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Todos se habían ido y Marta se sintió sola, abandonada por el mundo, arrojada a un vacío inoportuno y traidor. Hacía un rato que Antonio se había ido con Eutimio Granados fuera de Madrid, en el coche de Rafael Figueroa, cedido al oficial para que realizase el viaje con la condición de alejar al amigo y no regresarlo a casa hasta la hora de comer, como pronto. Eutimio Granados entendió a la primera el encargo de su jefe y urdió un plan perfecto. Le había pedido consejo a Antonio Montejano en su ignara pretensión de adquirir un bargueño a un anticuario que conocía en Toledo; una vez planteada la intención, encontró la forma y el momento justo para solicitarle que le acompañase en su compra el sábado por la mañana. Le pagaría el asesoramiento y el tiempo dedicado. No había problema en ello, los gastos corrían por cuenta del notario, salvo aquello que el oficial adquiriese, si es que lo hacía, en dicho anticuario.
Elena se había ido temprano a casa de doña Melchora para acudir, junto a la tía de Mauricio, a los Jerónimos y luego a comprar algunas cosas necesarias para la casa de los futuros esposos. A pesar de que le había insistido a su madre para que la acompañase, Marta rechazó la oferta aduciendo que no soportaba a esa doña Melchora y mucho menos a la hermana.
Juana, por su parte, había salido a hacer compra con el dinero que había podido darle Marta después de rogarle a Antonio que devolviera algo de lo habido en el sobre.
Una vez sola, Marta se encerró en el cuarto de baño, llenó la bañera y se introdujo en el agua tibia, sintiendo la desnudez de su cuerpo, la suavidad de la espuma acariciando su piel, dejando la mente en blanco, no pensar, no hacerlo para no echarse atrás.
Se vistió despacio, poniéndose ropa interior nueva, un juego de braga y sostén con puntillas que no había estrenado, y su mejor enagua. Cepilló su cabello dejando la melena suelta. Se pintó los labios y se echó perfume, tan solo unas gotas, en el cuello y el escote. Se puso un vestido color claro; la tela liviana se deslizó por su piel hasta cubrirla; se miró en el amplio espejo del lavabo. Se dio cuenta entonces de que se estaba acicalando para entregarse a un hombre como una diosa ofrecida en sacrificio al sagrado dios de la música. Sus labios se abrieron con una mueca irónica, como si su reflejo se mofase de ella. Retiró los ojos del espejo y salió del baño. Se calzó los tacones y fue al salón. Cogió el teléfono y marcó el número de la notaría.
—Ahora bajo —dijo en un susurro cuando le contestó Rafael Figueroa.
—Te estoy esperando.
Rafael colgó el teléfono, cerró los ojos y respiró hondo. El corazón le latía con fuerza y sentía tanta excitación que no sabía si podría aguantar siquiera tocarla sin llegar a derramar el ansia de poseerla que le sobrepasaba. Había deseado durante tanto tiempo aquel momento que parecía un adolescente añoso y lascivo en su primera cita. Anhelaba abrazar la voluptuosidad de aquel cuerpo de piel mórbida y suave, aspirar su olor y beber de sus labios, en los que aplacar la sed de tantos años.
Tan ensimismado estaba en la evocación de lo que iba a suceder que el rugir del timbre le sobresaltó. Aceleró el paso por el largo corredor hasta llegar a la puerta, abrió y la hizo entrar de inmediato, con las prisas de lo que se trata de ocultar. Ya en el interior, escondidos de miradas, solos el uno frente al otro como dos amantes desconocidos, se miraron un instante, cohibidos.
—Vamos a mi despacho… —le dijo él.
Ella caminó delante, sintiendo los ojos de Rafael clavados en sus nalgas bamboleantes bajo el vestido. Al llegar al despacho se quedó en el umbral de la puerta, mirando a su alrededor, la luz del sol tamizada por las contraventanas cerradas a cal y canto que dejaba en una vaporosa penumbra lo que un día fue su alcoba.
Rafael entró y se acercó a su mesa, cogió un cigarro y lo encendió. Luego se volvió, se apoyó en el filo del escritorio, cruzó los brazos manteniendo alzada la mano con el pitillo humeante y se la quedó mirando.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella, tal colegiala ingenua, sin moverse de donde estaba.
