2

Elena Montejano había pasado su primer mes de casada envuelta en una soledad agudizada por la ausencia de todos. Cuando regresó de su luna de miel, Madrid le pareció más vacío que nunca. Los señores de Espinosa, como cada año en los primeros días de agosto, se habían marchado unos días a Cartagena a tomar unos baños de mar que les venían muy bien a los huesos de don Escolástico y despejaban la cabeza de doña Prudencia. Doña Carmen y su hija Carmenchu se habían desplazado a Navalcarnero, el pueblo de nacimiento de doña Carmen, a pasar todo el mes en la pequeña casa de una valetudinaria tía soltera, muy mayor, y de la que esperaban una muerte generosa legándoles algún pico de su pequeña fortuna amasada peseta a peseta, a base de gastar poco y ahorrar mucho. Los Figueroa se marcharon a Betanzos al día siguiente de la boda, con excepción de Basilio, que no consintió en moverse de Madrid, a pesar de la insistencia de su madre, con el firme propósito de prepararse algunas asignaturas con las que presentarse a la convocatoria de septiembre y salvar algo del curso perdido.

En un principio, Antonio Montejano, para sosiego de Marta, no quiso aceptar la invitación de Rafael para pasar unos días en Galicia, pero la porfía de Próculo le había convencido para ir, al menos hasta pasar la Asunción (de ese modo había conseguido el sacerdote no viajar solo, algo que no llevaba nada bien). Como siempre ocurría, nadie preguntó a Marta si quería ir o no; el viaje se dio por hecho y fue ella quien tuvo que hacerse cargo de toda la intendencia del desplazamiento, incluidos los billetes de tren de Próculo; pero lo que Marta no había llegado ni siquiera a imaginarse fue lo doloroso que le iba a resultar aquel alejamiento de Flavio Tassoni; le faltaba el aire en los pulmones, andaba de aquí para allá despistada, ausente, y durante las noches, mecida en la calma plana y silenciosa de aquella tierra remota, pareciera que su sueño se hubiera quedado con él, para suplirlo con horas enteras de insomnio en una cama extraña, lejos de la confortable dureza del lecho en el que cada tarde se entregaba. Todo en aquel pueblo se le antojó aburrido, ajeno, un hastío acumulado hora a hora, día tras día, hasta que por fin se había producido el tan ansiado regreso a Madrid.

De este modo, la soledad de Elena había sido infinita a lo largo de todo aquel mes, que le pareció detenido en el tiempo, una soledad vigilada por su suegra y la hermana de esta, que, además de entrometerse en lo que se había convertido en terreno suyo de recién casada, apenas le dirigían la palabra, embebidas siempre en sus costuras, sus rosarios o sus chismes, en los que Elena no cabía.

Por eso había agradecido tanto la llegada de septiembre, las tormentas vespertinas que refrescaban las noches, la vuelta de los ruidos, las voces, los coches, el movimiento de la ciudad durante el día, bajo un sol todavía intenso, pero cálido, que alegraba las mañanas con su luz. En esos días, antes de acudir a casa de madame Moretti a recoger la carta de Hanno, había tenido que despedirse de Julita, incorporada al Servicio Social en un centro de Ávila. Con ella se fue también su hermana Virtuditas como encargada de uno de los grupos, en su ascenso imparable en la organización interna de la Sección Femenina.

Antonio Montejano se pasaba el día fuera de casa; tras los días de permiso para ir a Betanzos que le había concedido su yerno (vendiéndoselo como si fuera un gran favor), con muchas reticencias y con clara disminución de los emolumentos en el sueldo de agosto (no podía pagarle lo mismo, le había dicho al entregarle el sobre el último día del mes, habiendo trabajado solo una semana), se reincorporó a la larga jornada en las dependencias judiciales; seguía sin ir a comer a casa y, cuando salía, se metía en el café Comercial, donde jugaba, según la compañía, algunas partidas de cartas o dominó, bebiendo primero algún que otro café para pasar de inmediato a una copa de anís, orujo o ajenjo. La mayoría de los días terminaba solo en el Abra, de donde, a menudo, los camareros tenían que echarle porque no había manera de arrancarle de la barra. Llegaba a casa bien entrada la madrugada, se inyectaba la dosis de morfina y se quedaba dormido, a veces vestido, y tenía que ser Marta quien, costosamente, despojase de ropa aquel cuerpo inerte, pesado, en apariencia muerto. Por la mañana, Antonio se levantaba temprano y se iba sin decir nada.

