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El sol cálido de mediados de marzo alargaba las horas de luz y parecía aumentar las ansias de primavera de la gente, que salía a las calles a disfrutar del paseo. Elena acababa de dejar a su padre en el hospital llevándose la noticia de que al día siguiente le darían el alta. Al salir, aspiró con fruición el aire fresco, limpio de los olores acres de medicamento y enfermedad que se respiraban en el interior del pabellón. La temperatura suave de primera hora de aquella tarde de un invierno ya agotado invitaba a caminar en vez de tomar el tranvía. No tenía ninguna prisa, nadie la esperaba, ni en casa ni en ningún otro sitio, pensó con desánimo; su madre le había dicho que llegaría tarde. Julia tenía que acudir a la parroquia toda aquella semana para asistir a unos ejercicios espirituales como preparación a la Cuaresma.
Abstraída en una extraña sensación de desamparo, echó a andar en dirección al Retiro. Se preguntaba por la actitud de Virtudes, la hermana de Julia; en varias ocasiones, a lo largo de las semanas que había estado su padre ingresado, la encontró al lado de su cama o bien llegaba mientras Elena estaba con él, sin que comprendiera muy bien esa atención al enfermo, sobrepasada a su juicio y, sobre todo, al de su madre, a quien le desagradaban profundamente las visitas diarias de Virtuditas al hospital.
—Ya podía dedicarse a otras cosas, la mema esa… —protestaba airada—. Sus zalemas me estomagan. La muy estúpida… Lo hace para darme en la boca.
—Eso creo yo —agregaba Elena—, pero Julia dice que la visita a los enfermos forma parte de sus cometidos, y más ahora que ha empezado la Cuaresma.
—Pues que se preocupe de otros, que mi marido ya tiene quien le cuide. —Marta se soliviantaba porque pensaba que la única intención presente en la hija mayor de los Figueroa se remitía a la inquina de rebozarle por la cara su ausencia—. Lo único que hace es malmeter, la muy… cotilla, es igualita que la madre. No soporto a ninguna de las dos.
Muchas fueron las noches o las mañanas en las que se repitió la misma conversación, sin que Marta pudiera hacer otra cosa que aguantarse y pedirle a su hija que fuera más tiempo al hospital para hacer compañía a su padre en su convalecencia; Elena lo intentaba, pero pasadas las horas junto al lecho del enfermo, dolorido, adormilado por la morfina, y sobre todo callado, se cansaba y se marchaba.
Aquel día había estado más de tres horas con él; le había ayudado con la comida y había esperado a que cayera en el duermevela constante en el que parecían permanecer no solo los que se curaban en sus lechos asépticos, sino también quienes los acompañaban, todos excepto las enfermeras y el personal sanitario que constantemente pululaban sigilosos por la enorme sala. Con la serenidad recuperada gracias a la morfina, dormido con inquieta placidez, Elena se había levantado despacio para no despertarlo; después de despedirse de las enfermeras —a las que ya conocía de tanto tiempo pasado allí—, y cuando estaba a punto de salir de la sala, se había topado con ella. Virtudes Figueroa desprendía un fuerte aroma a perfume y llevaba el pelo arreglado con un recogido que realzaba su marchita belleza. Mostró un gesto ladino mientras le hablaba: «Ah, Elena, ¿ya te marchas? Vete tranquila. Ya me quedo yo haciéndole compañía». Elena no podía impedir aquellas visitas, así que sonrió y se alejó, volviéndose para ver cómo Virtuditas se acercaba a la cama de su padre y se sentaba en la misma silla que ella acababa de dejar, como si fuera una esposa solícita o una afectuosa hija.