El notario la observó un rato más en silencio, dio una calada honda y profunda para luego dejar escapar el humo lentamente.
—Entra y ponte cómoda.
—No estoy cómoda —añadió ella secamente.
—Pues deberías. Se trata de disfrutar de un buen rato, no me gustaría que esto fuera una tortura para ti. ¿Te apetece tomar una copa? Tal vez algo de alcohol te ayude un poco.
—No necesito ayuda, Rafael, vengo a lo que vengo, y cuanto antes sea, antes podré marcharme.
—Marta, no tengas tanta prisa, Antonio estará fuera varias horas. Tenemos mucho tiempo.
—No he venido a charlar contigo, ni a pasar el rato. Haz lo que tengas que hacer y acabemos con esto de una vez.
Rafael sentía hervir la sangre de sus venas, cautivado por la visión de aquella figura dibujada en el contraste de la luz del pasillo. Sus piernas perfiladas al trasluz de su vestido, los muslos firmes y torneados cortaban su respiración. Un estremecimiento salaz le recorrió la espalda. Se llevó el cigarro de nuevo a la boca, aspiró el humo con fruición, y se mojó los labios con saliva porque los sintió secos como el esparto.
—Quítate el vestido —dijo con voz ronca, profunda, bucólica.
Ella dejó con cierta desidia el bolso en una silla que había junto a la puerta, sin apenas mover los pies de donde estaba. Se desabrochó los botones y descolgó el traje de sus hombros resbalando hasta el suelo. La tela suave quedó desparramada a sus pies, no lo recogió, ni siquiera lo apartó, amarrada al sitio con la evidencia de su pecado. Volvió a quedarse quieta, cubierta ahora por una combinación que le marcaba la curva de su cintura y la perfecta expresión de sus caderas.
—Quítate todo. Quiero verte desnuda.
Ella obedeció. Primero dejó caer el viso, que se deslizó hasta quedar sobre el vestido. Se desabrochó el sostén y se desprendió de él dejando a la vista su pecho. Rafael sintió la efusiva turgencia entre las piernas; volvió a fumar abismado en cada una de sus curvas, de aquellas formas mantenidas a pesar del paso del tiempo. Marta agarró con los dedos la goma de la braga y la bajó hasta los tobillos, inclinándose, dejando a la vista la oscilación obscena de sus pechos. Luego se incorporó, y completamente desnuda, se quedó inmóvil, los brazos a lo largo del cuerpo, exhibiéndose sin mostrar pudor, como si estuviera ante un artista que talla su figura en el barro, el lienzo o el mármol.
Rafael dio la última calada y aplastó el cigarro en el cenicero sin dejar de mirarla en ningún momento. Le parecía estar al borde de un precipicio a punto de dejarse caer al vacío. Se irguió, pero no se movió de donde estaba.
—Ven, acércate —le dijo tendiéndole la mano.
Ella dudó un instante, sacó los pies del rimero de ropa tirada y, sin quitarse los zapatos, como si el tacón fuese lo único que le diera dignidad, caminó hacia él, pausada, mirándole a los ojos en la espesa penumbra que se había formado por el humo estancado en aquel aire irrespirable.
Rafael no podía quitar los ojos de aquellos pechos miríficos, delicadamente firmes, cuya forma ovalada y suave incitaba a ser acariciados. Llevó su mano hasta uno de ellos y al palpar su piel, ella se estremeció, lo que hizo que él retirase de inmediato la mano, sobresaltado. Solo entonces ella bajó el rostro, doblegada, dispuesta a la entrega. Rafael la envolvió en sus brazos y la apretó contra él con fuerza pero con ternura. Ella le notó temblar, y el retumbe de los latidos acelerados del corazón se expandían por su propio cuerpo como una llamada de guerra en lo salvaje de la selva, y más abajo, en el monte de Venus, notó la dureza oprimida de su miembro pugnando por liberarse de la apretura del pantalón. Así estuvieron un rato hasta que se separó de ella y, con brusquedad, le dio la espalda.
—Vístete. —Su voz cavernosa parecía un quejido.
