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En los días previos a la boda, Elena estuvo más taciturna que nunca. Terminó de leer la novela Nada, de Carmen Laforet, y sintió que aquel título reflejaba con exactitud en lo que se había convertido su vida: nada, vacío, un futuro de sombras al que su espíritu se precipitaba. Había asistido a la última prueba de su traje de novia confeccionado por las expertas manos de doña Filo, la modista de Melchora y Remedios Escamilla (aunque hacía demasiado tiempo que ninguna de las dos le encargaba traje nuevo alguno, y todo lo que doña Filo les hacía eran apaños y arreglos). Había pretendido la novia opinar sobre la hechura, la tela y el largo, pero las hermanas Escamilla eran demasiado arrolladoras para permitir lo que ellas definían como modernidades (además, era su hijo quien pagaba el traje, y había apuntado algunas pautas irrenunciables sobre el asunto). Había sido doña Filo quien, al final, convenció a la desposada de que estaría más elegante con un vestido de piel de ángel, de talle imperio, sencillo y recto, y el largo hasta el tobillo que estilizaría su figura; en vez del velo de tul velando su cara como tanto deseaba Elena, el traje se completó con un manto de chantillí del mismo largo que el vestido con el que se habían casado tres generaciones de mujeres Canales. En un principio, Elena se resistió a lucir el dichoso manto, que no le gustaba nada, pero una sola mirada de Mauricio enmudeció cualquier atisbo de oposición.
Aparte de las idas y venidas a los Jerónimos, las pruebas con doña Filo, las compras de última hora con la presencia, cada vez más evidente y continua, o bien de Remedios Escamilla, o bien de la viuda de Canales, o de las dos a la vez, Elena Montejano pululaba por la que era todavía su casa, lánguida como alma en pena (eso pensaba Juana, mirándola de reojo, contrariada por aquel abatimiento tan extraño en una novia a punto de desposarse), con el único consuelo del recuerdo de su amado Hanno. A cada momento, se preguntaba dónde se encontraría, qué estaría haciendo, o pensando, con quién estaría hablando…, o a quién mirando…, o si alguna vez la recordaría… Su madre le había contado que, a finales del mes de junio, Hanno salió de Madrid formando parte de una comisión de la embajada francesa en dirección a Málaga, en cuyo puerto había tomado un trasatlántico con destino a Manhattan. Lo que ella desconocía era que, en el momento de la despedida, Johann Merkt, tras mostrar a Roberta Moretti su respeto y gratitud de por vida, le había dado una carta con la promesa de que se la entregaría a Elena Montejano; Moretti la había guardado, a la espera de tener la seguridad de que la misiva llegaría a su destinataria.
Mientras, Elena le imaginaba pisando aquellas calles en donde todo se hacía más pequeño por la altura infinita de sus edificios, transitadas por decenas de taxis amarillos y de los actores más apuestos del cine paseando por la ciudad en sus grandes coches. La vida allí debía de ser muy excitante, pensaba para sí Elena. Sin embargo, su existencia estaba anclada en una sensación de desidia que se mezclaba con la angustiosa idea de que llegase el día en el que tuviera que cruzar el rellano para ocupar otra casa y otra identidad. Se sentía muy sola, tremendamente sola; su madre, a pesar de su presencia, parecía siempre ausente, y esa sensación de alejamiento había aumentado una vez recuperado su preciado piano; desde muy temprano, se encerraba en el salón y pasaba las horas muertas tocando sin descanso como si quisiera recuperar el tiempo perdido, aporreando con fuerza las teclas como desatando a través de sus dedos una incontenible rabia. Con Julia no podía contar; pasar un rato con ella suponía salir con una sombra oscura pegada a la espalda, siempre con lamentos cayéndole de la boca, de su mala suerte, de la fortuna de su matrimonio que la salvaría de la soledad en la que ella estaba encerrada de por vida, incluso barajaba la posibilidad (ya apuntada por don Próculo) de meterse a un convento. Elena intentaba consolarla sin conseguir otra cosa que lágrimas secas, penosas, lamentos sempiternos, a pesar de que ella tenía angustias propias que no podía compartir con nadie. Hablar con Basilio le había aliviado un poco; agradeció mucho su apoyo y el hecho de que no la hubiera acusado de nada, incluso que culpase de todo lo ocurrido a Mauricio, aunque esa comprensión no le sirviera de nada; pero lo cierto es que desde aquella conversación en el quiosco del Retiro, cada vez que se encontraba con él recibía de su parte un cariño e interés que llegaba a conmoverla, de tanta falta que le hacía.