La calle bullía de gente ansiosa por recibir el influjo del sol. Atravesó los jardines del Retiro deteniéndose a orillas del lago para observar los reflejos del cálido invierno cabrillear en el agua y a las parejas amarteladas al sol en la escalinata del Palacio de Cristal, musitándose palabras enamoradas. Decidió acercarse hasta los puestos de libros de la Cuesta de Moyano, dejando transcurrir el tiempo con desidia, dilatando el momento de llegar a casa para no encontrarse sola, como había estado casi todas las tardes desde que su padre fue ingresado en el hospital y su madre trabajaba. Se aburría soberanamente y empezaba a sentir una extraña sensación de abandono; por eso había accedido a salir con Basilio; en realidad, era el único que parecía preocuparse de ella; algunas veces subía a verla y se quedaba hablando un rato; además, estaba lo del dinero, aunque no tenía la seguridad de que hubiera hecho bien al aceptárselo la primera vez; estaba muy confusa con ese asunto; no se lo había dicho a nadie, ni siquiera en la última confesión; lo iba a hacer, pero en el último momento le dio vergüenza y se calló, lo que le provocó más sentimiento de culpabilidad por no saber si era bueno o no aceptar el dinero.
La segunda vez que salieron, Basilio la había llevado a un pequeño local llamado El Dorado situado en una bocacalle de Génova; allí se sentaron con dos hombres algo mayores que Basilio, pero a diferencia de lo que pasó en Chicote, aquella tarde nadie la hizo fumar ni beber alcohol. Todos se mostraron muy atentos con ella. Uno de los hombres era alemán, muy gallardo, adusto y elegante en sus formas y con unos ojos grises, casi transparentes, que no dejaron de mirarla durante toda la velada, llegando a ruborizarse en algunos momentos; cuando Basilio se lo presentó solo se quedó con el nombre de Klaus y que debía de ser médico porque lo trató como doctor. El doctor Klaus apenas abrió la boca si no era para reírse de lo que decía el otro hombre que los acompañaba, un sevillano rechoncho y pelón pero tan divertido contando chistes que a Elena la hizo reír hasta la carcajada. No recordaba haberse divertido tanto como aquel día. Cuando se estaban despidiendo, Elena vio cómo el alemán le entregaba a Basilio un sobre parecido al que había recibido del señor de la pajarita; le dijo algo al oído que no pudo oír, pero recordaba la mirada torva y fugaz de aquel hombre dando a entender que lo dicho se refería a ella, y el rostro ensombrecido de Basilio, como si las palabras escuchadas hubieran sido veneno inyectado en sus venas y hubieran provocado su efecto destructor de inmediato.
A partir de ese momento, apenas habían hablado. Tomaron un taxi que los llevó al final de la calle Goya, casi en el cruce con Alcalá. El coche se detuvo, a instancias de Basilio, delante de un portal de puertas de madera; le comentó antes de bajarse que debía entregar el sobre —lo llevaba en la mano, en ningún momento se lo había metido en el bolsillo—, que no tardaría y que le esperase en el taxi. Elena se mantuvo sentada y se encogió al descubrir los ojos del taxista reflejados en el espejo retrovisor, observándola en la penumbra del coche con una incómoda persistencia. Al poco, Basilio regresó y ordenó al conductor que se pusiera en marcha. Nada más, ni una palabra hasta que llegaron a la plaza del Ángel. Elena le había oído respirar alterado; sin embargo, no se había atrevido a preguntarle nada, temerosa de que le diera una mala contestación. Cuando bajaron del taxi, Basilio la acompañó hasta el portal y le dijo que se fuera a casa, que él tenía algo que hacer. A la tenue luz de la farola, había visto sus ojos enrojecidos, ausentes y un rictus de preocupación.
—¿Ocurre algo? —se había atrevido a preguntar con voz queda.
Elena recordaba la expresión de Basilio: sus labios esbozaron una leve sonrisa cariñosa y con los ojos entornados mostró un visaje de candor hacia ella acariciándole dulcemente la barbilla. Luego, como si regresara de sus propias ensoñaciones, aspiró el aire hinchando sus pulmones y sacudió la cara sin borrar la risa de su boca.
—No pasa nada. Anda, súbete a casa. Van a dar las diez. Ah, espera, falta algo… —Sacó quinientas pesetas del bolsillo interior de su chaqueta y se las tendió—. Aquí tienes lo que te prometí; ya ves que yo siempre cumplo.
