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Antonio Montejano se dejó caer en la silla. Tenía el cuerpo dolorido, se sentía pesado, la mente espesa como si la niebla de enero hubiera penetrado en ella impidiéndole pensar con claridad. Sentía deseos de cerrar los ojos, de no mirar, de no moverse ni hacer nada, ausentarse de aquel mundo que lo aprisionaba, tan hostil y sórdido, en el que cada día le hastiaba más permanecer. Oía las conversaciones de los que se movían a su alrededor, comentando cosas intrascendentes sobre el trabajo, sobre el frío que hacía o sobre las películas de cine que se estrenaban aquella semana; no los veía, se negaba a levantar los ojos, clavados en sus manos posadas sobre la mesa; sin embargo, presentía sus miradas taimadas, intuía su repugnante temor a contagiarse, alejados siempre del rincón al que le había confinado, detrás de su mesa, pequeña e incómoda, el mismo rincón donde en un pasado —tan remoto que le parecía de otra vida— tantas veces se había sentado en el sillón de piel que ahora lucía en el despacho de Rafael Figueroa. Y como tantas otras veces, los amargos recuerdos regresaron para martirizarlo, para quemarlo por dentro, para agriarle la garganta y emponzoñarle la sangre, porque en aquel sillón de piel marrón (ahora desplazado de su lugar natural) se hallaba sentado cuando, la infausta tarde de aquel fatídico verano en el que se inició la guerra, había resonado el timbre de la puerta con inusual insistencia.
El sobresalto primero, miradas desconcertadas después, por último el recelo. Marta y Pedrito Figueroa, que llevaban un buen rato con la oreja pegada a la radio intentando sintonizar alguna emisora de fuera de Madrid para saber qué estaba pasando, se habían quedado quietos, paralizados por el inesperado estruendo, sus miradas cruzadas, y el timbre repiqueteando, una y otra vez, casi sin descanso, sin espera. Apremiados por su gesto, Marta y Pedro habían apagado la radio, la habían cubierto con una toquilla y habían cerrado la puerta del aparador en el que se escondía de miradas indiscretas. Elena, tan pequeña entonces, había corrido asustada a las faldas de su madre, con ese miedo primario en sus ojitos infantiles, ese avidez natural de los niños al presentir un peligro de buscar la protección materna. Hasta la mente de Antonio llegó el recuerdo del palpitar desbocado de su corazón, tan fuerte y acelerado que se había sentido desfallecer. Había tomado aire intentando tranquilizarse. Nada había que temer aquella tarde.
Durante algunos días, en las primeras horas de confusión, había acogido en casa a Victorino Casas, un viejo compañero de profesión asustado porque en los últimos meses se había vinculado demasiado a la Falange y eso significaba, en aquellos terribles momentos, la sentencia de muerte inmediata. Sin embargo, hacía dos días que Victorino Casas se había marchado para intentar llegar al lado nacional, salir de Madrid, del infierno en el que se había convertido la ciudad en aquel mefistofélico verano. Únicamente estaban ellos; nada había que temer. Les había dicho que se calmasen, mientras se dirigía a la puerta, aporreada desde fuera sin ninguna consideración, oyendo voces pertinaces para que abrieran, y cuando lo hizo, se había encontrado con media docena de hombres armados que irrumpieron en la casa sin esperar a ser invitados; uno de ellos preguntó por Victorino Casas; habían sido informados de que estaba allí escondido. Antonio se había erguido sobre sí mismo, tenso, y con toda la tranquilidad de la que pudo hacer acopio, había contestado que el que buscaban no se hallaba en su casa, que había llamado a su puerta hacía dos días en busca de cobijo, pero que le había rechazado (había mentido, de otra forma lo hubieran matado o llevado por encubridor confeso), y que se había marchado sin traspasar el umbral de la puerta. No le creyeron y quisieron comprobarlo, y él no había tenido inconveniente en que lo hicieran. Y entonces habían trotado por el piso, abierto puertas y armarios, vaciado cajones y alacenas. Todo el tiempo de aquel agitado registro habían permanecido, acogotados, en el salón: la niña pegada al cuerpo de Marta, y Pedrito Figueroa y Antonio, de pie frente a ellas.
Pero el no encontrar la presa los había encolerizado cada vez más, convencidos de que allí se escondía un fascista y ávidos de la captura. Antonio había replicado a sus exigencias que no sabía dónde estaba, que no sabía nada. Le habían empujado y pegado varias bofetadas, más humillantes que dolorosas, para que les dijera dónde lo escondía, a pesar de que les decía la verdad: que no lo sabía; pero sus palabras no les habían convencido, seguros de que le mantenía oculto; y había sido entonces cuando uno de ellos agarró del cuello a Marta, que, de forma instintiva, había soltado de sus brazos a la niña, que, tan asustada, transformada la cara, había corrido al regazo de su padre, que la alzó y la aferró con uno de sus brazos contra su cuerpo, manteniendo el otro extendido, la mano tendida y abierta hacia el que inmovilizaba a Marta en un desesperado intento de aplacar aquella vesania.
Amenazaban con llevársela si no confesaba dónde escondía a Victorino Casas, imprecándole a gritos como perros rabiosos, y la niña lloraba por su madre y Antonio suplicaba que la dejasen, que lo llevasen a él, jurando y perjurando que no sabía nada, y entonces el que parecía el jefe había ordenado que la soltaran a ella, encañonando a Pedro Figueroa, sus ojos tan asustados, arrastrado hacia la puerta, tan efebo aún, sin haber cumplido los dieciocho… Todavía le desgarraba las entrañas el retumbar en su mente de los gritos suplicando que no dejase que lo llevaran, que no lo abandonara; pero Antonio, abrazado a Marta y con la niña aferrada a su cuello (que ya no lloraba porque el miedo había estrangulado sus llantos), no había dicho nada, ni había hecho nada, laxo en el fondo porque las tenía a las dos en sus brazos, incapaz de comprender lo que Pedro chillaba, empujado, alejado de su presencia, inmune a sus espantosos gritos desde la escalera; y había dejado que se lo llevasen, le había abandonado sin hacer nada, sin impedirlo, manteniéndose quieto, inmóvil en medio del salón, oyendo a lo lejos, más allá de la puerta cerrada, los alaridos de súplica de Pedrito ya en la calle, tan joven, tan terriblemente joven. Y había cerrado los ojos para no ver nada hasta que todo quedó en silencio, un silencio oscuro de muerte anunciada.
Una voz grave le devolvió al presente.
—Don Antonio. —Levantó los ojos entumecidos por un llanto amargo y vio a Eutimio con su cara de rana, mirándolo con repulsa y a cierta distancia—. ¿Se encuentra usted bien?
Antonio Montejano afirmó, pasándose la mano por la cara, como si con ese gesto quisiera borrar los recuerdos terribles que lo atormentaban.
—¿Está preparada la factura de la familia Rosales? —volvió a preguntar Eutimio—. Don Rafael me ha pedido que se la lleve.
—Está bien —musitó moviendo apenas los labios.
—La quiere ya…, don Antonio.
Antonio Montejano observó a su alrededor las miradas recelosas. Afirmó sin decir nada, abrió la carpeta que tenía delante y examinó los papeles que la llenaban hasta que encontró lo que buscaba. La revisó un instante y se la tendió a Eutimio, que estiró el brazo todo lo que pudo para cogerla sin acercarse. Antonio se dio cuenta de que aguantaba la respiración. Una risa sardónica se dibujó en sus labios cuando pensó con malicia que sería una buena idea que se contagiara.