Elena guardaba las cartas y los versos escritos por su amado violinista como si fueran su más preciado tesoro, su fuente de salvación, su halo de brisa fresca que le acariciaba la cara cada vez que las releía, a escondidas de todos, aprovechando la quietud de la noche, la soledad de su alcoba y su soltería. No pensaba llevarlas a casa de Mauricio cuando se casaran; las ocultaría allí, en su alcoba de soltera, donde podría entrar a leerlas con tranquilidad y sin miedo cada vez que pasase a ver a sus padres. No quería ni pensar en lo que sucedería si Mauricio encontraba aquellas cartas.
El calor de finales de julio parecía amarrar los músculos a la tierra haciendo más pesado el simple hecho de moverse y caminar. Eso pensó Marta Ribas cuando descendió del tranvía y recibió la llamarada asfixiante de la calle como una bofetada candente. Anduvo lentamente hasta llegar al portal de Flavio Tassoni; aunque agradeció la penumbra, allí dentro también parecía faltar el aire. Subió las escaleras hasta el cuarto, en el pequeño rellano tomó aire para recuperar el resuello, hacía mucho calor. Presionó el timbre, que retumbó quejoso en el interior. Cuando Tassoni le abrió, estaba más sonriente que de costumbre.
—Buenas tardes, señora Ribas, pase, por favor, ha venido a verme una visitante ilustre. —Ante la indecisión de Marta, Tassoni le insistió—: Por favor…, adelante. Se trata de Alice Kalivoda, la solista que interpretó el Concierto de violín, de Chaikovski.
Marta entró remisa. Avanzaron por el estrecho pasillo, abriendo paso él, seguido de ella. Al llegar al saloncito en el que daban las clases, el profesor se detuvo en el umbral y se volvió hacia Marta con gesto de satisfacción.
—Señora Ribas, le presento a Alice Kalivoda. Una de las mejores violinistas que he conocido.
Las dos mujeres se miraron un instante, comedidas. Alice, de pie, en una evidente espera de la recién llegada, seguía espléndida a pesar de no llevar el vestido negro de fiesta que lucía en el concierto, sino un ligero traje de chaqueta de manga corta y el pelo recogido en una sencilla coleta. En un vistazo, Marta dedujo que debían de llevar un rato hablando porque había dos vasos mediados de té helado sobre la mesa. Alice Kalivoda sonrió y sus ojos se convirtieron en dos líneas brillantes; se adelantó y le tendió la mano. Marta devolvió la amabilidad en el saludo.
—Alice ha venido a despedirse —dijo Flavio—. Habla muy poco español pero entiende casi todo. Después de mucho tiempo de espera, mañana parte a un largo viaje con destino a Israel, junto con algunos de los miembros de la orquesta que escuchó el jueves. Por fin van a cumplir un sueño de regresar a lo que ellos consideran la tierra prometida.
Marta le preguntó si hablaba alemán, y ella asintió. A partir de ese momento, y para desconcierto de Flavio, que ignoraba que su alumna conociera otro idioma, Marta Ribas dedicó, en un perfecto alemán, una profusión de halagos por su interpretación del solo de violín; Alice, dulce y suave como una seda, sonreía diciendo repetidamente en un susurro: «Ich danke Ihnen sehr».
A continuación llegaron las apreciaciones de Alice sobre Marta y su virtuosismo al piano, oídas del profesor Tassoni, que no era, según ella, amigo de profusión de halagos.
Flavio Tassoni las invitó a que se sentaran, pero Alice se negó aduciendo que tenía que cumplir con otras visitas antes de su marcha; además, dijo que no quería entorpecer la clase de piano, ya que una clase no impartida jamás se recuperaba.
Las dos mujeres se despidieron estrechándose de nuevo la mano, deseándose mucha suerte la una a la otra. Tassoni acompañó a Alice hasta la puerta, mientras Marta esperaba.
—He de reconocer que no deja de sorprenderme —dijo Flavio Tassoni al regresar.
Marta estaba de espaldas, preparando las partituras en el atril del piano, y al oírle, se volvió hacia él.
—¿Y por qué le he sorprendido?
—Llevo el tiempo suficiente en este país para saber que abundan poco mujeres como usted.
—¿Y qué mujeres son las que abundan en este país, según usted?
