado del auricular. En pocos minutos aparecieron en la suite dos mujeres dispuestas a dejar la melena de Marta en condiciones. Mientras la peinaban, otras dos mujeres y un hombre exquisitamente vestidos llegaron cargados con cajas de sombreros, zapatos, trajes metidos en fundas, además de varios catálogos con muestras de telas. Una de las mujeres tomó medidas a Marta mientras el hombre le enseñaba a madame Moretti las diferentes telas; ella eligió varias, con la seguridad de quien está acostumbrada a hacerlo. Marta fue llevada a la alcoba para probarse calzado, sombreros y media docena de vestidos y trajes de chaqueta de los que Roberta Moretti eligió tres. La cosa terminó con un abrigo de lana suave y de color beige. Cuando Marta se miró al espejo se sintió renacer. Se volvió hacia Roberta Moretti, y le preguntó aturdida:
—¿Todo esto es para mí?
—Un adelanto de tu sueldo. Y ahora nos vamos. Nos esperan a comer en el Ritz.
—Pero es que…
—¿Qué ocurre, Marta? ¿Hay algún problema? —preguntó Roberta ceñuda.
—Es que no sabía que empezaría hoy mismo y mi hija Elena…, bueno, ella me estará esperando.
—Pues llámala y dile que no te espere. Ahora trabajas para mí, soy yo quien decido cuándo vienes y cuándo te vas. —Su voz era potente y clara, provista de una serena potestad carente de imposición, ganada por el gesto—. Y date prisa, Óscar nos espera en la puerta.
Los que habían irrumpido en la suite con peines, rulos, lacas, además de trajes, cajas y fundas, recogían con prisas para marcharse. Marta se acercó a un teléfono que había en la cómoda pegada a la ventana, desde donde se podía ver una extraordinaria vista de la plaza de Neptuno que le evocó épocas pasadas en compañía de su madre, instaladas en una habitación similar de un piso superior. Marcó el número de la familia Figueroa y, al cabo de dos tonos, Venancia contestó con su voz ruda.
—No están, doña Marta, ni Julita ni su hija de usted; se acaban de ir a la calle porque la señorita Julia tenía que hacer un encargo a su madre. ¿Quiere que le ponga a doña Virtudes?
—No, no, Venancia, déjalo. ¿Podrías decirle a mi hija que no sé cuándo regresaré a casa? Que no me espere…
Pero la voz de Virtudes la interrumpió porque acababa de quitar el teléfono a Venancia.
—Ay, Marta, por Dios, ¿dónde te has metido, mujer? —le hablaba como si estuviera molesta con ella por no haberle dado explicaciones de sus movimientos—. He subido a tu casa y me ha dicho Elena que habías salido.
—Sí, Virtudes —contestó con desgana—, estoy en el hotel Palace —hablaba en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oír sus palabras.
—¿Cómo está Antonio?
—Pues mal, Virtudes, ¿cómo va a estar si casi se envenena? Verás…, tengo que dejarte. Dile a Elena que no me espere, ¿de acuerdo?
—Ya se lo digo yo en cuanto vengan, ha ido con Julita…
Marta la interrumpió nerviosa al ver a Roberta Moretti aparecer en el salón con el abrigo en la mano dispuesta a salir.
—Virtudes, tengo que dejarte.
Virtudes se quedó mirando el teléfono, atónita porque le había colgado.
Roberta Moretti se había puesto un precioso sombrero de fieltro verde con una pequeña pluma en un lado. Delante del espejo, se puso el abrigo de lana color verde oscuro, y luego se ajustó un bolero de visón sobre los hombros, cogió los guantes y el bolso negro de piel.
—¿Nos vamos? —preguntó Roberta Moretti poniéndose los guantes de piel de cabritilla con donaire.
—¿Qué hago con mi ropa?
Roberta Moretti miró hacia la silla en la que habían quedado arrumbados su viejo abrigo, su vestido marrón de cuello camisero y sus zapatos de suela desgastada.
—Ah, eso…, luego te lo llevarás. Ahora tenemos que marcharnos.
Salieron de la habitación caminando como dos grandes damas, Marta un paso más atrás que Roberta Moretti, aspirando el agradable perfume que dejaba en su avance. Se sentía bien con su atuendo nuevo y con el recogido que le habían hecho las peluqueras, pero estaba como fuera de lugar, sin terminar de creerse lo que ocurría; no tenía claro que estuviera haciendo lo correcto a pesar de las palabras de Próculo. Pero aquella dama la arrastraba sin saber muy bien por qué; su porte le recordaba a su madre, tan resuelta y distinguida como ella.
Cuando bajaron las escaleras que llevaban a recepción, Marta vio junto a la puerta a Miguel, el botones, y cuando las dos mujeres estaban a punto de llegar a ella, el chico abrió y extendió la mano solícito para recoger la propina que madame Moretti le dio, despreocupada y sin detenerse, en el momento en que pasaba por delante de él. Detrás, Marta le guiñó un ojo y se dedicaron una sonrisa cómplice.
Salieron a la calle, donde les esperaba un Packard Eight Sedán de color negro limpio y brillante; un hombre alto y delgado, cercano a los sesenta años, elegante en sus formas y maneras, vestido con una ajustada librea azul impecable y con una gorra de plato del mismo color, abrió la puerta del auto en cuanto vio a Roberta Moretti, mostrando una sonrisa y haciendo una ligera inclinación; una vez dentro la señora, cerró con suavidad y se pasó al otro lado del coche para hacer lo mismo con Marta. Con las dos mujeres acomodadas, se sentó al volante y arrancó el motor emprendiendo la marcha a un mundo perdido que de repente parecía haber regresado para Marta.