3

Basilio Figueroa había decidido acudir a la llamada de uno de sus amigos de la universidad. Habían quedado a tomar unas cervezas y luego se irían de bureo. Después de meses alejado de lo que le era propio y usual, enclaustrado en un monasterio, encerrado en su casa, y de todo el mes de agosto estudiando en la soledad más absoluta, tenía necesidad de volver de nuevo a la vida, beber, alternar y divertirse. La tarde había empezado bien. El reencuentro con los viejos compañeros de clase, a quienes no veía desde que se había metido en asuntos con el Káiser, resultó muy gratificante, y el grupo jaleó su vuelta al mundo de los vivos después de su desaparición casi total de la circulación.

—Se te echaba de menos, Figueroa —le decía Andrés Montalvo, uno de los más habituales—. Sin ti todo es más aburrido; estos son unos pringaos, no valen para nada, se recogen enseguida en los brazos de su mamá y cuando llega la época de exámenes no hay quien les llame. Se vuelven como monjes.

—¡Protesto! —interrumpió Pantoja, poniéndose en pie como si fuera a dar un discurso con aires de leguleyo—. Somos la cuadrilla de don Justo Quiñones, y no hay exámenes ni mujeres que nos agüen fiesta alguna.

—¡Ah, no, señores! —añadió Julito Contreras, un muchacho alegre y vivaracho que repetía cada curso y que tenía a sus padres tan contentos, porque los había convencido de que lo hacía así para que se le quedasen mejor las materias—. Yo soy un caballero y, si es menester, estoy dispuesto a que una mujer me agüe la fiesta, la carrera y lo que haya que aguar, y hasta ahogarme en sus pechos si fuere necesario…, siempre que la moza esté de buen ver. Si hay que perderse por una mujer, se pierde uno y no hay más que hablar.

—¡Y que alguien diga lo contrario! —interrumpió Montalvo vocinglero—, que aquí maricones no queremos.

—¡Eso, eso! —apuntaron todos con bullicio.

—Pues a mí me gustan las mujeres como al que más y no por eso he de renunciar a ser abogado —dijo Evaristo Rivera, intentando poner un punto de cordura en el cúmulo de sandeces que se vertían desde hacía un rato por causa del exceso de efluvios espiritosos; era el más intelectual y el único que llevaba los cursos al día—. Y por ahora, señores, para ser abogado, que yo sepa, no hay otra manera que no sea aprobar los exámenes…, todos sin excepción y por muy temprano que uno se levante.

—¿Os imagináis si los profesores fueran profesoras? —preguntó con sarcasmo Ginés Martínez, el más alto y fornido, rubio como un nórdico, y por eso le llamaban el Vikingo, cosa que le molestaba mucho porque lo relacionaba de inmediato con la cornamenta de los cascos y no consentía que se lo dijeran, al menos en su presencia—. Sería perfecto, la seducción acabaría con tanto examen, con las prácticas, con las clases… ¡Señores! —Levantó los brazos como si hubiera hecho un descubrimiento—. ¡Todo dependería de la calidad del galanteo! —Se fijó en Rivera—. Aunque ahí nuestro Evaristo suspendería hasta con las más feas.

—No te encampanes, Ginesito —replicó Rivera mostrando las mejillas encarnadas debido a las libaciones poco acostumbradas—, que se te va la fuerza por la boca y luego te agotas.

—Mira tú el trompeta… —se defendió el aludido—, anda que no te crees tú listo con eso de que apruebas todo…, y en junio, que hace falta ser capullo… Pero aquí, mi querido Evaristo, todos padecemos el mismo mal, ¿o es que ya se te ha olvidado cuando en diciembre anduviste rondando a esa morena de la que te encoñaste? Con esa no había ni clases ni exámenes que valiesen…, todo el día suspirando por las esquinas… —Acompañó sus palabras con un gesto seráfico.

—¿Yo? —El chico se levantó tambaleante—. Sabe Dios que eso no es cierto… No niego que la chica me atraía y que se me llegó a disponer bien…, con esas… dos buenas delanteras que tenía, que más que delanteras parecían cántaros de miel. —Se quedó un instante arrobado con el recuerdo de la chica, pero enseguida pareció recuperar la cordura y su rostro se tornó serio y grave—. No digo que esa Paquita me desvariase un poco el sentido, ahora, de ahí a saltarme una sola clase, ¡eso ni hablar! No hubo tal, señores.

—¿Te refieres a la maritornes aquella que se llamaba Paca? —inquirió otro levantando más la voz—. No jodas, Evaristo, pero si a esa nos la ventilamos todo el grupo antes de que pudieras olerla… ¡Joder, y lo fea que era!