Elena había mirado los billetes un instante para luego subir los ojos al rostro de Basilio.
—No, no lo quiero. Esta tarde me lo he pasado muy bien. No tienes que darme nada. Además, yo no he hecho nada, has sido tú quien has entregado el sobre.
Basilio, con los billetes delante de la cara de Elena, sin decir nada, había estirado la sonrisa, alzando las cejas sorprendido, y al fin los guardó de nuevo sin decir nada.
—Basilio, ¿en qué andas metido? Hace tiempo que no tienes buen aspecto, me preocupa verte así…
Los dos se habían mirado de hito en hito durante un rato, los ojos fijos, tristes los de él, interrogadores los de ella; «en qué andas metido», aquellas palabras rebotaban en la mente de Basilio como un eco al borde de un precipicio.
—No pasa nada, Elena…, pero agradezco mucho tu preocupación. Créeme, mucho más de lo que te imaginas.
Su sonrisa rota, torcida en un gesto de dolor interno, de inminente peligro o confusa derrota, se le quedó grabada a Elena. No le había vuelto a ver desde aquella noche. Julia le había comentado que llegaba casi al amanecer, y que dormía todo el día hasta media tarde; se levantaba, comía algo, se arreglaba y se marchaba sin hablar con nadie.
Dando vueltas a todas estas cosas, enfiló el paseo del Prado por la acera del museo sintiendo en su rostro la tibieza de la brisa que, a ráfagas, removía las hojas secas caídas en los últimos días de lluvia y viento, como si juguetearan alrededor de sus pies. Al llegar a la altura de la puerta de Velázquez, llegó a sus oídos un sonido y, sin poder evitarlo, el corazón le dio un vuelco y empezó a latirle a toda prisa. Las vibraciones de un violín se deslizaban por el aire como un céfiro para los sentidos. Se detuvo y buscó de dónde procedía con el ansia de quien busca agua para aplacar su sed y el nombre de Hanno apenas musitado en sus labios repentinamente secos. Desde la última vez que vio a aquel violinista en la calle del Carmen —antes de entrar al cine con Julita—, cada vez que salía a la calle para lo que fuera, buscaba denodadamente con los ojos, pero sobre todo con el oído, algún indicio que le llevara de nuevo a encontrarse con él. Le parecía tan guapo y amable y, sobre todo, tan delicado. Había conjeturado mucho sobre su vida: por qué estaba en Madrid, qué horribles razones le habrían arrojado a tocar su música en la calle, sin llegar a comprender cómo un virtuoso como él no formaba parte de una gran orquesta o actuaba en solitario en los mejores teatros y locales del mundo, desubicado en un medio que no le correspondía.
Enseguida lo descubrió y de nuevo el corazón pareció saltar en su pecho; junto a la estatua de Velázquez, erguido como un junco, cimbreando el cuerpo al son de la armonía del Rondo, Andantino Quasi Allegretto, de Paganini. Una docena de personas dispersas escuchaban a cierta distancia y con gesto complacido; gente que en el sosiego del paseo había encontrado, en aquella corriente de influencia magnética, un motivo para detenerse un rato. Conteniendo una inefable emoción, Elena se acercó despacio hasta que estuvo a unos metros de él, que al verla le dedicó una leve sonrisa, apenas un gesto que no le hizo perder ni un ápice la intensidad en la ejecución de la pieza musical. Cerraba los ojos recluido en su interior para luego abrirlos y mirarla; y de repente, Elena se sintió única, como si el resto del mundo hubiera desaparecido y solo tocase para ella.
Cuando terminó, la gente aplaudió con moderación, a lo que el violinista respondió con una ligera reverencia. Hubo quien se acercó a echar en el sombrero unas monedas y él repetía la inclinación más rápida dando las gracias. Algunos permanecieron quietos a cierta distancia, dispuestos a escuchar más piezas de aquel virtuoso. Elena no se movió de donde estaba, muy tiesa, con el bolso cogido con las dos manos, los pies muy juntos y encantada de la situación. Cuando el chico se quedó solo de nuevo, la miró, le dedicó una reverencia y, sutilmente, la señaló con los ojos y la mano con la que sostenía el arco. Elena entendió que le dedicaba aquella pieza y, mecánicamente, su sonrisa se abrió aún más. Se dio cuenta de que le temblaban las piernas.