Ella le miraba sorprendida.
—¿Cómo…?
—¡Que te vistas he dicho! —Esta vez Rafael alzó la voz, y se alejó para ponerse al otro lado de la mesa.
Marta se sintió de repente desvalida, arrojada a la vergüenza de la pública desnudez. De forma indeliberada se tapó el pecho con las manos.
—No entiendo…
—¿Es que no me explico bien, Marta? Quiero que te vistas y te vayas. Aquí tienes tu dinero. No tiene nada que ver con Camilo Bonilla, es mío. Yo corro con los gastos del traslado de ese maldito piano…
—Rafael… Yo pensaba…
—Nunca creí que pudiera sentir celos de un piano. Ya quisiera yo para mí lo que has hecho por ese instrumento…, convertirte en una puta.
Aquellas palabras pasaron por la mente de Marta como una apisonadora, destruyendo todo aquello que todavía seguía en pie en su interior.
—Fuiste tú quien quería…
—No, Marta, yo te quería a ti, te quiero a ti. Putas tengo todas las que quiera cuando quiera y mucho más expertas en lides de cama que tú. —Un silencio incómodo, mordaz, lacerante se mantuvo durante un rato—. No esperaba esto de ti. Vendida como una fulana…
—¡No tienes derecho…! ¡Eres un canalla…, un miserable! —Sus palabras salían rabiosas rasgando su garganta.
—Espero que ese maldito piano te dé lo que yo no he sabido darte.
Encendió otro pitillo, arrojó con desdén la cajetilla y el mechero sobre la mesa, se acercó a la ventana y le dio la espalda.
La estupefacción de Marta apenas la dejó moverse durante un rato, paralizada, despojada de todo, de ropa, de dignidad, cubierta por la infamia y el resentimiento. A pesar de que hacía mucho calor, sintió un escalofrío. Tembló ahogada por el llanto que le oprimía el pecho sin encontrar la forma de salir, de derramar la horrible ofensa. Se encontraba aturdida, como si se hubiera excedido en el alcohol rechazado a Rafael. Se vistió rápido, en silencio, de espaldas a él. Cogió su bolso y cuando se disponía a salir de la estancia oyó la voz áspera de Figueroa que la detuvo en seco.
—¡Te olvidas tu dinero!
Ella no se volvió siquiera. Cerró los ojos, suspiró para coger fuerzas y se precipitó hacia el pasillo, huyendo de aquella afrenta.
Rafael oyó el portazo y se giró. Sobre la mesa seguían, desparramados, los billetes que le había ofrecido. Apagó el cigarro. Miró a su alrededor. Se pasó las manos por la cara como si quisiera borrar aquella soledad que parecía abofetearle. Aquel silencio le devolvió a la realidad de lo que acababa de hacer, como un puñal clavado en lo más hondo de su ser. Solo entonces se dejó caer, derrumbándose sobre sí mismo, intentando aplacar el terrible dolor que azotaba su espíritu.
El lunes siguiente al penoso lance que había tenido con Rafael Figueroa, Marta Ribas por fin recuperó su piano. A primera hora de la mañana se presentaron en su casa una cuadrilla de hombres dispuestos a subir el piano de cola Steinway con el beneplácito, sorprendente a todas luces, de Antonio. Más tarde se enteró de que ese permiso implícito, que suponía un evidente cambio de opinión, había llegado después de haber recibido de mano del notario veinte dosis de morfina a muy buen precio que le apañarían la existencia durante los días siguientes.
Se sentía herida y mancillada, y en esa desesperación trató de aferrarse al teclado para no pensar, para dejar transcurrir el tiempo sin sentir otra cosa que no fuera la música fluyendo por sus manos, recorrer las venas de sus sentidos hasta alcanzar cada rincón de su alma y llenarse de melodía en ese caos en el que estaba envuelta su existencia.
En cuanto Antonio se marchaba a trabajar, Marta Ribas se encerraba en el salón y tocaba durante horas, para desesperación de Rafael Figueroa, que oía cómo su enemigo, aquel que había conseguido vencerle en una desigual batalla, martirizaba su orgullo herido en cada nota expelida de sus entrañas de madera.