2

Eutimio Granados bajó del taxi que le había llevado hasta la puerta de Chicote.

Se encontraba relativamente satisfecho. Había pasado más de un mes de su reintegración a la notaría, solicitada (casi suplicada, para su regodeo interior) por el mismísimo Rafael Figueroa, acompañada de un considerable aumento del sueldo, incluso de una mejora del trato. Además, la evidente mejoría de Antonio Montejano había rebajado el temor de Eutimio Granados disponiéndole para regresar a sus costumbres habituales de barra y charla distendida con algún conocido, o bien solo al acecho de la conducta de los otros.

Entró y se quedó en la puerta, como siempre hacía, analizando el percal de la clientela repartida por el local en medio de un tiberio bullicioso de estudiantes juerguistas, crápulas noctámbulos y respetables amas deslumbrantes o marchitas a la espera del galán que las salvase del infierno terrenal. Se quitó el sombrero y, desabrochando los botones de la chaqueta, se acercó despacio hacia la barra.

—Buenas noches, don Eutimio, cuánto bueno por aquí.

Paco, el camarero con chaquetilla blanca y pajarita negra, se acercó mostrando una espléndida sonrisa.

—Buenas noches, Paco, ¿cómo van las cosas?

—No van mal, ya sabe que en Cuaresma la gente se anima, hay que preparar el cuerpo y la mente antes de que a todos nos envuelva el aroma a incienso y nos veamos obligados a recorrer, con necesaria resignación, monumentos y procesiones. —Mientras hablaba encendió un fósforo y le dio fuego al pitillo que Eutimio acababa de ponerse en la boca, inclinado ahora sobre la barra—. ¿Qué le pongo?

—Un coñac —respondió aspirando el humo. Se acodó en la barra y miró alrededor, a su espalda y a los lados.

—Se le ha echado de menos.

—He tenido asuntos que arreglar.

—Aquí tiene, don Eutimio —dijo el camarero llenando la copa de líquido dorado—, un Rémy Martin, el mejor coñac de la casa para el mejor cliente de la casa.

—No me des jabón, Paquito, que nos conocemos. Ya me lo cobrarás luego.

Eutimio cogió la copa y le dio la espalda al camarero para mirar hacia el lado de los sillones, donde le había parecido ver sentado al Káiser y, frente a él, de espaldas, a Basilio Figueroa.

—No mire usted más, don Eutimio, es el chico de Figueroa.

—¿Sigue de negocios con ese? —preguntó girando un poco la cabeza.

—Vaya que sí, y a lo grande. Por lo visto, el Káiser le ha pillado cariño, ya me entiende usted.

—No, Paco, no te entiendo.

—Pues que el Káiser le está ascendiendo a marchas forzadas, encargándole negocios de enjundia; que el chico ha resultado ser muy bien mandao. Eso dicen los matones del barón que, por lo visto, destilan cierta animosidad hacia el nuevo baranda.

—¿En tanta estima le tiene el barón?

—Hombre, qué quiere usted que le diga, don Eutimio, estima lo que se dice estima, no creo que le tenga ni a él ni a nadie, porque el Káiser, para usted y para mí, carece de entrañas. Más me parece a mí que lo tiene bien amarrao.

—¿Y se sabe qué hace? —Eutimio no quitaba ojo del lugar donde de vez en cuando, a través de los cuerpos que se movían, aparecía y desaparecía la figura de Basilio Figueroa de espaldas, encorvado, atento a la torva expresión del barón—. ¿Habéis averiguado en qué anda metido?

—Yo, como usted me indicó, don Eutimio, he intentado no perder ripio de sus movimientos, y a mi parecer anda en cosas, además de gordas, algo más que turbias…, ya me entiende usted…

El oficial de notaría giró la cabeza para mirarle ceñudo.

—Joder, Paco, hablar contigo es peor que hacer un crucigrama. Aclárate, coño, que tengo que sacarte las palabras a descorche.

—Pues que no solo anda con el asunto de la droga y de obras de arte, que algo ha tenido de eso, sino también se ha metido en temas de mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que anda a la caza de… —Miró hacia los lados, se inclinó sobre la barra y le susurró casi al oído, esquivando la mirada como si le diera vergüenza decirlo—. Pollitas…, ya me entiende, jovencitas en edad de merecer y, si es posible, sin mácula.