Después de enterarse y comprobar por él mismo cuál era la verdad sobre el lugar en el que Marta recibía las clases de piano, Antonio había vuelto a preguntar a su esposa adónde iba cada tarde, para comprobar, con pesadumbre, que Marta se mantenía aferrada al embuste. En el momento de responder, ella había pensado que, tal vez si no hubiera sucedido lo que resultó inevitable, si entre ella y Flavio no hubiera surgido un amor tan noble, tan vivo, tan sincero, podría haberle dicho la verdad: que recibía clases en casa de un prestigioso profesor italiano y que tan solo eran clases, pero ya no era posible; las cosas habían cambiado y temía que Antonio se enfadase por su mentira (inocente al principio) y le prohibiese su asistencia a unas clases que ya no eran tales, sino parte de su existencia.

Su respuesta (reiteradamente mentirosa), a pesar de sus vanos intentos porque fuera firme y segura, había destilado un miedo intenso; se estremeció, apuñalada por la mirada intensa y torva de su marido. Y a partir de aquel día, el silencio había caído sobre ella como un manto de culpa que arrastraba, con zozobra, hasta llegar a la puerta de Flavio Tassoni; una vez a su lado, Marta olvidaba su pecado transformada en otra mujer, entregada a él en cuerpo y alma, protegida en su regazo, en sus besos y en la música. Ya no había clases, no eran profesor y alumna, el piano se convirtió en patrimonio de ambos y tocaban para aumentar el solaz espiritual de sus tardes románticas.

Cuando enfiló la calle Alcalá, Elena atisbó a su madre caminando delante de ella y la llamó.

—¡Madre! —Marta se giró y la esperó. Madre e hija se dieron un beso e iniciaron juntas el camino hacia casa—. ¿Vienes de piano?

—Sí —contestó su madre apretando el brazo de ella contra su cuerpo.

—Es muy tarde. ¿No salías a las seis?

—Se me ha ido el santo al cielo. —Marta quiso cambiar de conversación de inmediato—. Y tú, ¿de dónde vienes?

—De dar un paseo —mintió Elena; no podía decirle que venía de ver a madame Moretti, se lo había prometido—. Me aburro tanto en casa…

—Pues apenas pasas a verme.

—Siempre estás tocando el piano. No quiero molestarte. —Elena intentó no imprimir un tono de reproche, pero no pudo evitarlo, se le escapó de lo más profundo de su corazón.

—A mí nunca me molestas, Elena —contestó su madre ralentizando el paso y mirando a su hija, buscando sus ojos esquivos.

—No me hagas caso, mamá —añadió intentando quitar hierro al asunto—. Es que cuando te oigo tocar me da una pena de no haber aprendido yo… Tendría algo mío…, no sé. Ahora estoy todo el día mano sobre mano. Doña Melchora y doña Remedios no me dejan respirar.

—Díselo a Mauricio. Es tu casa, tú eres ahora la señora de Canales. Tienes que imponerte.

—Ya se lo he dicho, y me ha contestado que su madre y su tía solo quieren ayudarme.

—Menuda ayuda… —murmuró Marta.

Caminaron un rato sin hablar, mirando pasar a la gente.

—¿Te apetece un refresco? —preguntó al pasar por una terraza—. Tengo mucha sed.

—¿No se nos hará muy tarde? —Antes de entrar en su casa, Elena quería pasar a la de su madre para esconder en su alcoba de soltera la carta de Hanno que llevaba en el bolso. Había pensado que aquella misma noche esbozaría en su mente una carta larga dirigida a su violinista contándole todo lo que sentía por él, y en cuanto Mauricio se marchase al juzgado, pasaría de nuevo a casa de su madre para escribirla y llevársela en cuanto pudiera a Roberta Moretti. Estaba tan nerviosa y emocionada que le costaba retener su entusiasmo y no gritárselo al mundo entero.

—Para mí no; nadie me espera en casa. Tu padre ha tomado la costumbre de llegar de madrugada.

—¿Cómo está papá? ¿Aún sigue con sus molestias?

Ella se quedó un rato callada, pensativa. ¿Cómo estaba su marido realmente? Se encontraba tan ausente de su vida real que ya ni siquiera conocía la respuesta. Tomó aire y le habló lacónica.

