3

Elena Montejano de Canales estaba recostada en la cama, la cabeza hundida en la blancura blanda de varias almohadas que la sustentaban como a una vestal consagrada. Sus ojos perdidos en la ventana que daba al patio interior, aquel particular abismo de libertad que fue en el pasado para ella; tenía el pelo desparramado a un lado y a otro de su cara, cuya palidez hacía resaltar el tono violáceo que orlaba sus ojos y la hinchazón de su labio. Pensaba en su amiga Julia, tan lejana y tan ajena que parecía haber desaparecido de su vida hacía años. En aquel momento, las manos sobre la tripa, con aquella terrible sensación de vacío en su vientre, alcanzó a entender la profunda tristeza que había embargado a su amiga ante una pérdida similar, y sintió el deseo de tenerla cerca para abrazarla y decirle lo mucho que lo sentía, y expresarle lo que la echaba de menos y pedirle perdón por no haber sabido dar a su pena la importancia merecida, y haber huido de ella privándola de su compañía que ahora tanto anhelaba ella.

Cuando vio a su madre asomarse por la puerta, su rostro se iluminó y tendió su mano hacia ella.

—Mamá, qué alegría verte. Ven, siéntate aquí conmigo.

Marta Ribas estaba asomada a la puerta con cierto recelo. Le había abierto Jacinta y, sin esperar a ser anunciada, se fue directa a la habitación. Nunca había estado en aquella alcoba. Le daba reparo pensar que aquel era el lugar donde Mauricio Canales poseía a su hija cada noche, se estremeció solo de pensarlo, pero intentó sonreír y se acercó al lecho para coger la mano de la postrada y acariciar su mejilla magullada.

—¿Cómo está mi niña? ¿Has descansado?

—Sí, estoy un poco mejor.

—¿Te cuidan bien estas arpías? —le dijo en voz baja, sentándose en la cama, muy pegada a Elena.

—Aparentemente se desviven, pero me da un repelús cuando las veo entrar; son como fantasmas, no se las oye…, pero están ahí.

Las dos sonrieron y apretaron sus manos entrelazadas con fuerza.

—¿Y Mauricio? ¿Te ha dejado tranquila?

—Sí. Su madre le mandó a dormir a otra cama. Le dijo que era lo más conveniente durante mi convalecencia. Ahora se muestra muy amable conmigo, me ha pedido perdón mil veces… Dice que no sabía lo del… —calló y se tocó la tripa con tristeza—. Siempre es así, se muestra atento y amable y de repente se enfada…, y…, bueno…, luego me pide perdón.

—¿Te ha pegado más veces?

—Cuando se enfada me empuja… y me grita… Me asusta mucho verle así porque se pone como loco.

—Pero ¿por qué se enfada?

—Pues no sé… —dijo encogiendo los hombros y dejando la mirada perdida, como si estuviera pensando una respuesta—, porque la sopa no está lo suficientemente caliente o porque está salada, o porque le hago esperar, o porque no están las cosas donde él dice que tienen que estar… Cuanto más brusco es, más se desvive luego. Hace un mes me compró una pulsera de oro, la tengo ahí, en la coqueta… Y vestidos…, el otro día me dijo que me comprase lo que quisiera para este invierno, que no escatimase en gastos… —se calló con los ojos bajos, clavados en las manos entrelazadas con las de su madre—. Pero no he tenido gana de ir de compras; me gustaría ir contigo…, como nunca estás…

Marta escuchaba a su hija acariciando su mano, conmovida por lo que estaba escuchando. Apenas habían podido hablar en el hospital con la presencia constante de Mauricio y Antonio.

—Lo siento, hija, siento tanto no haber estado a tu lado…

—No lo sientas, madre…

Se calló porque la puerta se abrió y entró doña Melchora con una sonrisa que dejaba ver unos dientes negros y pequeños.

—Buenos días, doña Marta. Me ha dicho Jacinta que ha venido usted. Mi hijo no se encuentra en casa.

—He venido a ver a mi hija —contestó algo desabrida por su inoportuna presencia.

—Ah, bueno, se lo decía porque como antes ha estado su esposo con él… —Se acercó al otro lado de la cama y remetió y colocó, con impostado esmero, el embozo de la cama. Luego juntó las manos y ahí se quedó, para disgusto de la madre y la hija—. Han salido los dos hace un rato a hacer no sé qué.

Marta sonrió forzadamente, apenas sin mirarla, sin disimular lo incómodo de su presencia.