El tiberio aumentó con risas bullangueras, carcajadas y burlas soeces que se hacían estridentes en aquel rincón del local del Abra.

—Y tú, Figueroa, ¿cómo llevas los exámenes? —le preguntó Montalvo en un receso de las chanzas a la que se sometía al pobre Evaristo—. ¿Aprobarás alguna? ¿Pasas de curso o te quedas con nosotros?

Basilio chascó la lengua con ademán regalado.

—El de Mercantil no me salió mal, pero el de Penal…, ahí yo creo que anduve un poco flojo —calló un instante encantado de ser el centro de atención del grupo—. De todas formas, me da a mí, Andresito, que este año me quedo. Será que te aprecio mucho y no quiero perderte de vista.

—Pues brindemos por la recuperación de Figueroa para seguir amenizando las clases de don Justo.

Todos se levantaron, alzaron los bocks de cerveza y brindaron juntando las jarras con tanto ímpetu que parte del líquido se derramó por sus manos. Don Justo Quiñones era un viejo profesor de Derecho Canónico a punto de la jubilación; de aspecto frágil y quebradizo, despistado y siempre absorto en sus lecturas filosóficas que le estaban secando los ojos, había consagrado toda su vida a la docencia con la entrega de un padre amantísimo. En los últimos cursos, el grupo encabezado por Basilio Figueroa y Andrés Montalvo, que se hacían llamar la Cuadrilla de don Justo, se dedicaba a acudir a sus clases y hacerle perrerías intolerables para cualquiera, ya fuera montar bronca por un artículo del Código Canónico como hacer una comilona a base de chorizo, quesos, vino y pan, mientras don Justo intentaba explicar alguna materia. El hombre no se enfadaba nunca, ni se alteraba por la algarabía que le obligaba a subir el tono de voz más de lo que sus cuerdas vocales le dejaban; aceptaba aquellas barrabasadas como males propios de la juventud que tan solo se curarían, según su criterio, con la edad. Tenía más paciencia que un santo, y como veía poco y oía menos, muchas de las faenas se quedaban en la juerga que los estudiantes se corrían a su costa.

Al sentarse tras el brindis, Basilio atisbó a Antonio Montejano al fondo de la barra, sentado en un taburete, solo y cabizbajo. Tenía un cigarro en la mano y en la otra sujetaba un vaso de güisqui. Se levantó y se fue hacia él, jaleado por los suyos, que pronto le olvidaron para entregar su atención en las piernas como columnas y los pechos prietos pugnando por salir del escote de sus blusas de tres señoritas que se habían acercado hasta ellos buscando negocio.

—Hola, Antonio. —Se sentó a su lado en una banqueta alta, y puso los codos sobre la barra—. ¿Me invitas a una copa?

Antonio encogió los hombros sin decir nada.

—Beberé lo mismo que el caballero —le indicó Basilio al barman, que ya esperaba la solicitud de la consumición al otro lado de la barra.

—Güisqui doble sin hielo —anunció el camarero poniendo un vaso sobre el mostrador, para inmediatamente llenarlo hasta el borde.

—Veo que le pegas fuerte —dijo el hijo de Figueroa, una vez que el barman se alejó.

—¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones de lo que bebo? —preguntó Antonio arisco.

—Nadie te las ha pedido.

—Pues entonces.

Se hizo un silencio entre ellos. Antonio fumaba ensimismado.

—¿Me das un cigarro? —le pidió Basilio.

Antonio se volvió hacia él con una sonrisa mordaz.

—Acabáramos, a lo que tú has venido es a gorronear.

—Algo de eso hay —contestó Figueroa siguiendo la actitud de Antonio—. Desde que no trabajo para ese mafioso, estoy más tieso que un garrote.

—Pues pídeles a tus amigos.

—¿Esos? —inquirió volviéndose un poco hacia el grupo envuelto en risas dionisiacas—. Esos andan peor que yo. No han visto cien duros juntos en su vida.

Antonio le miró al bies un instante y empujó el paquete que tenía sobre la barra para que cogiera uno.

—Se agradece —dijo Basilio extrayendo un pitillo. Se lo puso en la boca y lo encendió con un mechero suyo. Aspiró el humo y luego lo soltó lento—. ¿Cómo estás de lo tuyo?

—¿De lo mío? —Hubo un silencio. Basilio se llevó el vaso a los labios y echó un trago—. Voy tirando. La morfina y el alcohol me ayudan.

—Ya veo. —De nuevo un silencio incómodo—. ¿Y Elena? ¿Cómo está?

