2
Se oyó el timbre de la puerta resonando en el silencio de la casa, roto únicamente por el ruido procedente de la radio de Venancia. La criada salió a abrir.
—Será don Próculo —dijo Virtuditas.
Doña Virtudes miró por encima de sus gafas al reloj de pared que tenía enfrente sin dejar de hacer punto.
—Si ayer dijo que tenía clase de religión…
—Ya habrá terminado.
—Me extraña, todavía es pronto.
Venancia se asomó a la sala y desde el quicio anunció la presencia de la señora Marta.
—¿Qué querrá esta ahora? —murmuró doña Virtudes quebrando el gesto—. Pedir, seguro; eso es lo único que sabe hacer esta gente, nada más que pedir.
Venancia esperaba en la puerta.
—¿Le digo que pase…, o que están ocupadas?
—No, no, dile que pase, a ver qué quiere. Ay, Dios santo, si no fuera porque una es buena…
Marta Ribas siguió a la criada con los ojos clavados en su espalda. Recordó las buenas migas que habían hecho Venancia y Rufina, la criada que sirvió en su casa hasta que estalló la guerra; pensó que hacía demasiado tiempo que no tenía quien la ayudara en las labores de la casa, instintivamente escondió sus manos ásperas y cortadas por el agua y la lejía que ni siquiera la vaselina mejoraba; siempre había tenido las manos preciosas, suaves como la porcelana, con la forma de las uñas perfecta, ahora quebradas ante cualquier roce, lo que la obligaba a llevarlas siempre cortas, tan poco femeninas. Se tocó el pelo, componiéndose un poco el moño, recogido de cualquier manera; qué mal llevaba no poder ir a la peluquería a cortarse y cardarse, por eso casi siempre lo cubría bajo un pañuelo atado al cuello, o un sombrero que además ocultaba las canas que hacía un tiempo asomaban entreveradas en la negrura del cabello. Se sentía fea con aquella ropa tazada y tan anticuada, y al caminar sus pies se torcían torpes por el desgaste de los únicos zapatos que le quedaban; ella, que había vestido y calzado con las mejores marcas y con la calidad más exquisita, no se acostumbraba a verse así, por eso apenas se miraba al espejo, para no verse hecha una birria.
Todos aquellos sentimientos derivados de la penuria y escasez en la que vivían quebrantaban su ánimo, aunque con el paso del tiempo había conseguido mantenerlos más o menos aparcados, adormilados en su mente como único medio de poder seguir viviendo sin llegar al límite de la desesperación; sin embargo, ese quebranto se removía cuando tenía que salir a la calle, cuando tenía que enfrentarse a las miradas despectivas de quienes la observaban de arriba abajo, displicentes unos, sin disimular la lástima otros, incluso le dolía la indiferencia cuando su presencia siempre había fascinado a todo aquel que la contemplaba. No lo soportaba, se sentía atacada, humillada, acobardada ante una situación que todavía, después de los años, ni entendía ni aceptaba, por injusta y arbitraria; y toda esa desazón se agudizaba aún más cuando tenía que ver a Virtudes Molina; entonces la sangre le ardía y la cabeza parecía estallarle al contemplar su estúpida cara de vieja insoportable y tener que oír su voz aguda y arrastrada pretendiendo dar lecciones de estoicismo y resignación para sobrellevar la adversidad que Dios les enviaba, perpetuamente pertrechada con su misal, su rosario y su velo negro, bajo el que ocultaba lo negro de su alma, siempre envuelta en esa falsa y cicatera compasión.
Desde el mismo instante en que se conocieron se cayeron mal; la nada disimulada admiración, más bien deleitación, que Marta causó en Rafael Figueroa, incluso en don Próculo —entonces en sus últimos tiempos de seglar—, y el hecho de ser mucho más mayor que ella (quince años era demasiado), habían sido excusa para tratarla siempre con esa displicente superioridad moral con la que se creía en el derecho de darle lecciones de ética y comportamiento, a ella, que siempre le había superado en todo, en inteligencia, en saber estar, en gusto y, por supuesto, algo que Virtudes Molina no la había perdonado nunca, en juventud y en belleza.