—¿Quieres decir… menores?

El camarero se había enderezado y afirmó alzando las cejas, con seguridad, mientras sacaba brillo al cristal de un vaso con un trapo blanco.

—Eso es lo que se dice. Por lo visto, es el nuevo negocio del Káiser. —Volvió a inclinarse para acercarse al oído de su interlocutor, que estaba atento a todo lo que le decía pero sin quitar ojo de la mesa donde se sentaba Basilio. Le habló en voz muy baja—. Se dice que hay tipos que pagan auténticas fortunas por desvirgar a una chavalita.

Eutimio sonrió irónico para sí; era consciente de que tenía fama de indeseable, de carecer de toda clase de escrúpulos o valores que no fueran los suyos propios; se lo habían echado en cara en muchas ocasiones sin que ello le hubiera hecho cambiar un ápice su manera de ser. Sin embargo, con lo que estaba oyendo de Paco, pensó que con gente así él podría ir capitaneando la procesión de Todos los Santos como el más honorable de los hombres.

—¿Cómo pueden existir ese tipo de canallas?

—Ah, don Eutimio, hay mucha necesidad, y cuando el hambre aprieta, ya me dirá usted de qué sirve el virgo. No lo digo yo, que es lo que piensan muchas, incluso sus madres las animan a cambio de un plato de garbanzos, un sostén o dos pares de medias de nailon. Corren malos tiempos para la moral, don Eutimio, muy malos. Y ese tonto de baba que lo tiene todo está jugando con fuego y a cuerpo gentil, ya me entiende usted, que el chaval no es consciente del berenjenal en que se está metiendo —calló un instante mirando en la misma dirección que su cliente, secando con un trapo un vaso, o más bien frotando desidioso el cristal seco—. Verá, don Eutimio, yo aquí he visto a unos cuantos como el señorito Figueroa. Las ansias de tener más dinero del que puedan gastar sin pegar palo al agua los lleva a esto: hoy están ahí sentados, y mañana nada se sabe de ellos; si hay suerte, será porque hayan pasado una buena temporada en chirona; cumplida su condena, salen y retoman su vida…, si pueden; pero a otros o los han enviado al otro mundo o bien los han agarrotao.

—Joder, Paco —refunfuñó Eutimio, irritado por la insistencia del tema por parte del camarero—, ni que el petimetre ese fuera mi hijo.

—Si es que a mí este chico me da pena, don Eutimio, que no está baqueteao, que en cuanto se descuide, ese alemán miserable se la va a dar con queso, que el Káiser sabe más que los ratones coloraos y se está aprovechando de las necesidades del muchacho.

—¿Y qué necesidades tiene ese si no ha dado un palo al agua en su vida? ¡No te jode, pues nos ha amolao ahora el Paquito!

—No se me enfade usted, don Eutimio, que yo lo único que hago es informar porque usted me hizo el encargo de vigilar, y para mí usted es toda una autoridad, en el sentido más exhaustivo de la palabra, entiéndame usted…

El camarero se calló porque Eutimio Granados se alejó de la barra para encontrarse con Basilio, que se había levantado y se dirigía a la puerta poniéndose el sombrero y con la gabardina en el brazo. Eutimio le interceptó agarrándole el brazo.

—Hombre, Basilio, ¿qué haces tú por aquí?

El hijo de los Figueroa, con gesto arisco, fijó los ojos en la mano aferrada a su antebrazo y con un movimiento desabrido se soltó.

—¿Desde cuándo tengo que darte cuentas yo a ti?

—Eh, que solo pregunto, no hay por qué alterarse…

—No me altero.

—¿Me aceptas una copa?

—No, tengo que irme.

—¿Me la vas a negar?

—Sí, además, no me apetece tomarme nada contigo, Eutimio. —Se acercó a su cara en exceso como si quisiera amedrentarle—. No me gustas, ¿sabes? No me fío de ti.

El oficial le mantuvo la mirada sin inmutarse.

—Pues deberías…, Basilio, deberías…

—¡Déjame en paz! ¿Quieres?

—Vale, vale… —añadió alzando las manos y dando un paso atrás como para dejarle vía libre—, vaya humos que nos gastamos últimamente.

