3

Tanto la viuda de Canales como su hermana Remedios poseían la innata tendencia a pensar siempre mal del prójimo, acentuada esta propensión si se trataba de una mujer, y si además tenía el «defecto» de ser joven, había que añadirle esa naturaleza aún inquieta y sin embridar que incrementaba los yerros e insolencias desmedidas, y era ahí donde había que intervenir y enderezar el árbol para que no creciera torcido.

Fue esa la razón principal por la que consideraron imprescindible una estricta vigilancia de la recién estrenada señora de Canales, a quien veían extremadamente desorientada, debido no solo a su juventud, sino también al inconveniente de la falta de una adecuada disciplina (dada la evidente laxitud de sus progenitores) en las labores propias y habituales de una mujer de su casa, y más después del vergonzante incidente de las cartas encontradas por el sufrido marido, hijo y sobrino querido. Si se fiaban poco de la niña (así se referían entre ellas con algo de retintín), menos lo hacían de la madre; fue esa la razón por la que cuando aquella mañana había dicho Elena que iría a la peluquería con su madre, doña Remedios había porfiado en ir con ellas, y ante el manifiesto rechazo de acompañarlas, las dos, la viuda de Canales y la solterona Escamilla, se habían quedado con la mosca detrás de la oreja.

Las sospechas de su mal hacer y de la falta de tacto se habían hecho evidentes con la llamada, a eso de la una, de Marta Ribas dando el recado de que faltarían a casa a comer. Aquella mujer no tenía vergüenza, después de lo que había sucedido, del bochorno que habían pasado con las dichosas cartitas de la niña, y ahora madre e hija se iban a comer por ahí como si fueran dos mesalinas sin obligación ninguna para con sus hombres.

Doña Melchora estaba sulfurada, y a su inquietud echaba leña la arpía de la hermana. Por eso, cuando Mauricio apareció a las dos en punto para comer, la madre y la tía le montaron el primer numerito, que ya dejó desconcertado al marido. Tras una comida tensa y silenciosa de los tres Canales Escamilla, Mauricio se marchó al juzgado a solucionar un asunto urgente que no admitía espera, dando instrucción a las mujeres de que en cuanto llegase su esposa le dieran aviso. Pero el aviso no llegó, y el juez regresó a casa sin que hubiera noticia alguna de Elena ni de su madre.

Por su parte, Rafael Figueroa intentaba calmar los nervios, ya desatados, de Virtudes, preocupada por la tardanza y la ausencia de su querido hijo, y después de que Venancia hubiera hecho saltar las alarmas apareciendo en el gabinete con gesto asustado comunicándole a la señora que la maleta del señorito no estaba y que además faltaba ropa de su armario y sus cosas de aseo. Tras comprobar lo dicho por la criada, doña Virtudes se había encarado con su marido ante su pasividad por el hecho, ya demostrado, de que Basilio se había ido de casa sin decir nada, y ante la insistencia de llamar a la policía para dar parte de su desaparición, Rafael decidió que había llegado el momento de informar a la madre.

—Basilio estará bien, Virtudes, confía en mí; es mejor que esté fuera una temporada, por su seguridad.

—¿Por qué no me has dicho nada?

—Te lo estoy diciendo ahora.

—Pero ¿dónde está?

—En lugar seguro, no debes saber nada más que eso.

—Soy su madre, tengo derecho a…

—Y yo su padre, y sé lo que tengo que hacer con mi hijo. Y se acabó la historia. Y que te quede muy claro, Virtudes, a la vista de todo el mundo, Basilio está de viaje por la costa catalana, acompañando a unos amigos.

—Pero ¿qué amigos?

Rafael se armó de toda la paciencia de que fue capaz para hacer entender a la madre lo grave de la situación.

—Mujer, a ver si lo entiendes…, es un suponer… Nadie debe saber dónde está, porque su vida corre peligro. ¿Me entiendes? —Encendió un cigarro y aspiró el humo para luego soltarlo por la boca y la nariz—. El comisario Olarte ha dicho…

—¿Él lo sabe?, ¿sabe el comisario que Basilito se ha ido?

—Sí, mujer, claro que lo sabe, y me ha insistido en que el hecho de que nosotros mostremos normalidad en todo esto resulta fundamental para no poner en peligro a Basilio. Mejor guardar silencio que hablar, y si no tienes más remedio, lo que te he dicho, que está de viaje y punto en boca. Y no hay más que hablar del asunto. Últimamente Basilio sale poco; no se le echará de menos; así que si nadie pregunta, tú a callar, y adviértele a esa zopenca de Venancia que no meta la pata, que la pongo en la calle. —Volvió a fumar observando a su mujer de reojo, con esa cancamurria que parecía llevar encima desde hacía unos meses, caminando siempre como si llevase grilletes en los pies, arrastrando el alma con sus jeremiadas lastimeras—. Reza tus rosarios y estate tranquila, porque tu hijo va a estar muy bien.