El chico se colocó el violín en el hombro, cerró los ojos concentrado y al instante empezó a rasgar las cuerdas. Elena desconocía la pieza, no la había escuchado nunca, pero enseguida le embargó una profunda emoción y sintió como si estuviera levitando.
Cuando terminó, volvieron a oírse algunos aplausos flojos, con la excepción de los que le obsequiaba Elena, arrobada de entusiasmo en su palmoteo. Hubo algunos que se acercaron a echar un pequeño estipendio en el sombrero, reanudando el paseo la mayoría, como si infiriesen que la música había pasado a ser únicamente para Elena.
Cuando se quedó solo, ella se acercó sonriente; mientras, el violinista introdujo cuidadosamente el instrumento en el estuche, volcó las monedas en la mano y, sin contarlas, las metió en el bolsillo del pantalón.
—Falto yo —dijo ella tendiéndole una moneda.
—No hace falta.
—No, por favor. Mi madre dice que siempre hay que dar algo a los artistas que despliegan su arte en la calle para solaz de todos. —Hizo un ademán insistente—. Cógelo…, por favor.
Mantuvo con empeño la mano estirada con la moneda sujeta entre los dedos.
El chico le sonrió y, sin dejar de mirarla, puso el sombrero para que echase la moneda.
—Gracias, Elena.
El hecho de que recordase su nombre la hizo ruborizarse tanto que no pudo evitar una sensación de ardor en las mejillas.
—¿Me recuerdas? —La pregunta resultaba ingenua.
—¿Es que hay alguien en este mundo que pueda olvidar esos ojos una vez que los mira?
Elena, cada vez más sonrojada, creyó desvanecerse.
—Es muy bonita esta pieza última que has tocado.
—Te la he dedicado a ti.
—Gracias. Nunca la había oído. ¿De quién es?
—De Tartini, es la primera parte de la sonata El trino del diablo.
—No había escuchado nada de Tartini. Qué título más… extraño para una música tan hermosa.
—¿El trino del diablo?
Ella afirmó.
—Guiseppe Tartini contó en una carta que cuando compuso esta pieza pretendió emular al diablo, al que había oído tocar en un sueño lo que para él resultó la composición más perfecta que jamás había escuchado.
Se quedaron en silencio un rato, uno frente al otro, respirando el aroma de la fronda que empezaba a crecer a su alrededor.
—¿Y lo consiguió?
El chico no dejaba de mirarla ni un segundo, como abducido en el interior esmeralda de sus ojos.
—Un compositor nunca está conforme con su obra. Hay leyendas que afirman que el violín es el instrumento del diablo y que los más virtuosos en su ejecución lo son porque han hecho un pacto con el maligno vendiéndole sus almas a cambio de esa perfección. Es lo que dicen de Nicolo Paganini, que le vendió su alma al diablo para alcanzar la máxima excelencia con su violín.
Ella, sin ocultar su sorpresa por las palabras del chico, desplegó una sonrisa.
—Qué interesante, no lo sabía…
Johann cambió el gesto y se puso la mano en el estómago.
—Todavía no he comido… ¿Y tú?
Ella negó con un ligero movimiento de la cabeza.
—¿Me permites que te invite…? Así podré contarte más historias y leyendas sobre violines; hay muchas… Bueno, tal vez no te interesen…
Ahora Elena era quien permanecía embebida en los ojos del violinista, unos ojos grandes y oscuros sobre su piel blanca y fina, delicada, pensó, como si fuera porcelana. Lo último que se esperaba era que aquel muchacho la invitase a comer. Aturdida, afirmó con un meneo exagerado de la cabeza esbozando una sonrisa que le pareció estúpida, incapaz de decir una palabra porque pensaba que le iba a resultar imposible articular una a derechas.