Basilio Figueroa se alejó ceñudo empujando sin cuidado a todo el que se cruzaba en su camino, como si su enfado fuera contra el mundo. Salió a la calle y se puso la gabardina. Sacó un pitillo y se lo colocó en la boca; pegó la cara a la pared para encenderlo y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Como si hubiera visto una aparición maldita, cerró la tapa del mechero con un fuerte golpe y resopló con el cigarro pinzado en los labios. Dio varias vueltas sin saber muy bien qué dirección tomar, indeciso y nervioso. Al final optó por tomar algo en el Pasapoga; tenía que pensar cómo resolver el problema al que se enfrentaba.

Sentado en una de las mesas más alejadas del escenario y del ruido, Basilio se aferró a un vaso de güisqui que le acababa de poner una camarera con una carantoña de la que ni siquiera se apercibió; no atendía al espectáculo de bailarinas moviéndose al son de una música encima del tablado; los ojos fijos en el hielo del fondo de su vaso, igual de helado que su pensamiento.

El Káiser le había ido dando cuerda hasta aquella noche. No había más tiempo. Quería a la chica en la fiesta del viernes, en el piso de la calle Castelló. Conocía ese tipo de saraos a los que había asistido en dos ocasiones de invitado, o de miranda como él decía, sin más compromiso que disfrutar del mejor alcohol y de champán francés descorchado con tanta alegría y rapidez como si se tratase de agua del grifo, y de cocaína de la mejor calidad, disponiendo asimismo de las mujeres más espectaculares que un hombre pudiera imaginar, dispuestas a agradar al personal masculino allí reunido. El barón se lo había pedido en varias ocasiones, y Basilio había podido esquivar el asunto poniendo la excusa de que no era el momento o que la chica no quería. Pero aquella noche el Káiser se lo había dejado muy claro: «Quiero a esa chica en la fiesta, ¿me oyes? El doctor Klaus von Gersdorff quiere volver a verla y yo le he prometido que ella estará allí».

Había cometido demasiados errores con Elena; no debía haberla llevado a Chicote con la única idea de pavonearse ante el Káiser de una hembra de bandera, y mucho menos tenía que haberla llevado a su encuentro con el doctor Gersdorff en el bar El Dorado; la había expuesto demasiado y aquellos malnacidos se habían fijado en ella. Y para terminar de rematar sus meteduras de pata, había cacareado incautamente que la chica estaba intacta, que no se había acostado con nadie, y en esos antros en los que el dinero se movía a mansalva, la virginidad estaba muy cotizada.

—Ella no es de esas —había alegado Basilio en varias ocasiones, intentando en vano quitarla de en medio—, no va a querer por mucho dinero que le pongamos encima de la mesa, la conozco bien, no querrá.

—Ese es tu problema —le había contestado el Káiser con una hiriente displicencia—; si la conoces tan bien como dices, no te costará convencerla.

—Le repito que no es de esas; además, tengo entendido que va a casarse muy pronto, y con un juez nada menos.

El Káiser le había mirado tan fijamente que no fue capaz de mantener los ojos, y sus párpados cedieron un instante a la presión. Tragó saliva y volvió a enfrentarlo en silencio.

—Me temo, muchacho, que no has entendido bien mi español. —Se había acercado un poco hacia él, sin disimular sus formas amenazadoras—. A ver si me explico, si tú el viernes no llevas a ese bombón a la fiesta, a mí me costará, además de un disgusto, la pérdida de una fortuna, pero te juro por la sangre que me corre por las venas, Basilio Figueroa —se detuvo unos segundos, ceñudo, fijando su mirada torva en los ojos agarrotados del hijo del notario—, que tú no ves amanecer el sábado.

El local irrumpió en aplausos y Basilio, aturdido, miró a su alrededor. Se bebió de un trago el güisqui. No tenía alternativa. Debía convencer a Elena para que le acompañase a esa fiesta privada, de ello dependía su propia vida, pero también sabía que aquella reunión festiva se convertiría para ella en una horrible pesadilla. Estaba en un callejón sin salida al que se había ido metiendo de la forma más ingenua, tanto que desde hacía días apenas hablaba con nadie porque siempre acababa discutiendo. Sus amigos habían dejado de llamarle, ni siquiera les interesaba llevarle de pagador de las cuentas de todos; no soportaban sus desplantes y su mal humor, derivado sobre todo de las dosis de cocaína, entregadas siempre a medida por los hombres del Káiser. Lo único bueno que había sacado de todo aquello era el dinero y cierta seguridad de consumo: ahora siempre tenía la cartera llena de billetes, además de suficiente droga sin necesidad de jugársela por ahí con menudeos poco fiables que pudieran darle gato por liebre; con el Káiser tenía la cocaína más pura que se hubiera metido jamás, y era lo único que le mantenía despierto, a veces, desesperadamente despierto.

