2

Marta Ribas, todavía envuelta en lágrimas por la dolorosa despedida que la había dejado una sobrecogedora sensación de vacío, se dejó mecer por la dulce marea ascendente de la pasión de Flavio, entregada a sus brazos, ofrendada a la levedad de su peso. Pero aquel día solo él alcanzó la culminación, mientras ella se arrullaba en el tacto de su piel y la blandura de sus labios. Flavio, ya rendido, se deslizó a su lado, sin decir nada, mimando el dolor intuido de la ausencia, sin preguntar nada porque nada había que preguntar, solo amar su llanto, su quejido.

Pasaron horas abrazados, dormitando un tiempo que debía transcurrir. A su regreso a Madrid después de ver cómo el avión se elevaba al cielo llevándose en su interior parte de su alma, Marta había llamado a casa de Mauricio y le había dicho a Jacinta que su hija y ella comerían fuera de casa y que seguramente llegarían tarde porque pretendían ir al cine. La criada de Canales no dijo nada, tomó el recado y, al colgar, se lo comunicó a doña Melchora, lo que le valió una regañina por no haberle pasado a ella el teléfono.

Aquella llamada la había hecho desde casa de Roberta Moretti, a quien acudió a su regreso de Barajas con el fin de contarle la partida de Elena; ya se lo podía decir, necesitaba hacerlo. «Menos mal que lo has hecho —le había dicho Roberta con una sonrisa marcada en la boca, prueba de una desbordante satisfacción por haber sido capaz de dar un paso con sentido común en todo aquel asunto de su hija—, así podrás decirme qué quieres que le diga cuando la vea dentro de unos días». A Marta se le iluminaron los ojos. «¿Vas a Nueva York?» «Sí, el próximo jueves. Allí me reuniré con mi caballero inglés, y podré visitar a mis primos; hace tiempo que no los veo y ya requieren una visita. Además, el sábado asistiré al Metropolitan Opera…, actúa un muchacho al que tú conoces bien…» «¿Hanno? —había añadido Marta asombrada por la noticia—, va a tocar en el… Metropolitan Opera de Nueva York, Hanno…, ¿el chico…?» «El mismo —había interrumpido Roberta—. Mis primos me han invitado al concierto, al fin y al cabo, fui yo quien les envié al virtuoso… —Moretti sonrió sagaz—, así le llaman».

Las dos mujeres quedaron en mantenerse en contacto. Marta le daría algunas cosas que quería que le llevase y que no había podido hacerlo por la premura de tiempo y la necesaria discreción. Además, Roberta estaba convencida de que la casa de Camilo Bonilla no era un lugar adecuado para Elena, así que se empeñó en hacer los trámites necesarios para su traslado al apartamento de sus primos frente a Central Park, un lugar privilegiado y con suficiente espacio. «Es demasiada molestia…» «Te aseguro que no —replicó la dama con suficiencia—, Sofía, la mujer de mi primo, estará encantada de tenerla con ella, es una mujer extraordinaria, pero sola y demasiado aburrida porque los hijos andan por el mundo y ella los echa demasiado de menos; así que Elena suplirá esa falta con su presencia. Déjalo de mi cuenta. Te aseguro que tu hija estará en Manhattan como se merece».

Ya anochecía cuando Marta despertó de un sueño ligero. Al abrir los ojos, vio el rostro sereno de Flavio que la contemplaba embelesado, tendido a su lado, la cabeza sujeta de su mano. Ella sonrió sin moverse.

—¿Desde cuando estás ahí, mirándome?

—Tengo la sensación de que desde siempre —contestó él, envolviendo los dedos con un mechón de la melena desparramada por la almohada.

—Me quedaría aquí toda la vida, me siento tan protegida a tu lado…

—Marta… —Su voz sonó vacilante—. He firmado el contrato con la orquesta de Milán.

—El mundo entero agradecerá tu vuelta a la música. —Sonrió ella sin dejar de acariciarle, como si estuviera esculpiendo su cuerpo con la yema de sus dedos—, te debes a ella, le perteneces…

—No, eres tú quien posees mi alma. Yo no sería nada sin tus ojos. —Tocó con suavidad sus párpados, su mejilla, sus labios.

Ella le cogió la mano y le besó con ansia.

—Temo perderte. Quisiera que este momento no terminase nunca, que el tiempo quedase detenido aquí, tú y yo, solos…, el resto del mundo, que siga ahí fuera.

Flavio se dejó besar, el gesto ensombrecido, su voz amarga.

—En pocos días tendré que marcharme.

Desconcertada, se sentó en la cama sujetando el embozo con los brazos para cubrirse el pecho desnudo, los ojos muy abiertos, ansiosa porque muy a su pesar el tiempo seguía inexorablemente su curso.

—¿En pocos días? ¿Cuántos son pocos días?

—Diez…, quince como máximo… Me requieren para empezar a preparar la temporada. Estrenaremos a finales de enero.

—Pero… me dijiste que era para la temporada que viene, que estarías aquí hasta el verano…

—Sé lo que te dije, pero las cosas se han precipitado… No puedo demorarlo más.

Ella se abrazó a él con fuerza.

—¡Qué va a ser de mí si no estás a mi lado…! ¡Qué va a ser de mí!

—Ven conmigo —dijo él apretándola contra sí, como si quisiera que pasara a formar parte de su piel—. Quiero que vengas conmigo.

—No puedo…, todavía no…, necesito tiempo… —La voz de ella tembló.

—¿Por qué no? —La separó de su cuerpo sujetándola por los hombros para mirarle a los ojos—. ¿Qué te ata aquí? No me digas que es tu marido porque no te creo.