—Mujeres aburridas de sus vidas, de sí mismas, de sus maridos, de sus hijos; mujeres chismosas o calladas, sometidas a la autoridad patriarcal, sin autonomía, sin capacidad de decidir más allá de cómo colocar la alacena de su cocina o qué traje ponerse los domingos para ir a la iglesia; mujeres corrompidas en los confesionarios por curas sin escrúpulos que las arrojan a una vida de hipócrita santidad convirtiéndolas en afroditas embusteras; mujeres que se conforman con una educación coartada, de una calidad inferior a la del hombre, recibiendo materias muy definidas y limitadas al mismo ámbito que sus madres y abuelas, por lo que nunca terminan de salir de esa espiral nefasta que se lleva por delante muchas mentes privilegiadas anulando futuros genios.
—Solo los hombres pueden llegar a ser genios; las mujeres somos intelectualmente inferiores.
—Usted sabe que eso no es cierto.
—Qué más da lo que yo sepa… —respondió ella circunspecta.
—¿Sabe su marido tocar el piano?
Marta levantó la mirada, tragó saliva y negó con la cabeza. Él continuó insistente.
—¿Conoce algún otro idioma además del materno?
Ella negó también.
—¿Qué otros idiomas habla usted, señora Ribas?
—Qué importa eso.
—A mí me importa.
Se miraron largo rato, de hito en hito, aparentemente inmunes al aire sofocante que los envolvía.
—Mi madre era italiana, y mi padre diplomático. Me crie en París. No me resultó difícil aprender otros idiomas. Tuve la suerte de nacer en una familia que amaba la música y la cultura, y me enseñaron a apreciar la música desde que estaba en las entrañas de mi madre. Tocar el piano y conocer idiomas no le convierte a uno en genio.
—Señora Ribas, los genios carecen de género y edad, da igual dónde nazcan o cómo se críen. Su genialidad está en ellos mismos, tan solo es necesario trabajarla, moldearla, aprovecharla para beneficio de la humanidad, para su deleite, para ser escuchados o leídos, o ser curados gracias a sus descubrimientos. Existen muchas formas de genialidad…
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Hay algo en usted…, no sé cómo explicarlo…, es una percepción…
Ella esbozó una sonrisa irónica
—No me diga que me considera un genio.
—¿Usted no?
—Señor Tassoni, no me tome el pelo, se lo ruego, no estoy de humor…
—Marta, usted tiene un talento excepcional, y lo sabe, la capacidad para interpretar es extraordinaria, su delicadeza en la melodía, su tesón, su manera de sentir la música…
Marta le miraba sorprendida y aturdida, era la primera vez que se dirigía a ella por su nombre.
—Puede que tenga habilidad con el piano, es lógico, lo llevo tocando desde que tengo uso de razón. No hay ninguna genialidad en ello, se lo ruego, no me tome el pelo. No es propio de usted.
—El concepto de genialidad es muy subjetivo, y si me permite, yo la concibo como una inteligencia fuera de lo común.
—Yo lo he tenido más fácil que la mayoría de las mujeres de este país, que como usted dice, aprenden como mucho a escribir y a llevar las cuentas de la casa —calló unos segundos y esquivó la mirada, encogiendo los hombros—. Aquí las cosas son como son y no seré yo quien las cambie.
—¿Por qué no? —interrumpió con tanta contundencia que la cogió desprevenida, sin saber qué responder, así que Flavio continuó—: No le digo que cambie el mundo, pero al menos cambie su propio mundo, dese una oportunidad.
Se le vinieron a la memoria las palabras de Roberta Moretti insistiendo en eso mismo, darse una oportunidad, cambiar las cosas que no le gustaban, pero cómo y de qué manera podría hacer ella tal cosa, ni siquiera pensarlo. Para ellos resultaba fácil plantearlo: él era hombre, se podía mover con libertad sin tener que dar cuentas a nadie, igual que Roberta, una mujer independiente, con dinero, dueña de su tiempo y de su vida. Encogió los hombros.
—¿Por qué habría de cambiarlo? Mi mundo está bien como está.
—¿Está segura?
Se hizo un incómodo y pesado silencio. Marta Ribas miraba absorta a Flavio Tassoni, abriendo y cerrando tenuemente los labios, boqueando una respuesta de la que no encontraba palabras que pronunciar. Flavio la observaba ávido de alguna.
—Será mejor que empecemos la clase… —balbució ella después de un rato.
Le dio la espalda y se sentó en la banqueta, delante del piano. Abrió la tapa liberando a las teclas de su encierro y dispuso la partitura. Se quedó inmóvil al oír la voz del profesor.
—¿Sabe que Alice Kalivoda sobrevivió a un campo de concentración nazi gracias a la música?
—¿Cómo iba a saberlo?
—Ella lo consiguió. Sobrevivió en aquel infierno porque se aferró a la magia de su violín. Creyó en ella misma, en su capacidad, y la utilizó en su favor para cambiar su mundo, para enderezar su destino, que era gris como las cenizas de los que salían por las chimeneas de los crematorios de esos campos malditos.