Marta Ribas de Montejano había sido la única hija de un diplomático español de ascendencia alemana y de una hermosa aristócrata italiana. De niña viajó por medio mundo, vivió a caballo entre Madrid y París a causa de los compromisos laborales de su padre; hablaba a la perfección español, se manejaba bien en italiano y francés, y sabía defenderse en inglés y alemán. Además, tenía la carrera de música y tocaba el piano con extraordinario virtuosismo, tanto que hasta que se casó aspiraba a ser concertista. Desde la cuna aprendió las buenas maneras del protocolo más estricto en todos los ámbitos de la vida: desde la manera de vestirse para ir a cualquier clase de evento o visita hasta la forma de presentar la mesa o atender a los invitados en una recepción privada o pública. Todo lo hacía con tal naturalidad que parecía una princesa educada para ser reina. Además, su belleza, heredada de su madre, era admirada por todos: alta, esbelta, morena; los ojos rasgados del color de la canela, enmarcados por las cejas con la forma de una gaviota en vuelo, sus labios carnosos y una nariz perfilada y recta conformaban unas facciones casi perfectas.
Antonio Montejano la había conocido siendo todavía una adolescente de quince años, y ya entonces apuntaban los fulgores de una belleza que deslumbraba a cualquiera que se acercase a ella. Antonio había sido invitado a una recepción de la embajada francesa por la esposa del embajador, madame Goriot, clienta habitual de su tienda de antigüedades; ella misma los presentó y, a partir de ese momento, la pareja se pasó toda la velada hablando sin separarse, embelesados el uno en los ojos del otro. A pesar de la diferencia de edad —doce años le llevaba Antonio—, se quedó prendado de ella, aunque fue consciente desde el primer momento de lo complicado de sus posibilidades, debido precisamente a su juventud. En su empeño, hizo partícipe de su enamoramiento a madame Goriot, una dama que comprendió a la perfección el veneno del amor inoculado en las venas de Antonio e hizo lo posible por ayudarle en la conquista. Por eso, y porque la cosa le divertía soberanamente, actuó en el papel de celestina y consiguió que se produjera un nuevo encuentro. Ocurrió pasados dos meses de haberse conocido, cuando madame Goriot entró por la puerta de la elegante tienda de antigüedades, acompañada de Marta y de su madre. Así se empezó a fraguar un noviazgo que acabó en una espléndida boda dos años más tarde, cuando Marta cumplió los diecisiete.
El futuro se les presentaba feliz y dichoso a los recién casados. El viaje de novios duró dos meses; recorrieron toda Europa, pernoctaron en los mejores hoteles y acudieron a los más importantes espectáculos de París, Londres, Milán o Viena. Ambos anhelaban desde el principio un embarazo que terminase de culminar su amor; Antonio quería muchos niños, todos los que quisieran venir al mundo. Ella no opinaba, se dejaba llevar por el entusiasmo de su marido en ese anhelo de paternidad, dejando aparcadas sus aspiraciones de dar conciertos en público, asunto del que Antonio no quiso ni siquiera hablar: su esposa no iba a ir por el mundo tocando el piano para otros, ella tocaría para él, en casa, «como una señora», le decía convencido. Pero el tiempo pasaba y Marta no tenía ni siquiera un amago de retraso en su menstruación. Tuvieron que pasar siete largos años para que por fin llegase el feliz acontecimiento con el nacimiento de Elena; ya no hubo más embarazos. Aquel anhelo de ser padres ensombreció en algunos momentos su vida, aunque no lo suficiente para considerarse una familia afortunada viendo crecer a su única hija.
—Pasa, pasa… —dijo doña Virtudes cuando vio aparecer a Venancia seguida de Marta—. ¿Cómo está Antonio? Esta mañana ha dicho Elena que no podía bajar a la notaría, que había pasado muy mala noche.
—Ha pasado muy mala noche —repitió con gesto serio y algo desabrido—, pero al final sí ha bajado a trabajar, ya sabes cómo es.
—Vaya, menos mal, dice Rafael que hay mucho trabajo y el que falte uno, se nota…
—Claro.
—Ven, siéntate ahí, al lado de Virtuditas.
Virtuditas Figueroa no había dejado en ningún momento de hacer punto de cruz, tan solo había alzado los ojos de la labor para echar una rápida ojeada a Marta (sus zapatos desgastados, sus medias tupidas y feas, su falda ya pasada de moda y el jersey y la camisa tazados de color gris como ella, además de ese pelo que, para su regocijo interno, la afeaba y enmascaraba su belleza) y volver su atención a la aguja. Cuando Marta se sentó a su lado, volvió a mirarla de soslayo esbozando una sonrisa cohibida y fingida. Marta, por su parte, no le hizo el menor caso; era consciente de que la había examinado nada más entrar, siempre lo hacía; pero es que además no la soportaba, era peor que su madre, más rastrera y mordaz, además de estar amargada.