—No es tan fácil, Flavio. —Ella esquivaba sus ojos incapaz de afrontarlos—. No es tan fácil…, dame tiempo.

—Todo será inútil si no estás a mi lado. Necesito de ti para llenar mi música…

El sonido chirriante del llamador de la puerta retumbó en el silencio apagado de la casa. Sobrecogidos por lo inesperado y el temor a ser descubiertos en su escondite cerrado, se quedaron unos segundos inmóviles y alerta a la reverberación del timbrazo.

—¿Quién puede ser? —susurró ella, sintiendo el golpeteo de los latidos del corazón.

—No lo sé… Es posible que sea la vecina de enfrente, es muy mayor y alguna vez pasa a pedirme alguna cosa… Espera, voy a ver.

Flavio se levantó de un salto, se puso los pantalones y, colocándose la camisa, salió al estrecho pasillo tenuemente iluminado por el haz de luz que se escapaba de su alcoba, donde se quedaba Marta sentada, abrazando sus rodillas sobre el pequeño y fino colchón, tan desolador sin el peso de él.

Cuando Flavio abrió la puerta se quedó mirando a aquel hombre al que no conocía. Pensó que se había equivocado.

—Buenas tardes…, perdone la molestia, estoy buscando a mi esposa, Marta Ribas.

Flavio Tassoni se quedó inmóvil, subyugado en aquellos ojos que le miraban entre el desafío y la súplica. Indeliberadamente hizo un amago de girar el cuerpo para comprobar que desde allí no se atisbaba su lecho.

—¿Marta…, Marta Ribas? —Sin poder evitarlo su voz sonó balbuciente—. No…, no…, hace unos días que no viene… Me avisó de que…, no…, de que no podía…

Antonio Montejano echó una ávida mirada a aquel hombre, descalzo, la camisa desabrochada a pesar del aire frío que ascendía por el hueco de la escalera; sus ojos lo recorrieron de arriba abajo para volver otra vez a su rostro. Por un instante, su vista saltó por encima de su hombro, al final del pasillo, justo a la puerta, apenas entornada, de donde salía un resplandor de alcoba.

—Perdone…, señor…

—Tassoni, Flavio Tassoni —añadió de inmediato el músico.

—Disculpe la intromisión, señor Tassoni. —Antonio esquivó la mirada—. No sé nada de mi mujer desde esta mañana… Pensé que tal vez… Siento haberle molestado.

Se dio la vuelta y, lentamente, inició el descenso. Tassoni permaneció en el umbral de la puerta, observándole bajar los primeros escalones; al girar en el tramo, Antonio se volvió y alzó los ojos hacia él. Ambos hombres se mantuvieron la mirada unos segundos, un reto a muerte de sentimientos afectado por una vidriosa rivalidad palpitante.

Marta se estaba vistiendo cuando Flavio volvió a la habitación. Había conocido la voz de Antonio y su corazón se paralizó; esperó inmóvil, la respiración contenida, hasta que oyó cerrarse la puerta. Entonces saltó de la cama y empezó a buscar su ropa. Flavio la observaba en el umbral de la puerta.

—¿Vas a dejarle? —No obtuvo respuesta; ella continuó vistiéndose muy azorada—. ¿Vas a venir conmigo? Necesito saberlo.

Marta se sentó en la cama para ponerse las medias sin decir nada, pero ralentizó el movimiento acelerado que había llevado hasta entonces.

—¿Lo vas a hacer? —insistió él, rebosando una respuesta ansiada.

—Necesito pensar… Flavio…, necesito pensar… Mi hija… —Apretó los labios como si se obligase a guardar silencio—. Dame tiempo, amor mío, necesito tiempo. No me obligues a tomar una decisión porque ahora sería incapaz. Necesito pensar… —repetía estirando el nailon de las medias hasta cubrir sus muslos.

Flavio quedó desolado. No sabía cuándo podrían volver a verse, las cosas se iban a complicar mucho en los próximos días, le dijo ella pensando en la desaparición, aparentemente inexplicable, tanto de Basilio como de Elena. Los cimientos de su vida temblarían por las reacciones en cascada. Lo habían hablado Rafael y ella. Debían mantenerse firmes en el silencio. Rafael se encargaría de guiar la desesperación de Virtudes; pero Marta pensaba cómo manejar la reacción de Antonio, y la de Mauricio, además de toda la maledicencia que se pondría en marcha en unas pocas horas, cayendo sobre ella una ventolera de insidias, embustes, prejuicios incontrolados de consecuencias impredecibles.

Descendió las escaleras inquieta. Eran casi las nueve. Se había quedado dormida y se había hecho demasiado tarde. De ahí la preocupación de Antonio. El corazón le rebotaba en su pecho pensando en él, frente a frente con Flavio. Intentaba encontrar, en la confusión de su mente, lo que decirle al llegar a casa, qué contarle, dónde estaba Elena, cómo explicar dónde había estado ella durante todo el día.

Antonio Montejano apenas notaba el frío penetrando como cuchillas hasta acorchar sus entrañas, las manos clavadas en lo más hondo de sus bolsillos, apretados los puños, la respiración descompensada, recordando la figura de aquel hombre, descalzo, el pecho descubierto del que se desprendía el perfume a rosa y jazmín de Marta, aspirado igual que ácido por sus pulmones.

Sintió un escalofrío al verla salir del portal, como latigazo en la cara, y un intenso dolor le sacudió por dentro. La observó mirar a un lado y a otro, encogida, inquieta, alejándose hacia Alcalá. Cerró los ojos y se mantuvo quieto. Cuando volvió a abrirlos, su figura oscura había desaparecido.

La sonata del silencio
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