—Me alegro por ella —dijo con voz grave—. Es una gran violinista.
—Cuando usted me pidió que le impartiera las clases dijo que las necesitaba para sobrevivir…
De nuevo el mutismo, denso como el ambiente que se respiraba en aquella estancia cerrada a cal y canto para amortiguar los sonidos del piano, incómodos para algunos vecinos.
—Tenía que convencerle de alguna manera. No sé por qué se lo dije. Señor Tassoni, mi casa no es el paraíso, pero tampoco vivo en un campo de concentración en el que tenga que sobrevivir.
—Marta, ¿tiene una remota idea de lo que han sido esos campos?
En ese momento le hirvió la sangre, se giró sin levantarse y le habló con rabia contenida.
—Sí, señor Tassoni, sé lo que han sido esos campos, lo sé muy bien porque en uno de ellos perdí a mi madre, seguramente ella no era un genio, ni tenía nada especial que no fuera ser mi madre…, y tal vez no quiso…, o no tuvo la oportunidad de sobrevivir.
El profesor, de pie, se quedó inmóvil, consternado por el desacierto de sus palabras.
—Lo siento… Yo… —musitó balbuciente—, no lo sabía…
—No tenía por qué saberlo… —Su voz se dulcificó y bajó la mirada, pesarosa de su rudeza—. Usted no sabe nada de mí. Me da clases de piano, eso es todo.
Se giró y puso los dedos sobre las teclas y comenzó a tocar el Romance en mi menor, de Listz. Las primeras teclas fueron rápidas, enérgicas, vibrantes, volcada la rabia en ellas, soltada en cada inquieta presión, hasta que la propia melodía le otorgó la serenidad y sus manos crispadas se relajaron hasta acariciar el piano.
Flavio Tassoni la escuchaba absorto en el sutil vaivén de su cuerpo, que seguía el movimiento de sus brazos. Sintió un estremecimiento al contemplar su espalda erguida en posición impecable, cubierta por la fina tela de su vestido color canela que parecía hacer juego con el tono de sus ojos. Llevaba el pelo recogido y su nuca quedaba al descubierto, el cuello grácil y largo, y el nacimiento del pelo moreno en contraste con la blancura de su piel. Sintiendo el alocado latido de su corazón, fue bajando sus ojos desde la curvatura perfecta de sus riñones hasta abstraerse en las nalgas firmemente asentadas en la banqueta, atisbada la línea combada y carnosa de sus glúteos. Una postergada fogosidad le recorrió todo el cuerpo. Se acercó a ella y tendió su mano hacia su hombro sin llegar a tocarla, quedando suspendida en el aire. Ella continuaba concentrada en la pasión de arpegios y cadencias engendradas por la mente de Listz, y cuando terminó y se hizo un silencio henchido de resonancias vibrantes en el aire, se quedó quieta, sin volverse, como si intuyera la voluptuosidad a su espalda, que también le quemaba a ella.
Fue entonces cuando, con extrema delicadeza, él posó su mano sobre su cabello; ella no hizo nada, se quedó inmóvil, los ojos cerrados, sintiendo, tan solo sintiendo, como cuando tocaba la música, no pensar, únicamente dejarse llevar. Tassoni acercó el cuerpo hasta pegarlo a su espalda, poniendo de manifiesto toda su turgencia, que ella notó enseguida. El silencio se cortaba con largos y dulces suspiros. Ella se estremeció al percibir los latidos salaces del deseo. Con los cinco sentidos puestos en el tacto de sus manos, siguió la trayectoria descendente desde el pelo hasta el cuello, con una anhelada lentitud, con premeditada medida para evitar el sobresalto que hiciera estallar la magia recién germinada; de su cuello, aquellos dedos virtuosos pasaron a sus hombros y de estos, poco a poco, se fueron deslizando al interior de su escote y cuando llegaron a palpar la delicada y suave carne de sus pechos, ella se irguió para pegarse más a él, definitivamente entregada a esas manos de seda. Entre ambos, en un acuerdo tácito, desabrocharon los botones del vestido liberando su cuerpo, y así estuvieron un rato, sin darse la cara, cada vez más pegados, cada vez más encorvados, protegiendo él el cuerpo de ella, dejándose ella envolver por el de él. La obligó a levantarse para enfrentarla, y ella se dejó hacer sumisa, los ojos cerrados al principio, abrazada con delicia a su pecho, sintiendo una calidez lasciva apenas conocida. Él besaba su cuello, ella sentía sus labios suaves, frescos, mientras notaba sus manos recorriendo su cuerpo, dándole forma con su tacto, grabando en su mente cada curva, cada hueco para no olvidarlo nunca. Entonces ella le miró a los ojos y susurró su nombre como si se la escapase la vida entre los labios. Tendida en el suelo, ya desprovista de toda prenda, desnuda ante él, que se desvestía lento, admirado de la perfección de su pecho, la negrura del vello de su pubis, de la longitud de sus piernas, la curva de su cintura y la prominencia de sus caderas; inerte ella, deseada y deseosa de acogerle.