—¿Tienes alguna preferencia por aquí? —preguntó él—, ¿algún lugar que te guste o que conozcas?
—No, no, no conozco ninguno… —contestó Elena balbuciente—. La verdad es que…, bueno, apenas salgo y no sé de ningún sitio.
—Pues si me permites, hay una casa de comidas muy cerca de mi pensión; conozco a los dueños, y cocinan como los ángeles. No está muy lejos de aquí, es un paseo y hace tan buena tarde…
—Me parece muy bien.
Cruzaron el paseo del Prado. Caminaron despacio, a veces en silencio, hablando otras de nimiedades tales como el sol, que por fin se iba imponiendo al gris invierno, del calor, de la gente que paseaba disfrutando del buen tiempo. El violinista llevaba el estuche del violín abrazado a su pecho, como si tuviera miedo a perderlo o, simplemente, pretendiera cubrir tras el instrumento la intensa timidez que lo atenazaba al caminar junto a ella.
Al llegar al cruce con la calle Jesús torcieron a la izquierda en dirección a la plaza de Jesús. Hanno se detuvo frente a una casa de comidas que tenía, encima de la puerta de cristal, un vistoso cartel en el que se leía: «Casa Rufino. Cocidos». En la otra acera la gente entraba y salía de la iglesia del Cristo de Medinaceli.
—Es aquí.
Al entrar les embriagó un aroma intenso a cocido y guiso que hizo salivar sus bocas por el hambre. El local era pequeño y acogedor, con una docena de mesas; solo una estaba ocupada por un hombre de mirada torva que los observó un instante al verlos entrar; luego apartó los ojos obviando su presencia.
Detrás de una barra de madera, una mujer menuda y regordeta, de grandes mofletes y ojillos pequeños, trasteaba con cacharros y platos; cuando oyó la puerta, levantó la vista y al ver entrar al violinista se le iluminaron los ojos, igual que haría una madre al regreso de su hijo querido.
—Juanito, mi querido Juanito, pero qué alegría verte por aquí. —La mujer salió a recibirlos secándose las manos con el mandil, y le plantó dos besos, uno en cada mejilla, que Hanno recibió con agradecida sumisión.
—Buenos días, doña Paula, ¿cómo está?
—Hola, hijo, cuánto bueno por aquí, pasa, pasa.
—¿Y su marido, el señor Rufino? ¿Anda mejor de sus males?
—Ahí va tirando, el pobre, pero no va a peor. ¿Y tú? No vienes por aquí desde hace más de dos semanas, por lo menos.
—Sí, doña Paula, he tenido que guardarme unos días. Ya sabe…
—¿Otra vez esos canallas? Hijos de puta…
La interrumpió la vocecilla de un varón que apareció al otro lado del local enfundado en un gran mandil de rayas grises y blancas que apenas abarcaba su enorme barriga.
—Pauliiita… Cuida tu boca, mujer, que hay clientes.
—Si es que no le dejan vivir, pobre hijo mío. Pero qué mal puede hacer este infeliz con un violín. Mírale, si parece un ángel.
Doña Paula se fijó entonces en Elena, que permanecía un paso detrás del chico. Luego lo miró a él alzando las cejas y sonriendo curiosa.
—Por fin has hecho amistad con alguien.
—Sí… —El violinista se giró un poco hacia Elena—. Es…, ella es Elena, nos conocemos hace muy poco. —Se acercó un poco a la mujer como si quisiera hacerle una confidencia—. Parece que le gusta cómo toco el violín.
—¡Cómo no le iba a gustar! ¡Un burro ha de ser uno para que no le gusten tus canciones!
—Pauliiita —dijo el marido pausado y paciente—, que no son canciones, que te lo ha dicho el chico muchas veces y no te enteras, mujer, que es música.
—Pues lo que sea, no importa, lo que este chico hace con ese violín es gloria bendita para todo el que lo oiga.