—¿Ha descansado usted? —insistió la señora.

—No demasiado, doña Melchora.

—¿Cómo encuentra usted a Elenita? ¿A que está mucho mejor? Si es que en los hospitales no se descansa. Donde esté la cama de uno, que se quite lo demás.

Ninguna de las dos abrió la boca. Se mantenían la mirada de hito en hito, enviando la señal de que querían estar solas, de que no les interesaba nada lo que pudiera decir. Pero doña Melchora era de por sí terca e impertinente, demasiado para dejar perder la oportunidad de estar allí a ver cómo reaccionaban la madre y la hija y luego sacar sus propias conclusiones de lo sucedido con su pobre hijo.

—Usted, doña Marta, no tiene de qué preocuparse —insistió—, Elenita ha descansado como una bendita. Está bien atendida. Mi hermana Remedios y yo nos hacemos cargo de que no le falte de nada, y mi hijo, pobrecito, se desvive por ella, no lo sabe usted bien. Tiene una preocupación que ni come ni duerme, el pobre…

—Doña Melchora. —Marta no pudo soportarlo más—. ¿Le importaría dejarme a solas un rato con mi hija?

A la señora de Canales madre aquello le cogió desprevenida, y su cara enjuta y apergaminada, enmarcada por el pelo blanco, seco y pegado al cráneo, tomó la forma de un espectro, los ojos muy abiertos y muy negros. Tragó saliva y una minúscula nuez subió y descendió bajo la fina piel de su cuello fibroso. Muy erguida, se removió unos segundos, sin saber qué hacer.

—Bueno…, si molesto…, me voy.

Marta y Elena la observaron de reojo en su marcha. Al salir, doña Melchora se aseguró de dejar la puerta bien abierta. Marta se levantó y la cerró. Luego volvió a la cama y se sentó junto a su hija.

—Elena, tengo que decirte algo y no tenemos mucho tiempo. Escúchame. Te voy a sacar de aquí —mantuvo unos segundos de silencio abismada en los ojos ansiosos de su hija—. Voy a intentar alejarte de este salvaje.

—¿Cómo? —preguntó anhelante.

—Quiero que salgas de España con Basilio.

—¿Adónde? —Sus ojos, cada vez más abiertos y más ávidos de respuestas, la miraban absortos.

Marta sonrió con ternura, acariciando su mejilla golpeada.

—Donde te traten con la delicadeza que te mereces, donde puedas sentir el amor sin miedos a gritos ni a golpes. —Se acercó más a ella, llegando casi a su oído, y le susurró—: Te vas a Nueva York…, con tu violinista.

Elena estuvo a punto de pegar un grito, pero su madre lo evitó posando con suavidad su mano sobre la boca, indicándole que se mantuviera callada. Las dos, agarradas con fuerza de las manos, derramaron en silencio toda la emoción que las desbordaba.

—Mamá…, yo… —Elena musitaba balbuciente palabras inconexas.

—Mira. —Abrió el bolso y le enseñó la carta de Hanno con su nombre escrito: «Para mi amada Elena». La destinataria echó la mano para cogerla, pero Marta echó el cierre antes de que llegara a tocarla—. Ahora no, es peligroso. Te la daré en casa. Tenemos que actuar con mucha prudencia.

—Pero ¿cómo lo haremos? Él no me dejará marchar.

—Tú déjame a mí. Te sacaré de las garras de este crápula aunque sea lo último que haga en mi vida.

Hablaron en susurros durante un rato, para desesperación de doña Melchora, que por más que pegaba la oreja a la puerta, tan solo oía algún siseo sin sentido; incluso su hermana, más joven y con mejor oído, al verla tan afanada en la escucha, se pegó también a ver si ella pillaba algo de lo que se decía, en un intento asimismo infructuoso.

Marta le advirtió que no podía mostrarse eufórica, ni siquiera alegre. Debía mantener delante de Mauricio y de las dos chismosas esa languidez propia de una mujer que acaba de perder a su bebé. También le contó lo de la herencia, por lo que su futuro estaba asegurado allá donde fuera.

Al cabo de un rato se despidió de ella, tenía que arreglar muchas cosas y no había tiempo que perder. Elena se quedó sola en su alcoba, pero su vida había dado un cambio radical con la visita de su madre. Sus sueños y evocaciones la llevaron lejos, deseosa de que el tiempo pasara y se cumpliera el sueño de alcanzar la tierra prometida.

La sonata del silencio
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