Con mucha delicadeza, Flavio se posó sobre ella, que tiernamente abrió los muslos para recibirle, y al sentir la calidez de su carne en contacto con su cuerpo, tembló. Bebiéndose los labios el uno al otro, Flavio se introdujo en ella y sus movimientos suaves, pausados, provocaron extraños ritmos ascendentes dentro de ella, inconsciente de sus gemidos. Le sentía agitarse sin carga de peso, como si fuera una pluma ligera, hasta que de repente se giró y se encontró a horcajadas sobre él. Penetrada por sus ojos oscuros, arrobados de una pasión azulada que los orlaba, el rostro tenso, deliciosamente tenso; sus nalgas bien apretadas a su cadera movida con un ritmo acompasado, aferradas las manos turbadoras de él a su cintura, recorriendo la suave curva de sus caderas; y el tiempo se detuvo, y el mundo dejó de existir por un instante para alcanzar el cielo con movimientos que ya no eran lentos, sino agitados, frenéticos, nacidos de las entrañas, con fluidos compartidos; y Marta creyó cabalgar por el universo a lomos de un corcel divino, hasta que estalló en ella una sacudida intensa, una convulsión de poderosa delicia, y percibió el estremecimiento de él, tan vívido, tan potente, tan enérgico que pareciera que toda la vida se le fuera en semejante esfuerzo. Y como si hubiera tronado una violenta tormenta de verano, sobrevino una paz rendida, acogedora, ella sobre él, su pecho contra su cuerpo, pegadas sus mejillas, susurrando jadeos, agudas exhalaciones, palabras incoherentes dichas sin consciencia.
En ese mismo instante, a muy pocos metros de ellos, en el pequeño rellano en el que parecía no llegar el aire, Antonio Montejano posaba el dedo en el timbre sin llegar a presionarlo, y al cabo lo retiró. Se giró dando la espalda a la puerta, atribulado, indeciso, con el deseo frustrado de derribar aquella barrera, sin valor suficiente para hacerlo. Llevaba un rato allí. Al subir las escaleras le había llegado el sonido del piano tamizado a través de paredes y ventanas; pero de pronto aquel endiablado instrumento había enmudecido, quedando suspendido en el aire irrespirable un vacío de voces cotidianas y remotas; y, durante un rato, de pie ante aquella puerta, sudoroso y temblando a la vez, deseó con todas sus fuerzas que volviera el ruido, que por una sola vez la música le salvara a él de aquella descarnada duda. Sin embargo, la música no le ayudó, y el silencio impenitente continuó terco, mordiéndole el alma; y se precipitó escaleras abajo hasta llegar a la calle y huyó de sí mismo, de sus miedos, caminando sin rumbo, con la mente inquieta, arrebatado por un sudor pegajoso.
El día anterior, Mauricio Canales le había llamado a su despacho en el juzgado, y le había contado dónde iba su mujer cada tarde: la calle, el portal y el piso en el que pasaba las dos horas dando clases de piano, con un profesor del conservatorio.
—Su nombre es Flavio Tassoni, italiano, cuarenta y ocho años —le había relatado Mauricio leyendo de una libreta que tenía en la mano—, compositor y director de orquesta muy reputado en todo el mundo; estuvo casado con Giovanna Marinelli, una de las mejores violinistas de Europa en este siglo, que murió, junto a sus dos hijas, en el verano del cuarenta y tres, en uno de los bombardeos de Milán. En septiembre de ese año llegó a Madrid. Desde entonces, da clases en el conservatorio. Desde la muerte de su familia, ha rechazado reiteradamente contratos para dirigir las mejores orquestas del mundo… —calló un instante, le miró y se desprendió de los lentes de montura negra—, aduce que le han desaparecido la energía para dirigir y el espíritu para componer.
—Entonces, lo único extraño en todo esto es que, en vez de en el conservatorio como ella me ha dicho, recibe las clases en casa de ese Tassoni.