—No lo sé muy bien… Esa maldita morfina le calma el dolor, pero parece que le anula el alma y el sentir, cada vez está más callado; últimamente tengo la sensación de compartir mi vida con un desconocido.

Se sentaron en una de las terrazas de Alcalá y se tomaron una limonada. Elena apretaba el bolso como si llevara toda su vida en él. Marta estaba incómoda. No había vuelto a hablar con ella de lo que le contó sobre Mauricio antes de salir rumbo a la iglesia. De la manera más sutil que pudo, se lo había comentado a Próculo durante el largo y tedioso viaje a Betanzos, pero el sacerdote había rechazado por completo semejante actitud por parte del juez, dando a entender que, con toda seguridad, se había tratado de un embuste in extremis, un último intento de evitar una boda que, era evidente, Elena no sabía apreciar por ahora en todos sus beneficios, debido a su juventud y falta de visión de futuro, una visión que, por supuesto, él sí tenía, y debían tener ellos, los padres, con el fin de enderezar el rumbo alocado propio de la femenina juventud de su hija. Antonio había quedado conforme con la explicación, aduciendo que él pensaba lo mismo, que era solo una burda artimaña de mujer, y Marta quiso convencerse de que era así, de que Elena se había aferrado a esa mentira para no casarse con Mauricio.

—¿Cómo te van las clases? —preguntó Elena ante el silencio de su madre—. ¿Estás contenta?

Ella asintió con gesto complacido.

—Sí —respondió, sin poder evitar recordar que hacía una hora estaba envuelta en los brazos de Flavio Tassoni, percibiendo cómo sus manos recorrían cada rincón de su cuerpo. Se estremeció y sonrió azarada—. Muy contenta.

—Madre, ¿volverías a trabajar con la señora Moretti?

—No lo creo —contestó con resignación.

—Pero ¿te gustaría? Si papá te dejase, ¿trabajarías para ella otra vez?

—Tu padre no va a querer nunca.

—Puede cambiar.

—Hija mía, los hombres no cambian, somos las mujeres quienes nos tenemos que adaptar a sus gustos, a sus formas, a sus modos. Cuanto antes te convenzas de esto, mejor para ti.

Elena apretó los labios mirando a su madre, sus palabras de rendición no encajaban con lo que expresaban sus ojos brillantes, que de alguna manera miraban más allá del horizonte.

Al llegar al rellano del segundo, Elena le dijo a su madre que quería pasar con ella a coger una cosa de su habitación de soltera. Entraron y ella se encerró en aquel cuarto que era como su castillo encantado, por todas aquellas palabras escritas que, al liberarlas de su encierro de la caja de latón donde las guardaba, parecían iluminar el aire y el alma de Elena.

Se entretuvo más de la cuenta porque no pudo resistirse a leer una y otra vez la carta, y porque le dolía el corazón separarse de aquellos papeles, dejarlos allí, era como separarse de él, como abandonarlo ahí, confinado en el fondo de su armario vacío. Cuando entró al recibidor de su casa le llegó un aroma de tabaco, prueba de que Mauricio había llegado.

—¿Dónde estabas? —le preguntó desabrido al verla entrar en el salón.

—He ido a dar una vuelta y me he encontrado con mi madre; nos hemos entretenido hablando…, y…

—Son casi las nueve, Elena. No son horas para que una mujer casada ande por ahí sola.

—No estaba sola, estaba con mi madre.

—Me da lo mismo. Si quieres dar una vuelta te esperas al domingo, que es cuando voy contigo, y si no, puedes irte con mi tía Remedios, sé que te ha ofrecido varias veces ir al cine… —Hizo un gesto con la mano—. Y a dar una vuelta, como tú dices, y no has querido.

—Con tu tía me aburro, Mauricio, es muy mayor para mí.

—Me da igual que te aburras o no, Elena. Lo mínimo que puede pedir un hombre al volver a casa es encontrar a su esposa esperándole. Así que, si te aburres, aprende costura o lo que te dé la gana, pero dentro de esta casa.

Elena no replicó. Qué iba a decir. Los hombres no cambian, eso le había dicho su madre, era ella quien tenía que adaptarse a sus gustos y a sus maneras. Le iba a costar mucho más de lo que ella pensaba acomodarse a los gustos y maneras de Mauricio Canales.

La sonata del silencio
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