—Ha dicho Rafael que iba a llamar a Carlos Torres —dijo doña Virtudes tejiendo la manga de un jersey azul oscuro.
—Ha estado en casa —contestó Marta con voz seca—. Le ha estado viendo. Por eso estoy aquí.
Lo dijo todo de una vez, como si fuera una píldora amarga que, cuanto antes la tragase, menor sabor dejaría en la boca.
Doña Virtudes levantó los ojos sin dejar de mover las agujas. A Marta eso le ponía nerviosa, todo el rato moviendo las manos, con ese sonido metálico constante del choque de las púas. Tomó aire para contener los nervios que le supuraban por cada poro de la piel.
—¿Y qué? —dijo doña Virtudes—. ¿Qué le ha dicho Carlos?
—Pues imagínate, Virtudes. —Esta vez la miró a los ojos para intentar ahogar esa arrogancia que destilaban sus maneras y sus palabras—. Que necesita penicilina, que si no, se va a morir. Y por eso estoy aquí —repitió como queriendo recalcar que no estaba por gusto—, como Rafael no le tiene metido en el seguro, no podemos comprar medicinas.
Virtuditas levantó los ojos y la miró felina, como si fuera un animal agazapado a la espera de atacar a su presa.
—¿Y yo qué quieres que haga? —señaló la madre arisca—. En esas cosas de la notaría yo no me puedo meter, como comprenderás, no es un asunto mío…, ni tuyo tampoco. Lo que entre ellos hayan acordado, acordado está. Son ellos, los hombres, quienes saben de estas cosas. Qué sabemos nosotras de lo que se debe y de lo que no se debe hacer o dar. Yo…, como tú comprenderás, lo único que puedo hacer es dejarte…
—No quiero tu caridad, Virtudes, me repugna tu caridad.
Dejó de hacer punto. Y Virtuditas también detuvo su labor.
—Mira, Marta, comprendo que estés alterada, pero no te voy a permitir que vengas a mi casa a faltarme.
Ella bajó los ojos al suelo y tomó aire como si se ahogase. Luego, alzó la mirada al techo y comprobó que estaba descascarillado por una esquina, los cerró y apretó los labios conteniendo la rabia.
—Lo siento, Virtudes, yo…, no quería…, verás… —Retorcía sus manos inquieta—. Quería saber si pudiera venir a lo de la ropa…, para lavar y planchar. Con lo que saque, podría apañarme a ver si podemos hacernos con esa penicilina que necesita Antonio para curarse.
Los rostros de la madre y la hija se relajaron con un ademán de satisfacción tan hiriente para Marta que estuvo a punto de levantarse y salir corriendo, pero se tragó el orgullo y se quedó quieta.
—Bien sabe Dios que te lo ofrecí —contestó doña Virtudes con irónica complacencia—, y no una, sino varias veces… Y tú, cabezota, que nada. Con ese orgullo que tienes y que está matando a tu marido…
Marta la interrumpió para evitar que la rabia la estallara por dentro.
—Virtudes, por favor, no me humilles…
—No, hija, nada más lejos de mi intención que humillar a nadie, y menos a ti, válgame el cielo, no sería yo capaz de algo así…, bien lo sabes tú, que nos conocemos desde hace mucho, Marta, pero es que las cosas hay que decirlas, que si no, no aprendemos. —Se quedó en silencio y dio un largo suspiro—. El problema es que ya no puede ser; hace un mes vino de Betanzos una prima de Venancia, conozco bien a su madre, es muy buena familia. Se ha venido a Madrid a sacarse unas perras para casarse; ya te lo dije, Venancia no puede con todo, demasiado hace la pobre, se va haciendo mayor y yo comprendo que le cuesta hacer las cosas; el caso es que la semana pasada se lo ofrecí a su prima, y ya el viernes se llevó toda la ropa y me la trajo el lunes lavada y planchada, un primor de chica, ya te digo. Claro, tú me dirás cómo le digo yo ahora que no, que se lo quito a ella para dártelo a ti, compréndelo, Marta, ya…
Marta se levantó como si tuviera un resorte.
—Está bien, no pasa nada, ya buscaré otra cosa.
Doña Virtudes dejó por un instante de cruzar las agujas y la miró como ofendida. Luego volvió a mover las manos cruzando las puntas de las varillas de metal, pasando de una a otra el hilo de lana azul, de una a otra, de una a otra, y sin dejar de mirarla.