—Una casa en la que vive solo —le había dicho Mauricio con mirada taimada—. Le diré dónde considero yo que reside lo extraño de este asunto —había dicho el juez, prendiendo un cigarro que mantenía apagado entre los dedos—. Mi contacto ha averiguado que el señor Tassoni, además de no dar conciertos ni componer ni una sola línea por mucho dinero que le pongan encima de la mesa, rehúsa sistemáticamente impartir clases particulares a los hijos de familias muy pudientes de Madrid, incluso tengo entendido que, hace tan solo un par de meses, prácticamente echó de su despacho del conservatorio a la esposa de un ministro del Generalísimo, que había acudido a entrevistarse con él para solicitarle, previo pago de una cantidad indecente, un refuerzo a domicilio con el fin de mejorar el solfeo y practicar el piano de uno de sus hijos adolescentes, que por lo visto se perfila como un extraordinario pianista. —Había mostrado un mohín de cierto disgusto—. No hubo manera de convencerle, y sus formas fueron indignas hacia una dama ilustre, a pesar de que se le informó puntualmente de quién se trataba y de las consecuencias que podría tener su actitud. Y ahí es donde radica lo raro de todo esto: ¿Por qué razón, habiendo rechazado ofertas interesantes y sustanciosas, ha aceptado impartirlas a su esposa por un precio evidentemente más bajo?
—Sí que es extraño —murmuró Montejano pensativo—, porque con lo que paga ahora mismo, le llega para un profesor más bien mediocre.
—Ese extremo, Antonio, lo tendrá que averiguar usted.
—Está bien… —había musitado, dispuesto a regresar a su mesa a continuar con la ingente tarea que le iba cayendo a medida que pasaba la jornada—, gracias, Mauricio.
—¿Puedo preguntarle qué piensa hacer, Antonio?
Él le había mirado un instante con gesto perdido, aturdido.
—No lo sé muy bien… Todavía no lo sé, ya lo pensaré.
Se levantó dispuesto a marcharse, pero la voz del juez le retuvo de nuevo.
—Si usted quiere, Antonio, yo puedo hacer que ese hombre sea expulsado de España en menos de una semana. Con el feo que le ha hecho a la señora del ministro, le aseguro que es cosa fácil. Así se quita el problema.
—No, déjalo. Hablaré con Marta. Es posible que esté haciendo una montaña de un grano de arena.
—Antonio, si me permite la confianza…, creo que da demasiadas alas a su esposa. A mi modesto entender, está siendo demasiado condescendiente con ella, y bastante ha dado que hablar durante su estancia en el hospital. Se lo digo desde el máximo respeto, Antonio, y con el ánimo de ayudarle, como usted comprenderá. El otro día me dijo que las mujeres buscan su espacio, y algunas pretenden buscarlo donde no les corresponde. Marta ha recuperado su piano, tienen una casa estupenda; ¿no se ha parado a pensar para qué quiere recibir unas clases que, es evidente para todos los que tenemos el gusto de oírla, no necesita? Marta no va a dar ningún concierto. Si quiere tocar como un entretenimiento, que lo toque pero en casa. Es mi opinión personal.
Antonio lo había mirado fijamente y por fin había salido de aquel despacho con más dudas de las que lo llevaron hasta allí, y sobre todo se sintió humillado y afrentado, no sabía muy bien todavía por quién, pero el sentir estaba ahí, y le dolía.
Había llegado a casa muy tarde, algo bebido y apestando a perfume rancio, que Marta había percibido al meterse a su lado en la cama. Había tenido el sueño inquieto. Aquella mañana se había levantado más temprano de lo normal y había salido sin desayunar y sin dirigir una palabra a nadie.
Nada más llegar al juzgado solicitó permiso a Mauricio Canales para salir a las tres de la tarde. El juez no le había puesto ninguna pega; al contrario, le dio ánimos y le dijo que no era necesario que regresara, que se tomase la tarde libre y que al día siguiente hablarían.
Los dos amantes recién estrenados permanecían tendidos sobre la alfombra, desnudos, exhaustos, en un silencio relamido de recuerdo, envueltos en caricias infinitas, dulces, deleitosas. Ella entregada a su regazo, cobijada entre sus brazos poderosos, plácidamente mecida por los latidos de aquel corazón italiano.
—¿Cómo lo hizo? —le preguntó ella una vez recuperada la laxitud de sus cuerpos y sus mentes.
—¿A qué te refieres? —inquirió Flavio, besando cada uno de sus ojos.
—Alice Kalivoda, ¿cómo pudo sobrevivir a aquel infierno?