Se levantó de repente y tiró la silla, que fue a dar contra una mujer que en ese momento pasaba por detrás. Basilio no se inmutó, ni le pidió disculpas, ni siquiera la miró, como si la cosa no fuera con él, pero a las protestas de la mujer golpeada acudió un hombre de una mesa contigua.

—¿Es que no se va a disculpar usted con la señora? —le espetó con malos modos mientras Basilio hurgaba en los bolsillos del pantalón para sacar el dinero con que pagar el güisqui—. Eh, que le estoy hablando.

El hijo de los Figueroa seguía sin hacer caso. Le miró de reojo, cogió la gabardina y su sombrero e hizo un amago de marcharse sin prestar atención a los reproches de la mujer tildándole, entre otras cosas, de mal educado y grosero.

Cuando se iba a mover, el hombre que le había hablado, algo más bajo que él pero de hombros y cuello portentosos, le agarró por el brazo. Basilio fijó sus ojos en la mano que le sujetaba, nada que ver con la de Eutimio Granados, que le había sujetado hacía tan solo un rato; aquella más bien le parecía la de un orangután, peluda, de dedos cortos y fuertes.

—Vaya, por lo visto hoy le ha dado a todo el mundo por agarrarme del brazo. —Desafiante, levantó la barbilla para mirar desde arriba al hombre que le mantenía asido con gesto arisco, y le sonrió sardónico—. ¿Es que acaso te gusto?

Los ojos de aquel hombre soltaron chispas furibundas; ofendido, apretó la mandíbula y le empujó con tanta fuerza que Basilio trastabilló tirando todo lo que tenía a su espalda; en menos de unos segundos se formó un barullo de sillas y mesas caídas, cristales estrellados contra el suelo, gritos y golpes ciegos lanzados y recibidos a todo lo que se moviera. En medio de la pelea, Basilio recibió dos certeros remoquetes: uno en el ojo, que oscureció su contorno y le hizo ver estrellas o chispas candentes, y otro, casi a continuación, como si su agresor hubiera percutido el puño, en la nariz, que le resultó aún más doloroso. A partir de ahí, sus manos únicamente le sirvieron para cubrirse la cara de los puñetazos que continuaban cayéndole sin pausa en la cabeza, en el pecho, en el estómago. En el afán de protegerse, sin otra defensa que su propio cuerpo, cayó al suelo, y de los tortazos pasó a recibir patadas y puntapiés en los riñones con tanta saña y empeño por parte de su agresor que llegó un momento en el que sintió que le costaba respirar.

Los golpes únicamente se interrumpieron cuando entre varios sujetaron al hombre, que, ciego de rabia y fuerza desatada, continuaba propinando al aire patadas y puntapiés intentando rematar la faena de su ira. Basilio, encogido sobre sí mismo con los ojos cerrados y sintiendo la calidez de la sangre brotando de su nariz, oía los insultos y gritos a su alrededor, pero como algo ajeno y lejano. En medio de la bronca oyó una voz conocida que intentaba levantarle.

—Vamos, Basilio, que con esto ya has echado la noche.

Basilio Figueroa abrió un poco el ojo que le había quedado a salvo y vio a su lado a Eutimio Granados, acuclillado entre él y el gentío que seguía hostigándole. Le había seguido hasta allí con la intención de advertirle lo que se murmuraba sobre él y de las consecuencias de los sucios negocios en los que se estaba metiendo.

—Este energúmeno me ha roto la nariz —dijo Basilio sin apenas moverse.

—Si salimos de aquí con vida será un milagro. No quiero imaginar qué coño le has dicho a este para que se ponga así.

—Yo no he dicho nada, qué iba a decir a un imbécil como ese…

El hombre oyó el insulto y se revolvió intentando desasirse de los que le retenían. Los gritos volvieron a ensordecer el aire cargado de humo.