—¿Elena? —Encogió los hombros—. Acaba de llegar de su luna de miel, ¿cómo iba a estar?

—¿Está bien? —insistió.

Por primera vez, Antonio se giró hacia él y le miró fijamente.

—¿Desde cuándo te preocupa a ti mi hija?

—Desde siempre. La quiero como si fuera mi hermana.

—Pues nadie lo diría después del lío en el que la metiste vendiéndola como a un vulgar fulana —le espetó con acritud.

Basilio se sintió dolido por aquellas palabras, pero sabía que eran ciertas y comprendía el enfado de Antonio. No le había perdonado lo que sucedió en casa del Káiser, y que la hubiera involucrado en unos negocios tan sucios como peligrosos.

—Antonio, aquello fue un grave error por mi parte, no puedo justificarlo si no es por el chantaje y la maldita droga en la que estaba atrapado. Ya pedí perdón y creo que estoy pagando mi culpa. Ese cabrón me la tiene jurada por denunciarle.

—¡En el infierno teníais que estar, tú y ese cabrón, penando lo que hicisteis! —murmuró con rabia contenida sin llegar a mirarle. Se llevó el vaso a la boca y se bebió todo el contenido de un trago—. Gregorio, ponme otro.

El barman se acercó y le llenó el vaso. Luego se alejó para continuar su charla con dos mujeres que estaban sentadas mirando al grupo de estudiantes regodeados en las chicas que ya estaban entre ellos.

—¿Tú te fías de Mauricio? —preguntó Basilio.

—¿Por qué no iba a fiarme?

—No sé. No me parece trigo limpio. Tiene algo…

—¿Y de quién tenía que fiarme, de un tipo como tú?

—Creo que Elena no va a ser nunca feliz con ese hombre.

—Te recuerdo que fue Mauricio Canales quien sacó a mi hija del lío en el que tú la metiste.

—El hecho de que ayudase no le da derecho a quedarse con ella para siempre.

—Ah, ¿no?, pues a pesar de que un cabrón más grande que tú casi me la desgracia, ha consentido casarse con ella.

—¿Consentido? —Soltó una sonrisa sorprendida—. ¿Mauricio, consentir casarse con Elena? No me jodas, Antonio, pero si le ha tocado el gordo de la lotería; Elena es la mujer que cualquier hombre desearía como esposa.

—Pero está casada con Mauricio Canales. ¿Tienes algo que decir? —le inquirió amenazante.

—La gente habla…, se murmura que ha sido un apaño.

—La gente siempre habla, hagas lo que hagas, como si no haces nada —se calló y se giró hacia él mirándolo con fijeza—. ¿Desde cuándo das tú pábulo a los cotilleos de escalera?

—Te ha dado trabajo a cambio de…

No le dio tiempo a terminar porque Antonio le agarró de la pechera en claro enfrentamiento a él.

—¿Y tú qué sabrás de lo que me ha dado o lo que no? Tu padre también me dio trabajo en su día. ¿No debía fiarme de él por eso?

Basilio no hizo nada mientras Montejano le mantuvo aferrado a sus manos, tenso y agresivo. Al cabo, le soltó con un gesto despectivo y bebió un trago. Figueroa respiró y se recompuso.

—Yo solo te advierto que tengas cuidado, Antonio, que Mauricio no es trigo limpio.

Le miró un instante, moviéndose entre el desprecio y el coraje que le provocaban sus palabras, que, muy a su pesar, sonaban como grandes verdades en su cabeza.

—¿Y a ti quién coño te ha dado vela en este entierro? ¿Me lo puedes decir?

Basilio Figueroa le miró a los ojos un instante, se bebió el resto del güisqui y se levantó.

—Ojalá no tengas que darme alguna vez esa vela… —Se colocó el sombrero—. Gracias por el güisqui, te debo una.

Se dio la vuelta y se alejó. En ese momento, el grupo se disponía a marcharse a un lugar más asequible a sus escuetas carteras, donde poder liberar los placeres de la carne.

Antonio Montejano le observó mientras salía del local; justo antes de bajar las escaleras hacia la calle, el hijo de Figueroa se volvió y le miró. En ese momento, Antonio retiró los ojos. Recordó lo que Marta le había dicho momentos antes de salir hacia los Jerónimos, el rostro de Elena, suplicante, ansioso porque la creyese…; sin embargo, no lo hizo, no la creyó, ¿qué iba a hacer?, ¿detener la boda y formar un escándalo? ¿Quién saldría perdiendo? Mauricio no, por supuesto; ya se encargaría él de montar la historia a su conveniencia; pero Elena quedaría marcada para siempre. Además, se trataba de su marido, ¿qué importaba ya? Todo se había quedado entre ellos. Ahora dependía de ella que las cosas fueran bien en el matrimonio.