Hubo un silencio durante un instante. Flavio tenía sobre su brazo derecho el cuerpo de Marta. Puso el izquierdo bajo su cabeza, y con la mirada en el techo, le habló con voz muy queda, meciendo sus palabras.
—Alice es judía, igual que el resto de los que componían la orquesta. Vivía en Praga con su marido y su hijo pequeño. Tenía un vecino que se deleitaba escuchándola tocar el violín, un oficial nazi de origen alemán. Cuando Hitler invadió Praga, todos los judíos fueron marcados con una estrella de David en sus ropas. Pronto empezaron las deportaciones; entre los primeros grupos estuvo toda la familia de Alice, padres, hermanos, cuñados, sobrinos, tíos, sus dos abuelas, amigos… Cada día que pasaba, un grupo tenía que marcharse a un destino entonces incierto para la mayoría. El vecino alemán consiguió retrasar el traslado de Alice todo lo que pudo; pero en enero del cuarenta y dos, Alice y su marido llegaban al campo de Theresienstadt, al norte de Praga. Los nazis quisieron adornarlo como un campo modelo; allí llevaron a los judíos más eminentes o destacados en cualquier oficio o profesión: músicos, directores de orquesta, de cine, actores, escritores, científicos, catedráticos de universidad…, lo más selecto de la sociedad cultural, científica y docente. Alice tocaba su violín cada noche para los que estaban en el campo. Los alemanes no mostraban su entusiasmo, hacerlo les podía suponer problemas.
—No entiendo —lo interrumpió Marta, que le observaba con la mejilla posada en su hombro—, ¿por qué?
La nuez de la garganta de Flavio Tassoni subió y bajó al tragar saliva. No se movió de su postura estática, como si estuviera leyendo en el techo lo que iba contando.
—Hitler prohibió a los alemanes arios valorar cualquier cosa proveniente de los judíos, aunque fuera la genialidad más extraordinaria. Por eso ni oficiales ni soldados alemanes mostraban ni un atisbo de entusiasmo, solo estaban allí, escuchando entre el resto de los prisioneros, aparentemente ausentes, sin interés, aunque resulta difícil ocultar el deleite de algo bello; hubo oficiales que la felicitaron en privado, y otro le dio las gracias por hacer la vida más grata con su violín —calló unos segundos y de nuevo su nuez subió y bajó en su cuello terso, largo, nervudo—. Su hijo, de solo tres años, murió de hambre en sus brazos a los pocos meses de llegar allí; y cuando su marido estaba pronunciando el Tziduk Hadin, una ceremonia breve que hacen los judíos antes de enterrar a los suyos, un soldado alemán le voló la cabeza. Aquella misma noche, Alice tuvo que volver a tocar su violín, su rostro todavía estaba salpicado de la sangre de su esposo. Fue una de las interpretaciones más intensas y vívidas que hizo, tanto que el oficial que le había dado las gracias en privado, arrobado por la pasión incontenible de la música, no pudo o no supo contenerse y aplaudió al terminar; no pasó nada porque otro compañero le avisó a tiempo.
»Alice tenía dos opciones, o dejarse morir, lo cual resultaba muy fácil en aquel lugar, o bien sobrevivir. —En ese momento torció el rostro y la miró; sus ojos oscuros, penetrantes, serenos, la observaron durante un rato—. Tomó la decisión de seguir adelante, de sobrevivir a aquel infierno para tocar el violín y seguir haciendo la vida más grata a aquellos que quisieran escucharla. —De nuevo volvió la mirada al techo—. Tocaba siempre que la dejaban sus obligaciones de trabajo en el campo. Apenas sin fuerza por la pérdida de los suyos y la desnutrición, parecía renacer en cuanto el violín se encajaba en su barbilla. En mayo del año pasado el campo fue liberado por los rusos, pero, al regresar a Praga, se encontró con que su casa había sido ocupada por unos extraños. No le quedaba más pertenencia que su violín. Uno de los músicos de la orquesta del otro día la acogió en su casa, pero los rusos no les iban a dar demasiadas facilidades, así que cuando se les presentó la ocasión de salir de lo que se estaba convirtiendo en otro infierno, lo hicieron; sabían que no tendrían más oportunidades y la aprovecharon. El viaje fue largo, duro y muy tortuoso. Llegaron a Madrid hace tres meses y han podido ir sobreviviendo otra vez gracias a la música a través de sus conciertos.
—Es una historia muy dura, pero contiene la esperanza.
—Sí, eso pensaba yo cuando me lo estaba contando. Uno se piensa que lo suyo no tiene remedio, que sus penas son irreparables, que las pérdidas de los seres queridos son heridas que nunca cicatrizarán, pero al final te das cuenta de que cualquier rumbo que quieras dar a tu vida únicamente depende de ti.