—Será mejor que te calles —añadió Eutimio, consiguiendo que se pusiera de pie—, que como se suelte el bestia este, te mata. Vamos, salgamos de aquí de una vez.

Eutimio Granados se echó la gabardina de Basilio al hombro y cogió de la cintura al maltrecho Figueroa.

—Mi sombrero…

—Déjalo, ya te comprarás otro…

—No me voy de aquí sin mi sombrero —añadió con voz gangosa, buscando a su alrededor, por el lugar al que podía haber rodado en el primer golpe recibido.

Una mujer lo vio debajo de una mesa, lo recogió y se lo dio; Basilio se lo caló en la cabeza.

—Ahora ya podemos irnos de este antro de maleantes…

Se alejaron, renqueantes, intentando zafarse de empujones e imprecaciones exhalados por los congregados a la reyerta.

A empellones, llegaron hasta la escalera, pero antes de alcanzar el primer escalón, el encargado del local los detuvo interponiéndose en el camino de salida.

—Eh, eh, ¿dónde se creen que van? Aquí se espera todo el mundo hasta que llegue la autoridad.

—¿La policía? —preguntó Basilio con la mano en la nariz, que le sangraba profusamente—. Eso, al que tienen que detener es a esa fiera que casi me mata.

—De aquí no se mueve nadie, he dicho.

—Yo no he tenido la culpa.

—Eso lo determinará la autoridad.

—Este hombre necesita asistencia médica —intervino Eutimio cada vez más arrepentido de haber acudido al auxilio de aquel mala cabeza de Basilio.

—Ya, ¿y quién me paga a mí los desperfectos?

—¿Cuánto cree que puede costar? —preguntó Eutimio.

—¿Este destrozo?

Miró al fondo, donde todavía había jaleo de voces y gente alterada, con un mohín ceñudo y concentrado, como si estuviera haciendo la cuenta del Gran Capitán.

—Eh, tampoco se pase —le dijo Eutimio—, que solo se han roto un par de vasos.

—¿Y la reputación de mi local? Estas peleas repercuten en la clientela que viene a pasar un rato agradable, no a encontrarse con patosos que no saben beber.

—¿Cuánto? —preguntó otra vez Eutimio, temeroso de acabar la noche en el calabozo.

—De ochenta duros no baja.

Eutimio metió la mano en el interior de la chaqueta de Basilio hasta que dio con la cartera; haciendo caso omiso a sus protestas, la sacó y abrió el billetero.

—Con cuarenta va más que aviao. —Le tendió los billetes y el encargado los cogió después de un par de segundos de pensarlo.

—Está bien, pero no los quiero ver por mi local nunca más, ¿me oyen?

Eutimio Granados arrastraba escaleras arriba el cuerpo maltrecho de Basilio Figueroa, que no hacía más que reprocharle que hubiera dado ese dineral por unos vasos rotos.

—Así aprenderás a mantener la boca cerrada y no meterte en líos.

Una vez en la calle, Eutimio le echó la gabardina sobre los hombros.

—Me ha roto la nariz… —repetía quejoso con un pañuelo ensangrentado pegado a la cara que le había dado Eutimio.

—Te llevaré a mi casa. Si te presentas así en la tuya, a tu madre le da un síncope y al final tenemos un disgusto de verdad.

—Y tú, cabronazo, ¿desde cuándo eres tú mi ángel de la guarda? —preguntó con sarcasmo.

El oficial de notaría levantó la mano para llamar a un taxi. Justo cuando se subían, se oyeron las sirenas de los coches de policía que venían calle arriba. El taxi se cruzó con ellos y Eutimio miró hacia atrás. Justo a tiempo, pensó.

Basilio cabeceaba y gemía cada vez que las ruedas del coche pasaban por algún bache. Estaba derrengado en el asiento, sin fuerzas. Sentía todo el cuerpo dolorido, la cabeza le estallaba, el ojo le quemaba como si tuviera pegada un ascua encendida, y en la nariz tenía un dolor tan intenso que le hacía hablar gangoso debido al inicio de la inflamación.

A pesar de que protestaba a cada paso, Basilio Figueroa se dejó arrastrar hasta la casa de Eutimio. No llamó al timbre; intentaría no despertar a su esposa. Le instaló en una sala pequeña que había junto al recibidor.