Estaba dando vueltas a las palabras de Basilio cuando uno de los chicos que acompañaban a Basilio irrumpió en el local con el rostro descompuesto pidiendo a voces una ambulancia, pegado a la barra, gritando reiteradamente a los camareros que llamasen a un médico, que se moría.

Antonio se acercó y cogió al chico por el brazo.

—¿Qué ha pasado?

—No sé… —hablaba balbuciente, con los ojos muy abiertos pero la mirada ida, nervioso—. Estábamos todos decidiendo adónde ir…, alguien se acercó a Basilio, le dijo algo, y después… se desplomó… Tiene mucha sangre…

—¿Basilio…, Basilio Figueroa?

El chico asintió atendiendo a uno de los camareros, que intentaba calmarle diciendo que ya habían avisado y que venía de camino una ambulancia.

Antonio se precipitó a la calle. Se encontró con un espectáculo dantesco. Basilio Figueroa estaba tendido en la acera, la cabeza sujeta por uno de sus amigos, que le miraba desesperado, y en su vientre se atisbaba una mancha de sangre oscura y espesa que intentaba taponar con sus propias manos. Montejano apartó a alguno de los amigos que, torpes y azorados, impedían llegar hasta él, y se arrodilló junto al cuerpo del hijo de Figueroa.

—Basilio…, ¿qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?

—Antonio… —Los ojos del hijo de Figueroa reflejaban el miedo intenso—. Han sido ellos…, los hombres del Káiser… han venido a por mí…, me han matado…

—No te han matado, Basilio, aguanta. Ya viene el médico. Te vas a poner bien, muchacho, te vas a poner bien…

—Antonio… —Agarró la mano de Montejano y este se estremeció por la fuerza con que lo hizo—. No dejes que me muera…, no quiero morirme…

—No vas a morirte, no voy a dejar que te mueras, ¿me oyes?

—¡Dios mío! —susurró Basilio con gesto vencido—, me muero… —Tragó saliva y su nuez subió y bajó con rapidez. Se aferró con más fuerza a la mano de Montejano y le obligó a acercarse a él—. Antonio…, si me pasa algo…, si me muero… Le prometí a Elena que cuidaría de ella…, se lo prometí… No quiero volver a fallarle, no quiero volver a hacerlo… —Su gesto se quebró de pronto—. ¡Diosss! Cómo duele…

El sonido de una ambulancia marcó los segundos siguientes. Un hombre con una bata blanca le examinó durante unos minutos, rodeado de un silencio inquieto de gente que miraba absorta el manejo sabio del galeno, ya no solo los ocho amigos del herido, toda la clientela del Abra, incluyendo al personal, había salido del local a presenciar el suceso, y ya empezaban a salir los de Chicote, situado justo enfrente, además de los transeúntes que paseaban a esas horas por la Gran Vía.

Dos camilleros esperaban pacientes las órdenes del médico mientras se procedía a los primeros auxilios; luego, le colocaron sobre la camilla, siempre con la supervisión del galeno. En ese momento apareció la guardia urbana y empezó a poner orden en el guirigay que ya se había montado en la calle a costa del suceso.

—¿Puedo ir con él? —preguntó Antonio al camillero.

—¿Es usted pariente?

—Como si lo fuera.

—Lo siento, caballero, si no es pariente directo, no puede subir a la ambulancia.

—¿Adónde se lo llevan?

—Al Provincial.

Antonio Montejano se acercó a Basilio y, antes de que lo introdujeran en la parte de atrás de la camioneta, le agarró la mano para llamar su atención.

—Aguanta, Basilio, ¿me oyes? Hazlo por ella, por Elena.

Basilio Figueroa le miró con los ojos llorosos, destilando un temor atroz a la sombra de la inoportuna muerte. Esperó a que acomodaran la camilla en el interior; a su lado se sentó el médico. Los camilleros se subieron en la parte de delante y la ambulancia emprendió la marcha entonando el agudo sonido de la sirena.

Antonio se montó en un taxi que estaba detenido mirando el jaleo y le ordenó que siguiera a la ambulancia. El taxista quiso saber lo que había pasado, pero Antonio Montejano no atendía a las preguntas, dudas y conclusiones a las que el mismo conductor llegaba, abismado en la terrible posibilidad de que Basilio Figueroa pudiera morir.

La sonata del silencio
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