—Yo creo que hay muchas cosas que es imposible cambiar —dijo Marta jugando con el vello de su pecho—. Únicamente te queda amoldarte como puedas, aceptarlo y vivir.
Flavio la miró de nuevo y la besó con ternura en los labios, lentamente, con una delicada suavidad que le erizó toda la piel. Luego volvieron al regazo, el uno recogido en el otro.
—Y tú, Marta, ¿a qué quieres sobrevivir?
Ella alzó los ojos y le miró un instante, para luego esquivarlos y besarle el pecho con fruición, como si estuviera sedienta de ser amada. Flavio la cogió de la barbilla y la obligó a mirarle.
—¿Qué te hace tan infeliz, Marta?
Ella le mantuvo la mirada unos segundos y bajó los párpados rendida.
—No importa —susurró.
—A mí sí, me importa todo lo que tenga que ver contigo.
—No, Flavio. —Se incorporó como si tuviera un resorte y quedó sentada, dándole la espalda, abrazada a sus rodillas. Él se mantuvo tumbado, acariciando la curva de sus riñones—. Esto ha sido un espejismo. No hay nada de verdad en lo que hemos hecho. Soy una mujer casada, tengo una hija… Flavio, soy una mujer casada… —Se estremeció.
—Marta…
Flavio se sentó a su lado y la abrazó. Ella miró a un lado y a otro como si despertase de un sueño.
—¿Qué hora es? —preguntó—. Dios mío, debe de ser muy tarde.
Se levantó y empezó a vestirse con prisas inusitadas, nerviosa, sin mirar a su amante, que permanecía sentado con los codos sobre las rodillas.
—No te vayas… Quédate conmigo.
—Estás loco. Esto no está bien…
Flavio la cogió de la mano y la hizo detenerse y mirarle.
—No me digas eso, Marta, dime que ha sido bueno para ti…, dímelo…
Ella, quieta, anclada de su mano al suelo, le miró con ternura y esbozó una sonrisa. Se agachó y le envolvió la cabeza con sus brazos apretándola contra su pecho. Él se dejó mecer como un niño.
—Dios mío, ha sido maravilloso…, nunca había sentido nada igual… Dios mío…, Flavio…
Se soltó de su maternal encierro para mirarla.
—Marta, tu presencia me ha dado armas para sobrevivir a una muerte a la que me entregué el día que aquel maldito bombardeo me arrancó el alma… —calló un instante y tragó saliva—. Con tu presencia siento mi corazón latir, respiro de nuevo y el aire entra en mis pulmones, y mi mente vuelve a funcionar… Marta, he vuelto a componer otra vez… —se calló, le sonrió sagaz, y sonriente, como un niño emocionado por enseñar su tesoro, se levantó del suelo con agilidad—. Te enseñaré algo.
Marta se puso en pie asimismo, y desde su posición le siguió con la mirada mientras se acercaba a la mesa y revolvía entre las carpetas y partituras que tenía desparramadas sobre ella. Admiró su desnudez, sus piernas largas, rectas y nervudas, sus nalgas musculosas, valles y depresiones a lo largo de su espalda, y sus caderas, que le proporcionaban unas formas perfectas y le convertían, a sus ojos, en un David de carne y hueso.
Flavio se giró sonriente, radiante, sosteniendo unas partituras en la mano que le mostró orgulloso.
—Es lo más hermoso que he creado jamás… —balbuceó con la voz emocionada.
Ella permaneció quieta, abstraída en sus ojos.
—Es una sonata… —continuó él—, está dedicada a ti.
—¿A mí? —preguntó ella llevándose la mano al pecho.
—Eres tú quien me ha proporcionado toda la esencia para crearla…
—Quiero escucharla…
Inmóvil, como si hubiera perdido la fuerza de su mano, las hojas que Flavio sujetaba se deslizaron hasta el suelo. Con los ojos arrobados de un brillo cristalino, se acercó a ella. Despacio, la agarró por la cintura y tomó su mano en posición de iniciar un baile. Sin dejar de mirarse, igual que si el equilibrio de sus cuerpos pendiera de los ojos del otro, cercanos los labios sin llegar a rozarse, empezaron a moverse lentamente.
—Está dentro de tu alma y de la mía —le susurró mientras sus cuerpos se balanceaban en medio del silencio—, escúchala, siéntela latir en tu corazón y que recorra tus venas… Es la Sonata del silencio, nuestra sonata, tuya y mía, solo tuya y mía.