El timbre de la puerta retumbó estridulario. Venancia fue a abrir y, al cabo de unos segundos, apareció acompañada de Mauricio Canales.

—Buenas noches, Virtudes. —Solícito, se dirigió a la mujer, que apenas reparó en su presencia—. Perdone las molestias…, Rafael —añadió hablando al notario—, ¿podría hablar con usted? Será solo un momento.

Pasaron al salón y Rafael cerró la puerta para evitar que Virtudes pudiera oírles. Sabía a qué venía y estaba preparado para ello. La estancia estaba fría y parecía más vacía desde que no estaba el piano.

—Rafael, ¿usted sabe dónde puede estar mi esposa?

—¿Cómo iba a saberlo, Mauricio?

—Ya…, lo sé…, es que esta mañana ha salido con su madre y mire la hora que es y no han aparecido ninguna de las dos…

—¿Ha preguntado a Antonio?

—No está; Juana me ha dicho que se marchó a eso de las siete…, y que le había visto preocupado.

Rafael llenó dos copas del mejor coñac y le tendió una a Mauricio; la cogió cabizbajo, con gesto de preocupación.

—Madre e hija por ahí… —musitó despacio el notario—. Parece mentira que no conozca usted a las mujeres, Mauricio. Se habrán entretenido con alguna tontería. Ahora hay tantas tiendas, y tantos grandes almacenes que parece que se tragan a nuestras mujeres para luego soltarlas con las manos llenas de paquetes y vaciada la cuenta bancaria.

—No…, si… ya lo había pensado, pero… no sé, me extraña… ¿Y si les ha pasado algo y estamos aquí tan tranquilos?

—Las malas noticias siempre son las primeras en llegar. —Le dio una palmada en el hombro—. Vamos, vamos, no se apure tanto y empiece a acostumbrarse a estas cosas. Ya verá como no tardarán en aparecer. Además, con el dinero que va a cobrar su suegra se podrían pasar el día entero de compras, y sin hacer dispendio de sus finanzas. Esas cosas las mantienen entretenidas, un mal menor, amigo Mauricio, un peaje más que hay que soportar para mantener contentas a las mujeres.

Mauricio volvió a subir a su casa sin despojarse de la preocupación, aumentada por la insistencia de su madre y de su tía, que le habían estado malmetiendo todo el día. Cuando se iba a meter a casa oyó la voz de Marta dando las buenas noches a Donato. Se asomó con ansia al hueco de la escalera y la vio subir sola.

—¿Dónde está Elena? —preguntó confuso, antes incluso de que llegara al descansillo del segundo.

—No lo sé —contestó fríamente, dirigiéndose a su puerta.

—¿Cómo que no lo sabe? Estaba con usted.

—Ya ves que no.

Fue entonces cuando Mauricio se sulfuró, perdió la poca paciencia que le quedaba y toda la tensión que tenía dentro se desparramó. Se fue hacia ella y la agarró del brazo con fuerza.

—Le he preguntado que dónde está mi esposa.

Marta le miró fijamente, primero a los ojos, luego bajó la vista al brazo.

—Suéltame, Mauricio, me haces daño.

—¿Dónde está mi esposa? —repitió encolerizado.

Marta clavó sus ojos en él y le susurró muy cerca de su cara, como si le escupiera las palabras.

—Mi hija está donde no puedas volver a ponerle tus sucias manos encima.

Se soltó del brazo bruscamente, pero Mauricio la golpeó con rabia en la cara. Marta, aturdida, con la mano en la mejilla, no supo reaccionar.

—¿Dónde está Elena? —insistió rabioso.

Las voces de Mauricio alertaron a su madre y a la tía, que salieron al rellano como dos cuervos en busca de la carroña.

—Si ya te lo he dicho yo… —mascullaba la tía Remedios al enterarse de que Elena no venía con Marta—, que algo tramaban estas dos…, que me lo he olido yo…

—Pero dónde andará esta criatura —murmuraba doña Melchora con el rosario en la mano apretándolo contra el pecho como un talismán—. Este hijo mío no gana para disgustos con esta chica, ¡ay, Señor, Señor!

Mauricio Canales estaba cada vez más furioso, mirando a Marta con tanta fijeza que parecía querer fulminarla con el fuego que le brotaba de los ojos, intentando encontrar algún gesto que le explicase qué era lo que estaba pasando.

Juana abrió la puerta, alertada también por el jaleo. Marta hizo un amago de entrar en su casa, pero su yerno no se lo permitió.