Los ojos de la mujer se posaron en Elena.
—Lleva por aquí más de un año, ¿sabes?, y no le he conocido amigo ni acompañante. Siempre con su violín bajo el brazo, parece que fuera parte de su cuerpo.
—Un lobo solitario —dijo el marido con el codo apoyado en la barra, manteniendo cierta distancia—. Anda, mujer, no les des más palique, que no han venido a contarte su vida. ¿Queréis un plato de cocido? Me queda todavía un buen puchero.
En una mesa algo arrinconada, bajo la mirada complaciente de doña Paula, que los observaba con aprecio maternal, Elena Montejano y Johann Merkt comieron el cocido sin parar de hablarse, de escucharse y de reír. Las horas transcurrieron como si fueran minutos y cuando se dieron cuenta, había anochecido y el local había adquirido un aspecto diferente iluminado por la luz eléctrica.
Justo cuando doña Paula encendió las bombillas del local, Elena miró a su alrededor como si hubiera despertado de un sueño profundo y, asustada, preguntó la hora.
—Acaban de dar las ocho —le respondió doña Paula, que sentada en el otro extremo del local, ahora solitario de clientes a excepción de la pareja, oía alguno de los programas de la radio emitidos a esas horas mientras zurcía unos trapos con unas gafas minúsculas pinzadas en la mitad de su nariz.
—Qué tarde se ha hecho —dijo Elena removiéndose como si pretendiera levantarse.
El chico, muy solícito, se volvió hacia doña Paula y le preguntó qué le debía.
—Nada, hijo, hoy os invito yo, que me habéis hecho mucha compañía ahí con vuestra cháchara, que da gusto veros, tan jóvenes y tan guapos los dos, y con tanto futuro por delante.
Ambos se miraron y se sonrieron azarados, pero ninguno de los dos trató de ocultar cierto agrado ante aquellas palabras.
—Se lo agradezco, doña Paula, pero tiene que cobrarme algo…
—Nada, nada, al cocido os invito yo y no se hable más.
Ambos agradecieron a la mujer la invitación, y cuando se levantaron, doña Paula llamó a su marido.
—¡Rufino, que se va Juanito!
El matrimonio los despidió en la puerta del local, viendo cómo se alejaban.
—Qué buena pareja hacen —dijo la mujer sin dejar de mirarlos—, y qué guapa es la chiquita, ¿verdad, Rufino?
—Anda, mujer, no seas trotaconventos, que te gusta mucho entrometerte en lo que no te llaman.
—Si es que esa criatura se merece una buena muchacha que lo cuide y que lo quiera como Dios manda. Es tan buen chico…, tan educadito… Ya me gustaría a mí haberle tenido como hijo, ¡madre mía!, no iba yo a pavonearme con un hijo así. No, señor, ese muchacho no debería estar tan solito, que a este me lo echa a perder cualquier golfanta de las que abundan por ahí y me lo pierde, vaya si me lo pierde… Que no lo ves, si páece un angelico.
El hombre se metió farfullando algo que doña Paula no quiso escuchar. Se quedó sola, en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados sobre su abultado pecho, hablando para ella sin dejar de mirar las dos figuras que caminaban juntas sin apenas rozarse, si no era el abrigo de ella con la chaqueta de él.
—Mira tú como la vela que le puse a san Antonio ha servido, para que luego digan que no, que eso no vale pa na…, pues ahí lo tienes…, anda que no se les nota, a la legua se les nota que están coladitos el uno por el otro, y hacen tan buena pareja…, si ya lo digo yo, que mi santo no me falla. Mañana mismo voy a ponerle otra más grande paque estos dos se arreglen del todo, que hacen buena pareja, sí, señor, sí que la hacen…, y ella…, uff, si es una muñeca la chica, guapa y educada…, lo que Juanito se merece; es que parecen hechos el uno pa’l otro.
Y después de persignarse varias veces como si allí mismo invocara a su san Antonio, se metió al interior del local a preparar las viandas para los clientes de la noche.