—Me la ha roto… Ese hijoputa me ha roto la nariz… Qué dolor…

—Deja que te vea. —Levantó la cara de Basilio y, al rozarle la piel, se quejó con brusquedad. Eutimio, airado, le mandó callar—. ¡No hagas ruido, joder! Que vas a despertar a todo dios. —Volvió a mirarle con atención el rostro—. No creo que la tengas rota, pero te ha dejado hecho un eccehomo. Echa la cabeza hacia atrás, a ver si dejas de sangrar, y ten cuidado, vas a poner todo perdido de sangre. Espera aquí, voy a traerte un poco hielo, a ver si podemos parar esa hemorragia.

—Y un güisqui, Eutimio, o dos…, mejor trae una botella… Necesito algo fuerte.

El oficial salió hacia la cocina y buscó hielo en la nevera recién comprada marca Quillet, otro de los caprichos de su mujer (lo último había sido un tubo de aspirar que, conectado a la electricidad, succionaba el polvo del suelo), empeñada en adquirir todo aquello que saliera al mercado, valiera o no para algo, en contra de la opinión de Eutimio, ya que si los alimentos se conservaban durante días en el interior de ese armario de metal niquelado, y el polvo y las pelusas desaparecían absorbidos por un tubo…, ¿qué pintaba una criada en la casa?

Lo cierto era que la nueva asistenta no le terminaba de gustar, se topaba con ella cada vez que se movía por lo que consideraba su espacio, era como un fantasma, como una aparición, además de ser más fea que Picio, porque ya se encargaba su mujer de que toda fémina que entrase en la casa careciera de cualquier atractivo, «para evitar la tentación —decía—, que a estas me las conozco yo». Cómo no las iba a conocer si ella misma le había camelado a él siendo su criada y metiéndose en su cama. Sin embargo, a Eutimio cualquier cosa le resultaba más llevadera que enfrentarse a la pertinaz y molesta insistencia de su esposa, capaz de hacerle insufribles las horas que pasaba en casa, y al final, derrotado, con tal de no oírla, evitando que tuviera una excusa para hablarle, accedía a sus peticiones. Abrió el burlete de la puerta y, al observar el interior de aquel artefacto, pensó que le había costado la friolera de seiscientas ochenta y cuatro pesetas, al contado. Él hubiera preferido la de la marca Chass, que era la que usaban en Chicote, pero su mujer decía que era demasiado grande para tres personas. La nevera exhaló un aire frío. Buscó el hielo, pero lo único que atisbó distribuido en varias bandejas fue una lechuga envuelta en papel de periódico, un cazo de leche, unos huevos y un paquete de queso. Allí no había hielo, pero él sabía que la nevera tenía un compartimento para el hielo. Abrió la tapa superior y allí lo encontró. Cogió un trozo y lo envolvió en un paño; regresó a la sala, donde Basilio respiraba con un quejido quedo.

—Sujétalo tú, así, con cuidado.

Luego llenó dos vasos de güisqui y le entregó uno. Cerró la puerta y se sentó en el sillón de enfrente, observando el cuerpo maltrecho de Basilio Figueroa.

—¿En qué andas metido, Basilio?

—¿Qué quieres decir?

—Que no es buena compañía ese Káiser.

—Y tú qué sabrás quién es buena o mala compañía si nunca has tenido una. —Basilio se bebió de un trago el güisqui y le tendió el vaso para que lo llenase.

—Ya has bebido bastante.

—Eutimio, yo decido cuándo he bebido bastante, ¿me oyes?

El oficial se levantó y echó el líquido amarillento hasta el borde del vaso.

—Deja aquí la botella, ¿quieres? Es para que no tengas que volver a levantarte.

Dejó la botella en la mesa, al alcance de Basilio.

—Agradezco tu ayuda, Eutimio. Si no me sacas de allí, hoy duermo en el calabozo.

—No me las des, ya me cobraré de alguna manera; siempre lo hago. No soy amigo de favores.