—Usted no se mueve de aquí hasta que no me diga dónde está mi mujer.

Ella le miró con inquina sin retirarse la mano de su mejilla golpeada.

—Será mejor que no la esperes, porque no la vas a volver a ver nunca más.

El bofetón esta vez fue tan violento que la arrojó al suelo y, una vez tendida, continuó propinándole patadas, enloquecido. Juana gritaba angustiada sin poder hacer nada, sin atrever a acercarse a aquel animal salvaje, y doña Melchora y doña Remedios hacían intentos infructuosos de sujetarlo con el miedo en el cuerpo de recibir también ellas un golpe.

Antonio Montejano llegaba en ese momento al portal, desolado por lo que había descubierto. Lo primero que vio fue a Donato mirando hacia arriba por el hueco de la escalera. Inmediatamente, oyó el jaleo y se precipitó escaleras arriba.

—¡Déjala, maldito seas, déjala en paz!

Fue el único que, con su empuje, retiró a Mauricio de su empeño por golpear a Marta. A partir de ese momento, los dos hombres se enzarzaron en una pelea; Juana se fue enseguida a atender a su señora, ya liberada del acoso de la vesania, encogida sobre sí misma y asustada, mientras que la viuda Canales y la tía Escamilla gritaban, ahora sí, por los golpes que se estaban asestando los hombres.

Venancia oyó los gritos y avisó a los señores. Hasta que no llegó Rafael, ayudado por don Escolástico, que asimismo acudió a los gritos, y por Donato, que dado el cariz que había tomado el asunto se había decidido a subir, no consiguieron separar a los dos contendientes.

Mauricio quedó bloqueado por la denodada sujeción del arquitecto retirado y del portero, además de su madre y su tía, que se habían puesto delante para impedir que siguiera arremetiendo. Rafael Figueroa sujetaba a Antonio Montejano, que, tambaleante y noqueado, empezaba a sangrar profusamente por la nariz.

—Mauricio, por el amor de Dios, repórtese, que es usted el jefe de casa. —Don Escolástico intentaba aplacar los ánimos encendidos utilizando su voz aflautada para que se le escuchase bien entre tanta algarabía.

—¿Dónde está mi esposa? —gritaba él sin hacer caso de las palabras de nadie.

Mientras, Juana había conseguido levantar a Marta y la metía en la casa casi a escondidas.

—Para ser juez, tiene usted la mano demasiado larga con las mujeres —le espetó el notario sin dejar a su amigo.

—¡Yo tengo lo que me da la gana! —gritó Mauricio expulsando la rabia por la boca—, y si no me dice dónde está mi mujer, los mando a todos a la cárcel.

—Vamos a calmarnos un poco —terció de nuevo Escolástico—. Gritando no se llega a ninguna parte. Mantengamos la calma y la fiesta en paz.

—¡Exijo saber dónde está mi esposa! —dijo Mauricio dirigiéndose al maltrecho Antonio—. Salió esta mañana con su mujer y no ha aparecido en todo el día…, y mire qué horas son.

—Yo no sé dónde está Elena —contestó Antonio dolorido—. Acabo de llegar.

—Pues pregúnteselo a su señora, que ella sí lo sabe —replicó Mauricio.

Rafael obligó a Antonio a meterse en la puerta derecha, dejando en el rellano a los demás, que, a pesar de la ausencia de los Montejano, no se atrevieron a soltar al juez. Pasados unos segundos, consiguieron convencerlo de que entrase en su casa.

La tía Escamilla porfiaba por llamar a la policía, a lo que se oponía su hermana, la viuda de Canales, aduciendo que si se presentaban los guardias en su casa, se daría aire a lo que ya presuponía un escándalo, por lo que consideraba manejar la situación con prudencia con el fin de perjudicar lo menos posible el honor y la honra de su adorado hijo. Mientras las dos mujeres hablaban de ello, el juez concernido se paseaba en silencio de un lado a otro del salón como un animal enjaulado, nervioso y alterado.

En casa de los Montejano la cosa no fue mejor. Tuvo que ser Juana quien curó las heridas de la cara a Antonio, conteniéndole la hemorragia. Marta estaba conmocionada por los golpes y la reacción de su yerno. Sabía que iba a ser duro, pero nunca pensó que la emprendiera a porrazos también con ella.

—Voy a poner una denuncia a ese mamón —decía Antonio entre quejido y quejido.

—Calle, calle —le decía Juana—, va a poner usted nada…, si es su yerno… ¿Qué pensaría la gente? Menudo escándalo.

—Tiene razón Juana —añadió Rafael—. Es mejor mantener la calma. Nada sale bien si se hace en caliente.