—Pero dónde vas a buscar tú, alma cándida. —Marta cerró los ojos para no tirarse a su cuello—. No seas ingenua; parece mentira que no sepas cómo están las cosas. A las mujeres de tu edad —en esto puso un evidente tono de mala baba— nadie las quiere contratar. Ya ves a Elenita, siendo joven y soltera, si no hubiera sido por don Próculo, de qué iba a estar en la zapatería. Anda. —Le hizo un gesto con la cabeza hacia la silla—. Siéntate, a ver si pensamos algo que te podamos ofrecer para que te saques un dinerillo; si no se nos ocurre a nosotras, algo sabrá don Próculo, él siempre tiene una salida para todo.
Marta, más que sentarse, se dejó caer despacio, doblando lentamente las rodillas, como si se fueran venciendo sus fuerzas hasta quedar al borde de la silla, tensa e incómoda; tenía el deseo de salir corriendo de aquella sala agobiante y fea, decorada con un gusto pésimo, recargada de cuadros oscuros y cornucopias con espejos sombríos y velados por el paso del tiempo, en donde el aire estaba viciado y se respiraba un tufillo agrio como el aliento de don Próculo, que parecía dejar así su rastro, siempre allí metido, dispuesto a enderezar al mundo y expurgar sus negras conciencias a base de hipocresía y chismorreo.
Pero Marta controló sus anhelos y arrebatos porque, en el fondo, sabía que Virtudes tenía razón, que sus oportunidades estaban cercenadas. Durante mucho tiempo había intentado encontrar algún trabajo digno a lo que ella consideraba su condición, siempre en contra de la opinión de Antonio, que no consideraba ningún trabajo digno de ella y de su clase. Nunca había necesitado ganar un sueldo, siempre había tenido criadas a su servicio que le habían hecho todo facilitando su vida hasta el extremo; pero llegó la guerra y la vida se detuvo, y lo único importante fue sobrevivir; y cuando creyeron que todo debería volver a su cauce, cayó sobre ellos lo más duro, la época más oscura y la más injusta. Y mientras estuvo en la cárcel Antonio, ella intentó encontrar —siempre a escondidas de su esposo— un trabajo para ganar el pan con que alimentar a su hija, pero era rechazada en cuanto se enteraban de que se trataba de la mujer de un preso, como una sombra negra, como si las mujeres de los presos y sus familias no tuvieran derecho a sobrevivir y alimentarse. Y cuando su hombre salió de la cárcel, continuó siendo un preso, porque nadie parecía confiar en él y en su buen hacer. Y el tiempo pasaba y nada se arreglaba como a diario le prometía Antonio: «Todo se arreglará, pronto saldremos de esta, las cosas van a cambiar». Pero, más que salir, se hundían en un fango viscoso y espeso que los ahogaba y los cercaba.
Marta miró a Virtudes invadida por una profunda sensación de soledad abatida y le sobrecogió una sacudida de opresivo abandono. No le quedaba nadie a quien acudir. Sus padres habían perdido la vida en París en el verano del cuarenta y cuatro, y todos sus bienes habían sido confiscados al terminar la Guerra Mundial; también ellos habían sido perdedores en aquella contienda, aunque ninguno de los dos había intervenido en batalla alguna; otra vez la consecuencia de una mala elección los situó en el lugar y momento inoportunos. En el verano del año treinta y nueve, su padre estaba destinado en París. Cuando poco después gran parte de Francia fue ocupada por los alemanes, ellos se quedaron en la ciudad convencidos de que estaban en el lugar que debían estar; tenían buenos amigos alemanes, pero también los tenían franceses e ingleses. Sin embargo, los mataron. Y Marta no supo lo que les había sucedido hasta un año más tarde, cuando terminó aquella locura europea; entonces recibió una carta de la embajada diciendo escuetamente que habían sido detenidos, juzgados y ejecutados por traición a la Patria; no entendió muy bien a cuál y tampoco supo la traición a la que se refería. Tan solo le enviaron algunos efectos personales, poca cosa, nada de valor.
No obstante todas las dificultades que parecían entorpecer su camino, Marta no estaba dispuesta a rendirse, se lo había impuesto a sí misma para evitar caer en la locura: no cejar hasta recuperar su vida y la de su familia. Todo se había complicado un poco más con la enfermedad de Antonio; la lucha se desvirtuaba al tener que elegir entre la vida o la muerte, no le quedaba otra opción que claudicar. Y allí estaba, resignada, muda, con las rodillas pegadas y las manos sobre ellas, en aquella sala tan fría como su alma.