—¿Y qué me vas a pedir? Puedo conseguirte lo que quieras… Ah —agregó con marcada ironía—, pero qué digo…, si tú eres un experto en el estraperlo. Mi madre te adora, eres su héroe; si no fuera por lo mala persona que eres, habría puesto una estampa tuya en la sala, entre la Virgen y el Generalísimo… —Empezó a reír con una risa estúpida, con el hielo pegado a la nariz como un sinapismo milagroso—. ¿Tú sabías que a Franco le llamaban el Cerillita? —No esperaba respuestas, tenía la mirada perdida, riendo con desgana, como si estuviera rumiando sus propias palabras—. Y a lo que ha llegao, el muy cabrón… Cerillita. Tiene cojones. Cerillita…, será por lo pequeñito y cabezón… —La risa se fue tornando en carcajada incontrolable, mezclada con gestos de dolor por el movimiento de los músculos debidos a la hilaridad desatada.

Eutimio no decía nada; le miraba sentado en su sillón, con el vaso en la mano y gesto grave, impertérrito al jolgorio de Basilio. Él se dio cuenta y se le heló la risa.

—Joder, Eutimio, estás para una juerga.

—Me temo que a ti la juerga se te va a acabar de un plumazo si no pones freno a los negocios con el mayor contrabandista de este país, y el plumazo lo vas a recibir tú, en el cuello o con un tiro en la nuca.

—No exageres, no será para tanto. El Káiser es generoso. Tengo más dinero que nunca.

—¿A cambio de qué?

Basilio, camuflado tras la cataplasma de hielo, observó en silencio al oficial de la notaría. Bebió un trago.

—¿Tienes un cigarro? —preguntó retirándose el hielo.

—No te lo quites. Con eso te bajará la inflamación.

Le dio un cigarro y se lo encendió. Al aspirar el humo se le quebró el gesto.

—Ah…, cómo duele.

—Espera, te daré una aspirina. —Se levantó y se dirigió a una mesa con dos cajones estrechos—. Deberían estar por aquí… Ah, aquí están.

Se tomó la aspirina con un trago de güisqui y volvió a recostarse con el hielo pegado a la cara. Tenía el ojo derecho medio cerrado y la nariz inflamada, además de restos de sangre por la cara.

—No pasa nada. Puedo dejar a ese alemán de mierda cuando yo quiera.

—Ya. Cuando dejes la cocaína, ¿no?

—Yo no…, yo no estoy en eso.

—Basilio, que lo sabe todo quisque.

—¿Quién es todo quisque? ¿Los cuatro pringaos con quien te juntas? Y además, a mí qué me importa lo que digan… Que hablen lo que les salga de los cojones, joder, que yo no me meto con nadie —calló un instante para dar un largo trago del vaso—. Estoy con el Káiser por dinero, porque paga muy bien por casi nada… Eutimio, es un chollo. Llevas un paquete a un sitio y te suelta cuatrocientos duros. Y eso un día sí y otro también. Con este me hago rico en unos meses.

—No vas a durar unos meses como sigas con él. Nadie al servicio del Káiser dura unos meses sin salir malparado. ¿Es que no lo sabes? O bien los hace caer en manos de la policía, trampeando para que parezcan culpables de los delitos más atroces, lo que los lleva al garrote, o como mal menor a la cadena perpetua, o bien se los carga él mismo, no con sus manos, claro, utiliza a tipos como tú para el trabajo sucio.

Basilio le miraba por el ojo bueno, el otro lo mantenía cerrado porque le dolía mirar. El hielo le aplacaba la sensación de latido, entumecida la cara.

—¿Es que además de convertirte en mi ángel de la guarda vas a comportarte como si fueras mi padre?

—A mí me da lo mismo lo que hagas con tu vida.

—Pues entonces déjame en paz.

Basilio Figueroa cerró los ojos. Sabía que lo que estaba diciendo aquel tagarote, al que no tenía demasiado aprecio, era cierto. Había oído cosas de boca de aquellos a los que entregaba la mercancía.

—Solo dime una cosa, ¿es cierto lo que me han dicho de que ahora os dedicáis a buscar menores para ese canalla? —Eutimio se incorporó y quedó sentado al borde del sillón con los ojos inyectados en un hiriente y iracundo reproche—. Chicas vírgenes para que las desvirguen sus amigos a cambio de una fortuna.

Basilio solo se movió para retirarse el hielo de la cara; durante un rato, en silencio, miró de hito en hito a Eutimio. Al cabo, se levantó despacio, dejó el hielo y el vaso en la mesa, cogió la gabardina y el sombrero y se fue hacia la puerta. Al llegar a ella, se volvió hacia Eutimio y le espetó con desprecio:

—Vete al diablo.

La sonata del silencio
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