—Pero ¿dónde se ha metido esta estúpida? —se preguntaba Antonio de vez en cuando.

—Eso digo yo… —decía Juana, que no podía estar callada—. A ver si es que le ha pasado algo a la criatura, y estamos aquí discutiendo sin hacer lo que hay que hacer.

—No le ha pasado nada. —Fue la primera vez que Marta habló desde que habían entrado. Se encontraba sentada en uno de los sillones frente a la ventana; cerca de ella, Rafael, a medio camino de donde estaba Antonio, sentado en una silla junto a la mesa, dejándose hacer por las manos de la criada.

—¿Tú sabes dónde está? —preguntó Antonio retirando la mano de Juana de su cara.

—Elena está bien —dijo ella sin mirar a nadie—. No hay de qué preocuparse…

Antonio se levantó y se quedó quieto, mirándola.

—Rafael, Juana, dejadnos solos. Quiero hablar con mi mujer.

Los dos aludidos se marcharon, y Marta y Antonio quedaron solos y en un silencio tan denso que casi se podía respirar. Él de pie, inmóvil, mirándola con fijeza. Ella sentada, la cabeza apoyada en su mano, que reposaba a su vez en el brazo del sillón, los ojos cerrados, sintiendo su presencia, su mirada inquisitorial, llena de preguntas para las que no tenía respuesta.

—Marta, dime dónde está mi hija.

Ante esas palabras, ella alzó la cara y le miró.

—¿Ahora es tu hija? Cuando te interesa lo es, y cuando no, la arrojas fuera de tu vida sin importarte nada su bienestar.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Que dejéis en paz a mi hija —lo decía con firmeza, pero sin poder evitar una voz trémula—. Ella está bien…, por fin está bien.

—No podrás ocultarla por mucho tiempo.

Ella no respondió. Volvió a inclinar su cabeza sobre su mano.

—¿Y tú? —continuó Antonio intentando disimular el miedo a la respuesta—, ¿dónde has estado tú todo el día?

—¿Qué importa dónde haya estado yo?

—A mí me importa…

—¿Desde cuándo te importa algo que no seas tú mismo? —preguntó airada.

Antonio se acercó a ella y se sentó justo enfrente.

—Marta… —vaciló un instante—, he ido a casa de ese… profesor tuyo…

Ella sintió el amargor de su boca, tragó saliva y tomó aire.

—Me ha dicho que no estabas —añadió él.

—Me prohibiste ir a sus clases —le dijo esquivando su mirada por miedo a que intuyera en sus ojos la angustia que le rebosaba.

—Ya… ¿Y no me vas a decir dónde has estado todo el día?

Ella mantuvo un silencio culpable que se clavó como hierro candente en el corazón herido de Antonio.

—Marta…, yo sé que tenías sueños…, y sé que no se han cumplido…

—Antonio, calla, te lo suplico, calla…, no sigas… No quiero que sigas… —Marta se levantó temblando, dispuesta a salir huyendo, pero Antonio se lo impidió sujetándola por la muñeca.

Ambos se miraron unos segundos, fijamente, quemados de sentimientos contradictorios.

—No podría soportar no tenerte a mi lado. —La voz blanda de Antonio se quedó casi en suspiro—. Marta…, ¿te quedarás conmigo?

—Me tienes a tu lado…, no me pidas más…

Se soltó de su amarre y salió del salón para encerrarse en su habitación. Deseaba estar sola, necesitaba pensar, era imprescindible pensar…, pero pensar se había convertido en un esfuerzo sobrehumano que apenas podía soportar.

Pasaron las horas. Ella sentada en la cama, abrazada a sus rodillas, la mirada fija en la ventana con las cortinas entreabiertas, ensimismada primero en la oscuridad nocturna, el resplandor refulgente de las farolas de la plaza reverberando una luz amarillenta que se fue diluyendo con la amanecida. El aire frío la hacía temblar, quieta, escuchando el hondo silencio de la casa.

Antonio no se movió del salón, embebecido en la misma noche y el mismo amanecer, sintiendo el mismo aire gélido que parecía envolverle como una fría mortaja, intentaba ordenar el caos en que se había convertido su mente. Le dolía la imagen de aquel hombre. Se los imaginaba juntos, envolviéndola en sus brazos, recogida en su pecho desnudo, y ofreciéndole ella su sonrisa, sus besos y caricias que eran suyos, que por derecho le pertenecían… Y entonces reaccionaba y se desesperaba, y se levantaba bufando ira y rabia, apretando los puños, hasta que caía en una amarga sensación de desesperanza, sintiendo la soledad glacial como un oscuro agujero parecido al aire de aquel salón de penumbras y sombras.

La sonata del silencio
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